NO-LUGARES
Después de las ruinas
La vida tras esta crisis no pasa por reconstruir, sino por deshacer la estructura mortal del neoliberalismo y por retejer la habitabilidad del planeta
Bernardo Gutiérrez 30/04/2020
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El 15 de octubre de 1943 Bertolt Brecht pegó en su Diario de trabajo una fotografía en la que unos niños escenificaban una pieza teatral en un edificio destruido. “En las ruinas. El vodevil de los niños se presenta en el teatro al aire libre de Aldgate, Londres. Irene Yasheim, que vivía allí, representa As time goes by”, decía el pie de foto. La vida fluía entre los edificios londinenses reventados por las bombas alemanas. En aquella época, se popularizó una foto de la biblioteca de Holland House a la que un bombardeo nazi dejó sin techo. Tres personas curioseaban en las estanterías sobre los escombros, como si la guerra no hubiera pasado.
Por inercia bélica o vocación autodestructiva, occidente demuestra cierta fascinación por sus ruinas. En las fotografías de Agustí Centelles de la Guerra Civil española los niños corrían entre barricadas y calles destruidas. Helen Lewitt retrató cómo los hijos del crash de 1929 jugaban en la calle de los barrios más destartalados de Nueva York. En 1946, la arquitecta inglesa Lady Allen of Hurtwood reivindicaba en su artículo ¿Por qué no utilizar así nuestras zonas bombardeadas? el uso lúdico de las ruinas frente a la construcción de columpios y toboganes: “Su paraíso es un lugar de absoluto aburrimiento para los niños, no es de extrañar que prefieran los escombros y los lugares bombardeados”.
La venezolana Celeste Olalquiaga, en su deslumbrante Megalópolis, afirma que las ruinas físicas del mundo son en realidad las ruinas de una civilización que pretendía representar al mundo unilateralmente. La modernidad envejeció “dejando tras de sí los trazos polvorientos de sus quimeras”. Para describir las ruinas de la modernidad y el progreso ilustrado, Olalquiaga cuenta cómo envejecieron las estructuras de las Exposiciones Universales. La Carpa del Mañana de la Feria Mundial de Nueva York de 1964-65 se convirtió en alambres oxidados. La pista de patinaje del pabellón de Nueva York acabó cubierta de agua estancada y hierbajos. Exposiciones enteras, como la Expo’67 de Montreal, fueron desechadas. No queda de este sueño “sino los esqueletos abandonados de ciudades aéreas y ferias mundiales que languidecen esperando un futuro que nunca llegó”.
Las potencias mundiales han desplegado una narrativa de guerra contra el coronavirus, que implica una reconstrucción del mundo anterior. Sin embargo, las imágenes de las ruinas previas, el juego infantil entre los escombros o las hierbas cubriendo pabellones cuestionan poéticamente esa narrativa. ¿Vale la pena reconstruir el mundo que se derrumbó? ¿No será mejor contemplar por un tiempo los escombros para ver si florecen otras formas de vida?
Ójala fueran ruinas. El parón del turismo de masas devolvió a las aguas de Venecia un tono cristalino. Esa agua revitalizada nos hizo ver también lo que la oscurecía: cruceros descomunales, lanchas contaminantes, hordas de turistas depredando una ciudad sin apenas vecinos. El coronavirus nos mostró aviones viajando sin pasajeros para mantener sus plazas en los aeropuertos y pabellones de hospitales cerrados a cal y canto, porque su gestión depende de fondos buitres. El aplauso sanitario de los balcones de España reveló edificios del centro de Madrid con apenas inquilinos, donde AirBnB y el turismo ya expulsaron a sus vecinos. El parón en la circulación de mercancías desveló que los coloridos tulipanes que Holanda exporta al mundo, como explica Bruno Latour, crecen bajo luz artificial antes de subir a “aviones de carga bajo una lluvia de queroseno”. Antes del coronavirus nuestras ciudades estaban surcadas por flotas de coches vacíos con licencias VTC en las que algunos millonarios invertían para justificar gastos: les salían las cuentas aunque los coches fuesen sin pasajeros. El neoliberalismo era eso: un vacío contaminando el aire (aviones) y atascando nuestras calles (coches). “¿Es útil prolongar esta forma de producir y vender este tipo de flores?”, se pregunta Bruno Latour sobre los tulipanes holandeses. ¿Por qué no cultivar flores locales en todos los países? ¿Por qué las tiendas de alimentación de barrio fueron sustituidas por cafés especializados en cup cakes? ¿Cuándo dejó el mundo de ser un lugar habitable y sostenible?
