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El oportunista

Los cómicos errores del candidato demócrata Pete Buttigieg para posicionarse dentro de una clase social que no es la suya

Corey Pein (The Baffler) 7/02/2020

<p>Pete Buttigieg en la Convención Demócrata de California en 2019.</p>

Pete Buttigieg en la Convención Demócrata de California en 2019.

Gage Skidmore (CC BY-SA 2.0)

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El antiguo alcalde de South Bend, Indiana, Pete Buttigieg y yo tenemos unas pocas cosas en común. Unas pocas.

Los dos somos tipos blancos cis. Tenemos más o menos la misma edad. Los dos nos graduamos en universidades caras de la Ivy League y los dos sabemos que todo el mundo se preocupa.

Confío también en que los dos resultaremos ser igual de exitosos a la hora de convertirnos en presidente de los Estados Unidos.

A partir de aquí, empiezan unas pequeñas diferencias. Pete, aunque no es un gigante de la escena política, es ligeramente más alto que yo. Eso lo achaco a una falta de alimentación adecuada por mi parte. Mi padre en ocasiones se encontraba en el paro, pero siempre estaba borracho. Mi madre es una desconocida para mí y ha vivido en la calle durante la mayor parte de mi vida adulta. Me gustaría pensar que si hubiera tenido un poco más de apoyo en casa, yo también podría haber aprendido unos siete u ocho idiomas y haber crecido algunos centímetros más.

Pete y yo hemos publicado libros con nuestros nombres en la portada. Si alguna vez llegamos a hablar, me encantaría hablarle de su proceso de escritura.

Los dos hemos viajado por el mundo y hemos visto la cara negra del imperio estadounidense desde cerca, si bien con una perspectiva diferente. Los dos disfrutamos leyendo El americano impasible, de Graham Greene, cuando éramos estudiantes universitarios. Pete escribió su tesis sobre eso, y ha sido descrita como una lectura totalmente errónea que es abiertamente benévola con el personaje principal, un joven oficial de la CIA en Vietnam. La impresión que me dejó a mí el libro de Greene fue algo más tradicional: el colonialismo es un mal que los untuosos, los superprivilegiados y los naifs infligen sobre quienes no se lo merecen.

Puede que Pete haya temido por su vida en algunas ocasiones mientras estuvo desplegado con el ejército de los Estados Unidos, pero también es cierto que se apuntó por voluntad propia para correr ese riesgo. No recuerdo que nadie me preguntara a mí si quería experimentar la pobreza infantil.

Con la ayuda del psicoanálisis, he llegado a la conclusión de que quizá la única razón de que siga vivo hoy en día es que no escuché a gente como Pete. Cuando habla de educación y oportunidades, Pete me recuerda al orientador  que tuve en el instituto. Ese tipo era un imbécil. No quería que fuera a la universidad cuando decidí ir, pensaba que lo que me hacía falta era disciplina y me sugirió que hiciera el servicio militar en el ejército. No me hacía falta disciplina, sino libertad y respeto. Y dinero. Más que nada, me hacía falta dinero.

He llegado a la conclusión de que quizá la única razón de que siga vivo hoy en día es que no escuché a gente como Pete

De igual modo, Pete dice que la universidad no es para todo el mundo. En principio, estoy de acuerdo. Eso no significa que quiera que él (ni cualquiera de su procedencia social) elija quién es apto, y quién no, para ocupar puestos de gerencia, gubernamentales o puestos en otras profesiones que se reservan para los instruidos y los educados.

No obstante, a la universidad fuimos tanto Pete como yo. Después de saltar de Harvard a Oxford, Pete encontró rápidamente (aunque ahora le reporte mala fama) un trabajo en McKinsey & Company. Aunque a mí me fue bien en los estudios, nadie me enseñó cómo buscar trabajo. Cuando terminé la universidad pensé que había sido afortunado porque me contrató una empresa temporal. Me colocaron de bedel en un hospital. La plantilla, formada en su mayoría por señoras mayores, rara vez llevaba los guantes protectores para utilizar los químicos de limpieza. Sus articulaciones estaban inflamadas y nudosas.

