La España vacía: un problema político
Desde un punto de vista democrático, una sociedad no puede permitir que una parte de ella se sienta marginada y casi extranjera. Hay que hacer efectivo el principio de igualdad que la Constitución sanciona
Sergio del Molino 26/11/2019
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Demostanasia. Etnocidio. Neologismos que retumban en bóvedas académicas y que suenan más propios de un fiscal del Tribunal de La Haya que de esa sociología de andar por casa que hacemos en los periódicos. Se abusa de ellos para hablar de la despoblación y apuntan a un crimen de masas. ¿Quién ha vaciado la España interior? ¿Por qué?
Todo proceso histórico tiene culpables. Contar la historia desde el determinismo hegeliano, presentando a las sociedades como víctimas de fuerzas telúricas ajenas a cualquier voluntad terrenal y comandadas por algún demiurgo es algo que nadie se cree, como nadie cree ya en el destino. Por supuesto, las cosas suceden porque alguien hace que sucedan. Personas con nombres y apellidos toman decisiones que alteran y definen el curso de los acontecimientos. La historia siempre podría haber sucedido de otra forma, pero eso no niega otro determinismo: de todas las maneras posibles, sucedió de una sola, que es la que heredamos y la que produce la sociedad del presente.
La mayoría de sus habitantes sienten que sus problemas no importan al cuerpo político de la nación y que sus vidas son, en el mejor de los casos, adornos folclóricos o piezas de museo etnográfico
Por supuesto que el destino trágico –y no exagero al elegir el adjetivo– de amplias zonas del interior de España podría haberse evitado si algunos gobernantes y algunos actores políticos y económicos hubiesen decidido otras cosas distintas a las que decidieron. Ningún éxodo rural es inevitable y ninguna provincia se despuebla por causas naturales. Que la hiperurbanización y el abandono del campo sea un fenómeno global no quiere decir que sea una fatalidad ante la que solo quepan la resignación y el acatamiento.
Dicho todo lo anterior (no por obvio, menos importante), las causas de la despoblación son tan complejas, se hunden tan adentro en la historia y afectan a tantísimos actores, que señalar a un solo culpable o centrarse en una única razón suena infantil y conspiranoico. La idea de que un grupo de malvados (iluminati, masones, hombres de negro, George Soros, Falange Española, funcionarios del Ministerio de Agricultura, qué sé yo) decidió un buen día arruinar la economía campesina tradicional para provocar un éxodo rural que beneficiase a las grandes ciudades-colmena ávidas de abejas drones no puede defenderse con seriedad en ningún foro que pretenda explicar la realidad y atisbar alguna solución.
Tanto aceptar la despoblación como una desgracia inevitable como creer que es culpa del gobierno son reduccionismos que llevan a un muro dialéctico contra el que solo se pueden estampar consignas. Para debatir con algo de sentido convendría partir de otras premisas más complejas. Algo así como: sí, la despoblación es el resultado de decisiones económicas y políticas acumuladas a lo largo de la historia por grupos poderosos, pero sus efectos son tan grandes y están tan relacionados con la forma de producir, de comerciar y de jerarquizar las sociedades de todo el mundo que nadie puede aspirar a revertirla solo mediante acciones políticas. El cambio económico, social y político que tendría que producirse para detener la sangría del campo, en España y en el resto de países capitalistas avanzados, es tan radical, que solo una revolución de dimensiones nunca conocidas hasta ahora podría lograrlo. Por tanto, a no ser que nos pongamos leninistas y empecemos a trabajar por esa revolución, sacrificándolo todo por ella, lo más realista y sensato es que planteemos el debate en otras coordenadas.
Llevo tiempo insistiendo en que la cuestión de la España vacía es puramente política y debe tratarse en términos políticos. Esto, seguramente, no salvará ni a un solo pueblo de la desaparición, pero ayudará a que todo este ruido que empezó en 2016 y que ha conseguido que la despoblación sea uno de los principales temas de la agenda en el debate nacional, no se diluya entre elecciones y elecciones, entre brindis al sol y fotos de candidatos subidos a tractores.
Desde un punto de vista estrictamente democrático, de democracia elemental, la cuestión pertinente es que una sociedad no puede permitir que una parte de ella se sienta marginada y casi extranjera. En la España vacía viven entre siete y nueve millones de personas (según lo estrictos o generosos que seamos al acotarla): dispersas, envejecidas, con los servicios públicos amenazados o ausentes y un tejido económico deteriorado o en extinción. La mayoría de sus habitantes sienten que sus problemas no importan al cuerpo político de la nación y que sus vidas son, en el mejor de los casos, adornos folclóricos o piezas de museo etnográfico. Representan una cultura que se desvanece o se asfixia por falta de oxígeno.
La cuestión que se plantea es muy sencilla: hay que hacer efectivo el principio de igualdad que la propia Constitución sanciona. El problema de la España vacía alude, por tanto, a todos los españoles, no solo a quienes viven en ella. No es un asunto que se pueda formular con un “qué hay de lo mío” ni que solucionen unas cuantas inversiones. Ya se ha invertido mucho. Hace treinta años que se destinan fondos europeos que se han transformado en infraestructuras y en servicios. Y no ha servido prácticamente de nada, porque los ciudadanos que no estaban directamente afectados por la despoblación jamás se han sentido interpelados.
El geógrafo francés Christophe Guilluy ha acuñado una terminología muy útil y reveladora: las nuevas periferias. Estudiando Francia (en libros como La France périphérique) y proyectando sus reflexiones a otros países, ha concluido que el capitalismo global ha producido un mundo de centros y periferias. Frente a la dinámica de clases del discurso marxista, él propone una variable espacial: han crecido unos centros urbanos poblados por una élite que se beneficia de la prosperidad económica, pero esos centros están rodeados por periferias cada vez más amplias, diversas y conceptuales. Está la periferia urbana propiamente dicha, pero también la periferia de quienes habitan los barrios gentrificados, la periferia de los inmigrantes pobres víctimas del racismo y, por supuesto, la periferia de los campesinos empobrecidos que ya no pueden vivir en sus pueblos y tienen que abandonarlos para integrarse en otras periferias.
El mundo que dibuja Guilluy se parece al mundo antiguo, y su democracia, también. La condición de ciudadano solo se disfruta plenamente desde el centro. En la periferia, la ciudadanía se degrada o se niega. La democracia existe solo para la élite del centro, como ocurría en la Roma imperial o en la Atenas de Pericles.
Si enfocamos la cuestión de la España vacía como una variable de centros y periferias, podemos plantearla como un problema elemental de salud democrática. No se trataría tanto de revertir o de repoblar, sino de garantizar que la democracia llega a la periferia rural, que nadie se descuelgue del país.
Así empezaríamos a entendernos. Sin mesianismos, sin conspiraciones, sin localismos. Así dejaríamos claro que el problema de la España vacía nos afecta a todos, vivamos donde vivamos.
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Sergio del Molino es escritor; autor, entre otros libros de La España vacía, Lugares fuera de sitio (premio Espasa 2018) o La hora violeta.
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Sergio del Molino
Juntaletras. Autor de 'La mirada de los peces' y 'La España vacía'.
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