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¡Atención, spoilers!
Hace cosa de dos semanas publiqué un hilo en Twitter analizando El Irlandés (The Irishman, Martin Scorsese, 2019) en clave queer. A medio camino entre la gamberrada y el trabajo semiótico, la cosa funcionó y se hizo viral –sabrán perdonarme el palabro– precisamente porque mi interpretación había movilizado a una parte de sus lectoras en una relación de la que casi nadie habla: la manera en la que la película muestra cosas –su posición de cámara, su encuadre, su montaje– y la manera en la que esas cosas generan afectos y efectos en cada una de nosotras.
Cuando era niña, en mi pequeño pueblo extremeño, los curas tenían un cinefórum los sábados por la mañana donde nos pasaban a la chiquillería las cosas más peregrinas: cristos de Zeffirelli, comedias de Capra, santos de Rossellini. Luego daban siempre un discurso muy aleccionante, hablando de palabras como “valores” o “familia”, pero jamás se molestaron en ver lo que realmente ocurría dentro de la película. Era muy sencillo: si el mensaje les daba la razón –a ser posible, de manera directa y sin mucha sutileza– era una película recomendable. Nosotras querríamos haber visto La última tentación de Cristo (The last temptation of Christ, 1988), que fue –creo– mi primer contacto con el cine de Scorsese. Nuestras hermanas mayores bajaban a Cáceres y venían escandalizadas y asombradas.
El contraplano de El irlandés no es tanto, como se viene diciendo, el cine de mafiosos tradicional, sino precisamente La última tentación de Cristo. La posibilidad de tener que dar un paso lateral para reescribir un mito canónico incorporando, a pesar de sus sacrosantos guardianes, variables como el deseo, la frustración sentimental, las miradas furtivas. Frente a las acusaciones –inevitablemente planas, sin apenas matices– acerca del “machismo” del cine de Scorsese, sería necesario plantearse si, muy al contrario, Scorsese no ha sido un cronista del derrumbe de las masculinidades tradicionales.
Por poner algunos ejemplos rápidos, tanto Taxi Driver (1976) como Al límite (1999) se plantean el sentido y los límites del acto ético en un mundo en el que las fundamentaciones teológicas se han desmoronado. El lobo de Wall Street (2013) explora cómo aquellas estructuras sociales clásicas del catolicismo –la “familia”, la “comunidad”– se someten a un proceso de putrefacción al tomar contacto con los elementos más salvajes del capital.
Reconozco que no me gusta la palabra señoro, igual que no me gusta la palabra feminazi. Es una palabra que pone en el centro la diferencia sexual como agresión y que, por lo tanto, deforma inmediatamente a nuestro enemigo como algo que no merece la pena ser pensado ni escuchado. Si se asoman a las imágenes de El Irlandés, verán que –al contrario de lo que ocurría en Uno de los nuestros o en Casino– lo que hay es un mundo grisáceo, monstruoso, un mundo en el que no hay absolutamente nada que celebrar, nada señorial, nada celebrativo de las viejas masculinidades.
Y además me atrevería a añadir que si pedimos a nuestros compañeros que asuman como propia la herida del género, si ellos aceptan pensar las llamadas “nuevas masculinidades”, o si deciden, con nosotras, que la herencia masculina heredada es un desastre que exige una urgentísima reelaboración, ¿cómo podemos negar un cine que pone en crisis, precisamente, esos modelos canónicos de lo que ha implicado “ser hombre”? Vuelvo al punto de partida: me resulta improbable que cualquier espectadora medianamente crítica no detecte en El irlandés una demolición amarga de las grandes gestas épicas basadas en el crimen, en la identidad de la patria, en la palabra masculina, en esa camaradería en la que las alteridades son, simple y llanamente, silenciadas o exterminadas.
Sobre Peggy
Si bien mi hilo de Twitter era apresurado y tenía algunos errores, creo que daba en el clavo en lo tocante a Peggy, la hija del protagonista. Se puede estar más o menos de acuerdo con la lectura queer de la relación entre personajes principales: una buena nómina de votantes de Vox me ha escrito para demostrarme, con indudable camaradería y espíritu constructivo que soy “una puta loca” por “meter mis ideas” dentro de la película. Sin embargo, todo sea dicho, ninguno me ha mandado un único plano que desmienta lo que toca a la posible y plausible relación homosexual que, apunté, existe en la cinta.
El personaje de Peggy, al contrario, es más delicado en tanto parece haber enfurecido incluso a algunas críticas de renombre que han confundido apresuradamente el número de líneas de diálogo con la importancia que un personaje tiene en una película. Basta con recordar el ejemplo clásico que desmonta dicha conexión: en Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940), la mujer que incluso da nombre a la película no comparece en ningún momento del metraje. Sin embargo, su importancia es tan definitiva que incluso muerta es convocada, recordada, temida, adorada. No importa que no tenga ni un plano ni una línea de diálogo, ella juega un papel clave en la película sin la que el resto de metraje no tendría sentido.
