Tribuna
Las enseñanzas del coronavirus
Esta catástrofe nos brinda una gran oportunidad para abordar un cambio social de envergadura. Aunque antes tenemos que rearmarnos ideológicamente
Joan Coscubiela 24/03/2020
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La pandemia del coronavirus nos está dejando importantes enseñanzas que no deberían caer en saco roto.
Algunas son muy evidentes, como la importancia del Estado y su superioridad frente al mercado para garantizar derechos básicos. Otras, corremos el riesgo de que pasen desapercibidas.
Cada uno tiene su propia mirada, pero haríamos bien en dedicar un momento a compartirlas y reflexionar sobre lo que vemos. Esta es mi particular observación, en la que se mezclan miradas globales con otras más locales.
El riesgo cero no existe
La sociedad del riesgo cero no existe. Ese es un espejismo que responde al sueño humano de querer asemejarnos a los dioses para controlarlo todo, incluso la muerte, a la que hemos expulsado de nuestras vidas.
La ciencia y el conocimiento son claves para afrontar un mundo que aún no entendemos, pero la mitificación de las innovaciones tecnológicas –a niveles de papanatismo fundamentalista– nos ha llevado a creernos invulnerables. Especialmente las sociedades opulentas poco dadas a aceptar los límites humanos y a soportar la frustración. En eso detecto además una brecha generacional.
La inteligencia artificial, entendida como los sistemas de gestión del conocimiento que dan soporte a las decisiones de los humanos, tiene grandes potencialidades. Pero de ahí a creerse que hemos entrado en el transhumanismo o posthumanismo va un abismo y este es otro espejismo interesado del que el coronavirus ha venido a despertarnos.
Mientras nos vendían y comprábamos la utopía del riesgo cero, lo que de verdad se imponía en nuestra sociedad era una gran distopía, la externalización de los riesgos como gran paradigma económico y social.
La sociedad contemporánea se ha construido sobre la cultura de la externalización de riesgos a terceros. Se trata de una concepción insolidaria e ingenua
Tenemos ejemplos a raudales. Un sistema logístico de transporte por carretera que reduce costes a partir de la auto-explotación de los transportistas autónomos y las externalidades negativas hacia el medio ambiente. O cadenas globales de producción organizadas para que aquellos que controlan productos y mercados externalicen los riesgos hacia otras empresas, trabajadores o países, situados en posiciones subalternas.
La sociedad contemporánea se ha construido sobre la cultura de la externalización de riesgos a terceros. De unas clases sociales a otras, entre personas, de unos países a otros, a la naturaleza, a las generaciones futuras. Se trata de una concepción insolidaria e ingenua.
La cultura de la externalización es uno de los factores de mayor ineficiencia social, ambiental y económica. Se ha convertido hoy en nuestro principal riesgo, porque provoca un efecto bumerán que multiplica el impacto de los riesgos.
Sucede cotidianamente en el terreno económico, pero cuando afecta a la salud y la vida nos despierta abruptamente del sueño del riesgo cero. Por eso resulta incomprensible que se continúe negando en relación al medio ambiente.
Primera enseñanza: cuando se externaliza el riesgo a otros, este no se reduce sino que aumenta para todos.
El reto del gobierno de la interdependencia
No me refiero solo a la interdependencia económica, muy evidente, aunque algunos que profesan la fe terraplanista aún la niegan.
La crisis del coronavirus pone de manifiesto el gran reto del gobierno de la interdependencia política. Muchas de las decisiones que tomamos afectan a terceros que no tienen ninguna posibilidad de incidir en nuestra decisión ni de protegerse frente a ellas.
La manera en que abordaron en un primer momento las autoridades chinas la aparición del coronavirus ha sido determinante para su primera expansión y ha acabado afectando a toda la humanidad. La apuesta de Boris Johnson por la “inmunidad del rebaño” nos implica a todos, seamos o no británicos y le podamos votar o no. La política de Bolsonaro en relación al Amazonas tiene un impacto global que afecta al presente y a las generaciones futuras. La obsesión de Alemania por el superávit fiscal impacta en nuestra economía como si la decisión fuera nuestra. La lista de ejemplos sería inacabable.
