![<p>Claude Reins, frente a Humphrey Bogart en <em>Casablanca</em> (1942).</p>](/images/cache/800x540/nocrop/images%7Ccms-image-000004959.jpg)
Claude Reins, frente a Humphrey Bogart en Casablanca (1942).
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Hay una escena de Casablanca que lo explica todo. Rick Blaine regenta un club de truhanes, militares, exiliados y gente de mal vivir donde corren el alcohol y las apuestas clandestinas. Louis Renault es un oficial corrupto de la Francia de Vichy que no solo hace la vista gorda sino que además se llena los bolsillos con la pasta gansa del juego. Una noche, cuando un corrillo de oficiales alemanes cantaba un himno nazi, la orquesta del club se arranca a tocar La Marsellesa a todo trapo. Dolorido por la afrenta, uno de los mandamases alemanes ordena al oficial Renault que clausure el local con cualquier excusa. Entonces Renault desaloja el club entre aspavientos indignados. “Qué escándalo. He descubierto que aquí se juega”. En ese preciso momento, el crupier le entrega un fajo de billetes. “Sus ganancias, señor”.
Han transcurrido ya dos meses desde las últimas elecciones generales. De aquellos comicios, podemos extraer análisis variados. El estancamiento del PSOE. La recuperación del PP. El derrumbe de Ciudadanos. El estallido de Vox. El desgaste de Unidas Podemos. La irrupción de nuevas siglas. Si se nos permite la brocha gorda, es posible deducir dos consecuencias prácticas de aquella votación. En primer lugar, la atmósfera favorable para que las fuerzas que impulsaron la moción de censura contra Rajoy promuevan –o al menos toleren– la formación de un nuevo gobierno. En segundo lugar, la derrota del tridente derechón que gobierna en Andalucía, Madrid y Murcia.
Quien haya encendido estos días la televisión o haya escuchado la radio o haya leído un periódico habrá podido deducir que estamos a las puertas de una guerra civil o de una apocalipsis zombi. La bilis derechista fluye en libertad por todas las emisoras, por todos los canales. Un regadío de bilis, a decir verdad. No es ese goteo lento y sutil con que los grandes medios inoculan su veneno cada día. Tampoco se trata de un mensaje subliminal de disgusto o contrariedad. Esta vez, la bancada cavernaria se ha animado a cargar con toda su artillería. Morteros. Lanzagranadas. Misiles de crucero. Todo vale en esta santa cruzada dialéctica contra los infieles.
Entre todos los opinólogos y malabaristas del tertulianismo rancio, me quedo sin duda con Rosa Díez. Sus afirmaciones pueden parecer delirantes –y de hecho lo son– pero esconden un fondo de verdad revelada que expresa sin tapujos lo que otros derechistas solo se atreven a mascullar en la cena de nochebuena. El otro día, la fundadora de UPyD comparaba a los miembros del PSOE con los alemanes que miraban hacia otro lado mientras el Tercer Reich atizaba los hornos crematorios. “Debemos unirnos para organizar la resistencia”, clamaba con fervor guerrillero antes del fin de año. El repertorio léxico de Rosa Díez queda restringido a unos cuantos lugares comunes, una nómina altisonante de palabras que a fuerza de sarcasmo han terminado por no significar nada. Golpistas. Terroristas. Delincuentes sediciosos. Bilduetarras.
El Partido Popular, que parecía haber formalizado su apuesta por la moderación, ha sacado a pasear a sus mejores miuras. Y sus mejores miuras embisten. “Totalitarismo progre”, dice Rafa Hernando. “Los albaceas de ETA”, dice Pablo Casado. “La peor crisis desde 1978”, dice la XIII marquesa de Casa Fuerte, Cayetana Álvarez de Toledo. Fuego. Caos. Destrucción. Lluvia de azufre. Les parece mal el acuerdo con el PNV pero José María Aznar no tuvo inconveniente en sellar una alianza con Arzalluz para sostener su primer gobierno. Todavía puede verse a Rajoy sonreír al fondo de las fotos. Les parece mal el acuerdo con ERC pero José María Aznar no tuvo reparos en aferrarse a CiU para garantizar su primera investidura. Bonita estampa la del Pacto del Majestic. Les parece mal la abstención de EH Bildu pero José María Aznar no tuvo problemas en anunciar que había “autorizado personalmente contactos con el Movimiento Vasco de Liberación”. En tres años, su gobierno acercó a 190 presos y concedió 42 terceros grados.
