Mundo rural
El tiempo de los señoritos
Del ‘menosprecio de corte y alabanza de aldea’ al desprestigio del mundo campesino por ‘atrasado’ o ‘reaccionario’, los nacionalismos literarios no han desperdiciado ocasión de reírse del ‘paleto’ a la vez que desdeñan la democratización de la cultura
Xandru Fernández 28/02/2020
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1. Hubo una época en que también en el campo había señoritos. Eso dicen, al menos, ciertas crónicas confusas y tal vez apócrifas, porque enseguida los caballeros se las ingeniaron para distanciarse lo más posible de sus siervos y poner tienda en la vecindad de la corte. Pero, mientras la corte fue itinerante, el campo siguió siendo su paisaje y el castillo su hogar y fortaleza, no así la villa, que dio a luz al villano como némesis del caballero. Villanos y caballeros, señoritos de provincia y señoritos de corte, rivalizaron durante siglos en ver quién se distinguía más del campesino y frente al campesino.
2. La seña de identidad del señorito, la credencial que exhibe en su intercambio de favores con otros señoritos de cualquier lugar del mundo, no es solo el rechazo del campo y sus costumbres sino la imposibilidad, real o fingida, de adaptarse al mundo campesino. Esas fotos –quién no las ha visto– de Pablo Casado agarrando un arado, Santiago Abascal subido a un tractor o Rajoy emocionado en un campo de alcachofas no pretenden engañar a nadie fingiendo la ruralidad del personaje, al contrario: subrayan lo poco campesinos que son todos, lo ridículos que quedan haciéndose los rústicos.
3. Si el señorito es un inútil para los oficios del campo, si sus manos no están hechas de la misma materia que las del labriego que le mira con la superioridad moral del pobre (esa superioridad que se te pasa en cuanto miras un poco más lejos y ves el cochazo con chófer que le espera), ¿para qué sirve un señorito, cuál es su función? La pregunta no tiene respuesta porque el señorito no sirve, al señorito le sirven, y todo es función suya, él es la variable independiente. Por donde pasa él, no es que no vuelva a crecer la hierba, sino que crece elegante, crece moderna. El señorito tiñe de modernez y distinción todo lo que toca, siquiera fugazmente.
4. Lo moderno se opone a lo antiguo y parece que, con las mismas, lo urbano se opone a lo rural y lo cívico a lo rústico. Pero son paralelismos, concomitancias, yuxtaposiciones semánticas que fingen más que muestran una identidad que no existe. Los tiempos modernos son ni más ni menos los de ahora (modo): así aparece modernus, a las puertas del siglo VI, como un término aún exento de connotaciones valorativas (aunque las adquirirá muy pronto). Por esa misma época, Martín Dumio, obispo de Braga, escribe De correctione rusticorum con la intención explícita de enderezar las erradas costumbres de los campesinos de su diócesis. Costumbres erradas por antiguas, impermeables a la fe moderna (cristiana), cuyos protagonistas requieren la ayuda de alguien con más criterio que ellos para que los corrija, esto es, para que rija o gobierne junto a ellos sus propias vidas, que son incapaces de regir o gobernar solos.
5. “Señor, las necesidades de estos tiempos me han obligado a vivir aquí exiliado a mí, que soy castellano y cristiano viejo, a vegetar entre estos brutos asturianos y a depender del peor de ellos, que tiene menos conciencia y escrúpulos que un lobo”, dice un personaje de Joseph Conrad[1], centroeuropeo de origen, como San Martín de Braga, con un descaro que tiene toda la pinta de haber sido moneda corriente en el mercado de los odios y los desprecios de la Modernidad. Hay un momento en que el esforzado evangelizador heredero de Martín Dumio, el modernizador del campo y sus gentes, se rinde ante la mentalidad campesina y su obstinación inasequible a lo moderno. El rústico deviene paleto. Su inocencia se troca en malevolencia. Los campesinos no hablan poco por modestia o por falta de luces, sino porque están planeando engañarte, estafarte, robarte o asesinarte. De La Galatea a Deliverance. De la Diana de Montemayor a los Perros de paja de Sam Peckinpah.
6. Aprendimos de Freud que la exageración en las alabanzas es sospechosa, que suele encubrir un desprecio que aún no puede ser dicho. No hay alabanza más exagerada de la vida campesina y sus virtudes que la que perpetrarán a partir del siglo XVI todos esos Montemayores, Cervantes, Sannazaros y Gil Polos con sus novelas pastoriles. Ante sus ojos, que son ojos urbanos y a menudo lloran por deudas urbanas, muy urbanas, la rusticidad que ensalzan en sus obras es despreciable por lo mismo por lo que resulta, a veces, envidiable: con todas sus miserias, el campesino es inmune a la aceleración impuesta por los ritmos de producción y consumo que el capitalismo impone a la vida urbana (y muy pronto, es cierto, también al campo).
