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Claude Lévi-Strauss, el hombre de la mirada lejana

Su método, el estructuralismo, le alertó siempre de los peligros de dividir a las culturas entre las más y las menos civilizadas

Rayco González 30/10/2019

<p>Claude Levi-Strauss en 2005.</p>

Claude Levi-Strauss en 2005.

UNESCO/Michel Ravassard (CC BY 3.0)

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Maurizio del Ninno, in memoriam

 

Desconozco si Claude Lévi-Strauss pensaba en la isla de Utopía de Tomás Moro mientras escribía su artículo Todo al revés para el diario italiano La Repubblica, publicado el 7 de agosto de 1989. En todo caso, no parece descabellado pensarlo. El tema que allí trata es Japón y comienza recordando que veinticinco siglos antes un tal Herodoto de Halicarnaso se sorprendía en su viaje por el Nilo de que los egipcios se comportasen en todo al revés de los demás pueblos: las mujeres se dedican al comercio y los hombres se quedan en las casas y tejen; estos comienzan la trama por la parte inferior y no por la superior; las mujeres orinan de pie y los hombres agachados.

A continuación, Lévi-Strauss equipara las impresiones de Herodoto con el trabajo que Basil Hall Chamberlain, profesor de la Universidad de Tokio, tituló Topsy-Turvidom (El mundo al revés) para su libro Things Japanese, donde afirmaba: “Los japoneses hacen muchas cosas de forma exactamente contraria a lo que los europeos estiman natural y conveniente; a los propios japoneses, nuestras maneras les parecen igual de injustificables”. Esta frase, que nos obliga a ponernos en la piel del otro, revela una de las claves del trabajo intelectual de Lévi-Strauss. En el artículo, tras enumerar maneras y modos diferentes de la cultura japonesa tan dispares como que el carpintero serruche haciendo un movimiento hacia sí mismo o que las costureras enhebren la aguja empujando el ojo hacia el hilo en lugar de empujando el hilo dentro del ojo de la aguja, Lévi-Strauss concluye que todas estas prácticas atienden a una particular concepción del “yo” en la cultura nipona: “En lugar de hacer del sujeto la causa, como hacemos nosotros, el pensamiento japonés ve en él más bien un resultado. La filosofía occidental del sujeto es centrífuga; la de Japón, centrípeta, coloca al sujeto al final de la pista. Esta diferencia entre las actitudes mentales es la misma que hemos visto aflorar a la superficie en las formas opuestas de emplear las herramientas: como los gestos que el artesano siempre ejecuta hacia sí mismo, la sociedad japonesa hace de la conciencia de sí un término”.

su rigor metodológico le alertó siempre de los peligros de dividir a las culturas entre las más y las menos civilizadas

Esta conclusión lleva la marca misma del método extendido por Lévi-Strauss en las ciencias sociales: el estructuralismo. Esta marca consiste, en el fondo, en un complejo mecanismo intelectual: se debe proceder a un distanciamiento con respecto a nuestros esquemas culturales de interpretación para, en un segundo momento, observar las culturas en un estado de conmensurabilidad, sorteando así las trampas del etnocentrismo, que tanto abominó. Este método le llevó a ser tachado por unos de etnocéntrico y por otros de relativista, pero, en el fondo, había más incomprensión de la dimensión de sus procedimientos analíticos que otra cosa. En todo caso, su rigor metodológico le alertó siempre de los peligros de dividir a las culturas entre las más y las menos civilizadas, llegando incluso a pronunciar la célebre frase: “El bárbaro es, antes que nada, el hombre que cree en la barbarie”.

Durante una entrevista en televisión durante los años setenta, Lévi-Strauss evocó los orígenes de su intuición “estructuralista”, allá por 1939 en un paseo por los prados belgas: “Un día, tumbado sobre la hierba, observaba una bola de diente de león. Pensé entonces en las leyes de organización que debían presidir necesariamente un diseño tan complejo, armonioso y sutil. Todo aquello no podía ser simplemente consecuencia de azares acumulados”. Estas “leyes de organización”, encarnadas en la forma del diente de león, son equiparables a las estructuras fundamentales cuyas definición y descripción constituirán el trabajo vital de Lévi-Strauss, partiendo del estudio del parentesco y pasando por los mitos, las máscaras, la pintura, etc.