El neoliberalismo era eso: un vacío contaminando el aire (aviones) y atascando nuestras calles (coches)
Algunos pensadores explican este mundo-sin-nosotros que visibiliza el coronavirus como un cúmulo de “no-lugares”. El “no-lugar” conceptualizado por el antropólogo Marc Augé es un espacio de tránsito, de flujos. Si un “no-lugar” es una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto o un supermercado, el mundo neoliberal sería ese cúmulo de “no-lugares”. Una mirada detallada a este mundo-sin-nosotros nos devuelve un visión más desconcertante. Un aeropuerto, como criticaba en 2007 Néstor García Canclini desde el sur, puede ser un “no-lugar” para el que toma un avión, pero “para quien trabaja en el aeropuerto es un lugar”. Podemos llegar a habitar los “no-lugares”, como aprendimos a jugar sobre las ruinas. Este mundo-sin-nosotros es tan inquietante porque es una suma sin sentido de estructuras, espacios y objetos que nunca han llegado a ser un lugar o que ya han dejado de ser lugares. Edificios nuevos que nunca fueron habitados. Edificios históricos vaciados por el turismo. Pistas de esquí levantadas por los millonarios del desierto. Plazas sin bancos para sentarse, convertidas en espacios de flujo-consumo. Centros comerciales con productos que llegan, dejando regueros de dióxido de carbono, desde las antípodas. El mundo-sin-nosotros es un sistema agrícola industrial que, como escribe Vandana Shiva, elimina la biodiversidad y los nutrientes de la tierra y propicia el surgimiento de pandemias. Ojalá fueran apenas “no-lugares”. Ojalá fueran ruinas.
Desde los años sesenta, la teoría del arte medita sobre la construcción de lugares. Jeff Kelley, en su texto Common World, diferenciaba entre un emplazamiento y un lugar. Un emplazamiento representa las propiedades físicas de un lugar. Un lugar incluye las dimensiones prácticas, psicológicas, sociales, culturales, ceremoniales, étnicas, del emplazamiento: “Los emplazamientos son como los marcos físicos. Los lugares hacen funcionar los marcos. Los emplazamientos son como mapas o minas; los lugares son las reservas de contenido humano, como la memoria o los jardines”. Por su parte, Lucy Lippard se preguntaba si era posible que los artistas devolvieran los lugares a las gentes que hace tiempo que no los ven. Porque la tierra unida a la gente, su presencia y su ausencia, “es lo que hace resonar el paisaje”.
El arte nos insinúa una verdad monstruosa: que para que exista una ruina debe existir previamente un lugar. Los restos de los emplazamientos temporales no son ruinas. Los restos del entramado físico neoliberal son algo infinitamente más inservible y abyecto. Ójala fueran ruinas, porque podríamos habitarlas. ¿Vale la pena reconstruir el mundo levantado por el neoliberalismo? ¿Tiene sentido retomar la producción?
Wasteland in Rotterdam Harbour’ 2003-2018, Lara Amarcegui.
Elogio del descampado. En 2003, la artista española Lara Almarcegui recibió el encargo de una obra para el puerto de Róterdam. Almarcegui mantuvo sin urbanizar un terreno durante quince años en medio de uno de los más emblemáticos puertos del capitalismo mercantil. A Wasteland in Rotterdam Harbour 2003-2018, a diferencia de otras iniciativas que recuperan solares para la ciudadanía, no tenía un fin social. Pretendía ser apenas un descampado para que la naturaleza crease la obra a lo largo del tiempo. Las intervenciones de Almarcegui son, según la investigadora Julia Ramírez, “descampados de promisión”: “Crean reservas de naturaleza bastarda. Son un territorio para la naturaleza salvaje y la utilización humana no reglada. Un conjunto de lugares para refugiarse de la ciudad capitalista. Una tierra de promisión dispersa, frente a aquella ciudad de especuladores que no nos pertenece”. El arte hace avanzar la ruina y fluir la vida. La naturaleza se convierte en un nuevo tipo de arte radical. Después de Róterdam, Lara Almarcegui preservó descampados en Genk (2004-2014), Madrid (2005-2006) o Taipei (2008-2018).
