Análisis
Bolivia y la maldición de América Latina
Golpes clásicos, golpes “blandos”, “neogolpismo”, “sugerencias” castrenses… La negra sombra del golpismo vuelve a asomar en la región
César G. Calero 13/11/2019
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Cuando se consumó el golpe de Estado en Honduras, en 2009, el exvicepresidente y escritor nicaragüense Sergio Ramírez se refirió al derrocamiento de Manuel Zelaya como un “funesto precedente frente al cual hay que poner las barbas en remojo”. Se trataba del primer golpe triunfante en el siglo XXI. El autor de Adiós, muchachos se lamentaba de que la asonada cívico-militar de Honduras abriera “las costuras de una herida que ya creíamos cerrada”. Los golpistas convocaron en pocos meses unas elecciones bendecidas por Washington. De aquel golpe de manual –con un presidente secuestrado y trasladado en pijama a San José de Costa Rica– a este “neogolpismo” acaecido en Bolivia, como lo ha definido el politólogo argentino Juan Gabriel Tokatlian, ha transcurrido una década en la que hemos asistido a varios baquetazos institucionales en América Latina, como los perpetrados en Paraguay contra Fernando Lugo (2012) o en Brasil contra Dilma Rousseff (2016). La negra sombra del golpismo vuelve a asomar ahora en la región tras la forzada dimisión del presidente Evo Morales ante la “sugerencia” de las Fuerzas Armadas de que abandonara el Palacio Quemado de La Paz lo antes posible, con pijama o sin pijama, pero sin demora. Golpes clásicos, golpes “blandos”, “neogolpismo”, “sugerencias” castrenses… La maldición antidemocrática se resiste a desaparecer en América Latina.
La abrupta salida del poder de Morales y su vicepresidente se ha producido tras las sospechas de fraude electoral en las elecciones presidenciales celebradas en octubre, en las que Morales optaba a su cuarto mandato consecutivo
La abrupta salida del poder de Morales y su vicepresidente, Álvaro García Linera, se ha producido tras las sospechas de fraude electoral en las elecciones presidenciales celebradas el 20 de octubre, en las que Morales optaba a su cuarto mandato consecutivo. El recuento de votos se detuvo misteriosamente esa noche cuando la ventaja del líder indígena sobre el candidato opositor de la coalición Comunidad Ciudadana, el expresidente Carlos Mesa, abocaba a una segunda vuelta electoral. Transcurridas 24 horas, la brecha se ampliaba un poco más allá de los diez puntos, suficientes para evitar unos nuevos comicios. A partir de ahí se desató una violenta protesta popular, alentada por líderes opositores, a la que se sumó un amotinamiento policial. Morales trató de frenar las acusaciones de fraude al aceptar una repetición electoral, como recomendó la auditoría realizada por la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyo dictamen detectó “irregularidades” en el recuento. Pero la violencia, lejos de difuminarse, se exacerbó, con varios muertos en las calles y ataques furibundos contra dirigentes del oficialista Movimiento al Socialismo (MAS). La casa del propio presidente ha sido asaltada estos días por una turba espoleada principalmente por el fundamentalista católico Luis Fernando Camacho, un atrabiliario personaje sin experiencia política previa que preside el Comité Cívico de Santa Cruz. Ese grupo –conformado por las élites de la rica provincia oriental y bestia negra de Morales desde su llegada al poder en 2006– ya protagonizó una fallida conspiración golpista en 2008.
El papel de la OEA en la región
La OEA no se ha pronunciado todavía sobre la “sugerencia” castrense que ha echado del poder a Morales a la brava. El gobierno mexicano del izquierdista Andrés Manuel López Obrador, cuyo país será el refugio temporal de Evo, ha denunciado el “silencio” de este organismo “a pesar de la gravedad de los acontecimientos (…) frente al pronunciamiento militar”. El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, ha tenido que recordarle al uruguayo Luis Almagro, secretario general de la organización, el artículo fundacional de la OEA que se refiere a la defensa de las libertades y la democracia.