Abordar este reto no es fácil. No se trata de cambiar los sistemas de elección de nuestros representantes. Tampoco se puede reconocer el derecho de voto a los que aún no han nacido, ni a la naturaleza en abstracto ni a las personas que viven en otros países. Pero sí se puede –es imprescindible– abordar un cambio cultural en la manera de entender la democracia global. La clave está en incorporar a los “otros” en los análisis de los costes de nuestras decisiones, como sugiere en sus reflexiones Daniel Innerarity. Los otros han dejado de ser los bárbaros que acechan nuestras fronteras para ser los destinatarios de las consecuencias de nuestras actuaciones o los que deciden sin tenernos en cuenta a nosotros.
Segunda enseñanza de esta crisis, es urgente incorporar esta interdependencia en nuestra cultura y en nuestras decisiones.
Los riesgos del judeo-cristianismo y la conspiranoia
Esta crisis pone aún más de manifiesto uno de nuestros déficits cognitivos, la facilidad con la que ante cualquier problema damos explicaciones judeo-cristianas basadas en el comportamiento individual y la culpa. También evidencia la tendencia a concepciones conspiranoicas para explicar lo que sucede.
Esa es una conducta tan vieja como la humanidad. Nos lo recordaba hace poco en estas páginas Santiago Alba Rico en Apología del contagio: “Cada vez que un pueblo ha tenido que afrontar una amenaza colectiva ha buscado un cuerpo concreto al que atribuir la responsabilidad y en el que localizar el remedio. Es el chivo expiatorio, al que los griegos llamaban pharmakos”.
Estamos entrando en la fase más peligrosa de la crisis en términos sociales. Unos científicos desautorizando a otros, algunos expertos trasladando la culpa a los responsables políticos
En plena crisis sanitaria del coronavirus proliferan las explicaciones basadas en la culpa. Escuchamos cada vez más decir que no se está haciendo suficiente, que se ha hecho tarde, que no se escucha a los expertos o por el contrario que los políticos se escudan en los expertos.
Estamos entrando en la fase más peligrosa de la crisis en términos sociales. Unos científicos desautorizando a otros, algunos expertos trasladando la culpa a los responsables políticos. Y en el caso extremo, personajes de la política intentando sacar rédito de la situación usando nuestra propensión al judeo-cristianismo, la de todos –incluyendo ateos, imbuidos de esa misma cultura–. Esta deriva no ha hecho más que comenzar y en pocos días asistiremos al execrable espectáculo de echarse la culpa de los muertos de unos a otros. “Pasarse la peste” lo ha llamado gráficamente Raimon Obiols, utilizando el símil de un ancestral juego infantil que hunde sus raíces en pasadas epidemias.
Al judeo-cristianismo le suele acompañar la visión conspiranoica de las cosas, el complotismo.
Tenemos el ejemplo reciente de la suspensión del Congreso Mundial de Móviles (MWC). Muchas y diversas fueron las voces que explicaron la decisión en clave de conspiración de las grandes empresas norteamericanas frente al poderío del 5G chino y que lo enmarcaron en la batalla tecnológica entre EUA y China. A estas alturas ya es evidente que aquella era una explicación, quizás no falsa del todo, pero sí simplista.
Lo peligroso de las visiones conspiranoicas es que se basan en datos parcialmente reales pero ofrecen explicaciones muy simplistas a realidades muy complejas. Y con ello nos eximen de analizar y buscar respuestas menos simplonas. El complotismo genera deficiencias cognitivas para ver y entender que nos conduce a errores de diagnóstico que suelen tener consecuencias muy graves. Baste imaginar los efectos que hubiera tenido la no suspensión del MWC.
Estamos inmersos en una realidad desconocida, para la que no nos sirven viejas certezas. Percibimos que ahora todo es muy complejo, y no porque los retos pasados tuvieran fácil respuesta, sino porque a la complejidad de antaño ya le habíamos tomado la medida.
Si queremos afrontar este futuro –que ya es presente– con mínimas posibilidades de éxito necesitamos huir del simplismo del judeo-cristianismo y del complotismo. Solo así podremos entender la complejidad del mundo al que nos enfrentamos y tener alguna oportunidad de encontrar respuestas. Por supuesto, no la respuesta en mayúscula que es otro de los vicios humanos: buscar respuestas sistémicas que todo lo explican y todo lo pueden.