La clave de la actitud analítica de Lévi-Strauss reside en observar todas las culturas como convenciones semióticas. Para acceder a esta disposición mental, Lévi-Strauss definía el trabajo del etnógrafo –que, por otra parte, solo desempeñó durante ocho meses de su vida– como “técnica de dépaysement”, término francés de difícil traducción y que podría castellanizarse como “despaisamiento”, lo cual guarda un fuerte aire de familia con el tecnicismo “extrañamiento”. Y digo bien cuando afirmo que “extrañamiento” es un tecnicismo, ya que, en concreto, se trata de un concepto extendido en los estudios literarios fundamentalmente, desde que Viktor Shklovskij y los formalistas rusos identificaran cómo determinados mecanismos de las artes cortocircuitan aquellas prácticas culturales que, por ser comunes en nuestras vidas cotidianas, se han automatizado, adquiriendo rango de verdades inquebrantables, siendo realizadas casi inconscientemente. En alemán fue traducido por Verfremdungs, es decir, “distanciamiento”, y fue el fulcro del método teatral de Bertolt Brecht, cuyo propósito era convertir en asombrosas nuestras propias costumbres. Para Brecht, el Verfremdungseffekt o “efecto de distanciamiento” exponía al espectador a la experiencia de transformación de todo aquello que él consideraba “natural” como algo “artificial”, lo que, según su concepción, le permitiría luego un juicio más racional de los sucesos representados en la escena.

para Lévi-Strauss el estructuralismo debía permitir separarnos de nuestras propias costumbres y prácticas con el fin de comprendernos mejor a nosotros mismos

Pues bien, para Lévi-Strauss el estructuralismo debía permitir adquirir esta facultad de separarnos de nuestras propias costumbres y prácticas con el fin de comprendernos mejor a nosotros mismos. En este sentido, y a pesar de la escasez de su trabajo de campo, Lévi-Strauss registró por escrito la experiencia etnográfica que supone estar solo en mitad de la selva amazónica y recordar en la distancia la propia cultura de origen: “¿Quién o qué me había empujado a torcer violentamente el curso normal de mi vida? ¿Era una astucia, un hábil rodeo, destinados a permitir mi reintegro a la carrera con ventajas suplementarias, que se tendrían en cuenta? ¿O bien mi decisión expresaba una incompatibilidad profunda con mi grupo social, del cual, ocurriera lo que ocurriese, yo estaba inclinado a vivir cada vez más aislado? Por una singular paradoja, en vez de abrirme un nuevo universo, mi vida aventurera más bien me devolvía el antiguo, en tanto que aquel al que yo había aspirado se disolvía entre mis dedos” (Tristes trópicos, 1955).

Indudablemente, aquella experiencia directa con culturas indígenas de la Amazonia brasileña durante los años treinta marcaría de forma notable el trabajo intelectual de Lévi-Strauss. Y no creo que sea extraño pensar que su posterior encuentro en Nueva York con Roman O. Jakobson, uno de los mayores representantes del estructuralismo lingüístico, le diera el impulso definitivo para traducir aquella primera experiencia de “extrañamiento etnográfico” en un mecanismo lógico-analítico que redujese las numerosas costumbres y prácticas de la humanidad a códigos que identificasen sus elementos mínimos abstractos y sus posibles combinaciones entre sí.

Según relata Patrick Wilcken en Lévi-Strauss. The Poet in the Laboratory (2010), no podían concebirse dos personalidades más opuestas que las de Jakobson y Lévi-Strauss: el primero, dicharachero, extrovertido, jocoso y divertido; el otro, severo, introvertido, melancólico y silencioso. Ambos impartían sus lecciones en la École Libre des Hautes Études de Nueva York, que era financiada por la Fundación Rockefeller y que albergó a numerosos intelectuales europeos exiliados durante la II Guerra Mundial que escapaban de la persecución nazi. Jakobson impartía lingüística estructural y Lévi-Strauss, etnología.

Su periodo neoyorquino (1941-1944) constituirá la piedra de toque necesaria para culminar su “thèse de État”, presentada en 1948, y que le hará tener posteriormente una repercusión inigualable en las ciencias sociales. Se trata, por supuesto, de Las estructuras elementales del parentesco (1949). De hecho, será Jakobson quien le propondrá escribir sobre “todo eso” cuando el propio Lévi-Strauss ni siquiera podía ni soñarlo. Y poco después de esta sugerencia, en 1943, escribirá un artículo preparatorio, The Social Use of Kinship Terms among Brazilian Indians (American Anthropologist, vol. 45, n.3), donde comenzará a analizar un campo que en Francia, a diferencia de la antropología anglosajona, apenas había sido tratado desde los trabajos de Émile Durkheim: el parentesco.