Esas bondadosas mujeres me protegieron de lo peor de ese trabajo, como por ejemplo “un código marrón” en la sala de operaciones (imagínate lo que puede ser). Las que siempre eran bruscas y exigentes –de la manera en que la gente suele ser cuando el capitalismo les concede un poco de poder sobre los demás– eran las enfermeras profesionalizadas. A juzgar por el relato de cómo son sus eventos de campaña a marchas forzadas, estas mujeres están muy cerca del ideal platónico de los votantes de Pete: enfermeras Ratched [la que aparece en Alguien voló sobre el nido del cuco] administrando un sedante a un prisionero político y tarareando “grandes, grandes, grandes, grandes esperanzas” mientras dan saltitos al caminar.

Pero mis camaradas de la plantilla de limpieza no necesitaban más papeleo, o lo que sea que Pete está vendiendo. Lo que necesitan es atención sanitaria gratuita, subsidios a la vivienda y un sindicato.

Pero esos puntos no están en la agenda de Pete. Y lo que es peor, se comporta como un espía de la dirección. El mejor ejemplo de esto se produjo el año pasado cuando se presentó en un piquete de United Auto Workers e interrogó con torpeza a un hombre que sujetaba un cartel sobre cuánto dinero quedaba en el fondo de huelga del sindicato. Hace poco, The Intercept publicó que su campaña estaba contratando gente a través de Amazon Mechanical Turk, un perverso proyecto cuyo objetivo es doblegar la fuerza de trabajo para siempre al convertir cualquier trabajo que te puedas imaginar en un trabajo a destajo desmoralizador y profundamente mal pagado.

Cuando miro a Pete, veo la cara de la podrida y falsa meritocracia estadounidense y sé que no estoy solo.

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Como tantos otros luchadores burgueses, Pete ocupa espacio allá donde va. Nunca quiso ser un periodista, pero aun así solicitó unas prácticas en una redacción de noticias. Uno de sus profesores de Harvard le consiguió el trabajo. Según el Washington Post, el reportero para el que terminó trabajando Pete había estado intentando “presionar para que su cadena encontrara un becario afroamericano, o al menos alguien que realmente quisiera convertirse en reportero”. En resumen, lo que hizo fue utilizar sus influencias para privar a un negro aspirante a periodista de una oportunidad que podría haber lanzado su carrera profesional. ¿Por qué? Porque quería ser presidente algún día y pensó que sería útil conocer cómo funcionaban los medios de comunicación.

“Crecí rodeado de fábricas que cerraban y casas vacías”, dijo hace poco Pete cuando le entrevistaron en el New York Times para decidir a quién apoyaría el periódico. ¿Pero sabe cómo es la realidad de las personas que viven y trabajan en ese tipo de lugares? No lo creo.

Te lo voy a decir, Pete: es difícil. Cuando me llegó la carta de admisión de una universidad de la Ivy League, no me emocioné. Sentí vergüenza de mí mismo porque iba a dejar atrás a mis amigos. Además, estaba aterrorizado, no solo por motivos sociales sino también económicos. Tuve que vender mi coche después de que me quitaran el carné por una multa que no podía permitirme pagar, una multa que me pusieron por no arreglar un tubo de escape ruidoso que no podía permitirme reparar. Me subí en un bus de Greyhound para cruzar el país desde Olympia, Washington, hasta la Universidad de Columbia en Nueva York. No era la primera vez que hacía ese viaje, y tras haber aprendido algunas cosas sobre defensa personal, llegué con un bate de béisbol envuelto en un saco de dormir.