Tercera enseñanza de la crisis: indaguemos en la complejidad. Huyamos del judeo-cristianismo y las lecturas conspiranoicas.
Tribu, religión y nación ya no nos protegen
A lo largo de la historia el ser humano ha ido buscando y construyendo espacios de protección reales o aparentes frente a incertidumbres y riesgos. La tribu y la religión han jugado un papel clave durante siglos, incluso después de que la Nación, una construcción tan reciente como efímera en términos históricos, haya intentado sustituirlas.
Pero si algo han demostrado todas las crisis de los últimos años, recesión económica, terrorismo global y ahora la pandemia del coronavirus es que estas construcciones sociales no tienen la capacidad de ofrecernos protección. Pueden ofrecernos alivio espiritual, soporte emocional, pero no nos protegen.
La última construcción social con esta lógica es la del Estado nación, que juega un papel clave en la protección de las personas. Sobre todo en algunos países y en determinadas fases de su desarrollo, la del Estado Social, y especialmente para los más vulnerables y desfavorecidos.
En estos momentos corremos el riesgo de pedir más estado, más fuerte, más autoritario, más intrusivo en nuestras vidas
Como sucede siempre en los cambios de época, también en los que como el actual comportan grandes disrupciones, nada desaparece súbitamente ni nada aparece de golpe. El Estado nación va a continuar jugando un papel importante en nuestras vidas, sobre todo si se identifica con los bienes comunes de la ciudadanía y no con las estructuras de poder institucional.
Incluso en momentos de emergencia como este podemos vivir un nuevo espejismo, el de un Estado nación fuerte. Lo vemos estos días en el que se refuerzan las intervenciones públicas de los estados, en ocasiones con un exceso de gesticulación que pretende mostrar una musculatura de la que en realidad se carece y que en el fondo lo que pretende es ocultar sus limitaciones, las de todos.
En momentos de gran incertidumbre y desconcierto corremos el riesgo de pedir más estado, más fuerte, más autoritario, más intrusivo en nuestras vidas. Se está viendo estos días con las visiones simplistas – en todos los sentidos- sobre la actuación de China frente al Coronavirus.
Sin negar el papel que están jugando los Estados nación, tendremos que convenir que les vienen muy grandes la mayoría de riesgos que van a emerger –lo están haciendo ya– en el siglo XXI. Aunque de momento aún no hemos sido capaces de articular –ni tan solo imaginar– una nueva construcción social que lo mejore. De ahí proviene la desazón, desconcierto, perplejidad e indignación en el que estamos instalados.
Pero si el estado no es suficiente escudo protector frente a viejos y nuevos riesgos, el tribalismo y el nacionalismo –todo nacionalismo, incluso o quizás más aquel que niega serlo– en lugar de protegernos de los riesgos aumenta su capacidad destructiva. Lo llevamos comprobando en las últimas décadas.
La cuarta enseñanza: la tribu, la religión, la nación no nos sirven para protegernos de los nuevos retos globales.
El falso trilema entre libertad, igualdad y seguridad
Esta crisis ha puesto sobre la mesa y nos obliga a discutir sobre un viejo trilema entre libertad, igualdad y seguridad, que en la sociedad digital adquiere nuevas dimensiones.
Las informaciones que nos llegan de algunos países asiáticos –China, Corea del Sur, Singapur– nos hablan de una estrategia para evitar la expansión del coronavirus a partir de un uso intensivo del Big Data como mecanismo de vigilancia digital de la ciudadanía.
No deberíamos despreciar la gran potencialidad de las innovaciones tecnológicas puestas al servicio de la salud, pero no podemos hacerlo a cambio de nuestra libertad
Ya hay quién defiende la superioridad de este modelo y lo confronta con la absurda pretensión del control de las fronteras como ejercicio ucrónico y vacuo de una soberanía que ya no existe y que frente a una pandemia global deviene estéril.
Lo de la obsolescencia de las viejas soberanías de control de fronteras me parece más evidente que la supuesta superioridad del control digital de la ciudadanía. Este ciberleviatán puede, quizás, salvar vidas, pero igual nos conduce a la destrucción como sociedad.