Lo moderno se confunde con lo urbano sin quererlo, se es moderno por estar a la moda, y vivir en la ciudad facilita llegar antes a las modas e incluso inventarlas
7. Es frecuente hablar de un “tiempo cíclico” típico de las mentalidades campesinas, sujetas a los ritmos naturales, atadas a la necesidad de realizar cada tarea en el momento justo, frente al tiempo lineal de la mentalidad urbana en que nace y se expande el capitalismo. Berger: “Los campesinos conviven cada hora, cada día, cada año, con el cambio, de generación en generación. En sus vidas apenas hay otra constante que la constante necesidad de trabajo. Crean sus propios rituales, rutinas y hábitos en torno al trabajo a fin de arrebatar cierto significado y continuidad al ciclo implacable del cambio; un ciclo que en parte es natural y en parte resultado del girar incesante de la piedra de molino que es la economía en la que viven”.[2] Pero el proceso de expansión del capitalismo es imparable: afectará a la industria, al comercio, a la reglamentación de la vida sexual y familiar, al ocio y a la religión, y llegará al campo, naturalmente, si bien tropezando una y otra vez con la reluctancia no solo del campesino sino de la propia tierra a dejarse regimentar en función de lógicas acumulativas. También topará, en España, con una mentalidad religiosa refractaria a la ética de la inversión y el interés y enemiga de la usura pero, sobre todo, enemiga de las posibilidades de ascenso social y confusión de clases que el dinero y el capitalismo traen consigo. Así, desde la época de Felipe II, y a lo largo de todo el siglo XVII, las llamadas “pragmáticas suntuarias” tendrán como finalidad impedir que los estratos sociales más bajos accedan a bienes de lujo a pesar de tener dinero para ello. Una ley de 1534, en vigor hasta 1691, prohibía que los sastres, carpinteros, zapateros, curtidores y por supuesto labradores usaran la seda en sus vestidos, excepto en gorras o bonetes. Antonio Domínguez Ortiz, de quien he tomado el dato,[3] subraya que el efecto inmediato de esas disposiciones era el contrario del que se perseguía: la seda, los coches de caballos y los signos distintivos de superioridad social se volvieron tanto más codiciados cuanto más los limitaban las leyes. Nadie quería parecer un zapatero o un campesino. Un paleto.
8. Lo moderno se confunde con lo urbano sin quererlo, se es moderno por estar a la moda, y vivir en la ciudad facilita llegar antes a las modas e incluso inventarlas. Así arranca la Modernidad, pero hay que esperar hasta que lo moderno se haga uno con lo adelantado, con lo avanzado o revolucionario o progresista, para que el campesino deje de ser un simple objeto de burla y menosprecio y empiece a transformarse en presencia, a la vez, incómoda y desasosegante. La mentalidad burguesa se apropia de la idea de Modernidad como marca de clase y certificado de universalidad: su identificación con lo moderno la convierte en clase universal y sujeto de la historia universal y del progreso. Una vuelta de tuerca más y lo mismo hará el marxismo con la clase trabajadora.
9. Las culturas literarias contemporáneas se constituyen a la par que ese conglomerado conceptual que llamamos Modernidad. Crecen a la sombra de los proyectos nacionalistas de Estado que a lomos de la ciencia y el progreso colonizan el planeta y reparten urbi et orbi credenciales de ciudadanía, virtud moral, superioridad intelectual y prestigio cultural. Todo junto. El señorito se pasea con la misma pachorra y exhibe la misma impericia manual en la sierra de la Demanda que en la isla de Luzón, en los páramos de Yorkshire que en los bosques de Guyarat. No es de extrañar que la descolonización y los procesos democratizadores que se desarrollaron desde la década de 1960 acabaran poniendo en cuestión tanto la idea de progreso como su formalidad más evidente, la Modernidad. Lo posmoderno como clausura de una utopía historicista. Las intelectualidades nacionales se ven hundidas hasta las rodillas en los terrores que venían poblando sus pesadillas desde hacía décadas. Los señoritos se ven despellejados por sus clases subalternas y esos miedos rompen las reglas del decoro. Ortega y Gasset: “El jazz band con su negro antropoide es el castigo del arcángel wagneriano que quiso ser como Dios. La música vuelve a su lugar en el fondo del banquete y el rincón del sarao”.[4] Fuera caretas.