Al contrario que Pete, yo tengo un buen motivo para estar ahí. Yo sí que quería ser un reportero, porque me parecía que era la única manera de ganarme la vida con algo que se ajustara a mis capacidades y temperamento. Si ignoramos los mitos de Horatio Alger y de Abe Lincoln, sabía que la presidencia no era para gente como yo. ¿Acaso Pete dudó de sí mismo alguna vez? Por lo que yo he podido comprobar, Pete piensa que está cualificado para liderar al país porque fue a una escuela preparatoria, luego a Harvard y luego consiguió una beca Rhodes. Enhorabuena, Pete. Impresionante. Pero te equivocas. Todos esos reconocimientos no dicen nada acerca de quién eres.

No cabe duda de que Pete se esforzó para alcanzar esos logros. Pero vaya si le han ayudado. No todos nosotros tenemos tanta suerte. La ayuda que yo recibí provino en su mayoría de extraños. Saqué muchísimo provecho del tipo de programas de inspiración socialista que Pete piensa que no funcionan. Gracias a una ayuda federal para matrículas, fui capaz de terminar una licenciatura universitaria, algo que no consiguieron mis padres.

Cuando era un adolescente, era incontrolable y temerario, porque iba casi siempre a mi aire. Me metí todas y cada una de las drogas que se me pusieron por delante. Robé un coche y crucé tres estados conduciéndolo. Tuve suerte de ser un chico blanco. Poco después de terminar el instituto, me vi en la cárcel de mi ciudad natal. No llamé a papá para que me pagara la fianza. Me daba mucho más miedo que los tipos del calabozo. Desconozco si el futuro alcalde Pete solía acudir a fiestas, pero si lo hacía, y la policía se presentaba, estoy seguro de que llamaban a la puerta y les decían a sus amigos de la preparatoria que tuvieran cuidado, que se divirtieran y que apagaran la música a eso de las diez.

Yo sé lo que aprendí: Estados Unidos necesita el socialismo desesperadamente. ¿Qué es lo que ha aprendido Pete? Que si todos trabajamos juntos, ¿podemos conseguir absolutamente nada?

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Lo más exquisito sobre la campaña de Pete es que, puede que por primera vez en su vida, su privilegiada clase social sea un inconveniente y no una ventaja. Es evidente que a Pete le está destruyendo (hace poco sufrió en sus propias carnes una situación en la que tuvo que pedir que aplaudieran durante un mitin lleno de blancos de geriátrico), pero yo me lo estoy pasando en grande. La reciente y generalizada agitación de conciencia de clase es lo mejor que le ha pasado a la política estadounidense en décadas.

No soy el único que se ha dado cuenta de cómo Pete intenta, sin éxito, hacerse el pobre. El mes pasado, en Iowa, se vendió como un independiente de Washington D.C., “alguien que puede realmente caminar desde su casa al maizal más próximo”. “¡Caramba!”, tuiteó Shawn Sebastian, un miembro del partido Familias Trabajadoras y nativo de Iowa, y escribió como respuesta que Pete era “el alcalde de una pequeña localidad universitaria controlada por una universidad privada. El padre de Pete fue un académico de Gramsci y acudió a escuelas privadas durante toda su vida. Basta ya de esta falsa autodefinición de industrial/agrícola. Pete camina para ir a bodegas, no a maizales”.

Cuando Binyamin Appelbaum del New York Times acusó a Pete de fijar los precios del pan en Canadá durante sus días como consultor, el candidato se refugió de nuevo en hacerse el pobre, en esa ocasión con un calculado uso de una expresión vulgar: “La alegación de que me encontraba al frente de una maniobra de fijación de precios corporativa es una chorrada”. No me impactó mucho su dominio de la lengua coloquial, pues más bien parecía Mister Rogers en un papel equivocado de Los aristócratas.

Lo más exquisito sobre la campaña de Pete es que, puede que por primera vez en su vida, su privilegiada clase social sea un inconveniente y no una ventaja

Cuando realicé una encuesta entre mis seguidores de las redes sociales para saber cuáles eran las “cosas que más les irritaban de Pete”, las respuestas fueron un compendio de indicadores de clase: “No lucha por nadie más que por su propia carrera”, “sonríe burlonamente con aires de superioridad cada vez que se le critica”, “una afectación vocal que le hace pensar que utilizar un tono portentoso convierte sus declaraciones banales en profundas” o “parece un falso zalamero que hace voluntariado en hogares sociales porque queda bien en el currículum”. Lector, ¿dónde está la mentira?

