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A menudo echo de menos los besos de abuela, esos rotundos, sonoros, invasivos. Mis abuelas hace años que no están, al menos no físicamente, y con ellas se marcharon esos besos que llenaban todo el espacio, esos que en la adolescencia resultaban demasiado, esos que añoro.
Mis abuelas, Consuelo y María, no destacaron por nada en especial, al menos no en la esfera pública. Fueron bastante convencionales, adolescentes de posguerra, adultas en el franquismo, abuelas en la democracia. Lo del feminismo no formó parte de su educación, nunca se definieron como tales y es probable que algunas de nuestras demandas y acciones les parecieran exageraciones, mamarrachadas y versaciones (el palabro que usaba mi abuela Consuelo cuando en una peli las conversaciones eran indecorosas). Y, sin embargo, yo, su nieta, feminista, quiero reivindicarlas, quiero reivindicar su amor y sus besos como estrategia feminista.
La madre de mi madre, Consuelo, era muy católica, no de misa diaria, pero sí el sábado por la tarde o el domingo por la mañana, y si no podía ir, la veía por la tele. Y no le vacilases con que se saltara alguna porque la anterior ya se la convalidaba. La fe y los cupones de la ONCE no eran tema de broma. La madre de mi padre, María, también acudía al templo, a funerales, sobre todo –lo de cumplir era lo suyo–, pero, intuyo que más por chismorrear con las vecinas que por religiosidad. La iglesia era el bar al que no tenía acceso.
Ninguna de las dos me impuso jamás su religión ni las normas que la versión patriarcal de la fe con la que crecieron dictaba para las mujeres. Y de esa actitud, entre otras muchas cosas, aprendí a compartir luchas con otras mujeres que no son ateas, como yo, mujeres que construyen feminismo desde su espiritualidad y su creencia.
Las dos nacieron en 1925. Una, el 2 de febrero, día de la Candelaria, como le gustaba recordar. La otra, el 9 de abril. Las dos tenían once años cuando estalló la Guerra Civil. No recuerdo que ninguna de las dos hablasen nunca de ella, nada, ni tan siquiera una anécdota, una mención. Tampoco hablaban de política. Bueno, mi abuela Consuelo un poco sí, ella siempre votó a los suyos, “no iba a votar a los rojos”. Y, sin embargo, a sus hijas y sus nietas –también a sus hijos y sus nietos– no hay un color que nos guste más. Y ella siempre estuvo ahí para apoyarnos, desde el desacuerdo y el cariño, en las militancias y batallas progres.
Llevo un par de noches, escribiendo esta carta en mi mente, entre las sábanas, en el duermevela; pensando en mis abuelas y en sus vidas, y con cada línea, tecleada o solo esbozada en mi cabeza, se me ha hecho más presente que hay demasiadas cosas que no sé de mis abuelas. Duele, y mucho, pensar que ya nunca las sabré, que no me las contaron, que no se las pregunté.
Mis abuelas fueron mujeres discretas, de su tiempo, de las que se hacían invisibles, de las que ocupaban poco espacio, de las que a veces no hablaban por no ofender. Y, sin embargo, gracias a ellas, yo hoy siento que no debo callar, que puedo gritar, montar un escándalo y ocupar el universo, las calles, las camas y los descampados oscuros.
Y lo siento, porque hay una verdad profunda y sencilla que sí sé de mis abuelas: que me querían, que me respetaban, que me apoyaban y que estaban muy orgullosas de mí, pese a ser tan distinta a ellas. No solo nunca, jamás, me cuestionaron o recriminaron nada, sino que me dieron alas y, lo que es más importante, una tierra en la que aterrizar si mi vuelo se torcía, si me escantillaba, que dirían.
En mi primer año de carrera, compartí piso con mi abuela Consuelo, luego le dio un derrame cerebral y fue ella la que se fue a vivir con mis padres. Mis pintas de esa época, hippie-grunge, eran para verlas, la antítesis de la feminidad clásica sevillana. Y, sin embargo, les juro que no había abuela más orgullosa, ni a la que su nieta le pareciese más guapa (y más lista). Ni tampoco una que respetase más su libertad, incluida la sexual. Cuando los fines de semana, la llamaba desde una cabina para decirle que no se preocupara, que iba a dormir donde alguna amiga, su respuesta siempre era “vale, vale, tú solo ten cuidaíto”. Y no era tonta ni se chupaba el dedo. Sabía que yo seguiría de fiesta en la calle o en casa del amante de turno.
Cuando terminé la uni y llegó mi etapa de recorrer mundo, cada vez que pasaba por su casa en Lebrija, mi abuela María me preguntaba que a dónde me tocaba viajar ahora. Ante mis múltiples respuestas, su único comentario era: “¡Ea, dice que se va a Bilbao (a Nicaragua, a Marruecos, a Argelia…) como la que se va a Trebujena!”. Y luego se reía y yo seguía volando.
Hay una cosa más que sé, con todo mi cuerpo, sobre mis abuelas: sé que si yo, en vez de ser tan la Mujer (cis, blanca, hetero y con una profesión liberal, de esas con techo de cristal), hubiera sido un unicornio (trans, racializada, lesbiana, puta, trabajadora doméstica o kelly), mis abuelas también me hubieran querido, respetado y defendido con locura, con uñas y dientes, porque mis abuelas eran feministas pese a –oficialmente– no serlo.
Este 8 de Marzo, y todos los días, ocupemos las calles para celebrar nuestra lucha, para gritar con rabia y alegría, para reivindicar los besos, la compresión, el respeto y apoyo de abuela como estrategia feminista.
Muchos besos,
Amanda Andrades
P.D.: Por la madre del amor hermoso, si no lo han hecho aún, lean el edito del 8 de Marzo de Ctxt. ¡Quita el sentío!
A menudo echo de menos los besos de abuela, esos rotundos, sonoros, invasivos. Mis abuelas hace años que no están, al menos no físicamente, y con ellas se marcharon esos besos que llenaban todo el espacio, esos que en la adolescencia resultaban demasiado, esos que añoro.
Mis abuelas, Consuelo y María, no...
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Amanda Andrades
De Lebrija. Estudió periodismo, pero trabajó durante 10 años en cooperación internacional. En 2013 retomó su vocación inicial. Ha publicado el libro de relatos 'La mujer que quiso saltar una valla de seis metros' (Cear Euskadi, 2020), basado en las vidas de cinco mujeres que vencieron fronteras.
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