No deberíamos despreciar la gran potencialidad de las innovaciones tecnológicas digitales puestas al servicio de la salud pública, pero no podemos hacerlo a cambio de entregar nuestra libertad.
El coronavirus ha hecho aún más evidente un debate que ya estaba entre nosotros y que estamos obligados a hacer como sociedad global. El de la titularidad común y no privada de los datos, el de su regulación y los nuevos derechos que deberemos crear –o mejor nueva regulación para defender viejos derechos– frente a los abusos privados y públicos de la apropiación y utilización de esos datos.
Como siempre el uso de las innovaciones tecnológicas no es determinista y el trilema no tiene por qué suponer inexorablemente el sacrificio de uno de sus vértices, la libertad, la igualdad o la seguridad.
La quinta enseñanza, que es al mismo tiempo un gran reto: cómo usar las innovaciones de la sociedad digital sin afectar a la libertad, la igualdad, la seguridad.
La superioridad de lo público
Esta crisis de salud pública a nivel global ha confirmado la superioridad del modelo de Estado social, en el que la salud no es una mercancía, sino un derecho humano universal.
Se ha puesto de manifiesto la barbaridad de las leyes del Gobierno Rajoy del 2012, excluyendo a personas –entre ellas las inmigrantes– de la cobertura del sistema nacional de salud y sustituyendo la lógica del derecho universal por la del aseguramiento.
Comienzan a llegar datos sobre el impacto que, en términos de desigualdad y de salud, puede tener la pandemia del coronavirus en un país como EUA que, a pesar de su riqueza y de ser el que más recursos económicos dedica en términos de PIB a gasto sanitario –mayoritariamente privado– no dispone de un sistema público de salud de acceso universal.
Esta superioridad se demuestra también en el terreno económico. Es el Estado y no el mercado el que está soportando el envite de la paralización económica, del letargo en el que ha entrado la economía; el que garantiza unos ingresos mínimos a las personas; el que puede ayudar a las empresas a soportar este tsunami para no desaparecer. La “mano invisible” del mercado ha desaparecido de golpe.
Ahora solo hace falta que aprendamos también que el estado requiere capacidad fiscal. Y que todo lo que se pretenda ahorrar en estado social se termina pagando más caro, porque cuando se externalizan riesgos estos acaban rebotándonos con mayor intensidad en nuestra cara.
Estos días se hacen comparaciones y en el centro de muchos comentarios aparece Dinamarca. No deberíamos olvidar que el país de la sirenita tiene una capacidad fiscal de más del 10,5% del PIB superior a la nuestra.
Estamos asistiendo al milagro de la súbita conversión de entusiastas liberales en fervorosos keynesianos. En ocasiones incluso con la fe de los “marranos”, a los que deberíamos recordar que no se puede ser ultra-liberal en la política fiscal y keynesiano en el gasto social y de apoyo a las empresas.
Sexta enseñanza: la necesidad de reequilibrar el papel del Estado y el mercado y reforzar nuestro estado social con una fiscalidad suficiente, equitativa y eficiente.
El federalismo existe, la cooperación es posible
Una de las alegrías de esta crisis ha sido comprobar la capacidad de cooperación de los técnicos y las autoridades sanitarias de las Comunidades Autónomas. Está siendo loable y genera esperanzas porque rompe con una supuesta maldición bíblica.
Se puede y se debe cooperar. Se puede disponer de una gran descentralización de las competencias y al mismo tiempo ir todas a una. Eso es mucho más fácil cuando en el centro de las decisiones están las personas y no las estructuras de poder institucional.
La cooperación federal es posible, y ha demostrado su potencialidad. Necesitamos trasladar esas enseñanzas a la construcción política de Europa
Pudiera parecer que esa colaboración se ha roto con la declaración de estado de alarma, pero es exactamente lo contrario. A pesar de las salidas de tono de algunos dirigentes políticos y autoridades autonómicas –de diferentes colores por cierto– los responsables sanitarios de las Comunidades Autónomas y de la administración central han continuado cooperando.
El federalismo, que incluye distribución del poder y lealtad, existe. La cooperación federal es posible, y ha demostrado su potencialidad. Necesitamos trasladar esas enseñanzas a la construcción política de Europa.
Estamos siendo federalistas, aunque como sucede con los que escriben en prosa y no lo saben, no somos suficientemente conscientes de ello. Estaría bien que esta actitud no quedará reservada solo para las grandes crisis.
