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El 8 de enero misiles de crucero iraníes atacaron dos bases militares de Estados Unidos en Irak. El ataque era una respuesta al asesinato, cinco días antes, del general Qasem Soleimani, uno de los principales hombres de Estado iraníes, cuando se hallaba en misión diplomática en un país amigo. Como se ha dicho, la misión diplomática de Soleimani en Bagdad tenía que ver con conversaciones de deshielo entre Teherán y la monarquía saudí, los dos grandes enemigos de la región, mantenidas bajo mediación de Irak. Cuesta encontrar precedentes de un magnicidio tan provocador.
Políticamente su razón de ser no hay que buscarla en una brutal improvisación de Donald Trump más o menos relacionada con un proceso de destitución presidencial claramente condenado al fracaso. El motivo tiene que ver con la apuesta geopolítica fundamental de Washington en la región, mucho más incluso que con el deseo de Estados Unidos de castigar a Irán por su contribución en los últimos reveses sufridos en Irak y en Siria, en los que el papel de Soleimani fue importante.
Si se rompiera el actual estatuto que rige la relación de Arabia Saudí con Estados Unidos, seguramente Washington tendría que irse de Oriente Medio
La apuesta fundamental de Washington en la región se llama Arabia Saudí. Si ese país deja de orbitar alrededor de Estados Unidos, la región se pierde. Washington ha errado en Irak. Al final, su guerra concluyó, además de con destrucción y matanza, con la formación de un gobierno dominado por chiitas y no hostil a Irán. Ha errado también en Siria: pese a la guerra civil inducida con su enorme mortandad, el anhelado cambio de régimen no se ha producido, y además se ha favorecido el papel de Rusia y de una Turquía, miembro de la OTAN, que ha dejado de ser fiable. Todo eso han sido reveses –en ajedrez diríamos que se ha perdido un caballo y una torre–, pero el dominio fundamental de Estados Unidos en la región sigue ahí. Si se perdiera la ficha saudí, estaríamos ante un jaque al rey.
Si se rompiera el actual estatuto que rige la relación de Arabia Saudí con Estados Unidos, seguramente Washington tendría que irse de Oriente Medio, o aceptar –por lo menos– un condominio con China y otros emergentes en la región, algo muy doloroso y extremadamente difícil de aceptar para quien ha gobernado la región en solitario tanto tiempo. Pero, sobre todo, se perderían posiciones globales fundamentales, vinculadas a la hegemonía del dólar en el comercio internacional y las transacciones financieras, es decir, a la sostenibilidad de la enorme burbuja, que supone la desconexión existente entre los mercados financieros y la economía real, sobre la que funciona la economía global dirigida por Estados Unidos.
La economía global de Estados Unidos funciona mediante la compra del crecimiento a crédito, generando deuda pública. Y todo eso se aguanta gracias a los flujos inversores exteriores; de la zona euro, de Japón y de los emergentes, China incluida. Desde luego hay intentos de cambio de la situación: potenciar otras monedas, elaborar alternativas tecnológicas al dominio americano del mundo digital (que lleva un espía de la NSA incorporado), etcétera, etcétera. Pero todo eso es endiabladamente complicado y delicado. Por ejemplo, Lula da Silva relaciona su encarcelamiento en Brasil con su papel de pionero al proponer en el marco de los BRICs una estrategia de desdolarización…
Estos últimos años los saudíes han sido mayoría en el colectivo extranjero del Estado Islámico que combate en Siria e Irak: 2.500 personas en 2016
Arabia Saudí es fundamental en esa arquitectura, uno de cuyos puntales es el comercio internacional del petróleo en dólares. Además, los saudíes financian y adoctrinan ejércitos yihadistas que se encargan de desestabilizar a los países cuya política exterior es independiente, algo que ocurre tanto en la región del Xinjiang de China, como en Chechenia para Rusia, por no hablar de Siria. Eso es algo que la propia Hillary Clinton reconoce en sus mails y que se sabe gracias a Wikileaks. A grandes rasgos, Al Qaeda, el Estado Islámico y sus epígonos regionales, son ayudantes del Pentágono, función que no excluye accidentes, alguno de ellos tan grave como el 11-S neoyorkino. Eso explica muchas incongruencias.
Los saudíes aportaron el mayor contingente de combatientes extranjeros, 5.000 hombres, en la guerra contra los soviéticos en Afganistán. Por aquella época, el KGB de la URSS explicaba que la infiltración de literatura sobre integrismo islámico, que tanto se vigilaba en las fronteras del Uzbekistán y el Tadzhikistán soviéticos, venía de Arabia Saudí. Fue allí, a finales de los ochenta, donde escuché por primera vez el término wahabita, que acogí con errado escepticismo.
