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Evidencias

Tres cuadernos, II

Los dolientes

Alain-Paul Mallard 12/01/2020

<p><em>Naturaleza muerta con párrafo de Rilke</em> - A.P.M.</p>

Naturaleza muerta con párrafo de Rilke - A.P.M.

Alain-Paul Mallard

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Era de tarde y llevaba ya horas sin probar alimento. Tenía cita en el Pabellón de Estomatología del hospital de la Salpêtrière para la extracción de una —mi última— muela del juicio. El francés las denomina dents de sagesse, y así decía mi citatorio.

La Salpêtrière es un sitio vasto y hermoso al sudeste de París —casi una pequeña ciudad dentro de la ciudad. Su proceso constructivo fue tan largo como diversos sus avatares. Fue salitrera, polvorín, hospicio, prisión para menesterosos y desheredados, albergue de prostitutas en tránsito destinadas a poblar la Nueva Francia (piénsese en Manon Lescaut), casa de locos, asilo para enajenadas, clínica psiquiátrica, epicentro de la neurología positivista, y hoy es un reputado hospital universitario de especialidades de la Assistance publique.

La Salpêtrière debe su renombre internacional sobre todo a la cátedra que ahí dictara el célebre Jean Martin Charcot, el neurólogo fundador de una nueva disciplina, teórico de la histeria, y pionero, entre otras muchas cosas, del tratamiento de desajustes psíquicos por electroterapia. Un joven Freud siguió ahí sus lecciones magistrales hacia 1885-1886.

durante la mayor parte de su historia la Salpêtrière fue un funesto amontonadero de barracones, mazmorras con grilletes, y pabellones de incurables

Su armónico trazado barroco se organiza en torno al domo, majestuoso, de la Capilla de Saint-Louis. Al andar por sus allées arboladas, incluso bajo tétricos olmos invernales, uno no se sospecharía en un teatro de grandes crueldades. Y sin embargo, durante la mayor parte de su historia la Salpêtrière fue un funesto amontonadero de barracones, mazmorras con grilletes, y pabellones de incurables (véase Foucault, Cursos del Collège de France) cuya población hacinada llegó a sumar varios millares. Tampoco las degollinas revolucionarias pasaron de largo. Así que si bien el conjunto es hoy apacible y bello, el aura histórica es francamente siniestra y represiva. Todavía en el bienintencionado siglo XIX, en época de carnaval, se organizaba para solaz de las pacientes un reputado Baile de las locas y, de cara a la población infantil, el Baile de niños epilépticos.

El molar inferior izquierdo me había dado molestias intermitentes durante semanas y había llegado la hora de cortar por lo sano. Los hospitales públicos lo acostumbran a uno a armarse de paciencia. En uno de esos románticos afanes de identificación a los que era bastante proclive, había cargado con mi ejemplar de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge como lectura para la sala de espera.

Durante un periodo bastante definido de mi vida, la novela de Rilke fue mi libro de cabecera: reconocía en sus párrafos, nombrado con precisión de escalpelo, el más ínfimo movimiento de mi espíritu. Malte Laurids, alter ego de Rilke —su doble lírico de 28 años—, fue también, a mis 28, un alter ego mío. (Conservo mi ejemplar, y hoy escruto mis vehementes subrayados de ayer con dosis iguales de azoro, ternura, rubor.)

Viene pues a cuento que, incomprendida por los médicos la vaguedad de sus males, a Malte María Mallard se le receta una electroterapia. Así que se le entrega una ficha y se le cita en la Salpêtrière para ser electrizado. Asiste puntual. El pasillo está sobrepoblado y Malte aguarda turno mirando a quienes, como él, esperan algo. Gracias a una prosa que resplandece —su luz es radioactiva, verdosa—, luchamos desaforadamente al lado de Malte por no pertenecer a esa cohorte de miserables llenos de vendajes, por no ser asimilados a esos seres de ojos legañosos e inexpresivos, de bocas salivosas y desdentadas. Tras los biombos y mamparas zumban y crepitan, de tanto en tanto, máquinas redentoras y terribles.