La senda emprendida por Lévi-Strauss no solo era innovadora por el tema escogido, sino también por su mirada. Los principios de su análisis estructural fueron expuestos en otro texto preliminar, El análisis estructural en lingüística y en antropología, publicado en la revista americana Word en 1945 y posteriormente incluido en la compilación de artículos Antropología estructural (1958). En él demuestra la eficacia del análisis estructural e identifica la noción fundamental de “átomo de parentesco”, que sería la estructura elemental o mínima de cualquier sistema de parentesco, un esquema básico con ciertas posibles combinaciones, que representarían las opciones que pueden efectuarse en cualquier cultura.

Gracias en buena medida a su encuentro con Jakobson, Lévi-Strauss dará un giro importante a su producción intelectual, situándose en la travesía histórica que parte de Ferdinand de Saussure, continúa en los trabajos de fonología estructural de Nikolai Trubetzkoy y sigue con el Círculo de Praga. En virtud de esta trayectoria, Lévi-Strauss expone los principios de lo que será con el tiempo su propio programa de vida: la antropología estructural. El primer principio es el de pasar de los fenómenos lingüísticos conscientes a los fenómenos inconscientes, entendiendo por inconsciente no el remanente psicoanalítico de los recuerdos conscientes, sino las estructuras lingüísticas con las que cualquier humano organiza su pensamiento y su actividad comunicativa. El segundo principio es el análisis de las relaciones entre los elementos y no de los elementos como entidades independientes. El tercer principio es que los elementos están siempre organizados en sistema. El cuarto principio es que el objetivo final es descubrir unas leyes generales que permitan entender los límites de la mente humana, es decir, las invariantes en el arco de todas las variaciones en que cada cultura se sitúa.

El recorrido que va desde el primer principio, concerniente a los actos comunicativos particulares documentables, hasta el último, que sitúa a cada sistema cultural en un amplio abanico de formas posibles y equiparables, corresponde al movimiento necesario del “extrañamiento intelectual”. O, si se prefiere, se trata de la perfecta experimentación de una distancia con nuestra cultura de origen, al colocarla en el mosaico de culturas existentes, “existidas” y “existibles”. Este es el efecto que se tiene al leer el apéndice de Las estructuras elementales en el que, a petición de Lévi-Strauss, el matemático André Weil redujo uno de los sistemas de parentesco a un estudio algebraico, demostrando “cómo el álgebra y la teoría de grupos de sustitución pueden facilitar el estudio y la clasificación de las leyes de matrimonio”. Como escribe Maurice Godelier, insigne discípulo de Lévi-Strauss, “apuesta ganada y, desde entonces, el número de estudios lógico-matemáticos de los sistemas de parentesco no ha cesado de multiplicarse”.

En los años cincuenta Lévi-Strauss colaboró con la Unesco con una serie de textos publicados bajo el título Raza e historia (1952) donde criticaría las nociones occidentales de raza y de progreso y que culmina con una sentencia coherente con su proyecto intelectual: “La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor y ante nosotros”. Y, fiel siempre a esta necesidad de distancia propia del método estructuralista, escribirá una obra que abrirá su campo de estudio al pensamiento mítico, El pensamiento salvaje (1962), que concluye con la afirmación de que no hay diferencia entre la “lógica concreta” de las sociedades primitivas, encarnada en sus taxonomías del mundo natural, y la “lógica abstracta” de la ciencia de las sociedades occidentales, ya que ambas son expresiones de las mismas disposiciones universales de la mente humana.

La imagen de esta mirada que mantiene a todas las culturas a la justa distancia es una metáfora (¿o tal vez no sea solo una metáfora a fin de cuentas?) que recorrerá toda su obra. En 1983, por ejemplo, decidirá cambiar el título Antropología estructural tres por el de Le regard éloigné (La mirada distante) para una obra significativamente dedicada a Roman O. Jakobson, fallecido solo un año antes. Pasada la moda del estructuralismo de los años setenta, Lévi-Strauss permanecía “fiel a los principios y al método que no ha cesado de guiarme”. En 1988, en una famosa entrevista con Didier Eribon, explicará también el porqué de este título: “La palabra estructuralismo se había degradado tanto, víctima de los abusos, que se acabó por no saber qué quería decir”. El reverso del estructuralismo es precisamente esta técnica óptico-intelectual de distanciamiento y, en consecuencia, decir “estructuralismo” o “mirada distante” es decir casi lo mismo.

