Tribuna
El irresistible ascenso de Vox
El crecimiento del partido ultraderechista conlleva daños terribles para la democracia. Frenarlo requiere un descenso de la polarización social
Joaquín Urías 15/11/2019

Vox.
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Cuando la cantante Rosalía publicó su popular tuit “Fuck Vox”, el partido ultraderechista le respondió con una famosa frase de Ramiro Ledesma, fundador de la Falange. Al reivindicar así las ideas de quien fuera el gran teórico español del fascismo no hacía más que ratificar lo que ya se sabe. Vox es un partido intrínsecamente fascista, que ha adaptado su ideología para convivir con los mecanismos representativos de las democracias parlamentarias europeas. Es un partido religioso, nacionalista, machista, que fomenta el odio a los extranjeros y quiere acabar con el sistema autonómico constitucional. Pero por encima de todo eso, mantiene el mecanismo típico del fascismo: manipular mediante la mentira y el odio. Ofrece soluciones simplonas pero inviables a los problemas de la sociedad.
Un partido así, que rompe con el consenso más básico en torno a los derechos humanos, ha pasado en menos de un año de no tener representación política institucional a conseguir el quince por ciento de los votos y convertirse en la tercera fuerza política del Estado. Eso es, sin duda, motivo de inquietud.
Al mismo tiempo, resulta evidente que no se puede confundir al partido con sus votantes. En España no hay tres millones de fascistas. Despreciar a los votantes de Vox metiéndolos en el cajón de los fascistas o los antidemócratas además de una falsedad es una forma de esconder la cabeza, como un avestruz, para no ver el problema. Los datos demuestran que a Vox lo han votado muchas personas demócratas que creen en los derechos humanos y respetan la Constitución. La cuestión, por tanto, es entender qué está pasando para tantísimos ciudadanos razonables apoyen a un partido tan inaceptable.
El PSOE y los partidos de derechas, de la mano de los medios de comunicación, han exagerado voluntariamente la dimensión del problema catalán
Lo primero que llama la atención es que el auge de la ultraderecha es un fenómeno compartido en la mayoría de países europeos. Sin embargo, en cada lugar tiene causas ligeramente diversas. La ultraderecha francesa, alemana o italiana ha crecido sobre la ola del miedo a la inmigración. En Francia y Alemania está vinculado a la existencia de grandes bolsas de población de origen extranjero que han facilitado a los derechistas alimentar la xenofobia reivindicando la necesidad de recuperar los valores culturales tradicionales. En Italia se ha jugado más con la imagen de las supuestas oleadas de refugiados y el miedo a perder empleos. En antiguos países del Este como Polonia y Hungría la ultraderecha utiliza en cambio preferentemente el odio al comunismo –fuente de todos los males– y la reivindicación de la religión nacional. En Grecia, por su parte, el partido ultraderechista que llegó a ser tercera fuerza política lo hizo criticando a partes iguales las políticas neoliberales de la Unión Europea y la entrada de inmigrantes, presentándose a sí mismo como una alternativa basada en la autoorganización de los ciudadanos griegos de bien. Publicitaron sus obras de caridad al mismo nivel que las patrullas ciudadanas para limpiar Atenas de inmigrantes y drogodependientes.
Todos estos casos tienen claramente elementos ideológicos comunes. Se trata siempre de reivindicar el nacionalismo; los valores tradicionales de la patria. Al mismo tiempo siempre hay un componente xenófobo y una apelación a la victimización de las clases medias. En España, todos ello ha de pasarse por el tamiz de los problemas de distribución territorial del poder y, sobre todo, del desafío soberanista catalán. Aquí, la reivindicación de la nación española, su bandera y su historia heroica resulta tentadora como respuesta a la amenaza del independentismo catalán. El PSOE y los partidos de derechas, de la mano de los medios de comunicación, han exagerado voluntariamente la dimensión del problema catalán, y a menudo lo han alentado voluntariamente. Con cálculos electoralistas, pensaron que la exacerbación de la imagen del enemigo catalán era una buena fábrica de votos para quien se presentara como el implacable capaz de frenarlo.
Así, han conseguido transmitir la imagen de que la reivindicación del derecho a decidir en Cataluña es tan sólo un capricho insolidario e irracional que amenaza la convivencia en todo el Estado y con el que no se puede negociar. Los mismos que recogieron un millón de firmas para anular el Estatut defienden ahora que nuestro sistema es casi federal y que podría mejorarse dentro de la Constitución, pero los catalanes no quieren. El Gobierno de Rajoy llegó incluso a forzar al Tribunal Constitucional a prohibir que en el Parlament se debata siquiera sobre el derecho a decidir. De esa manera todo el que quisiera hablar se convertía en un delincuente y como tal debía ser tratado. Al mismo tiempo se consiguió asentar la sensación de que si Cataluña vota por su autodeterminación, España entera se hunde. Así, a la irresponsabilidad de unos dirigentes independentistas inconscientes de que hay cosas que requieren una previa mayoría social se le ha ido enfrentando una opinión pública española cada vez más asustada y más radicalizada. Pensaron que esta escalada independentista, presentada como una amenaza inminente para la democracia y para España, llevaría al inmediato crecimiento electoral de sus partidos.
