Análisis
El estallido de Chile
El movimiento contra el alza de transporte se ha transformado en una revuelta que exige cambios estructurales
Camila Ponce Lara Santiago de Chile , 23/10/2019
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Todo comenzó con una convocatoria en una cuenta de Instagram, destinada a compartir memes, que llamaba a evadir el transporte público que subía en 30 pesos (0,042 dólares). Los autores no eran nada más ni nada menos que estudiantes del emblemático Instituto Nacional, la institución de Secundaria más antigua del país que ha visto pasar por sus aulas a distintas personalidades, desde presidentes de la República hasta líderes de los distintos movimientos estudiantiles.
Hace ya bastante tiempo que este instituto está en el debate público. En los últimos meses estuvieron en el ojo del huracán por la ley de Aula Segura que buscaba, tal como su nombre indica, aulas libres de violencia. Finalmente el gobierno terminó reprimiendo a los estudiantes, vigilando todo aquello que portaban en sus mochilas y expulsando a quienes consideraban disruptivos. La violencia policial se instaló en diversos liceos y el malestar estudiantil también.
un 74,3% de los chilenos gana menos de 500.000 pesos mensuales (alrededor de 620 euros), al mismo tiempo que los abusos y la corrupción de la clase política y económica apenas reciben ninguna sanción
Este movimiento se inaugura a partir del clamor y malestar de los estudiantes secundarios que han sido los protagonistas de las principales movilizaciones de la postdictadura. Ellos han sido el motor y los impulsores de las transformaciones del sistema educativo en Chile. Las movilizaciones estudiantiles comenzaron en su mayoría con demandas sobre el transporte público. El movimiento del mochilazo fue una movilización en 2001 que surgió porque el pase escolar (que rebaja el transporte de los estudiantes) se encarecía debido a una nueva tecnología con chips en las tarjetas y la implementación de máquinas y torniquetes en los buses públicos. Estos pases escolares llegaron tarde y los estudiantes descubrieron que había otras caras y nombres en el reverso de sus tarjetas, de ahí el nombre de “raspa pase”. En 2001 fue la primera vez que en postdictadura vimos a jóvenes de 14 a 18 años protestando en las calles de Chile y organizándose a través de asambleas y con voceros.
Muchos autores y activistas afirman que el mochilazo fue el ensayo para el movimiento que vendría más tarde: el de los pingüinos en 2006. En estas movilizaciones los secundarios exigían, entre otras medidas, el fin del sistema municipalizado por el que las comunas más caras concentran los mejores liceos públicos, incrementando así la desigualdad. También pidieron la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE) y el fin de las jornadas escolares completas.
En todas estas movilizaciones, el gobierno logró desestabilizar los movimientos gracias la criminalización de la protesta, denostando al sujeto encapuchado, el eslabón más débil y el más violento. Los encapuchados se transformaron en el talón de Aquiles de los movimientos estudiantiles, donde la ciudadanía ya no apoyaba la lucha por mejor educación, o educación más justa. A través de desmanes e infiltrados en las protestas, la esperanza por un cambio se desvanecía.
Sin embargo, el movimiento que vemos en 2019 no es únicamente estudiantil, sino que ha convocado a diversos sectores de la sociedad chilena, transversal en rango de edad, regiones del país o niveles socioeconómicos. Es un movimiento que, en la forma, se asemeja muchísimo más a las movilizaciones de Argentina de 2001, pero en el fondo es completamente diferente, porque refleja un conflicto estructural. En Chile no se habían visto movilizaciones tan masivas y violentas en democracia, y el conflicto no parece tener fin en el corto plazo.
Las reivindicaciones de este gran estallido, además de la derogación del alza del transporte subterráneo –que ya está en discusión en el Senado–, incluyen otras para echar abajo lo que algunos autores denominan enclaves autoritarios de la dictadura: privatización de la salud, la educación, el sistema de pensiones o el agua. Las exigencias son tan amplias que también buscan terminar con la Constitución, el endeudamiento, la violencia hacia el pueblo mapuche, y acabar con las zonas de sacrificio [áreas geográficas con escasa inversión económica o afectadas, de manera permanente, por daños ambientales] o los bajos salarios. Aunque el malestar de la ciudadanía chilena no se oía en las calles, estaba latente y se percibía a diario en la rabia contenida de la gente debida a la mala calidad de los transportes y las alzas constantes de la luz y los alimentos. En la actualidad, un 74,3% de los chilenos gana menos de 500.000 pesos mensuales (alrededor de 620 euros), al mismo tiempo que los abusos y la corrupción de la clase política y económica –bien conocidos por toda la sociedad chilena– apenas reciben ninguna sanción. Basta con recordar los 7.000 pesos (unos nueve euros) que las empresas de papel higiénico devolvieron como compensación a todos los chilenos por el sobreprecio de sus productos.
