Tribuna
La militancia en la era Twitter
Hacer política de clase hoy es hacer política de clase dentro de los movimientos que existen
Nuria Alabao 11/12/2019
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Miles de personas han salido a la calle en Madrid para protestar contra la inacción ante el cambio de climático. En esa maraña de gente también había colectivos sociales de muy distinto signo. Sin embargo, en redes y medios hemos visto ridiculizar las movilizaciones ecologistas y a sus protagonistas. Y no solo por parte de la derecha, también personas que se consideran de izquierdas las han criticado como chorradas que no llegan al meollo “material” de nuestros problemas sociales; a sus portavoces más visibles –como Greta Thunberg– porque “están dirigidas desde arriba” o porque son funcionales a las “élites neoliberales” –esa invocación que utilizan desde Abascal, Orbán o Trump hasta sonados obreristas nacionales–. Para estos últimos, la única que vale es la política “de clase”, esa que invocan constantemente pero que a día de hoy no se sabe bien qué significa y qué elementos concretos de acción propone más allá de una apelación a los partidos de izquierda para que dirijan sus discursos hacia eso que hoy opera como fantasma.
Esta expresión de trazo grueso que vincula ecologismo a las “élites” olvida, por ejemplo, que en buena parte del planeta, sujetos muy alejados de ellas se enfrentan al extractivismo y al crecimiento desenfrenado en luchas por la defensa de sus territorios y comunidades. Sucede así en Latinoamérica donde estas movilizaciones están protagonizadas por campesinos o indígenas –y muchas veces encabezadas por mujeres– que son asesinados por oponerse a los intereses de las grandes multinacionales –164 el año pasado, 1.500 han perdido la vida en los últimos quince–. Ellos también han estado presentes en las movilizaciones de estos días, junto a representantes de la oposición al gobierno neoliberal de Piñera en Chile o distintas experiencias de luchas ecologistas arraigadas en el territorio, centros sociales y otras organizaciones diversas. Pero para verlo, hay que querer mirar más allá de lo que se proyecta en el espejo deformante y espectacularizante de los medios.
Movimientos como el ecologismo y el feminismo están cambiando nuestra sociedad y quien los identifique únicamente como postmaterialistas o identitarios no comprende ni su alcance ni su potencialidad
Respecto a las críticas, es cierto que desde el poder se están buscando principalmente mecanismos de corrección de mercado –aunque es evidente que los problemas que genera el mercado difícilmente los puede corregir él mismo–. Pero que existas esas tendencias es una consecuencia inevitable del sistema en el que habitamos. Hoy nos enfrentamos a un problema de orden civilizatorio y es cierto que algunos ven también una oportunidad de negocio. Una manera quizás, de impulsar nuevas vías de reactivación de la extracción de beneficios, ahora en crisis. También es cierto que la lucha nos atañe a todos, pero no nos afectará a todos por igual, porque si atendemos a las consecuencias del cambio climático, es evidente que los más perjudicados van a ser, una vez más, los que menos tienen. Los ricos podrán “comprarse su propio clima” y evitar los peores sufrimientos. Oasis climáticos para los ricos, Mad Max para el resto.
Sin embargo, esto no invalida el corazón de esta lucha: una lucha por nuestras vidas. Saber que esta es una oportunidad de reinvención del capitalismo debería hacernos vislumbrar que también debería ser una oportunidad para alumbrar nuevos horizontes de lucha y transformación radical del sistema. Y la batalla está abierta. Movimientos como el ecologismo y el feminismo están cambiando nuestra sociedad y quien los identifique únicamente como postmaterialistas o identitarios no comprende ni su alcance ni su potencialidad. Ambas, de profundizarse su principios podrían construir proyectos de sociedad radicalmente diferentes. Eso nos ha enseñado el ecologismo social –por ejemplo el de Ecologistas en Acción, que también son parte de la movilización de estos días– y del que aprendimos que la preservación del planeta es difícilmente compatible con el ritmo de consumo de recursos y generación de residuos. Para este ecologismo no se puede –o se debe– hacer frente a las consecuencias del cambio climático preservando este modelo económico y social basado en el crecimiento perpetuo. Sin cambios radicales, probablemente sin darle la vuelta a la forma en que los países desarrollados vivimos y consumimos –y entendemos la felicidad–, no habrá freno efectivo y justo contra el colapso medioambiental.
