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“Los militares tienen mala suerte, les tocó justo una generación que no le tiene miedo a la muerte”, me cuenta Óscar, que a los veintidós años se va a quedar toda la noche del toque de queda resguardando el canal de televisión donde trabaja. Su voz es modesta, su sonrisa suave, usa unos interminables brad locs (rastas) que contrastan solo un poco con su sencilla y dócil apariencia. Le pregunto si su generación no le tiene miedo a la muerte porque piensan que no se van a morir nunca o porque al revés quieren morirse desesperadamente. Óscar levanta los hombros y sonríe más como para decirme sin decirme del todo que las dos cosas. La muerte es para su generación a la vez irreal, tan irreal como en la películas de Marvel en que todos los que mueren resucitan cuando quieren, y es a la vez lo único real en ese infinito mundo de posibilidades imposibles en que viven.
Morir por algo cuando no se puede vivir por algo es después de todo una forma de salvación como cualquier otra. La injusticia no se convierte en justicia cambiando las leyes sino haciendo visible a través de protestas el absurdo en que vivimos. Aquí, en una ciudad tan físicamente segmentada como Santiago, que deja a la Soweto del apartheid como un modelo de integración territorial, estar juntos es siempre una sorpresa, una fiesta, como la primavera feminista del 2018 o el movimiento estudiantil del 2011 y otro tipo de estallidos como este de ahora, que empezó con la quema justamente del metro que hace posible que los santiaguinos se encuentren y con la toma cada vez más multitudinaria por los ciudadanos de sus plazas.
Ese absurdo quemar lo que te une porque no te une suficiente es la metáfora perfecta de lo que está pasando en Chile. “Nos quitaron tanto, que nos quitaron el miedo”, reza un cartel en la marcha constante en la que se ha convertido la plaza Italia, en el centro de Santiago. Es cierto y es falso a la vez. En todos los índices Chile es hoy una sociedad más igualitaria que hace diez o quince años. El teléfono móvil y los computadores han hecho esa igualdad palpable y sensible. El “peso de la noche”, el concepto que, según Diego Portales, el fundador del Estado autoritario chileno, permitía gobernar a los chilenos, no es ya una fuerza relevante. La noche ya no tiene peso. Tampoco tiene peso el día. Nada tiene peso, ni siquiera la muerte, me dice Óscar.
Tocqueville, en su visita a los Estados Unidos a mediados del siglo XIX, explicaba con una bella metáfora lo que estamos viviendo los chilenos. La sociedad liberal, decía, al quebrar las cadenas que nos atan nos convierte en eslabones solitarios que no saben de dónde vienen y adónde van. El individuo librado a sí mismo se convierte en una máquina de insatisfacción y conformismo que se aísla y se pierde en su soledad. Se tatúa porque vive en una prisión, se hace heridas en el cuerpo para sentirlo de alguna manera. Necesita alguna filiación. Tocqueville pensaba que la sociedad americana, con sus clubes, sus asociaciones varias, sus iglesias también variopintas, podía llenar ese vacío. Pero en Chile la Iglesia ha perdido, en mano de su rampante lujuria, todo prestigio, como lo han hecho con su visible corrupción los partidos políticos, los empresarios y los periodistas más reputados de la plaza. No hay un lugar, que no sea la calle, en donde sentir que la cadena se une, y que se viene de alguna parte y se va a alguna parte. Ese “alguna parte” del que venimos los chilenos, y al que parece que nos encaminamos de nuevo, es la dictadura. Los militares en las calles, el miedo que los jóvenes de hoy han jurado dejar de sentir para, de alguna forma, compensar el de sus padres.