Los descampados son espacios de sanación para ciudades que llevan enfermas demasiado tiempo
Los descampados son espacios de sanación para ciudades que llevan enfermas demasiado tiempo. Pier Paolo Pasolini reparó con precocidad la letalidad de una “nueva cultura” basada en la construcción inmobiliaria y el consumismo. Mientras lamentaba la desaparición de las luciérnagas de las ciudades, Pasolini dirigía en 1961 sus esperanzas hacia los suburbios y los descampados, hacia “los sitios sin frontera, donde se cree que acaba la ciudad, pero recomienza millones de veces, con laberintos y puentes, obras y zanjas”. Pasolini poetizaba la pulsión de vida que brota tras las cenizas: “En los desechos del mundo nace un nuevo mundo: nacen leyes nuevas donde no hay ley; nace un nuevo honor donde es honor el deshonor”. Sin embargo, ante el implacable avance de la “nueva cultura” del consumismo, Pasolini veía que la Italia de 1975 estaba más devastada que la de 1945. “La destrucción es maś grave, pues estamos entre escombros de valores provocados por desastres inmobiliarios, urbanísticos, paisajísticos”, escribía poco antes de morir. ¿Qué pretenden reconstruir las potencias mundiales? ¿Será que el gran dilema de este tiempo post-pandemia es “construir o no construir”?
Billetes del futuro según Adbusters (Guerra de memes, 2012).
Una nueva estética. En el libro Guerra de Memes. La destrucción creativa de la economía neoclásica, la prestigiosa revista Adbusters esboza una nueva estética para estar en el mundo. Propone gráficamente algunos billetes del futuro. En los billetes de 20, hay hojas y juncos. En los billetes de 50, un eclipse. “El dinero del futuro no tendrá hombres famosos, logros arquitéctonicos, –escriben– ni reflejará la estética sin rostro de la ciencia moderna”. Adbusters, que pide hace décadas el fin de la “nueva cultura” consumista, sugiere billetes estampados con montañas nevadas, la migración de salmón, manadas de animales, glaciares, bosques oxigenados, junglas. Un dinero del futuro que refleje el paso de la “mentalidad antropocéntrica a la ecocéntrica, de la individual a la comunal, de la política a la espiritual, del cemento a la naturaleza”.
El parón de la economía neoclásica (neoliberal) visibiliza el desastroso mundo construido. Antes de reconstruir nada, valdría la pena observar ese mundo-sin-nosotros. Bruno Latour lo tiene claro: “lo último que deberíamos hacer sería replicar todo lo que hicimos antes”. Mientras presionamos a los gobiernos para que articulen un rescate ciudadano sin lógicas mercantiles o productivas –algo que ya pedía Democracia Real Ya en 2012– convendría que siguiéramos parados. ¿Qué lecciones nos brinda la actual crisis? La primera intuición, que no lección categórica, nos señala el valor de los vínculos comunitarios y de los mecanismos cooperativos. Del terremoto de 1985 de México D.F. surgieron ruinas, pero también Súper Barrio, un superhéroe que resolvía problemas cotidianos y catapultaba la solidaridad vecinal. Sobre los barrios arrasados por el neoliberalismo florecen ya grupos de apoyo mutuo, experiencias compartidas y una nueva épica de las pequeñas cosas. “En las calles de los barrios cada ser humano es un poeta, una máscara, un guerrero, un bailarín”, escribía James Agee en el documental In the Street, que realizó con la fotógrafa Helen Levitt en Nueva York. Contemplemos todos los escombros del pasado. Aprendamos a jugar sobre ellos. Seamos poetas.
