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Paul Preston / Historiador

“No es nada común que los políticos se comporten como promotores del interés nacional”

Sebastiaan Faber 2/11/2019

<p>Paul Preston en 2004.</p>

Paul Preston en 2004.

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Paul Preston (Liverpool, 1946) lleva más de medio siglo dedicado a la historia moderna de España. Fue Hugh Thomas quien le introdujo al campo, allá por los años sesenta, en la Universidad de Reading. Después de aprender español –con la ayuda de un diccionario y un grupo de amigos colombianos que conoció en el bar de la universidad–, viajó a la España franquista para sumergirse en el laberinto político de los años treinta, aunque nunca dejó de estar atento a los acontecimientos políticos del presente. De hecho, uno de sus primeros artículos publicados, de 1974, analizaba las consecuencias del asesinato de Carrero Blanco, ocurrido el año anterior. Por esa misma época sirvió como intérprete para la Junta Democrática, una coalición de las fuerzas de oposición al régimen franquista, trabando amistad con sus cúpulas. Su primer libro, sobre la Segunda República, salió en el mismo año que la Constitución de 1978. Ocho años después, publicó El triunfo de la democracia en España, su relato de la Transición. Entre sus obras más recientes destaca El holocausto español (2011), que narra con gran detalle los episodios de crueldad y violencia ocurridos durante la Guerra Civil y la dictadura franquista.

Es difícil exagerar la importancia de Preston en la historiografía del siglo XX español. Además de su propia obra –ingente–, formó a varias generaciones de historiadores anglófonos (Shubert, Balfour, Richards, Ealham) y españoles (Moradiellos, Romero Salvadó). A finales de los años 80, descubrió su gusto por la biografía. En 1993 salió su monumental vida de Franco; en 2004, una biografía casi igual de extensa sobre el Rey Juan Carlos. También ha dedicado estudios biográficos a figuras tan diversas como Santiago Carrillo, Mercedes Sanz-Bachiller, Dolores Ibárruri y Nan Green, una enfermera inglesa que sirvió como voluntaria en la Guerra Civil. Aunque se jubiló hace varios años de su puesto en la London School of Economics y lleva años con serios problemas de salud, sigue escribiendo como un obseso. Al mismo tiempo, dirige el Centro Cañada Blanch para Estudios Españoles Contemporáneos (CBC), desde el cual coordina la colección editorial más importante de libros en inglés sobre historia española.

Preston habla un inglés repleto de tacos, con un acento inconfundiblemente liverpudliano que, para oídos extranjeros, no puede por menos que recordar a los Beatles. De hecho, son de la misma generación, como se empeñó en subrayar Ricardo de la Cierva, historiador oficial del franquismo, en la primera página de su libro No nos robarán la Historia (1995). “Lo de los Beatles no es simplemente un paisanaje”, escribió el español con sorna, “sino casi un parecido físico”. A diferencia de sus cuatro compañeros más famosos, agregó de la Cierva, Preston “por misteriosas razones sintió atracción hacia la historia de España a la que ha dedicado varios libros, todos lamentables”.

A Preston, hoy, las punzadas de don Ricardo le hacen gracia. Hincha acérrimo del Everton Football Club, está acostumbrado a la sorna y las esperanzas frustradas. Pero ello no impide que el tema le excite: este año, su club está teniendo un arranque de liga especialmente complicado. “Es para volverse loco”, me dice cuando nos hablamos por teléfono a finales de octubre. “Una semana juegan tan bien que crees que pueden llegar a ser campeones. La otra, te preguntas por qué no han bajado a segunda todavía”. 

Su conexión con Everton la asume como parte de su identidad, así como su posición política. “Soy de una familia de izquierdas”, me dijo cuando le entrevisté hace algunos años. “Es difícil no serlo si naces en el ambiente obrero del Liverpool de la posguerra”. Como historiador de la Guerra Civil Española, adopta naturalmente un punto de vista progresista; y se cansa del hecho de que todavía cause escándalo. “Mis amigos historiadores que trabajan sobre la Segunda Guerra Mundial nunca se ven obligados a justificar que lo hacen desde una posición crítica de los nazis”, me dijo. “¿Por qué los que trabajamos sobre España no podemos partir de una posición igual de crítica con el franquismo?” “Emocionalmente”, reflexionó, “mis sentimientos hacia la República contienen un elemento de indignación por su derrota. Me solidarizo con los perdedores. Quizá sea por eso que nunca dejaré de tifar por Everton”.

