Tribuna
Chile despierta
La democracia por la que luchamos estaba concebida como un elemento transformador que daría lugar a un sistema económico más justo. La que llegó es una donde el 1% de la población acumula el 25% de la riqueza. No es el billete de metro. Es mucho más
Beatriz Silva 28/10/2019
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Chile vive desde hace una semana bajo el régimen de toque de queda. El estallido social, que ha derivado en violentas manifestaciones, ha servido de excusa al gobierno de Sebastián Piñera para poner la capital, Santiago, bajo el control de los militares. La población no puede salir a la calle entre las diez de la noche y las siete de la mañana. Desde la época de la dictadura no se vivía una situación parecida.
Soy chilena y nací el 11 de septiembre de 1970. Todos los cumpleaños de mi infancia transcurrieron bajo el toque de queda porque era el arma que tenía el régimen militar para imponer medidas represivas extremas y aplacar las revueltas que volvían coincidiendo con el aniversario del golpe militar. Cuando me enteré que Chile volvía a estar en toque de queda, regresaron los fantasmas de mi infancia en una sola noche. Como en el Cuento de Navidad de Dickens.
El primero en presentarse fue el del día del golpe de Augusto Pinochet. Yo tenía tres años y vivía en una zona donde se hacía la pólvora. Durante toda la noche se escucharon los sonidos de disparos y el estruendo de las metralletas. No había luz, pero el cielo se iluminaba por las bengalas que lanzaban los militares desde el cielo para localizar a las personas que huían amparándose en la oscuridad. Mi madre hizo una trinchera con unos colchones de lana porque había escuchado que la lana detenía las balas. Así pasamos la noche. Entre colchones de lana.
El toque de queda de entonces duró mucho tiempo. No sé que sentirán los habitantes de Santiago y de otras ciudades en estos momentos pero mis recuerdos son de total indefensión. Estar encerrada en casa el día de mi cumpleaños y asomarme a la ventana con mucho sigilo para ver a los militares patrullando las calles, listos para disparar.
En ese ambiente llegaron los años ochenta, cuando comenzó a generarse la enorme inequidad que ha convertido Chile en uno de los países más ricos de la región, pero también en uno de los más desiguales como consecuencia de un modelo económico neoliberal que solo fue posible aplicar con la mano de hierro de la dictadura. El toque de queda siguió imponiéndose cada 11 de septiembre, pero no solo para aplacar las protestas contra la represión y la tortura, sino también porque la población pasaba hambre.
Y aquí llega el segundo fantasma de mi infancia: el de la extrema escasez. La década en que las escuelas de las zonas marginales repartían leche que llegaba de Caritas pero no les alcanzaba para todos los niños y niñas que la necesitaban. Las maestras organizaban turnos. ¿Alguien puede ponerse en el lugar de una profesora que tiene que escoger cada día a cuál de sus alumnos alimenta? ¿Cómo crecieron esos niños y niñas?
Chile había sido siempre un país con muchos recursos naturales, donde faltaban otras cosas, como la salud o la educación, pero no los alimentos. En esa época la gente se veía obligada a comprar las bolsas de té, uno de los alimentos básicos de la dieta chilena, por unidad. Lo mismo sucedía con el pan. La población protestaba por la dictadura pero también porque tenía hambre. Se multiplicaban los cortes de carreteras y los atentados que hacían estallar las torres de alta tensión.
Aparentemente el aumento del billete de metro de 800 a 830 pesos chilenos (en torno a un euro) que está detrás de las actuales protestas parece no justificar la magnitud de los disturbios y los destrozos que muestran las televisiones. Es así, si no se toman en cuenta otros factores. Como que la media de la población vive con menos de 400.000 pesos (500 euros) mensuales y la mitad de los pensionistas recibe menos de 175.000 (217 euros). Esto, en un país donde los precios del supermercado no son diferentes a los de España.
El coste del billete de metro se ha duplicado desde 2007 mientras los sueldos se han mantenido estancados. Algo parecido ha sucedido con la vivienda, cuyo precio ha crecido en un 150%, pero también con otros servicios esenciales como la salud, la educación y las pensiones que fueron privatizadas durante la dictadura. Esto provoca que la mayor parte de la población solo tenga acceso a servicios de calidad si paga por ellos. Los medicamentos tienen cada vez precios más prohibitivos, sube el agua, la luz, y al mismo tiempo la clase política y económica protagoniza escándalos de corrupción millonarios. O evasión de impuestos, como el propio presidente Sebastián Piñera.
Uno de estos personajes, el ministro de Economía, Juan Andrés Fontaine, proveniente de la élite que nunca ha necesitado del transporte público, que estudió en uno de los centros educativos más prohibitivos del mundo, la Universidad de Chicago, heredero de la clase que apoyó y mantuvo viva durante 17 años la dictadura y la represión, le dice a esa clase trabajadora que madrugue más si quiere pagar menos en el metro.
Que cada uno saque sus propias conclusiones. La gente está harta.
El tercer fantasma de mi pasado, el de la violencia policial y militar que viví manifestándome siendo una adolescente durante los últimos años de la dictadura, hoy vuelve a ser parte de la vida de Chile. Las protagonistas son otras jóvenes pero los vehículos que les arrojan agua sucia para dispersarles, los golpes y los abusos en las calles y comisarías son los mismos de entonces. Han crecido en democracia pero en una donde el 1% de la población acumula el 25% de la riqueza generada por el país. Donde la movilidad social es escasa y los hijos de los pobres siguen siendo pobres, y los hijos de los ricos, se hacen más ricos.
Mi generación soñaba con la democracia como un elemento transformador que daría lugar a un sistema económico más justo. La alegría de la que hablaba la canción, que movilizó a millones de personas a votar contra la dictadura en el plebiscito del No, no era esto. Conectaba con el ideal del proyecto de la Unidad Popular que aspiraba a construir una sociedad más justa que solucionara las desigualdades históricas. Hoy siguen estando más vigentes que nunca.
La gente ya no vive en barracas y tiene viviendas con servicios sanitarios pero siguen sin acceder a una vida digna. “No es solo por el alza del transporte público. Es por el robo de las AFP (Administradoras de Fondos de Pensiones), es por el agua, la luz, por la impunidad para los ricos. Porque nuestros abuelos se mueren sin salud y con unas pensiones miserables”, decía uno de los mensajes que circulaban por redes sociales la primera noche de protestas bajo el hashtag #ChileDespierta. Lo que sucede en Chile no es por los 30 pesos del billete de metro. Es mucho, mucho más.
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Beatriz Silva
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