Su falta de miedo, que los hace caminar con toque de queda y burlarse de los militares con sus metralletas, contrasta con el terror que la clase política y empresarial siente en este mismo momento. Por miedo se han inventado conspiraciones que pasan desde las invasiones alienígenas a una supuesta internacional anarquista. Por miedo han concedido lo que nunca habrían concedido antes. Por miedo están a punto de construir de manera chapucera, apurada y anárquica un Estado de bienestar sobre las bases de un modelo neoliberal. Un engendro kitsch que tiene, por cierto, todas las oportunidades de fracasar por ambos lados, porque la gente quiere más mercado y más Estado, porque los deseos contradictorios y tempestuosos no se calmarán ahora que quedó claro que la clase dirigente y su presidente, cual piñata de cumpleaños, solo conceden a palos, solo entienden a gritos, solo conocen la gramática del fuego, que no puede más que crecer, no este año quizás, pero el próximo y el otro, cuando sea la extrema derecha la que tome el pandero.
Los helicópteros que zumban en el cielo mientras escribo no permiten pensar más allá de la lucha de todos y cada cual por acabar con un gobierno absurdo. Vuelve la voz de Óscar y su generación que no tiene ya miedo a la muerte. Una generación que quizás no es solo etaria, sino que es un estado mental, una forma de habitar el mundo al que puede uno acceder a los setenta años o a los quince. Un estado del mundo que es quizás el mundo. Un mundo en que la muerte ya no es posible porque la muerte es también eso: una alternativa. Porque la muerte, o el miedo a la muerte, es un lujo que solo se puede adquirir después de tres mil euros al mes.
Ante un nuevo orden mundial en el que el capitalismo muestra, de todas sus formas, su fracaso, pero no consigue siquiera idear una alternativa creíble, la muerte está quedando “cancelada”. Cancelado es el modo en que los jóvenes hablan de una persona cuya opiniones y actitudes les llevan a destruirlo por las redes sociales y dar por acabada su reputación. Esa es la muerte de hoy: la cancelación. La gente sigue y va a seguir muriendo (cuando escribo esto los militares y la policía han matado a unas veinte personas), pero la posibilidad intelectual de la muerte es la que está quedando como los diarios, los canales de televisión, los matrimonios monogámicos, los toros y la democracia representativa: cancelada.
¿Cómo se mantienen el orden, la paz o la propiedad privada cuando la muerte no es ya un castigo, cuando es un premio incluso? Escribo esto con miedo, miedo de decir algo que no guste a mis seguidores en las redes sociales, miedo de quedar fuera de la Historia, miedo de conectar con alguna ola de odio, miedo de salir a la calle bajo el toque de queda, miedo al rugido del helicóptero sobre mi cabeza. A los catorce años viví toques de queda y Estados de sitio en los que la gente permanecía encerrada en su casa, no como este en que la gente va cantando por las calles y manifestándose feliz mientras los militares no saben del todo cómo empujarlos a su casas. De muchas formas me alegro de que mi país se haya despertado del amortajado sueño en que jugaba ante los invitados en mantenerse, pero que me cuesta cada vez más nombrar ese mundo, explicar sus cambios, adelantar sus alternativas sin la muerte y el miedo a la muerte como guía. No puedo dejar de pensar que haberle quitado el miedo a la muerte a los que más mueren y habérselo dejado a ellos es unos de los triunfos de la élite capitalista. Esa que tiene miedo porque sabe que el miedo es útil, necesario, lúcido muchas veces, y que la falta de miedo, que la falta de muerte, es como la falta de sueño, algo que nos hace perder pie con la realidad.
Sin la muerte no hay puntos, ni comas, no hay sintaxis. Sin la muerte no hay lenguaje. Sin muerte no hay tragedia pero sigue habiendo venganza, del tipo de la que millones de personas han visto en la película Joker. ¿Eso será para Óscar la dictadura chilena, ese reciclaje de películas de los setentas donde solo mueren los que no tienen una rabia que los haga invulnerables?
Pienso que mañana necesitaremos justamente eso: las voces de Antígona y Electra y Orestes y Edipo para nombrar nuestro dolor, ese que en la tragedia griega era privilegio del coro. Antes que nos callen para siempre, quizás sea necesario recuperar un miedo nuestro, una muerte nuestra, una que tenga sentido más allá del carnaval y de la hoguera.
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Autor >
Rafael Gumucio
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