El salón eléctrico
Odiar al nazi: del cineclub a la Fiscalía
La crítica al nazismo representa un género cinematográfico en sí mismo que apuntala una filmografía apabullante, desde Chaplin hasta Spielberg
Pilar Ruiz 28/01/2020
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“Nazis. Odio a esos tipos”.
Indiana Jones
Nazis. Fascistas. Esos tipos. En las postrimerías del siglo XX estaban bien definidos: eran los malos de las películas. Ya no. Los que crecieron con el imaginario y el convencimiento de que nazi era sinónimo de persona execrable estaban equivocados: han mutado por obra y gracia de la modernidad de perversos racistas genocidas a pobres víctimas de un odio injustificado. El siglo XXI trae consigo nuevas sensibilidades, Zozulyas mediante. La Fiscalía española, ahora tan traída y llevada por aquellos de “Eso te lo afina la Fiscalía” siempre vigilantes de la independencia judicial puesta en peligro por la llegada al gobierno de peligrosos antifascistas, decidió enviar una circular en mayo de 2019 sobre “pautas para interpretar los delitos de odio tipificados en el art. 510 CP” en la cual se especificaba que “una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia tal colectivo, puede ser incluida en este tipo de delitos.”
Un asunto de índole menor para el público en general puesto que pocos comentarios se han hecho al respecto, pero todo un problemón para el cine mundial. Ya ven, cosas de artistas, que solo piensan en lo suyo, los muy egoístas.
Resulta que la crítica al nazismo representa un género cinematográfico en sí mismo que apuntala una filmografía apabullante, con obras maestras y películas buenas, malas, regulares y hasta de zombis. Para el cine, la Segunda Guerra Mundial ha sido el tema histórico con mayúsculas, mucho más que la Primera – aunque desde su aniversario en 2014 rescatada como precuela– la guerra fría o el fin de los imperios coloniales, que no pueden competir con unos buenos nazis con sus campos de exterminio, esvásticas y uniformes impecables diseñados por Hugo Boss. Pura puesta en escena, como bien supo ver alguien de tanto talento visual como Leni Riefenstahl.
Los simpatizantes de esta ideología tan perseguida han acusado siempre a la industria cultural de estar en manos de lobbies subversivos de izquierdistas tocapelotas, pacifistas antipatriotas y judíos respondones que estarían haciendo apología del marxismo y del sionismo internacional a través del cine y la televisión, la literatura, el cómic, la comedia. No les falta razón: esos tipos siempre han sido de lo más rencoroso desde que Hitler la liara parda –nunca mejor dicho– pero, a partir de ahora, los equidistantes de guardia podrán dormir tranquilos, ya que sobre estos directores, guionistas, productores y artistas caerá todo el peso de la Ley.
En fin, tendremos que renunciar a los mejores villanos de todos los tiempos. Por supuesto, entendemos que estas relecturas jurídicas sobre ciertas ideologías políticas nada tienen que ver con el ascenso e influencia de los nuevos fascismos y neonazismos aquí y en medio mundo; en absoluto, señoría. La pregunta que hacemos a la autoridad competente es si la norma se aplicará con efectos retroactivos –queda clara para los cineastas en activo, gracias– que, a la sazón, supondría una revisión a la totalidad del legado audiovisual universal. Con este chivatazo proponemos una lista de obras y autores a los que cualquier cinéfilo podría acusar de incitación de odio al nazi. Así nos adelantamos por si fuera menester esgrimir esta denuncia como defensa en el futuro, que nunca se sabe.
Leni riéndole la gracia a Adolf
El primero de la lista de delincuentes es, por supuesto, Charles Chaplin y su archiconocida parodia El gran dictador (1940), que volvería a ser película prohibida en España: se estrenó en 1975 después de la muerte del dictador. Del nuestro.
No lo hagas, Charlie, que te metes en un lío.
Engrosan la lista la miríada de guionistas y directores judíos exiliados por el ascenso de Hitler, la persecución y la guerra: olvídense de clásicos como Casablanca (del judío húngaro Michael Curtiz, 1942); Gilda (Charles Vidor –otro judío húngaro de malas intenciones–, 1946); Encadenados, también de 1946 –Hitchcock era católico, pero siempre tuvo malas intenciones– porque desaparecerían si les quitaran del argumento el odio a los nazis. Simplemente, no existirían.
Hablando de judíos, no se libra el maestro Lubitsch y ese monumento llamado Ser o no ser (1942), como tampoco se escapa su alumno aventajado, Billy Wilder, ni sus mil chistes antinazis –un filón para la Audiencia Nacional, ahí lo dejo– desperdigados por toda su filmografía de judío rencoroso, seguramente porque su madre y tías fueron asesinadas en Auschwitz.
¿Y qué decir de Los Productores de Mel Brooks (de 1968, con remake de Susan Stroman en 2005) y su Hitler con pluma de musical? Mel: todos saben que eres judío ¡y ruso! Si empezaste como cómico en la radio de la Marina durante la Segunda Guerra Mundial parodiando a los nazis… Cumplir 93 primaveras no te libra de ser un odiador consumado.