Intelectual poco dado al espectáculo mediático y pensador de una austera discreción, Lévi-Strauss es considerado por muchos el gran humanista del siglo XX

Al hablar del abuso del término en los años setenta, Lévi-Strauss se refería, claro está, a las derivas postestructuralistas que, en manos de otros autores e intelectuales, habían dirigido al estructuralismo a senderos imprevistos, extirpándolo de su campo operacional. Y, con todo, hay que reconocer que tales derivas no habrían sido posibles, ni hoy podríamos comprenderlas en profundidad, sin la obra de Lévi-Strauss. Todas las reflexiones y las teorías sobre las prácticas del sentido, desde Jacques Lacan hasta Michel Foucault, pasando por Jacques Derrida y Jean Baudrillard, son deudoras del estructuralismo. Para prueba, recuérdese la conocida viñeta de El almuerzo estructuralista de Maurice Henry (1967), donde Lévi-Strauss, absorto en la lectura de un manuscrito, asiste a la animada conversación entre Lacan, Foucault y Roland Barthes, ataviados todos con taparrabos. Uno de los hilos históricos que reúne las reflexiones posteriores sobre el signo es haber identificado la verdad y la realidad como categorías convencionales, culturalmente variables: ya sea como “prêt-à-porter de fantasía” (Lacan), ya sea como “saberes comunes y precarios” (Derrida), o como “orden del discurso” (Foucault), todas estas concepciones se remontan, de un modo u otro, a la idea de “eficacia simbólica” de Lévi-Strauss, es decir, a los juegos de significación que están más allá de la verdad y de la mentira (los ecos nietzscheanos resuenan claramente). El estructuralismo ve la verdad como un mero efecto discursivo.

Mención aparte merece la semiótica de Algirdas J. Greimas y de la escuela de París, que se presenta como una continuación del método estructural de Lévi-Strauss. No es casual, en este sentido, que Greimas analizase la verdad como “efecto veridictivo” y como “contrato fiduciario” generados en los propios discursos.

El valor de las aportaciones de Lévi-Strauss reside precisamente en la pertinencia y en la oportunidad de sus preguntas. Saber plantear las cuestiones adecuadas es la labor del sabio, según sus propias palabras. La constancia en operar el método estructural sobre cualquier tipo de objetos culturales hace de la obra de Lévi-Strauss una totalidad coherente, que puede causar las mismas perplejidad y admiración que le produjo su observación distante de aquella bola de diente de león. Detrás de tan asombrosa perseverancia podría esconderse la necesidad común del buen científico de lograr formular la pregunta última sobre nosotros mismos. Pero como él mismo afirmó, recuperando una vieja sentencia de Montaigne, la comunicación directa con el ser nos está vetada. Y, sin embargo, su mirada distante le permitió preguntarse adecuadamente sobre la variedad de nuestros modos de existencia, en cuya búsqueda nunca desfalleció.

Intelectual poco dado al espectáculo mediático y pensador de una austera discreción, Lévi-Strauss es considerado por muchos el gran humanista del siglo XX. Al mismo tiempo, muchos son los que han apuntado al profundo pesimismo de su obra, cuestión a la que el propio Lévi-Strauss respondió diciendo que era el único camino posible para acceder a un optimismo razonable y a un humanismo tolerante. Se inquietaba por el porvenir del mismo modo que le inquietaba cada una de sus preguntas, en un camino semejante al del japonés que describió en aquel artículo de La Repubblica con el que comencé estas líneas: “El ‘yo’ japonés no aparece como un dato ya dado, sino como un resultado hacia el cual tendemos a llegar sin certeza”. Nunca abandonó la perplejidad intelectual de verse a sí mismo en el otro y el otro en sí mismo, y, frente a los vientos de etnocentrismos que corren hoy, creo que no está de más recordar la técnica de distanciamiento con que Lévi-Strauss supo recorrer su personal e incierto camino hacia sí y hacia nosotros mismos.

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Rayco González  es miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura, perteneciente a la Fundación Ortega-Marañón y profesor de la Universidad de Burgos.

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Rayco González

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