Esta semana hemos vuelto a hablar porque acaba de publicar Un pueblo traicionado, un nuevo libro ambicioso que narra los últimos 145 años de la historia española a partir de tres hilos conductores: la corrupción e incompetencia de la clase política y las profundas fracturas sociales que estas llegaron a producir. 

Su libro tiene más de 700 páginas. Otro tocho.

El tamaño me produce sentimientos encontrados. Me dejé persuadir por mi agente, que esperaba algo mucho más breve. En realidad, el libro ha salido tan largo porque responde a una doble motivación. Por un lado, quise hacer una versión actualizada de la gran historia de España de Raymond Carr. Por otro, es un ensayo político más puntual sobre el papel de la corrupción, la incompetencia política y la división social durante la historia española desde 1874. Por más que escribirlo solo me haya costado seis años, en el fondo se nutre de medio siglo de labor de investigación.

El último capítulo llega casi al presente, con las condenas del caso Gürtel; de hecho, incluye eventos ocurridos este año, como la entrada al Parlamento de Vox en las elecciones del 28A.

Dudé si cerrar el relato antes. Consideré una estructura más simétrica que comenzara con la restauración de la monarquía en 1874 y terminara con la subida el trono de Felipe VI en 2014. Al final rechacé esa idea. Pero la verdad es que la redacción de esa última parte ha sido una pesadilla. Me gusta contar las cosas en orden cronológico; el problema es que los detalles de los grandes casos de corrupción pueden tardar años en conocerse.

Supongo que no todos recibirán con agrado una historia española centrada en la corrupción e incompetencia de su clase política. No sé si ha escuchado hablar de “España Global,” una iniciativa gubernamental dedicada a difundir la idea de que España es una democracia moderna consolidada. En una presentación del mes pasado, la secretaria de Estado dedicada al tema, Irene Lozano, dijo que es hora de que los españoles “se narren a sí mismos” y que con demasiada frecuencia han adoptado la visión de “los enemigos de España”.

¿Se estaba refiriendo a mí? (Risas.) Bromas aparte, son conceptos muy cargados. A fin de cuentas, cuando Franco decía “España”, todo el mundo sabía que el término implicaba la existencia de una “anti-España”. Es curioso que se siga hablando en esos términos. Hace algunos meses, cuando entrevistaron al escritor Andrés Trapiello, le preguntaron sobre Un pueblo traicionado, cuya publicación ya estaba anunciada. Dijo que mi libro parecía “otro más en la estela de los que les gustan a aquellos que se resisten a pronunciar la palabra España. Una especie de hispanofobia actualizada”. Una cosa es que opine sobre un libro sin haberlo leído. Otra distinta, llamarme hispanófobo. ¿Hispanófobo, yo? Cualquiera que lea mis libros verá dos cosas: un gran amor por los españoles y un profundo desprecio hacia la mayoría de los políticos del país. La cita de Antonio Machado que incluyo en la primera página de Un pueblo traicionado resume bien lo que pienso: “En España”, decía Machado, “lo mejor es el pueblo. … En los trances duros, los señoritos … invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”. 

Como hispanófilo que es, su dedicación a la historia de España también tendrá una dimensión emocional.

Todos mis libros despiertan sentimientos diferentes en mí. Un libro como El holocausto español no deja de ser un grito de dolor por el pueblo español. La mayor conexión emocional quizá la tenga con El final de la guerra, mi libro anterior a este, que trata de los últimos días de la República. Siempre me ha maravillado cómo, a pesar de las condiciones desastrosas de la guerra, la gente siguió luchando por una república que sentía suya. Otro libro muy personal es Idealistas bajo las balas, que habla sobre los corresponsales extranjeros durante la Guerra Civil. De alguna forma, me reconozco en gente como Vincent Sheean, del New York Herald Tribune, o Jay Allen, del Chicago Tribune. Allen, además, era el mejor amigo del historiador Herbert Southworth, de quien llegué a ser muy amigo yo después. Esos corresponsales, como yo, se enamoraron del pueblo español. Y la experiencia de la guerra les cambió la vida. Fíjate que cuando llega a España, Herbert Matthews, el gran corresponsal del New York Times, aún simpatiza con el fascismo. Acaba de estar en Etiopía; le gusta lo que Mussolini está haciendo allí. Pero el tiempo que pasa en España le transforma completamente.