Stanley Kramer –de abuelos judíos polacos y crecido en Hell's Kitchen– estaría metido en un lío por ¿Vencedores o vencidos? (1961) y rojos rusos como Tarkovski, por La infancia de Iván (1962). Toda esta odiosa propaganda deja fuera a víctimas tan dignas como las SS, Ustachas, Cruces Flechadas y colaboracionistas en general, menos mal que ahí está el partido del PIN para recordarlo:
Tampoco se admiten las bromas macabras: ya sabemos lo que opinan algunos tribunales españoles del humor negro. Así que cuidado, Roberto Benigni: La vida es bella (1997) es de juzgado de guardia. Porque con los italianos se puede hacer un batallón de cineastas odiadores, no en vano el PCI fue el partido comunista más importante de Europa. Rosellini va al trullo por abrir la veda con Roma città aperta (1945) y habría que secuestrar el material incendiario de Saló (1975) aunque seguramente ya le costara la vida a Pasolini. A la lista negra van también Visconti, Pontecorvo, Scola y por supuesto, Bertolucci por Novecento (1976), panfleto que se regodea en el odio típico de un antifascista y marxista declarado. Gracias al Ayuntamiento de Madrid, ahora sabemos de los crímenes del marxismo, esa teoría económica escrita por filósofos que estudiamos en el instituto e incluso en la universidad por ser los más influyentes en la sociedad contemporánea. ¿Qué será lo siguiente? Quizá reparar a las víctimas de Hegel, Descartes, Voltaire y no digamos de los semióticos, esos genocidas han machacado a generaciones enteras. Todo hay que decirlo: la Fiscalía no contempla como delito la apología de odio al marxismo –Groucho, ¿dónde estás?– puesto que tendría que encausar a patriotas, obispos y otras gentes de bien.
Pero mejor sigamos con la lista delatora, apunten:
En Francia no se libran a pesar de que siempre tuvieron sus cosillas antisemitas: el affaire Dreyfuss colea en el Front National y en la última peli de Polanski –que se la carga por El pianista (2002) y no por pederastia– y no les salva ni su colaboracionismo, porque la Nouvelle Vague en pleno podría ser acusada de delito de odio, valgan como ejemplo Louis Malle por Lacombe Lucien (1974) y Adiós, Muchachos (1987), Alain Resnais por Noche y Niebla (1955) y Truffaut por El último metro (1980). Tampoco se libraría su antecesor, el gran Jean Renoir; ¿a quién se le ocurre hacer Esta tierra es mía en 1943? Y está tardando el anticapi afrancesado Costa Gavras en dar con sus huesos en la trena por haber rodado descarados vehículos de odio como La caja de música (1989) y Amén (2002).
Ya ven que el dedo acusador alcanza todo tipo de géneros: el thriller en Marathon Man (Schlesinger, 1976); el de autor en Europa, Europa (Agnieszka Holland, 1990) o el musical en Cabaret (Fosse, 1972). También encontramos apología del odio en El extraño (Orson Welles, 1946) y la misma pérfida propaganda en La decisión de Sophie (Alan J.Pakula, 1982), no digamos en la alegoría brutal de Los niños del Brasil (Schaffner, 1978): de paso que investiguen también a su escritor, el muy sospechoso Ira Levin. Los neonazis de American History X (Tony Kaye, 1998) tendrían que ser reparados públicamente y por culpa de sus Malditos Bastardos (2009) Tarantino podría pasar una temporada a la sombra.
Los Malditos Bastardos están muy contentos.
Y ningún hijo de Saúl, ningún fotógrafo de Mauthausen ni niño con pijamas a rayas o con amiguitos Hitlers imaginarios (Jojo Rabbit, Waititi, 2020) se librarán de ir a la lista negra. Tampoco las series de TV: esperemos que metan mano a Ridley Scott por haber producido The Good Fight que, además de mostrar una verdadera inquina al pobre Trump, llama a la agresión contra honrados ciudadanos nazis.
Y es que en algunos casos el delito es flagrante: Steven Spielberg –apellido de odiador genético– no solo es el autor de un libelo como La Lista de Schindler (1993) sino, sobre todo, responsable de haber adoctrinado a millones de niños y adolescentes con su saga de Indiana Jones, el odiador de nazis por antonomasia. Todo tiene un límite, señor Spielberg.
Para terminar esta ominosa lista, habría que incluir uno de los aspectos más peligrosos del delito de incitación al odio: el que hace el cine bajo la sinuosa marca de “documental”, apoyándose en imágenes que nada tienen de ficción. Dejemos que juzguen la película que supervisó Alfred Hitchcock con las imágenes filmadas por soldados británicos en el campo de Bergen-Belsen en 1945, y al más prestigioso de todos los documentos audiovisuales sobre crímenes de lesa humanidad: Shoah (Lanzmann, 1985).
Es solo una muestra, pero hay muchas más. Esperemos que este Index de películas peligrosas sea tan útil como aquel de la Inquisición, según los imperiofílicos y rocabareistas, un tribunal tan justo y ecuánime como los de hoy en día. Respecto a los delitos de odio: el paso siguiente es la pira.
“Nazis. Odio a esos tipos”.
Indiana Jones
Nazis. Fascistas. Esos tipos. En las postrimerías del siglo XX estaban bien definidos: eran los malos de las películas. Ya no. Los que crecieron con el imaginario y el convencimiento de que nazi era sinónimo...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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