10. Ya no es tan urgente ser moderno cuando casi todo el mundo puede ser moderno. Alberto Olmos: “En Madrid puedes saber quién es de pueblo por los tatuajes y los piercings: siempre llevan uno de más. Los tatuajes son como los viejos sellos en las maletas, que acreditan lo viajado. Cada vez que te pones un tatuaje, viajas un poco más lejos del potaje con garbanzos de tu infancia”.[5] Y añade: “Cuánta energía perdida en querer ser moderno, estar en la onda, molar y acertar con el tatuaje. Ser moderno es una imbecilidad evitable, y por eso da tanta pena”. Conclusión inevitable cuando la hegemonía cultural de Madrid (o de Londres, o de París, o de donde sea) se ve amenazada aunque sea en efigie. Y lo de la amenaza no es una manera de hablar: el llamado mundo de la cultura es la quintaesencia del trabajo precario, ya desde los tiempos de La Galatea, y servil donde los haya, a tal punto depende de lo inclinado que se sienta el poder a exhibir modernez, distinción y elegancia vistiendo a los señoritos para que parezcan gentes exquisitas. Cuanto más al alcance de las masas el arte y la cultura, mayor la inquietud de las otrora clases cultivadas por retener su principal fuente de ingresos: el monopolio del gusto.
La descentralización cultural que supuso el Estado autonómico moderó o contrapesó la excesiva turra del madrileñismo en la construcción de la identidad tardomoderna española
11. Las clases cultivadas no brotan espontáneamente en las ciudades, en muchos casos se componen de elementos que provienen de los pueblos, de las provincias, del campo tan denostado: advenedizos tan hastiados de su propia condición provinciana que constituyen la encarnación modélica de ese cliché creado por las élites urbanas para filtrar a quien trata de hacerse pasar por señorito sin serlo. El que logra hacerse un hueco se muestra en seguida temeroso de que otro advenedizo cualquiera usurpe su condición, le desplace, le obligue a volverse al pueblo, a la villa, a la provincia. Pero tampoco se conforma con que el pueblo, la villa o la provincia generen sus propias lógicas culturales, al contrario: el advenedizo se convierte en el centralista más centralizador de todos, detesta cualquier forma de cultura periférica, ni que decir tiene que todo lo que empieza por multi- o por pluri- le ataca los nervios, le marea “la España vaivén, esa que quiso ser moderna y acabó autonómica, reconcentradamente regional, con una fe firme y conversa en las cosas del abuelo, que al final eran más de fiar que las cosas de McSweeney’s, Vice, The New Yorker o Zizek” (Alberto Olmos otra vez).
12. En España lo moderno es un concepto especialmente estropajoso, porque la cultura literaria española se configura como una cultura de la crisis desde sus inicios y con una fuerte identificación con el trono y el altar, de modo que ser moderno no es tan necesario para ser español como para ser, qué sé yo, francés, que es lo moderno sin tapujos ni medias tintas. El señorito español se moderniza tarde y a regañadientes, inquieto por la competencia del capital extranjero pero también del capital periférico: la modernización de Madrid, su conversión súbita en capital del gusto, coge por sorpresa a los propios madrileños y mucho más a las elites provinciales y eclesiásticas, acostumbradas desde los tiempos de Napoleón a que los señoritos de la capital fueran modernos ma non troppo, escandalosos en la intimidad, vanguardistas en su fuero interno. La descentralización cultural que supuso el Estado autonómico moderó o contrapesó la excesiva turra del madrileñismo en la construcción de la identidad tardomoderna española, erigiendo aquí y allá élites culturales con su propia agenda y sus propios presupuestos. El pacto de no agresión entre señoritos que llamamos Cultura de la Transición nos estallará en los morros en 2020, justo ahora que, como cada vez que gobierna la izquierda posible, toca jacquerie.
13. De pronto vuelven a nuestras pantallas los problemas del campo, como si la democracia española llevara desde 1978 viviendo un Proceso Revolucionario en Curso y no la enésima confluencia de intereses de los señoritos de aquí con los de los de la patria global del capital. A la izquierda posible todo esto le pilla con el paso cambiado, porque ella sí que lleva desde 1978 viviendo una España soñada en blanco y negro, el blanco del centralismo democrático, tan comprensivo con los delirios imperiales y centrípetos del pasado reciente, y el negro de la España cuarteada en baronías no menos comprensivas con el caciquismo de otros pasados no demasiado lejanos.
14. Una perplejidad: Antonio Gamoneda, poeta leonés, escribe entre 1961 y 1965 Blues castellano, un libro que no se publicará hasta 1982. Es difícil creer que un poeta leonés, y Gamoneda menos que ninguno, se identifique tanto con Castilla. Su intención manifiesta, aunar los sufrimientos y las formas expresivas de las clases humildes, representadas en el blues como lamento coral, no pareció sentirse satisfecha con un hipotético “blues leonés” que quizá creyó, acertadamente, que no sería bien leído en la capital del reino, lo mismo que un “blues español” caería mal en una España demasiado dependiente del estereotipo flamenco-cañí entonces en boga. Castilla, en cambio, siempre estuvo a mano como tropo favorito de izquierdas y derechas, como esencia o alma española, cliché noventayochista que la generación de Gamoneda no supo o no quiso sacudirse y que experimentará un revival sorprendente en la segunda década del siglo XXI, cuando de pronto el proyecto cultural del 78 se enrede en sus propias contradicciones.