No conseguí leer más de tres párrafos; fui llamado casi de inmediato.

La extracción, de tan sencilla, apenas amerita comentario. Dos minutos de forcejeo con la tenaza, un par de vigorosos enjuagues antisépticos, y ya estaba yo listo para irme, con la mejilla entumecida, a la calle.

Pero a pesar de que hacía frío, el cielo estaba despejado y no me apetecía volver a casa. Así que apretando —bastante atrás en la mordida— una torunda de algodón con regustos a clavo y a fenol, me di a vagar por las avenidas de árboles desnudos, los pabellones, los jardines en terrazas de La Salpêtrière.

Llevaba las manos enfundadas en el gabán de marino —palpaba, en el bolsillo izquierdo, una muela amarillenta y dura envuelta en gasas; en el derecho, un libro de Rilke profusamente subrayado.

El tiempo, por la Salpêtrière, ha fluido a velocidades diversas. De algunos recovecos arquitectónicos relegados por las sucesivas oleadas de renovación hospitalaria era posible recuperar ambientes del pasado, poblarlos de fantasmas, de literatura. Como la pétrea sala circular, de salitrosa soledad, a donde me arrojara la puerta lateral de una capilla: baldosas de piedra, muros de cantería húmedos al tacto, una alta bóveda helada. Por un par de claraboyas caía, oblicuo, el día.

Al fondo de la sala —por lo demás vacía— una mesa rústica, una silla, muy vertical, de iglesia.

De un cordel atado a una tachuela pendía, con sereno aplomo de plomada, un bolígrafo Bic.

A un par de metros del modesto escritorio había un radiador de resistencia, un radiador d'appoint años 50, cable y clavija dibujando una esbelta S en el embaldosado. Por encima del enchufe en el muro, una pancarta enmicada personalizaba, en su formulación, al pequeño radiateur: En partant, pensez à me débrancher —No olvide desenchufarme al partir.

Sobre la mesa, un gran cuaderno cerrado. Forma francesa. Grapas. El típico cuaderno escolar. En la cubierta —un símil impreso de trama textil— una mano resuelta había escrito CAHIER DE DOLÉANCES con plumón negro.

Lo abrí al azar y pasé algunas páginas en blanco hasta dar con una que rebosaba caligrafía, y singularmente ceñida.

Allí donde comencé a leer, una mujer anhelaba —con lamentable ortografía— hallar un hombre bueno, un compañero que no fuera holgazán y que quisiera, genuinamente, a sus hijas.

En la entrada previa, una voz masculina pedía trabajo; se quejaba de tres-años-siete-meses de desempleo contados día por día. Tanto había apretado la punta del bolígrafo contra papel que la hoja crepitó al volverla.

Jalé la silla, me senté.

Continué leyendo el cuaderno de atrás para adelante. Página tras página, males de toda estirpe se cedían el paso. Las desgracias, grandes y pequeñas, de la vida moderna:

         Rupturas.

         El alcohol; sus cilicios y látigos. 

         La vergüenza de un marido en prisión.

         Desesperanzas vagas; negruras crónicas; tristezas sin objeto.

         El cuerpo de la esposa amada plagado de nódulos de cáncer.

         Resentimientos.

         Despidos.

         Los mudos tormentos de la soledad.

         La frágil vejez, consciente de que va perdiendo sus medios.

No era literatura, no; era una escritura más cercana y urgente que cualquier literatura. Terrible y fascinante a la vez. No me interrogué sobre el posible lector/destinatario —que a todas luces no era yo. Me levanté a enchufar el radiador y volví a la adusta silla para afrontar:

         La quiebra de un negocio.

         El diagnóstico/condena de esclerosis múltiple.

         Culpas jamás expiadas.

         Silencios transgeneracionales.

         El dinero, el dinero, el dinero —¡siempre el maldito dinero!

         La espada de Damocles de un desalojo.