Que Peggy aparece en sordina prácticamente desde el inicio de El irlandés es indudable. Sin embargo, desde la primera escena en la que se introduce en el relato, su función es absolutamente cristalina.
Reencuadrada tras la puerta, fuera de foco, la Peggy que estudia no participa de los rituales familiares. Cuando la película señala una acción negativa –tirar algo en una tienda–, la distancia focal cambia y se centra en ella.
La película sugiere dos rumbos: o bien la hija participa del mal familiar o bien, como ocurrirá, es la excepción concreta a ese mal. Ese mismo plano continúa, se abre hacia la derecha y muestra a la madre en la cocina.
Frente al rol de la hija –que estudia, que escribe–, la madre es presentada incluso icónicamente como un cuerpo conservador, casi un arquetipo: cuida el hogar, cocina, nutre. Habla. Encuentra palabras para justificar lo que ocurre en casa. Lo interesante de la escena es que Peggy aprende una lección: posicionarse, confesar, plegarse al juego del padre implica inevitablemente desatar la violencia. De ahí la importancia radical de su silencio. Si observamos la siguiente escena, veremos que el acto de agresión está rodado en un único plano y también, además, un paneo lateral hacia la derecha.
Si leyéramos la escena con los códigos tradicionales, podríamos justificar esta decisión: un distanciamiento de la cámara de Scorsese que permite apartarse y tomar distancia al espectador, una suerte de posición moral para no “espectacularizar” el gesto violento… Todo bien, salvo que en mitad de la paliza, Scorsese introduce este otro plano rompiendo la continuidad.
El hecho de que el director nos obligue a mirar a esa niña, a descubrir el gesto de horror, marca la única línea ética que encontraremos en toda la película. Pronunciar una mala palabra –por ejemplo, confesar que el tendero de la esquina ha sido descortés– puede implicar una responsabilidad sobre el sufrimiento de otro ser humano. El lenguaje en El irlandés es tan definitivo que en la muerte de Hoffa apenas cinco palabras (It is what it is) desatan todo el clímax dramático. Y por extensión, ante el peso de esas cinco palabras, únicamente un personaje en todo el metraje tiene redaños para tomar una posición definitivamente ética.
Frente a la tautología con la que la mafia despliega su mal (Es lo que es), hay un personaje que abre una brecha. Y que, a su vez, utiliza su silencio como protección, pero también como elemento de agresión explícita. Si se dan cuenta, durante toda la primera parte de la cinta Peggy aprende a callar para protegerse de su padre. En la segunda mitad, será precisamente su silencio el que sirva como espejo, como disparo, como castigo. El padre desearía recibir de su hija una cierta absolución, una cierta paz. De ahí que se confiese, sin demasiada esperanza, como si cualquier palabra situada en cualquier altar pudiera poner orden en toda una vida. Pero un sacerdote, por mucho que se considere como vicario del Padre Definitivo en la tierra, no será jamás la víctima concreta, no encarnará jamás la profundidad del dolor provocado, y por lo tanto, a duras penas podrá otorgar una absolución estrictamente materialista. Esto es, verdadera.
Hemos visto antes el primer plano de Peggy en el metraje. Veamos ahora el último.
Al igual que en su aparición inicial, Peggy está reencuadrada, situada al fondo de la escena. Sin embargo, ya no es una mancha fuera de foco iluminada lateralmente. Es un rostro agotado, tomando una decisión, negándose a seguir la directriz inicial, marcada. Su silencio es ahora hostil, afilado, es una afirmación de sí misma. Un cristal blindado protege su rostro del rostro de su padre. Puede, incluso, salir de escena por la derecha. Scorsese lo retratará todo en dos larguísimos planos sin acción narrativa: un primer plano de De Niro en el que se escribe de manera extraordinaria la desazón, la imposibilidad de una cura, y posteriormente, un plano general del banco en el que su cuerpo sale con dificultad hacia su propia muerte. Cercanía y lejanía, grandeza y aplastamiento, el protagonista ha quedado encerrado en su propia trampa: ha comprendido lo que pesa el silencio de una mujer.
Obviamente, esta manera de proceder puede no gustar a las espectadoras que exijan –como lo hacían los curas de mis visionados infantiles– un mensaje obvio, a ser posible verbalizado, una buena arenga. Una acción ideológica explícita, como lo eran, por ejemplo, aquellas resurrecciones con coros angelicales gracias a la gloria divina de mi infancia. Sin embargo, yo prefiero reivindicar también la complejidad, el gesto sutil, definitivo, el gesto de largo recorrido.
Hay que estar muy ciega para no darse cuenta de que Peggy cuando guarda silencio está, en realidad, gritándonos a nosotras.
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Autora >
Lena Woodhouse
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