EVIDENCIAS
II. Zafarrancho y mal karma
PILLAJE Y NOSTALGIA: TRES ESTAMPAS
Alain-Paul Mallard 27/09/2019
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Madura ya la plática, Clarisse desgrana con el mayor de los candores recuerdos preadolescentes: aquellas tardes eléctricas en que ella y sus primas salieron a pillar.
Saquear no es juego de niños.
Barrida la ciudad como por una plaga de langostas —papeles al garete revolotean por las calles de Lubumbashi; algún disparo aislado detona en la lejanía—, las chicas entraban rozando los muros, a la zaga de la tercera o cuarta oleada, por las sobras.
Recuperaron, en galerones y almacenes desiertos, incluso en casas destripadas, cosas de poca monta, que se repartieron. Un cenicero de cristal. Varios misales. Coloretes y polveras. Un ocioso cartucho de fotocopiadora Xerox. Lo único de verdadero valor que consiguieron fue un microscopio, grande y sólido, que les fue prestamente arrebatado en una bocacalle.
Lubumbashi es la remota capital de la efímera provincia de Shaba (Katanga, antes y hoy), al sudeste de un desmedido país todavía en aquel entonces llamado Zaire. Los Grands pillages de 1991 y 1993 marcaron los primeros estertores del régimen —paranoico y represor donde los haya habido— de Mobutu Sese Seko. Mobutu, siempre impredecible, demoraría no obstante otros seis años en caer.
Durante tres cuartos de siglo, el Congo fue expoliado por el poder colonial. Las arcas públicas de Zaire, su primer avatar independiente, fueron arteramente sangradas durante cinco lustros más, con políticas de nacionalizaciones y confiscaciones (tan confusas como miopes), por las sucesivas cleptocracias del mobutismo. El pueblo, exprimido al límite, consideró para septiembre del 91 —y no andaba falto de justificaciones— que, revuelto el río, le tocaba al fin el turno de servirse.
Los motines se derramaron desde los cuarteles. Roto el control que fusiles y bayonetas imponen sobre el orden civil, la población salió a la calle. Salió con la furia primitiva de quien entiende de pronto que ha vivido engañado y quiere cobrarse la afrenta. Las principales ciudades se vieron arrasadas por una marejada vandálica sin precedentes. De un momento a otro desprotegidas, tiendas, oficinas públicas y empresas privadas, plantas manufactureras, hoteles, establecimientos, casas de antiguos colonos, fueron pronta y cabalmente desvalijadas: una caótica, carnavalesca operación de redistribución de lo más inmediato. Los blancos, como es costumbre, habían sido —los más— evacuados por sus embajadas.
Según cifras citadas por David Van Reybrouck, entre un 30 y un 40% de las empresas resultó devastado —irrecuperablemente—, y el 70% de las tiendas perdió su fondo de comercio. En el 91 murieron 117 personas y la estimación de heridos ronda el millar y medio. Los pillajes volverían a ocurrir, su violencia amplificada —mil víctimas mortales—, a fines de enero del 93, con miles de millones de dólares más en pérdida de infraestructura.
Tras el zafarrancho del 91, infraestructura productiva quedaba ya muy poca. En el 93, no quedó casi nada. El Regimiento Belga de Operaciones Especiales (los paracaidistas) restableció el orden con el solo hecho de llegar. Mobutu, un mariscal cortado de los hechos, optó, parapetado en su yate fluvial, por la inmovilidad: el leopardo hizo como si nada. Fue el primer signo de una ausencia de reflejos que se tornaría característica en su fin de régimen.
Los Grands pillages marcaron a hierro la memoria colectiva, al menos en las urbes: Kinshasa, Lubumbashi, Kisangani. Todavía hoy, sin ser solicitadas, las remembranzas afloran ante cualquier viajero mínimamente atento. Atraviesan la intangible suma de recuerdos individuales como un vívido hito transversal; procuran asidero a la narración con que cada quien —como Clarisse, alentada por la Primus de litro y medio compartida en una mesa de lámina— se cuenta su vida y se explica su ser.
Un tío materno —comienza espontáneamente Clarisse— recuperó en el alboroto un lindo tocador de mujer. Europeo. Antiguo. De madera oscura, con dos cajones pequeños y un espejo oval, biselado, montado sobre pivotes.
De saquear una tienda a vaciarle la casa al propietario no había más que un paso. O a veces, un tramo de escalera: en Lubumbashi, los comerciantes indios vivían a menudo en los altos de sus almacenes.