Y qué decir de Ciudadanos, un partido que estaba llamado a desbancar al PP en el liderazgo de la grada derecha pero que ha terminado abrazando la marginalidad y desterrando a su líder. Inés Arrimadas, superviviente de la guerra catalana, ha jurado telefonear a los barones del PSOE para que llamen a Sánchez a capítulo. La portavoz naranja sueña con aquel 2016 en que el PSOE regaló a Rajoy la llave de La Moncloa. O mejor aún, sueña con aquel episodio tránsfuga que le concedió a Esperanza Aguirre la presidencia de la Comunidad de Madrid en 2003. El sonado Tamayazo. Porque Arrimadas se ha impuesto el cometido heroico de torcer el voto de unos pocos diputados socialistas. Tal vez algún ahijado de Emiliano García-Page o de Javier Lambán o de Susana Díaz. Lo que sea con tal de revolver las aguas del graderío del puño y la rosa para echar a perder este nuevo gobierno de felones y chavistas vendepatrias.
En cuanto a Vox, taza y media de lo mismo. De todas las extremas derechas del mundo, nos ha tenido que tocar la más llorica y quejumbrosa. La sentencia de Luxemburgo sobre la inmunidad de Oriol Junqueras ya había atragantado las navidades a la formación de Abascal. Que Bélgica haya suspendido la extradición de Puigdemont y Comín ha terminado de arruinar el comienzo de 2020. Ahora la ultraderechita cobarde se hace la agraviada frente a las instancias europeas, gimotea y saca a relucir el Spexit y la autarquía como garantía contra el “consenso globalista”. La promesa de un nuevo ejecutivo en España se ha convertido en la mejor oportunidad del voxerío para hacerse los ultrajados y enarbolar la ofendidísima bandera de la patria. Contra “la España bolivariana”.
En un mundo saturado de información donde las disputas se resuelven a ladridos, se escucha más al que grita más fuerte. Al que más patalea. Al que parece más afectado. Los debates sosegados de otros tiempos han degenerado en un vocerío vacuo. Las tertulias televisivas tienen el aroma inconfundible de un culebrón de bajo presupuesto, donde se impone el estruendo y los personajes se interrumpen entre sí y pelean a codazos por un pico de audiencia. En esa competición de alaridos, hemos descubierto a la derecha más gesticulante y sobreactuada de nuestra historia reciente. Es la vieja estrategia de Bannon y el trumpismo. Contaminar la discusión pública con propuestas exorbitadas. Con polémicas de quita y pon. Con controversias interesadas. Elevar el tono. Polarizar. Hacerse los escandalizados. Instalar su agenda a gritos.
Ya está aquí la doctrina del espectáculo. Y no parece flor de un día sino que va para largo. Si se cumplen los pronósticos más optimistas, nos espera una legislatura con voluntad de permanencia. La derecha trifachita ya ha dejado ver cuál será el tono opositor. El vocabulario incendiario. El mismo montapollismo que tan buenos réditos brindó a Arrimadas en su periplo catalán. La derecha se echará otra vez a la calle y Pablo Casado regresará a los buenos tiempos de 2007, cuando Zapatero era presidente y las Nuevas Generaciones del PP cortaban carreteras en concentraciones no autorizadas para protestar contra la absolución de Otegi.
Es muy probable que el nuevo gobierno no colme nuestras expectativas. Los grandes poderes saldrán indemnes. Los grandes bancos seguirán robando. Los grandes grupos mediáticos seguirán mintiendo. La monarquía permanecerá intacta. Pero nadie podrá jamás arrebatarnos este momento tan placentero de lágrimas ultras. Es hora de arrellanarse en el sofá y disfrutar del melodrama que nos viene. Pinta mejor que Casablanca.
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Autor >
Jonathan Martínez
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