La segunda intuición tiene que ver con esa vida animal y vegetal que ha brotado en las ciudades durante la cuarentena. El retorno de la naturaleza y ese cielo que volvemos a ver tras la disminución de la contaminación atmosférica evocan memorias urbanas subterráneas. Las propias ciudades europeas tuvieron otros ritmos. Tras el desplome del imperio romano muchas urbes permanecieron cinco siglos tomadas por la vegetación. Eran esqueletos de urbes romanas, con barrios en ruinas repletos de arados, habitados por viticultores o tejedores, envueltas en una lógica de manutención que nuestras ciudades desprecian.
La diseñadora india Anab Jain, especializada en futuros especulativos, propone una política-más-allá-de-los-humanos que comience por asumir los límites del capitalismo antropocéntrico. El ser humano, escribe Jain, tiene que dejar de verse como héroe individual y empezar a reconocerse como uno ser más, uno entre muchos, humanos y no humanos. Después de eso, surgirá un nuevo tipo de política del cuidado multi-especie: “Una política-más-allá-de-los-humanos que nos permita inventar nuevas prácticas de cuidado, humildad, imaginación, interdependencia, resistencia, revuelta, reparación y duelo”. De la reconstrucción pasaríamos al cuidado, de la innovación a la resurgencia, de la producción a la reproducción de la vida. Una señal: los indígena brasileños blindaron hace semanas sus territorios y su biodiversidad para protegerse de la plaga que llega de las urbes y estilo de vida del hombre blanco.
Entre la angustia e incertidumbre del coronavirus, emerge un hecho que las élites escondían: que la vida humana no perdurará en el planeta con el sistema productivo capitalista. Esta verdad asustadora insinúa que el gran dilema de nuestros tiempos no es “construir o no construir”, sino “construir o destruir”. La única alternativa es continuar destruyendo el entramado de muerte del neoliberalismo. Derribar hoteles construidos en reservas naturales, autopistas radiales privadas infrautilizadas, centros comerciales levantados sobre parques, contaminantes sistemas de cultivo, redes de transporte global de mercancías, circuitos electrónicos que comunican la especulación financiera de Nueva York, las granjas porcinas de China y los nuevos virus. Destruir, a fin de cuentas, para seguir viviendo.
El 5 de abril de 1975, el artista Arman destrozó un apartamento recreado en la Gibson Gallery de Nueva York. En su obra Conscious vandalism, un happening con público, arremetió a martillazos contra muebles, jarrones, cuadros. En una fotografía célebre, Arnan golpea coléricamente con un martillo una reproducción de Corpus hypercubus de Dalí. La destrucción del mundo / arte previo era su arte. La nueva estética que necesitamos requiere una parcial destrucción del mundo existente, una selectiva coreografía de martillos y bulldozers que proteja la vida. Siempre podemos dejar que sea la propia naturaleza la que despliegue su arte radical para corroer algunas de las aberraciones construidas en el mundo.
Habitar las ruinas, aprender de ellas, tejer alianzas colectivas y multi-especie. Destruir lo que pueda extinguir la vida en la tierra. Porque el mundo no necesita una reconstrucción, sino, como apunta Adbusters, un nuevo sentido de la belleza. “Si es que vamos a seguir adelante otros mil años tendremos que elaborar una nueva narrativa, un nuevo guión, un nuevo tono, estilo, sentimiento, humor, una nueva estética, una nueva forma de “estar” en el mundo. Y entonces, iniciar un impulso global, una insurreción espiritual. Tendremos que usar la creatividad para destruir el viejo mundo, la vieja estética comercial y parir un nuevo sentido de la belleza”.
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Bernardo Gutiérrez es periodista y escritor. Su último libro en castellano es Pasado Mañana (Arpa Editores).
El 15 de octubre de 1943 Bertolt Brecht pegó en su Diario de trabajo una fotografía en la que unos niños escenificaban una pieza teatral en un edificio destruido. “En las ruinas. El vodevil de los niños se presenta en el teatro al aire libre de Aldgate, Londres. Irene Yasheim, que vivía allí,...
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