A Zelaya lo derrocaron por haber abrazado el ideario bolivariano. La excusa fue la convocatoria de una consulta popular no vinculante sobre la posibilidad de que en las elecciones se incluyera una pregunta sobre la creación de una asamblea constituyente
Bajo el mandato del excanciller chileno José Miguel Insulza, la OEA aprobó en 2009 la expulsión de Honduras del organismo por el golpe de Estado contra Zelaya. Pero no pudo evitar que se celebraran unas elecciones en un país bajo estado de sitio. Barack Obama avaló esos comicios. A Zelaya lo derrocaron por haber abrazado el ideario bolivariano, muy en boga en la región en esa época. La excusa fue la convocatoria de una consulta popular no vinculante sobre la posibilidad de que en las elecciones de noviembre de ese año se incluyera una pregunta sobre la creación de una asamblea constituyente. Una maniobra que podría abrir la puerta a la reelección presidencial, prohibida entonces en la Carta Magna. Ironías de la historia, desde enero de 2014 gobierna en Honduras Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional (conservador), beneficiado por una reforma constitucional posterior a 2009 que permite, ahora sí, la reelección presidencial. Hernández revalidó su mandato en las elecciones de 2017 en unos comicios tan ajustados y polémicos como los celebrados en Bolivia en octubre pasado. La OEA recomendó la repetición electoral en Honduras. Pero el tiempo diluyó las protestas iniciales y los reclamos de una débil oposición. Y la OEA terminó haciendo la vista gorda. No hubo repetición electoral ni presión de ningún tipo para que Hernández abandonara el poder. Pero, claro, Hernández no es Morales. Cuenta con buenos aliados en Washington. Aunque no tanto en Nueva York. El hermano del presidente hondureño, Juan Antonio Hernández, alias Tony, acaba de ser declarado culpable por delitos de narcotráfico en una corte neoyorquina. Según la fiscalía, Tony recibió un millón de dólares ni más ni menos que de parte de Joaquín “El Chapo” Guzmán –el célebre capo sinaloense experto en fugas cinematográficas– para financiar la campaña presidencial de su hermano en 2013. La corte de Nueva York también involucró en los sobornos recibidos por el narcotráfico al predecesor de Juan Orlando Hernández, Porfirio Lobo, el hombre que sucedió a Zelaya tras las elecciones militarizadas de noviembre de 2009 y bajo cuyo mandato Honduras regresó a la OEA dos años después del golpe como si nada hubiera ocurrido.
Unos años más tarde, en junio de 2012, estallaba otra vena en la región. Paraguay, paraíso de los latifundistas, donde el 85% de las tierras rurales pertenece al 2,5% de los productores según datos oficiales, asistía a un linchamiento parlamentario consumado en un abrir y cerrar de ojos (24 horas). Fernando Lugo, el único presidente de centroizquierda en la historia del país, era destituido con los votos de los dos partidos que se habían repartido el poder históricamente en Paraguay (“colorados” y liberales). Responsabilizaban al exobispo de la masacre de Curuguaty, un oscuro episodio en el que murieron once campesinos y seis policías en un enfrentamiento tras una ocupación de tierras. Una minuciosa investigación posterior de Agência Pública (medio periodístico independiente de Brasil) reveló el complejo entramado que llevó a la destitución de Lugo. Un mosaico de intereses políticos, empresariales y diplomáticos que logró sacar del poder al único presidente que puso en cuestión el fabuloso poder de la oligarquía latifundista paraguaya. Mientras Mercosur y Unasur –entidades que agrupan a varios Estados sudamericanos– suspendieron a Paraguay al considerar que se había producido un “golpe institucional”, Insulza, todavía al frente de la OEA, no expulsó al país del organismo. “En diez meses Paraguay va a haber elegido autoridades con total legitimidad democrática”, señaló en su informe. Acto seguido, Obama declaró su apoyo al gobierno interino de Federico Franco, exvicepresidente de Lugo. Y sí, Insulza y Obama tenían toda la razón: en apenas diez meses hubo un nuevo gobierno democrático en Paraguay. Lo presidió el muy democrático Horacio Cartes, del conservador Partido Colorado. Antes de su llegada al poder se le había relacionado con el contrabando y el narcotráfico. En 1985 fue condenado por evasión de divisas. Su familia es propietaria de uno de los grandes grupos empresariales del país, según el informe Yvi Jára, los dueños de la tierra en Paraguay, publicado por la ONG Oxfam en 2016. Y después llegó otro gobierno más democrático si cabe. Lo encabeza desde agosto de 2018 Mario Abdo Benítez, Marito para los amigos. Su padre fue secretario particular del dictador Alfredo Stroessner (1954-1989). Y, como otros avispados palafreneros de la dictadura, logró amasar una fortuna. Para Marito, Stroessner “dejó las bases de las grandes infraestructuras del país”. El general era un hombre de Estado, en fin. Sobre el rimero de desaparecidos que dejó la dictadura, Marito no se suele pronunciar.