Es cierto que cuando los movimientos sociales de este calibre demuestran fuerza es inevitable que se intenten recuperar sus discursos y su capacidad de movilización para fines partidarios, comerciales, etc. Pero esto sucede porque su potencia les hace atractivos, porque de alguna manera, lo que proponen se está volviendo de sentido común. Por tanto, hay que entender que la pelea tiene que darse en el interior de esas luchas que también están atravesadas por conflictos de clase. Puedes dedicarte a criticarlas por insuficientes –siempre lo serán todas– o puedes ver qué hilos, qué potencias y qué organizaciones se pueden crear o reforzar al compás de la emergencia de estas nuevas luchas.
Hacer política de clase hoy
Es cierto que en la era de Twitter nos enfrentamos a verdaderos problemas a la hora de sostener organizaciones políticas no partidarias estables en el tiempo. (Y los partidos que se llaman de izquierda ya no están verdaderamente sostenidos por grandes sindicatos y otras organizaciones que les den un aterrizaje social, los sujeten como antaño y eviten la autonomización de sus intereses como clase política.) Las formas de militancia hoy, comparadas con las que se daban en los momentos álgidos del movimiento obrero, son más lábiles e intermitentes. Incluso, en ocasiones, algunos de estos movimientos adoptan formas de expresión puramente mediáticas. Pero eso no es culpa de las propias luchas: ni de la fragmentación de los sujetos que se movilizan.
Si no hay “política de clase” como la entienden los que la reivindican con insistencia, no es culpa de los que luchan de las formas en que es posible luchar hoy, con los repertorios disponibles, con los compromisos que son posibles y con todos los problemas que se presentan en el día a día. El mundo es otro. Por lo pronto, en la mayor parte de occidente, la clase obrera ya no existe como sujeto revolucionario, y tampoco existe como comunidad de sentido, como cultura que sustente los sacrificios personales necesarios para luchar de determinada manera, ni como fuerza material que los arrope. Sería muy largo entrar en detalle sobre el proceso que ha conducido a esa desaparición pero los factores son múltiples: crisis industrial, deslocalizaciones, metropolización, fragmentación de la experiencia laboral, precariedad, crecimiento de la clase media, extensión de la cultura de masas, etc. La cuestión es que esa clase con autonomía cultural y política ha desaparecido, ha sido liquidada. Puede darnos pena, pero es la realidad. A partir de ahí es donde surge la discusión: no podemos inventar que la política de clase sea una vuelta al trabajador industrial español porque ese mundo ya no existe.
la clase obrera ya no existe como sujeto revolucionario, y tampoco existe como comunidad de sentido
Por tanto, hacer una política de clase hoy debe partir de la realidad, de lo que es la clase obrera en la actualidad –y no de lo que fue o nos imaginamos que es–. Una clase que no tiene contornos tan definidos como en el ciclo de luchas industriales de los años 60/70. Desde luego, ya no se parece a lo que fue su imagen ideal: hombre blanco proveedor que trabaja en la fábrica mientras la mujer se encarga de las tareas de reproducción y donde hay dos espacios de lucha bien organizados: la fábrica y el barrio. Hoy es un conglomerado en sí mismo diverso –lleno de hombres y de mujeres de orígenes dispares–. Es una clase racializada, surcada por diferentes identificaciones de género y de opción sexual. Por tanto, es normal que existan verdaderas dificultades en que esa pluralidad se organice, también es cierto que carecemos de horizontes bien definidos como los de antes. Así como se impone otra realidad aplastante: que los movimientos sociales de mayor impacto de las últimas décadas en nuestro país han estado protagonizados por personas de clase media –con la excepción de la PAH–. Sin embargo, nada está escrito ni es definitivo, como nos recuerdan movimientos como el de los ‘chalecos amarillos’ y en el futuro veremos nuevas explosiones con formas inesperadas.
De momento habrá que trabajar a partir de la composición real de los conflictos que se están dando: los movimientos ecologistas y feministas –además de una miríada de organizaciones de todo tipo los colectivos por el derecho a vivienda, de barrio, los centros sociales, las empresas políticas, el sindicalismo social y las organizaciones resistentes del mundo del trabajo–. Ese es el material con el que se cuenta, hay que descubrir cuáles son sus líneas de fuerza, cuáles son sus culturas fundamentales y cómo reforzarlas. Y si nos parece que sus propuestas son insuficientes, hay que estar presentes en esos conflictos, porque hacer política de clase hoy es hacer política de clase dentro de los movimientos realmente existentes y empujar hacia donde creemos que deberían ir las cosas.
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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