los medios chilenos y el gobierno se empeñan en subrayar de manera insistente los actos de violencia, la quema de estaciones de metro y buses, y los saqueos en diversos locales del comercio
En este contexto, los medios de comunicación chilenos y el gobierno se empeñan en subrayar de manera insistente los actos de violencia, la quema de estaciones de metro y buses, y los saqueos en diversos locales del comercio. Se insiste en la criminalización de la protesta de cualquier tipo, desde aquellas pacíficas hasta las más violentas. Se condena particularmente al encapuchado vandálico que destruye estaciones de metro y roba, olvidando la constante infiltración de policías en las protestas para causar disturbios y desinformación que han sido pan de cada día en las protestas estudiantiles. Académicos, como el rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, legitima este discurso diciendo que “las nuevas generaciones están huérfanas de orientación ideológica y presas de sus pulsiones”, generalizando así sobre la juventud y dando por supuesto que todos los activistas de este movimiento son violentos y sin ideales.
Esto no quiere decir que no haya encapuchados ni sujetos violentos en las protestas. El encapuchado, por lo general, proviene de sectores vulnerables y se encuentra en los márgenes, no tiene expectativas de futuro y ha sido despolitizado a partir de la necesidad y la carencia. Es un joven que no cuenta con espacios de sociabilidad con sus compañeros, como teatros, parques o plazas, y su espacio de esparcimiento termina siendo el mall, donde encuentra todo aquello con lo que sueña, porque el modelo se lo ha instalado, pero que no puede permitirse. Por lo tanto, en este estallido pueden acceder a todo aquello que tienen vetado a diario. Por otro lado, también hay jóvenes que rechazan la política institucional y quieren un cambio estructural a partir de una situación límite. Jóvenes que no creen y desconfían en las instituciones. Otros jóvenes son activistas, de organizaciones de todo tipo, ecologistas, animalistas, políticas o simplemente activistas que resuenan con las demandas de este movimiento y que sueñan con un país más justo.
Para controlar la situación, el Gobierno de Sebastián Piñera se tomó la libertad de declarar el Estado de emergencia y el toque de queda en las principales ciudades del país durante 15 días, desde las 19 horas hasta las seis de la madrugada. Esto dio libertad plena a los militares para salir a las calles y reprimir un sinfín de barricadas, movilizaciones espontáneas y cacerolazos en diversos puntos del país. La violencia de los saqueos ha generado miedo en sectores de la población que se han organizado en un contramovimiento de chalecos amarillos que busca proteger y amedrentar a posibles saqueadores. Estos son grupos de vecinos de clase media, organizados en patrullas o como vigilantes, y que se informan constantemente a partir de plataformas online como whatsApp.
Efectivamente, se han realizado diversos actos de violencia que van desde destrucción de transporte y estaciones hasta la destrucción de infraestructura pública, como semáforos o señaléticas, pero también se han realizado muchas movilizaciones pacíficas con cacerolazos. El problema es que un conflicto, que podría haber cesado con un poco de mesura y de diálogo con distintos sectores políticos y activistas, escaló a niveles insospechados a causa de un presidente incapaz de hacer autocrítica y que ahora es capaz de declarar que estamos en un estado de guerra. A 21 de octubre, ya hay 11 civiles muertos, sin nombre ni rostro, en las movilizaciones, y distintas organizaciones ya han convocado a un paro nacional para el 22 de octubre, pidiendo un pacto social no desde las elites políticas y desde arriba, sino desde el pueblo, y exigiendo medidas que van desde el fin de las AFPs (administraciones de fondos de pensiones), el aborto gratuito y libre, hasta el aumento del salario mínimo y derogación del código de aguas (ley dictada en 1981, en plena dictadura pinochetista, que reconoce el agua como un bien nacional de uso público, pero que establece al mismo tiempo que los particulares pueden obtener derechos de aprovechamiento de carácter perpetuo).
En definitiva, el modelo chileno, que se vendía tan bien en el exterior, finalmente mostró su cara real. Los chilenos se cansaron de abusos sostenidos y de mentiras de la clase política. El endeudamiento de los chilenos es desmesurado, las pensiones no alcanzan para una vida digna y los precios no corresponden a la media de salarios. Por lo tanto, el reclamo por el aumento del pasaje era solo una excusa para expresar todo aquello que estaba contenido y que requiere ser resuelto con diálogo de diversos actores sociales y sin militares.
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Camila Ponce Lara
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