Arabia Saudí propaga, desde hace décadas, la versión más sectaria, misógina, homófoba, racista y antisemita del islam: el wahabismo. Ryad se gasta en ello una fortuna: “8.000 millones de dólares anuales”, según el especialista francés Pierre Conesa, algo semejante a lo que se gasta en comprar armas o lo que ingresa en la peregrinación a los santos lugares del islam, y seis o siete veces lo que la URSS empleaba en propaganda en sus mejores años. Desde los 80, la Universidad de Medina ha formado a 25.000 o 30.000 cuadros que propagan esa calamidad por todo el mundo –y que ha llegado alegremente hasta las mezquitas españolas– a base de generosas becas y financiaciones.
Quince de los 19 terroristas del 11-S, y 115 de los 611 prisioneros de Guantánamo eran saudíes. Y estos últimos años los saudíes han sido mayoría en el colectivo extranjero del Estado Islámico que combate en Siria e Irak: 2.500 personas en 2016. Sin embargo, tras el 11-S, Estados Unidos no señaló a Arabia Saudí, sino a Irán, Irak y… Corea del Norte, e invadió Afganistán e Irak. Y con Soleimani han eliminado ahora a uno de los estrategas más eficaces en la derrota del Estado Islámico en Irak y Siria. ¿Incongruencias? En absoluto.
Como explica Michael Hudson, “los saudíes aportan el apuntalamiento de la dolarización global, reciclando sus fabulosos ingresos petroleros en inversiones financieras y compra de armas en Estados Unidos, así como suministrando y organizando a los terroristas del Estado Islámico y coordinando sus destrucciones con los objetivos de Estados Unidos. Tanto el lobby petrolero como el complejo militar industrial obtienen enormes beneficios económicos de los saudíes”. Un deshielo entre Irán y Arabia Saudí, como el que parecía estarse negociando, no podía ser visto más que como una enorme amenaza para toda esa arquitectura.
Volvamos ahora al ataque de Irán contra bases americanas en Irak del pasado día 8 en respuesta al asesinato de su general Soleimani. El misterio aquí no es que no hubiera víctimas americanas, como dijo Trump, o que solo fueran 11 heridos como afirmaron luego las filtraciones. Eso está claro: los iraníes conocen la correlación de fuerzas y efectuaron el mínimo ataque posible para salvar la cara ante su indignada población sin arriesgarse a provocar una respuesta militar de Estados Unidos (riesgo del que el derribo accidental del avión ucraniano sobre Teherán aquel mismo día pudo ser nerviosa consecuencia). Hasta avisaron a los iraquíes del ataque para evitar daños mayores. El misterio de ese ataque es la defensa antimisiles de Estados Unidos: los famosos Patriot, que debían estar aquel día en máxima alerta, no interceptaron ni un solo misil iraní.
El año pasado hubo rumores de participación china en Aramco, la mayor petrolera del mundo de propiedad saudí, algo lógico si se tiene en cuenta que Asia es el principal cliente del petróleo del Golfo
La lectura militar de ese dato es la siguiente: los misiles de crucero iraníes Hoveizeh son lo bastante buenos y rápidos como para burlar a la defensa antimisiles americana, que es la que tienen los saudíes junto a las refinerías, los pozos y las terminales exportadoras que son la esencia de su modus vivendi. Esos misiles tienen un alcance superior a los 1.300 kilómetros, lo que significa que todo el complejo petrolero saudí está técnicamente amenazado desde Irán. Teniendo en cuenta que su actual patrón americano ha demostrado últimamente una torpeza considerable, teniendo en cuenta que China promueve otro tipo de orden internacional en la región (la Road and Belt Initiative), basado en corredores comerciales con el apoyo entusiasta de Irán y muchos otros, y teniendo en cuenta que la apuesta guerrera americana ni siquiera garantiza la integridad de su complejo petrolero, ¿no valdría la pena explorar otros esquemas? Arabia Saudí está en eso desde hace tiempo.
El año pasado hubo rumores de participación china en Aramco, la mayor petrolera del mundo de propiedad saudí, algo lógico si se tiene en cuenta que Asia es el principal cliente del petróleo del Golfo. En esas condiciones, ¿no habría que orientarse un poco más hacia Asia? El asesinato del general Soleimani, quien jugaba al ajedrez (juego inventado por los persas) precisamente en ese tablero con Arabia Saudí, ha sido la respuesta de Washington a esa pregunta. Hay demasiado poder global en juego detrás de un jaque al rey en el Golfo Pérsico.
El 8 de enero misiles de crucero iraníes atacaron dos bases militares de Estados Unidos en Irak. El ataque era una respuesta al asesinato, cinco días antes, del general Qasem Soleimani, uno de los principales hombres de Estado iraníes, cuando se hallaba en misión diplomática en un país amigo. Como se ha dicho, la...
Autor >
Rafael Poch
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.
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