A pesar de las condiciones desastrosas de la guerra, la gente siguió luchando por una república que sentía suya

El título de su libro, Un pueblo traicionado, invoca una idea que, como usted mismo explica, es ya bastante antigua: que al pueblo español –bueno, decente y noble– le ha tocado, fatalmente, una pésima clase política, tan corrupta como incompetente. Establecer una división moral tan nítida entre pueblo y clase dirigente, ¿no es, en el fondo, un gesto populista?

Si insinúas que el título se presta a una especie de narrativa trumpiana, no estoy de acuerdo en absoluto. Ni tampoco creo que quepa ver demasiada continuidad histórica en lo que respecta a la corrupción. Es verdad que en el libro menciono al Lazarillo de Tormes y El Buscón como ejemplo de la corrupción española como elemento de su supuesto carácter nacional desde hace siglos. Pero no creo que haya una línea que conecte a El Buscón con Bárcenas. La corrupción picaresca se suele dar en sociedades relativamente pobres en que uno tiene que ser listo y espabilado para sobrevivir. Es muy diferente de lo que vemos en casos como Javier de la Rosa o el mismo Juan Carlos de Borbón, cuya motivación por seguir enriqueciéndose se me escapa, la verdad. Puede ser ingenuidad mía, pero tampoco entiendo por qué se le ocurre a un jugador de fútbol cambiar de club para subirse el sueldo semanal de 200.000 euros a medio millón. ¿Cuántos coches caros puede conducir al mismo tiempo? ¿Cuántas mansiones necesita una persona? 

Frente al esquema que distingue entre un pueblo español decente y unas élites corruptas, también se ha esgrimido la idea –a veces a modo de excusa o justificación– de que la élite española no es peor que la ciudadanía. La corrupción, entonces, sería más bien un problema endémico. ¿Y no es verdad que afecta a muchas otras esferas? Pienso en la universidad, por ejemplo, o la judicatura, el mundo empresarial...

Antes, quizá sí; pero mi impresión es que en ese sentido las cosas han mejorado mucho. La universidad española, por ejemplo, es menos corrupta de lo que era durante el franquismo o cuando yo empecé a frecuentar el país. También ha cambiado mucho la Guardia Civil, a pesar de lo que cuento en el libro sobre el caso de Luis Roldán. Por más que me cueste admitirlo, hoy las fuerzas del orden españolas son relativamente decentes. Sobre la judicatura no puedo opinar. Entiendo que es muy lenta. Claro, también es muy conservadora, pero eso no significa que sea corrupta. 

Su libro cubre un siglo y medio. ¿Hasta qué punto esa perspectiva histórica ayuda a comprender los casos más recientes que trata en su último capítulo, y que incluyen al Partido Popular, al PSOE, Convergència i Unió y la Casa Real?

Es importante recordar que mi libro no pretende dar un análisis sociológico de la corrupción en España, ni mucho menos. Lo que he escrito es una historia política, iluminada por un enfoque temático en la corrupción, la incompetencia política y la división social. Desde luego, es tentador ver estos tres temas como constantes y concluir que las cosas no cambian. Pero no es lo que hace mi libro, al contrario. Intento demostrar, por ejemplo, cómo el catalanismo de comienzos de siglo, que empieza como un movimiento de la alta burguesía, se hace ligeramente más popular y cómo ese cambio ayuda a explicar la llegada al poder de Primo de Rivera. Y explico cómo la corrupción de la dictadura de Primo –que alcanza unos niveles realmente pasmosos– allana el camino para la Segunda República. Narro cómo se produce una guerra civil, y cómo la dictadura franquista –también profundamente corrupta– supone una continuación de esa guerra por otros medios.

Pero fíjate que cuando llegamos a la muerte de Franco ocurre una cosa curiosa. El período que va desde su muerte hasta 1988, aproximadamente, es uno de los menos corruptos de toda la historia reciente, al menos en lo que yo he podido averiguar. ¿Por qué? He llegado a la conclusión de que es un momento extraordinario en que la clase política –impelida, eso sí, por la voluntad popular– privilegia, por una vez, el interés nacional sobre sus propios intereses privados. Para mí, esta actitud, en el fondo, responde al mismo ímpetu que el llamado “pacto del olvido” que, entre otras cosas, es un sentimiento cívico: hay que hacer que esto funcione, no podemos regresar al franquismo, pero tampoco queremos otra guerra civil. No es nada común que los políticos se comporten como promotores del interés nacional, ni en España ni en otras partes; no recuerdo, por ejemplo, cuándo fue la última vez que ocurrió en Gran Bretaña.