Nunca se les pasó por la cabeza que lo aprovecharía una pequeña formación que ofrece poco más que mano dura y bandera rojigualda. Sin embargo, para muchos españoles convencidos de estar a las puertas de un desastre político que amenaza su vida cotidiana la fórmula de bandera y puño de hierro les suena extremadamente tentadora. Tanto se ha echado gasolina sobre el conflicto catalán, y tanto se ha presentado como el enemigo de la paz, que el voto del miedo se ha ido a quienes se presentan como los salvadores más militaristas y más agresivos. Vox ha recogido esencialmente el voto de la derecha asustada, que hasta ahora no había sentido nunca tanto miedo como para acercarse a nada que recordara al franquismo.
El principal riesgo es algo que está sucediendo ya: romper el consenso en torno a los derechos humanos
En ese contexto general, y una vez roto el tabú del franquismo, el partido ultra ha sido capaz de atraer también a la clase media que se siente víctima de la corrupción y el mal gobierno y cree estar a la cola de los beneficios estatales. La corrupción no le había podido pasar factura al PP hasta que no ha hubiera otro partido de derechas que se perciba como alternativa de Gobierno. Se diga lo que se diga, el análisis detallado de los votos de Vox demuestra que –salvo excepciones locales– es un voto que viene esencialmente del PP. Ciudadanía de derechas desencantada con la deriva de su partido de siempre. La opción popular de intentar ganarle terreno a Vox acercándose al populismo del odio ha demostrado ser un fracaso, pero los partidos de izquierdas también tienen su parte de culpa cuando acusan con tanta facilidad al Partido Popular de fascista.
Al mismo tiempo, el discurso xenófobo y machista de Vox suena bien entre quienes creen en la falacia de que las ayudas sociales se las dan sólo a los extranjeros o en la de que las mujeres van a acabar por marginar a los hombres. Son ideas esencialmente falsas pero tan simplonas que suenan creíbles entre capas de la población conservadoras y resentidas por la pérdida de capacidad adquisitiva tras la crisis. Vox no es capaz de ofrecer ninguna solución realista en materia de economía, lucha contra la corrupción o gestión de los servicios públicos pero se agarran a los chascarrillos racistas y machistas que entroncan con la frustración de lo más pobres de la derecha. Consiguen así los votos de esos “obreros de derechas” que se ven a sí mismos como clase media y viven convencidos de que son sus pares quienes les niegan el ascenso social.
Es, pues, por ahora un voto coyuntural. Producto de un lado del temor a las consecuencias magnificadas del independentismo catalán, y de otro de la debilidad de un partido popular alejado de sus bases y demasiado corrupto. No tiene por qué asentarse en las instituciones como demuestran experiencias similares de ascensos similares, esencialmente la de Grecia.
Sin embargo, la subida de Vox conlleva daños terribles para la democracia. El principal riesgo es algo que está sucediendo ya: romper el consenso en torno a los derechos humanos. Hasta hace poco pocos ciudadanos españoles se sentían cómodos con discursos machistas, racistas o que mezclen la religión y el Estado. Eso está dejando de ser así y con ello se pone en duda la base misma de nuestra sociedad democrática.
A la vez, en política las situaciones coyunturales tienden a volverse crónicas si no se les pone una solución. Votantes que hoy dan su apoyo al partido ultra porque creen que frente al desafío catalán hace falta mano más dura aún pueden ir acomodándose también en el desprecio a los valores esenciales de nuestro sistema político y humano. El ascenso de Vox sólo puede pararse si se es capaz de bajar la intensidad del conflicto catalán y el Partido Popular vuelve a recuperar fuerza como referente de la derecha democrática. Una y otra cosa requieren de un descenso de la polarización social. Hay que crear puentes basados en la empatía con el contrario político. Aceptar que el conflicto catalán puede reducirse con diálogo en vez de intransigencia por las dos partes, y aceptar también que políticos de izquierdas y de derechas pueden sentarse y llegar a acuerdos razonables.
Mientras siga subiendo la crispación por todos lados, el ascenso de Vox será irresistible.
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Joaquín Urías
Es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.
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