Esta rutina teatral de persona honesta es profundamente irritante, empezando por el campechano apodo que ha adoptado para parecerse más a un personaje sacado de un cuadro de Norman Rockwell. No obstante, es una victoria de la clase trabajadora que alguien como Pete se sienta obligado a minimizar los indicadores de clase alta que se ha pasado toda una vida dominando.

Cuando veo a Pete ponerse tenso y apretar los labios, o tragar saliva rápidamente al sentirse bajo presión por tener que explicar algún aspecto de su predecible carrera política o de sus políticas regresivas e impopulares, me entran ganas de levantar una barricada en la calle con neumáticos ardiendo y boicotear un puerto de contenedores. Si Pete está nervioso, eso significa que hay otros como él que están nerviosos. Temen que todo aquello por lo que se han esforzado en la vida (no solo en un sentido proletario, sino en el sentido de escribir cartas aduladoras y utilizar sus contactos) esté en peligro. Le tienen miedo al movimiento socialista. Bien. Ya era hora.

Piensa en lo patético que resulta el espectáculo fingido de oportunismo de clase de Pete al lado del fino y camaleónico espectáculo fingido de su compañero de beca Rhodes, Bill Clinton. El antiguo presidente archineoliberal es, naturalmente, mi enemigo político. No obstante, sigo encontrando algunas historias sobre su cruel infancia sumamente conmovedoras, poderosas y, como dicen los asesores de relaciones públicas, algo con lo que puedo identificarme. La habilidad de Clinton para hablar de forma genuina sobre su educación de clase baja es parte del motivo por el que su carisma conectó con tantos estadounidenses. Así y todo, el “muchacho de Hope” demostró ser, al final, un traidor de clase. Me gustaría pensar que Bill podría haber acabado mejor si no hubiera recibido la beca Rhodes.

Pero Pete no es Bill. No tiene una historia que contar, solo ha coleccionado anécdotas de forma estudiada. Es un conservador sin complejos en el sentido de que piensa que la clase no importa para nada, excepto en la medida en que es algo que él puede explotar. Su discurso se basa en un falso recurso emocional. Aunque nadie se lo cree, excepto aquellas personas que están más desconectadas que él de la lucha de la clase obrera.

Cuando le preguntaron a Pete, durante el Foro Presidencial Latino y Negro de Iowa que organizó Vice News, cuál sería la comida que llevaría a una cena informal, se quedó sin respuesta. “¿Es un desayuno informal?”, preguntó. Tras la aclaración de los moderadores, Pete dijo que llevaría “nachos y una salsa para mojar”. ¡Nachos y una salsa! Muchas gracias, becario de Rhodes Pete. Semejante tacañería es típica de los socialmente ascendentes. ¿Qué te parece si comemos en un restaurante la próxima vez y te ofreces a pagar la cuenta?

Y ya que estamos hablando de autenticidad, ha llegado el momento de que realicemos una sincera valoración de la cualificación que más publicita: su servicio militar.

Nunca he escuchado a un veterano hablar de la guerra o de la vida militar como habla Pete. Naturalmente que me di cuenta de cómo, en el último debate antes de los caucus de Iowa, se refirió a la difícil situación de “los soldados con los que serví”, como si fueran una especie diferente. Incluso para un oficial, Pete parecer ser particularmente estirado.

¿Alguien me puede explicar por qué los niños ricos piensan de forma tan gratuita que tienen derecho a decirle a la clase trabajadora cómo tiene que vivir?