Séptima enseñanza: la necesidad de apostar por la cultura federal y el federalismo como forma eficiente de gobierno.
La centralidad social del trabajo
Mejor sería hablar de la centralidad de los trabajos. En pocos días se ha pasado de teorizar sobre el fin del trabajo y mitificar la robotización a poner en valor el trabajo, los trabajos.
En primer lugar, el de los empleados públicos, tantas veces maltratados con críticas a perdigonadas. De golpe algunos se despiertan y descubren la importancia del trabajo de los agricultores, de las personas que trabajan en la cadena de distribución de alimentos, de la logística. Personas a las que en general suele ningunearse en las valoraciones sociales y en las políticas empresariales y públicas.
También el trabajo de los cuidados. Algunos descubren ahora que, en esta sociedad, trabajar y cuidar al mismo tiempo deviene una misión imposible y quienes lo intentan, mayoritariamente mujeres, corren el riesgo de morir en el intento.
Deberíamos poner en valor todo ello y ser capaces de producir un cambio en nuestros valores. Aunque de manera incipiente, lo hace el Real Decreto Ley 8/2020 que adopta medidas económicas, sociales y laborales.
Cuando se reconoce el derecho a prestaciones de desempleo a las personas que vean suspendido su contrato de trabajo, aunque no tengan cotizaciones suficientes, se sustituye la lógica contributiva que infunde nuestro sistema de protección social por la de protección de necesidades sociales garantizando un mínimo vital.
Algo parecido sucede en relación a los cuidados. El derecho a cuidar se equilibra en esta norma al de las necesidades organizativas de las empresas, lo que ha generado incomprensibles críticas de la CEOE. Aún de manera insuficiente, y sin embargo, la disrupción que contiene esta norma es culturalmente importante.
Si la renta garantizada de ciudadanía estuviera en funcionamiento, nos ahorraríamos tener que improvisar regulaciones farragosas y de compleja tramitación
Deberíamos tomar nota de ello, porque en el futuro van a ser muy frecuentes las situaciones en que nuestros modelos de protección social no van a poder dar respuesta a nuevas necesidades. Y ahí aparece con fuerza la idea de las rentas básicas o las rentas garantizadas de ciudadanía. De hecho, si la renta garantizada de ciudadanía estuviera en funcionamiento, ahora nos ahorraríamos tener que improvisar regulaciones farragosas y de compleja tramitación.
Otro de los velos que ha caído es el fariseísmo en relación al reconocimiento social de los trabajos que consideramos imprescindibles para nuestras vidas, pero a los que continuamos maltratando.
En medio de los aplausos al personal sanitario nos llega una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que confirma lo que todos sabemos: el abuso hasta límites insostenibles de la temporalidad del personal sanitario. Entre noticia y noticia acerca de importantes investigaciones científicas sobre el coronavirus se nos cuela una que nos advierte de que muchos de estos investigadores están en la peor de las precariedades laborales a pesar de que algunas llevan dos décadas de investigación a sus espaldas. Fíjense que se trata de casos muy evidentes de externalización de costes desde el sistema hacia las personas y los riesgos que ello comporta.
Estos días reconocemos el esfuerzo de las trabajadoras de residencias, de profesionales de servicios sociales, de atención a las personas, de limpieza, personas a las que en general se les maltrata respecto a sus salarios y condiciones de trabajo. No es casualidad que en su inmensa mayoría sean trabajos realizados por mujeres y que muchas provengan de la inmigración. El ejemplo que mejor ilustra esta perversión social es el de las empleadas domésticas de 24 horas, sometidas en muchos casos a condiciones draconianas de trabajo, como no se cansa de denunciar la activista social y sindicalista Carmen Juares.
Octava enseñanza: el trabajo, los trabajos, continúan teniendo una gran centralidad social. Deberíamos resetear nuestra escala de valores, nuestros modelos retributivos y los sistema de protección social.
El sistema económico hace aguas
La gran recesión nos los advirtió y como no se le hizo mucho caso, la pandemia del coronavirus viene para recordárnoslo de manera brusca.