— Era un tocador muy, muy lindo —recalca Clarisse.
A partir de ahí, la anécdota se encauza en relato.
El tío se trajo el tocador a la casita que le daba la Unión Minera. Le abrió campo y lo puso, orgulloso, en la recámara. La luna del espejo era antigua, un poco empañada y con algunas peladuras detrás. Clarisse y sus primas desplegaron, en la encimera decorada del esbelto mueblecito, el preciado botín de coloretes y sombras. Se apelotonaron ante el espejo y compitieron a ponerse coquetas. Hasta que el tío las echó fuera: les espetó que tenían pinta de putas.
Cabe mencionar (que así lo hace Clarisse) la reciente conversión del tío: la fe evangélica había sembrado en su corazón toda clase de semillas virtuosas.
Al poco de los hechos, aquejado de cefalea, de debilidad y mareos, el tío comenzó a languidecer. Todos en el entorno se extrañaron. Luego se dio con el porqué.
Las dilatadas noches de insomnio se aparecía, en los opacos trasfondos del espejo, una hermosa mujer india. Peinaba en silencio una larga, lacia cabellera entrecana. El suyo era un silencio cargado de rencor y reproches.
A un comienzo, la aparecida sólo volvía esporádicamente, a razón de una noche o dos por mes. Con el tiempo, se tornó más asidua.
El tío de Clarisse creyó que perdía el juicio. Sólo él podía verla. Se incorporaba de la cama para confrontar a la misteriosa dueña del tocador y la luna del espejo le devolvía un rostro cenizo y demacrado: su propia ojerosa calavera, frente y sienes perladas de sudor.
Aquello tenía que cesar.
Se sinceró con su pastor. En ánimo de restituir lo robado, el tío materno se propuso entonces rastrear a la familia de comerciantes, legítimos propietarios del pequeño tocador. Aunque no escatimó esfuerzo, la pesquisa no dio fruto: traumatizadas, las comunidades india y pakistaní se habían marchado con lo puesto del barrio de Kampemba, de Lubumbashi, acaso del país.
Aquello no cesaba: la mujer del espejo volvía siempre.
Una noche sin luna el macilento, desesperado tío se echó el tocador a lomo. Lo llevó hasta un vertedero en Triangle, el vasto descampado con un triángulo ferroviario que separa los barrios de Kamalondo, Kenya y Njanja. Allí abandonó al delicado y femenino mueblecito. En el arranque de un terraplén de inmundicias. El espejo montado sobre pivotes repetía un opaco alejarse de vías, un cielo todo negrura. El tío se agachó a recoger, entre los durmientes, un pedrusco de balasto.
No atrevió la pedrada.
Tampoco se libró de su tormento; siguió perdiendo peso, descarnándose. Murió al cabo de seis meses. Desde antes de morir tenía el tinte cenizo, pinta de cadáver.
En el museo de Mont Ngaliema en Kinshasa pude ver, y hasta pasar la palma por su terciopelo verdeceledón, el trono de Mobutu —su heráldica, bordada en hilo de oro, ostenta una chata cabeza de leopardo vista de frente y con las fauces abiertas, amén de dos lanzas cruzadas, una rama de laurel y un colmillo de elefante; abajo, una banderola reza o ruge, malévolamente, « Justice, Paix, Travail ». Vi también, a un par de metros, una vitrina de minkisi. Minkisi es el plural de nkisi, los antiguos fetiches labrados de guerrero cautivo. Suelen éstos llevar en el vientre, sujeto con brea, un inquietante espejito adivinatorio.
Encarado con aplomo, cualquier espejo insta al examen de conciencia.
Clarisse se sirve un poco de cerveza, da un trago breve, se enjuga el tenue bigotito de espuma, ya ensimismándose.
Los Grands Pillages del Zaire fueron sin duda una inflexión histórica, un momento terrible de desesperanza: nihilismo africano vuelto acción. Pero no lee Clarisse así las cosas. Compartida sin un ápice de ironía, su historia del pequeño tocador habla por sí misma. De temperamento melancólico, Clarisse hace de ésta una edificante fábula moral: mal karma.
Dejo que mi cerveza se entibie y especulo en mi interior a partir de la escueta sintomatología esbozada por el relato: lo del tío, dado el tiempo y lugar, bien pudo tratarse de SIDA. Me lo guardo. Tengo, tras más de un traspié, un mínimo de experiencia africana como para saber qué asuntos es mejor dejar ahí.
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Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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