Le pregunté al veterano del ejército de Estados Unidos reconvertido en escritor, Joe Kassabian, un declarado hombre de izquierdas y copresentador del podcast Leones dirigidos por burros, qué es lo que pensaba de Pete, un oficial de inteligencia del ejército naval nombrado directamente. “No hay nada de Pete Buttigieg que parezca auténtico, y menos su paso por el ejército. Su tiempo de servicio es hueco y denota el curioso sistema de castas que impera en Estados Unidos”, señaló Kassabian. “¿Quién cojones deja un puesto de consultor bien pagado para desplegarse al azar durante seis meses? Eso sencillamente no pasa. Es sí, en cuanto alguien saca el tema de la guerra, de inmediato saca a colación los seis meses que pasó allí, como si ser el teniente de una base avanzada de operaciones te aportara un cierto tipo de conocimiento superior sobre la guerra en general. Es evidente que no aprendió nada, porque no quiere acabar con ella”.

Hasta John Kerry, un impertérrito oficial de sangre azul, tuvo la decencia de tirar sus medallas y marchar contra la guerra cuando regresó de Vietnam. Antes de su nombramiento, Pete se paseó por las zonas ocupadas del imperio como un especulador civil. ¿Dónde está el patriotismo en eso?

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Yo nunca diré que Pete no se ha enfrentado a desafíos en su vida. No tengo ningún derecho a darle lecciones a una persona gay sobre sus luchas personales, a las minorías raciales sobre las suyas, a las mujeres sobre las suyas y así sucesivamente. Así que por favor, ¿alguien me puede explicar por qué los niños ricos piensan de forma tan gratuita que tienen derecho a decirle a la clase trabajadora cómo tiene que vivir? Adelante. Estoy esperando. De verdad que quiero escuchar la explicación, sobre todo de alguien como Pete, pero cualquier niño de papá me vale. Venga, Bret Stephens, ven a mi casa y explícamelo a la cara; pero tráete tu propia botella de Beaujolais.

¿A qué tanta duda? ¿Tienes miedo? ¿Acaso crees que los pobres son más proclives a la violencia? ¿Crees que están desequilibrados y que son impredecibles? ¿Perjudicados? ¿Lastimosos? Esclavitud por deudas, ¡eso es lo que hace falta!

¿Acaso crees que nunca íbamos a ser capaces de comprender nuestra desastrosa situación, o cómo arreglarla?

Esto va dirigido a todos vosotros, pero sobre todo a los candidatos a la presidencia. Dejad de menospreciar a la clase obrera. Dejad de robar nuestro valor de veteranos de la pobreza. Solo tenéis que decir: “Soy hijo de un profesor, soy más conservador que mi padre y esta es la razón”. Y luego, Pete, puedes ponerte a escuchar. Solo entonces podrás comprender por qué tu espectáculo fingido de clase social fracasa estrepitosamente, aunque hayas marcado todas las casillas como el buen estudiante que siempre has sido.

¿”Pete” está bien? ¿Puedo llamarte Pete? “Alcalde Pete” no suena muy correcto, teniendo en cuenta que ya no eres alcalde. De todos modos, seamos sinceros: ¿no preferirías que te llamara señor presidente?

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Corey Pein escribe la sección “Pensamiento Mágico” en The Baffler. Actualmente vive en Washington D.C. y Portland, Oregón, y ha escrito un libro que se publicó en abril de 2018 con el título Vive, trabaja, trabaja, trabaja y muere: un viaje hacia el corazón salvaje de Silicon Valley.

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Traducción de Álvaro San José.

Este artículo se publicó en inglés en The Baffler.

El antiguo alcalde de South Bend, Indiana, Pete Buttigieg y yo tenemos unas pocas cosas en común. Unas pocas.

Los dos somos tipos blancos cis. Tenemos más o menos la misma edad. Los dos nos graduamos en universidades caras de la Ivy League y los dos sabemos que todo el mundo se preocupa.

Confío...

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Autor >

Corey Pein (The Baffler)

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1 comentario(s)

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  1. Slaine

    The Manchurian candidate, tan negro como Obama y tan capaz como Mariano.

    Hace 4 años 9 meses

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