Tras comunicar al Congreso su “renuncia forzada”, Morales ha aceptado el asilo político brindado por México. Williams Kaliman, comandante de las Fuerzas Armadas bolivianas, puede dormir tranquilo. Su “sugerencia” ha salido adelante
Si en Paraguay funcionó el “golpe institucional”, por qué no habría de hacerlo en otros países de la región. El Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil ya estaba suficientemente achicharrado en 2016 por los casos de corrupción en los que estaban involucrados algunos de sus más conspicuos dirigentes, como José Dirceu, expresidente del partido y mano derecha del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. El PT, la gran esperanza de la izquierda latinoamericana, había mordido la manzana podrida de la corrupción y su impopularidad iba en aumento. Pero las élites políticas y económicas del país no podían aguantar más. Catorce años de gobiernos de izquierda eran suficientes pese a la deriva neoliberal del PT en los últimos tiempos. A Dilma Rousseff, una exguerrillera torturada durante la dictadura militar (1964-1985), le quedaban todavía dos años de mandato cuando a mediados de 2016 el Parlamento le sometió a un impeachment por supuestas irregularidades fiscales, un maquillaje presupuestario similar al que habían recurrido sus predecesores sin tener que rendir cuentas a nadie. En realidad, su destitución se debió a una vendetta del presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, un taimado político del PMDB (Partido del Movimiento Democrático Brasileño), aliado del PT en el gobierno. Fue él quien autorizó el inicio de la petición del impeachment después de que el PT diera luz verde a una investigación parlamentaria sobre sus cuentas bancarias no declaradas en Suiza. En junio del año pasado, Cunha fue condenado a 24 años de prisión por corrupción y blanqueo de capitales. Con la salida de Rousseff del poder llegó al palacio del Planalto su vicepresidente, Michel Temer, también del PMDB y bien visto por el establishment económico del país. Poco después de dejar el poder a principios de este año, fue detenido en dos ocasiones acusado de corrupción. Hace dos meses, en una entrevista con el Canal Cultura de Brasil, Temer calificó por primera vez como “golpe” la destitución de Rousseff. A Temer le ha sucedido en Brasilia Jair Bolsonaro, aupado al poder en las elecciones de octubre de 2018 gracias a la enorme influencia social de las iglesias evangélicas y a la cascada de mentiras esparcidas por las redes sociales. Bolsonaro está arropado por la casta militar del país. No en vano, él proviene de esa casta. Cuando le tocó votar como diputado sobre el impeachment, juró en memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, uno de los jefes de los centros de tortura por los que pasó Rousseff durante la dictadura.
Tras comunicar al Congreso su “renuncia forzada”, Evo Morales aceptó el asilo político brindado por México. Williams Kaliman Romero, comandante de las Fuerzas Armadas bolivianas, puede dormir tranquilo. Su “sugerencia” –esa nueva e ingeniosa acepción del diccionario golpista latinoamericano– ha salido adelante.
En su definición del “neogolpismo”, el profesor Tokatlian explicaba en un artículo publicado en el diario argentino Página 12 que son los civiles los que encabezan más abiertamente el golpe, “y cuentan con el respaldo tácito (pasivo) o la complicidad explícita (activa) de las Fuerzas Armadas”. Para llenar el vacío político y acabar con el caos en el que se ha sumido Bolivia, los líderes opositores necesitaban un repuesto institucional rápido. Ahí ha emergido la figura de Jeanine Áñez, de 52 años, una abogada del opositor Movimiento Demócrata Social. La segunda vicepresidenta del Senado se ha autoproclamado nueva presidenta de Bolivia, sin el consenso del Parlamento, pero con el apoyo de las principales figuras del golpe. Junto a ella, durante la ceremonia de asunción presidencial en el Palacio de Gobierno, se encontraba Camacho, el dirigente extremista de Santa Cruz, instigador de las violentas protestas contra Evo Morales. “Se ha consumado el golpe más artero y nefasto de la historia”, ha contestado el ya expresidente desde su exilio en México a la autoproclamación de Áñez
La maldición continúa.
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César G. Calero
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