15. Hay una mirada airada y hostil hacia las realidades culturales peninsulares alejadas del cliché españolista de la ancha Castilla y sus cosas imperiales, y hay una mirada displicente e insultante hacia el mundo rural desde la presunta superioridad del señorito de ciudad con sus ínfulas modernas. Ambas miradas se complementan y es normal y habitual que compartan rostro, que sean los mismos ojos los que miran odiando al diferente y despreciando al inferior e identificando diferente con inferior. No es un modo de mirar exclusivo de la españolidad, ni de Madrid siquiera, pero cuando una sociedad experimenta una regimentación totalitaria durante cuarenta años sobre los moldes y las estructuras de esa mentalidad centrípeta, uniformizadora y aliada de los dejes señoriales de la Contrarreforma, no es de extrañar que ese modo de mirar sea particularmente asfixiante, casi una seña de identidad por su aire extemporáneo, fuera de lugar en una Europa que no es que no sepa nada precisamente de nacionalismos, totalitarismos, conflictos étnicos y pobreza rural.
Una cultura literaria cada vez más dependiente del hype y de la dictadura del algoritmo difícilmente podrá convivir con un mundo rural vivo y desprejuiciado, orgulloso de sí mismo y no del cliché carpetovetónico inventado para él por siglos de nostalgia imperial
16. En 2016, Sergio del Molino publicó un libro de reportajes, La España vacía, con el que aspiraba a bautizar el spleen neonoventayochista que se veía venir a la legua, a rebufo de la crisis de identidad que las nuevas izquierdas empezaban a exhibir sin tapujos y como sorprendidas de haber cogido un catarro o una adolescencia. Seguramente la bonhomía de Del Molino le hizo poner toda la carne en el asador del adjetivo, pero la fuerza icónica se desplazó a banderazos hacia el sustantivo, que era lo importante. La España de los balcones podía llegar a identificarse con el mapa mesetario que Del Molino dibujaba en sus páginas, pero no asumía la vaciedad como condición orográfica o cultural sino como maldición desatada por las furias del progreso y la Modernidad: de la España vacía a la España vaciada. Del Molino protestó públicamente por haber sido objeto de finta semántica, pero fue en vano: allí no estaban los campesinos de John Berger y María Sánchez, sino los pijos del chaleco acolchado con sus barbas de Iznogud y su nostalgia de la caza de montería. Un sucedáneo de patria para señoritos sin paisaje.
17. No hay nada que añorar en la miseria. No hay nada en la miseria de lo que quepa avergonzarse.
18. Una cultura literaria cada vez más dependiente del hype y de la dictadura del algoritmo difícilmente podrá convivir con un mundo rural vivo y desprejuiciado, orgulloso de sí mismo y no del cliché carpetovetónico inventado para él por siglos de nostalgia imperial. Lo que no quiere decir que no merezca la pena intentarlo.
19. Reírse del pijo de ciudad que añora un campo ficticio está bien y sirve para airear las habitaciones del gusto, pero ojo, es otra ficción más, transitoria y en absoluto discordante con el clasismo ambiental de un Casado arando o un Abascal tractoreando: qué ridículos quedamos haciendo el paleto, cómo se nota que nosotros no somos vosotros, que estamos aquí de paso.
20. Mañana le tocará al chaval del extrarradio, y pasado mañana a la anciana filipina o al niño mallorquín que nos estropea el cliché monolingüe. Cambiará el blanco de las risas y los desprecios, tocará conmoverse con lo que ayer daba unánime grima en los círculos más exclusivos de la capital del moderneo, pero el pathos clasista seguirá siendo el mismo. Hay un tiempo para cada cosa, pero siempre les pertenece a los mismos.
[1] En su relato La Posada de las Dos Brujas, de 1913.
[2] John Berger, Puerca tierra, Madrid, Suma de Letras, 2001, p. 352.
[3] Antonio Domínguez Ortiz, La sociedad española en el siglo XVII, Granada, CSIC, 1992, p. 43.
[4] En un texto de 1925, Pleamar filosófica, publicado en Buenos Aires e incluido en sus Obras completas, III (1917-1925), Madrid, Taurus, 2005.
1. Hubo una época en que también en el campo había señoritos. Eso dicen, al menos, ciertas crónicas confusas y tal vez apócrifas, porque enseguida los caballeros se las ingeniaron para distanciarse lo más posible de sus siervos y poner tienda en la vecindad de la corte. Pero, mientras la corte fue itinerante, el...
Autor >
Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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