Las bases sobre las que se sustenta nuestro modelo económico no se sostienen. Ni es el lugar ni tengo la capacidad para un análisis más exhaustivo, pero sí quiero aportar algunas observaciones.
Es cierto que esta crisis global tiene un detonante muy puntual que se define como pasajero, pero su impacto está siendo brutal porque irrumpe en un modelo socio-económico agotado.
El capitalismo financiero ha generado el espejismo de una sociedad de trabajadores pobres que se pretende sean al mismo tiempo activos consumidores
Entre las causas profundas, que no deberían confundirse con el detonante del coronavirus, tenemos un aumento brutal e imparable de la desigualdad de rentas y de riqueza, que se retroalimentan; la incapacidad de los instrumentos de reducción de las desigualdades en la distribución primaria de la renta (el sistema educativo y los mecanismos de fijación de salarios); la pérdida de fuerza redistributiva ex-post de los sistemas fiscales, afectados por un coctel explosivo de liberalización absoluta de los mercados de capitales y no armonización de los sistemas fiscales.
La hegemonía del capitalismo financiero global ha generado el espejismo de una sociedad constituida por trabajadores pobres que se pretende sean al mismo tiempo activos consumidores, por la vía del endeudamiento. Eso fue lo que saltó por los aires con la gran recesión pero continúa formando parte del paradigma dominante aún hoy. El endeudamiento es un espejismo que no reduce la desigualdad social, sino que la agrava, en la medida en que convierte la deuda en un poderoso soberano que termina ostentando un poder absoluto que sustituye a las instituciones democráticas. Lo comprobamos durante la gran recesión con la condicionalidad de las ayudas a los países en crisis y aún hoy algunos pretenden que la flexibilización de las reglas del Pacto de Estabilidad esté condicionada a la adopción de determinadas políticas.
No saldremos de esta crisis endémica, agravada por el coronavirus, mientras los pilares sobre los que se sustenta nuestra sociedad sean los que hemos descrito.
Todo apunta que se ha llegado a un punto de inflexión en el proceso de globalización económica. Lo que no está claro es hacia dónde nos dirigimos. La desglobalización, que ya ha comenzado, puede canalizarse hacia más unilateralismo, proteccionismo económico con las consiguientes derivas aislacionistas y xenófobas. O bien puede ser un proceso que combine una moderación del ritmo de globalización económica con el de una aceleración de las diferentes formas de globalización política.
En este sentido la Unión Europa puede, y debería, jugar un papel importante, que no será –no puede– ser el de un Estado supranacional ni nada que se lo parezca. Esperemos que el coronavirus sea el punto de inflexión en la ceguera de los dirigentes políticos de los Estados nacionales.
Novena enseñanza: la urgencia de alumbrar un nuevo modelo de globalización, en el que sus vertientes económicas y políticas estén más equilibradas.
Cooperación versus competitividad
Quizás todas estas enseñanzas se pueden resumir en una que es la clave de bóveda. Necesitamos urgentemente restituir el equilibrio entre competencia y cooperación, el que nos ha permitido avanzar como humanidad y que cada vez que se ha roto nos ha conducido al abismo.
Uno de los efectos más perversos de la contra-revolución conservadora de los últimos cuarenta años ha sido la ruptura de este equilibrio, la exaltación de un gran Dios, el mercado, como regulador de todas nuestras vidas –no solo la economía– y de su profeta en la tierra, la competitividad a ultranza, sin límites ni contrapesos.
Un desequilibrio que se agranda en los últimos años fruto de respuestas unilateralistas y aislacionistas a la crisis de la globalización sin reglas ni derechos. No será fácil restituir muchos de los equilibrios rotos, pero la única salida pasa por reforzar la cooperación en todos los ámbitos, en el terreno de la ciencia, de la economía, de las políticas.
Esta dialéctica cooperación versus competitividad no es una disquisición teórica. Tiene muchas derivadas concretas, algunas de las cuales aparecen en esta reflexión.
La décima y gran enseñanza de esta crisis pasa por invertir los valores dominantes de las últimas décadas, potenciando en todos los ámbitos de la vida la cultura de la cooperación.
La crisis como gran oportunidad
Si algo caracteriza este mundo es la falta de certezas, porque las que teníamos se han ido al garete. Por eso nadie es capaz de predecir qué pasará después de esta pandemia y de la crisis brutal que le acompaña. Todas las interpretaciones que hagamos ahora serán más declaraciones voluntaristas o temerosas que otra cosa.