Distintos en caligrafía, estilo y circunstancia, cada trozo de prosa se hermanaba con los otros bajo el signo común del desamparo. Pensé en el doliente Job sobre su montón de ceniza, rascándose perplejo con la lasca de un guijarro la carne vestida de gusanos y de costras de polvo, la piel hendida y abominable. Resignado.

Aquella leve ebriedad que suelen producir los hurtos impunes se fue apagando. También la anestesia local, constaté con un pellizco, organizaba ya su retirada

Más de una entrada, como Job, se preguntaba “¿qué hecho yo para merecer esto?” Casi siempre, las ¿cartas?, ¿plegarias?, terminaban en “Señor, apiádate de mí.” Algunas iban firmadas con iniciales, acaso con un nombre de pila. Marthe. Odile. Jean-Marie.

         La soledad. La soledad. La soledad.

         El suicidio de la hija que no se supo, quiso, pudo evitar. 

         Familias desgajadas.

         El hijo desmedrado; el hijo enfermo.

“Esto me lo llevo”, pensé nada más llegar a la primera página y cerrar el cuaderno sobre la mesa.

No puedo alegarme movido por la compasión —y el concepto de empatía aún no estaba a la moda; me movía el egoísmo:

“Hay aquí en germen novelas enteras, argumentos para fundar un Nuevo Realismo cinematográfico. ¡Tanto sufrimiento tiene que servir para algo!”

Con la altanería propia del artista, la de un ateo inveterado de 28 años, me repetí con Baudelaire (a quien Malte Laurids cita sin entrecomillar) que me serviría de ese destilado de sufrimiento ajeno para producir aquel algo “que me pruebe a mí mismo que no soy inferior que aquellos a quienes menosprecio.”

En poco más de una hora, nadie había perturbado mi lectura.

Afiné el oído —nada, nadie— y me deslicé el CUADERNO DE DOLENCIAS por un costado del pecho. Terminé de abotonarme el gabán, que era cruzado y, seguido de cerca por el chillido de mis suelas de goma, atravesé la amplia sala circular y salí por el único acceso.        

Remonté sin prisa el Boulevard de l'Hôpital.

De La Salpêtrière a Place d'Italie será poco menos de un kilómetro. Aquella leve ebriedad que suelen producir los hurtos impunes se fue apagando. También la anestesia local, constaté con un pellizco, organizaba ya su retirada. A medida en que me alejaba, vagos remordimientos comenzaron a germinar y, pronto, a precisarse.

Más o menos a la altura de la Iglesia Adventista me detuve en seco. Vi de pronto a los anónimos dolientes del cuaderno como los náufragos en un grabado de Doré que estiran el brazo en el vacío en busca del último asidero. Y yo, en un altivo peñasco —o ahí en la acera—, en vez de tenderles una pértiga, ¡se las negaba!

(Lejos estaba yo de sospechar que cuatro lustros más tarde y en otras latitudes la desgracia me rozaría con sus gélidos dedos; también yo, en mi desamparo, manoteé a ciegas para asirme de algo.)

Me entretuve en una farmacia surtiendo mi receta de anti-inflamatorios. Al salir, doblé a la izquierda y tomé el camino de vuelta al hospital.

Declinaba ya el día. En la sala circular, ahora en penumbras, la resistencia refulgía anaranjada y viva. Me acerqué al escritorio. Devolví, con inmediato alivio, lo robado: un cálido cuaderno. Luego acaté la consigna otrora soslayada y desenchufé el radiador. Nadie se percató de nada.

(Más tarde me arrepentiría de mi arrepentimiento previo: el amasijo de sufrimiento se había desperdiciado. Suelo tener reflejos torpes. No se me ocurrió, en su momento, que una fotocopiadora habría resuelto mi nudo de contradicciones...)

Busqué la salida a través de una sucesión de patios, luego crucé la explanada de acceso y traspuse el majestuoso portal de la Salpêtrière.

Ya en el Boulevard, me saqué de la boca un taco de algodón sanguinolento, que arrojé por ahí y, volviendo calle arriba, me entregué a explorar con la punta de lengua los misteriosos bordes de esa nueva oquedad en mi quijada.

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Autor >

Alain-Paul Mallard

Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.

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