No es nada común que los políticos se comporten como promotores del interés nacional

Ahora, ¿por qué vuelve la corrupción a finales de los años 80? Tengo para mí que hubo un cambio de actitud, de sensación, entre la clase dirigente: un ‘ahora nos toca a nosotros’. Algo similar debe de haber ocurrido en el caso del Rey Juan Carlos, al que llegué a conocer bastante bien cuando escribí su biografía. El Rey debió de haber pensado que, después de que le robaran la infancia y adolescencia, y después de jugarse el pellejo por la democracia, le tocaba un cómodo “descanso del guerrero”.

Antes habló de los sentimientos que informaron sus diferentes proyectos. ¿Qué emociones ha despertado este último libro suyo? 

La verdad es que su redacción me ha pillado en una época inmensamente difícil. El brexit ha sido un proceso muy doloroso y deprimente para toda mi familia y todos nuestros amigos. Pasé por serios problemas de salud. En fin, han sido unos años infernales. 

Pero no ha parado de trabajar.

Fíjate que no lo veo como trabajo. Es lo único que sé hacer; no sé qué haría con mi tiempo si no me dedicara a escribir. Como historiador, me veo principalmente como narrador de relatos. Me dedico a escribir historias que, creo, exigen ser narradas. Te puedes imaginar la necesidad que sentía por narrar la historia de El Holocausto español. Fue un libro controvertido, desde luego, pero sigo recibiendo montones de correo de lectores para quienes esa obra tiene una gran importancia. Sin embargo, su redacción fue una experiencia horrible porque horribles fueron los episodios que describo en él. Había días en que, al llegar a casa, mi mujer me encontraba literalmente llorando. Pero, a pesar de todo, estaba convencido de que ese proyecto era necesario, que valía la pena. 

Después, me puse a trabajar en Un pueblo traicionado, pero lo tuve que dejar cuando me pidieron que escribiera una biografía de Santiago Carrillo. Esa fue una experiencia bastante rara. A Carrillo le conocía bastante bien, ya desde los años setenta; siempre le había visto, en lo básico, como uno de los buenos. Pero cuando me puse a investigar las entrañas de su relación con el Partido Comunista, viendo cómo despachaba a sus enemigos y rivales, se me apareció bajo una luz distinta. Después, me distrajo el proyecto sobre los últimos días de la República. Ese me pareció un libro necesario porque, como sabes, soy un gran fan de Juan Negrín, al que considero como el político español más brillante del siglo XX. En ese libro, quise desmontar las mentiras difundidas por el coronel Casado –un personaje siniestro si los hay– y las que todavía se cuentan sobre él. 

Y mientras, seguía trabajando en Un pueblo traicionado.

Cada vez que volvía al proyecto, me entraba un miedo al aburrimiento, en parte porque había grandes partes de la historia que ya había cubierto en otras obras anteriores. Pero la verdad es que el enfoque en la corrupción ha ayudado a vivificar el relato. Algunos episodios son tan grotescos que llegan a ser graciosos. El tema de las suscripciones populares, por ejemplo. Primo de Rivera, Queipo de Llano y Franco los tres organizaron grandes recaudaciones entre la ciudadanía, supuestamente voluntarias, que llegaron a engrosar, directamente, sus cuentas bancarias. Recuerda a Trump y sus intentos por organizar grandes encuentros diplomáticos en una de sus propias propiedades. 

Lo que también recuerda a Trump y su obsesión tuitera son las notas oficiosas de Primo de Rivera, que los periódicos estaban obligados a publicar gratuitamente. Las redactaba él mismo, muchas veces de madrugada, borracho como una cuba después de una noche de jarana. Así como Trump con sus tuits, Primo usaba esas notas para jactarse de sus propios talentos, presumir de su éxito entre las mujeres, etcétera. 

Pero otros casos de corrupción que describo simplemente causan pasmo. Como el de Pilar Franco, la hermana del dictador, que siempre se presentó como viuda pobre. En realidad, se aprovechó de su posición para hacerse millonaria. A partir de 1957, con la ayuda de un estafador, llegó a falsificar mapas y documentos del registro de la propiedad que le permitían vender y comprar terrenos que ya tenían otros propietarios. Para colmo, en los años 60 y 70 llegó a percibir indemnizaciones millonarias del Estado por la “expropiación” de terrenos que había conseguido ilegalmente. Cuando descubres cosas así, no puedes por menos de quedarte maravillado. ¿Cómo se atrevieron? Bueno, claro, se atrevían porque podían: es la ventaja de tener como hermano al mismo Caudillo.

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Autor >

Sebastiaan Faber

Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'

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