Ya ha comenzado el debate entre los que están convencidos que esta catástrofe nos conducirá a repliegues identitarios, actitudes xenófobas, insolidaridad y autoritarismo como reacción a los miedos generados y quienes están convencidos o quieren creer que se nos abre una oportunidad para construir nuevas bases económicas y sociales de convivencia que refuercen la cooperación y la solidaridad –que en el fondo no es más que cooperación interesada.
Lo único que parece seguro es que el futuro no está escrito, no es determinista, que depende de nuestra capacidad para canalizarlo en una u otra dirección. En cambio el pasado sí que nos envía algunos mensajes nítidos. En general la humanidad ha avanzado después de grandes debacles, aunque no siempre después de la destrucción vengan de manera inmediata los avances. Para ello son determinantes la acción colectiva de las sociedades y las políticas que esa acción impulsa.
Nadie es capaz de predecir qué pasará después de esta pandemia. Todas las interpretaciones que hagamos ahora serán declaraciones voluntaristas
Esta catástrofe nos brinda una gran oportunidad para, aprovechando sus enseñanzas, abordar un cambio social de envergadura. Aunque para ello lo primero que tenemos que hacer es rearmarnos ideológicamente. Sin ello, el cambio será un mero brindis al sol.
Gran parte de los paradigmas y valores dominantes de los últimos cuarenta años han saltado por los aires, entre otras cosas porque ya quedaron debilitados con la gran recesión. Pero sus raíces son muy profundas y no caerán por sí solos, como fruta madura.
Como nos recuerda Piketty en su Capitalismo e ideología, las políticas igualitaristas nacidas después de la segunda guerra mundial tuvieron un humus que fue la gran destrucción sufrida y la pérdida importante de riqueza, que forzó cambios políticos importantes, especialmente en materia fiscal. Por supuesto también la capacidad de intimidación que generó la aparición de un modelo social alternativo, la revolución bolchevique, aunque después demostrara ser un espejismo.
Estos días en un hilo de twitter (parece que las redes sociales se pueden usar en positivo) Luis Miler, sociólogo y científico del CSIC, resumía su optimista lectura de la situación en tres ideas. Primera, las pandemias funcionan como grandes niveladores sociales en la medida que destruyen la riqueza de aquellos que más tienen (ya veremos cómo evolucionan los mercados bursátiles, porque un escenario final puede ser una mayor concentración en la propiedad del capital). Segunda, la ciudadanía (incluidos los más ricos, que también se ven concernidos por la pandemia) está dispuesta a asumir políticas que suponen unos mayores sacrificios, como aceptar aumentos impositivos que contribuyan a la reconstrucción después de la catástrofe. Tercera, las crisis globales, y esta lo es, modifican nuestras preferencias sociales y políticas, nos hacen más cooperativos y solidarios. Ojalá que así sea.
Pero los procesos históricos no tienen una sola explicación y además no entienden de determinismos. Todo aquello que sucedió de una determinada manera pudo perfectamente evolucionar hacia otros vericuetos. Y eso puede volver a repetirse ahora.
Esta crisis, a diferencia de otras, viene originada por una pandemia de la que nadie se siente protegido, ni en términos de salud, ni en el plano económico. Ahora, el coronavirus ya no distingue entre las cigarras del sur de Europa y las hormigas del centro y el norte, el imaginario que de manera perversa se impuso en la gran recesión. Desgraciadamente va a continuar afectando mucho más a quienes menos tienen y a quienes menor protección disponen, pero nadie puede sentirse a salvo. Y eso comporta un gran incentivo para actuar de manera cooperadora.
Por eso no deberíamos dejar pasar ni un día para desde ya, pero especialmente cuando le ganemos la partida al coronavirus, reflexionar sobre las enseñanzas que nos deja esta crisis y cómo las ponemos al servicio de un cambio social.
La pandemia del coronavirus nos está dejando importantes enseñanzas que no deberían caer en saco roto.
Algunas son muy evidentes, como la importancia del Estado y su superioridad frente al mercado para garantizar derechos básicos. Otras, corremos el riesgo de que pasen desapercibidas.
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