Naturaleza
La mente salvaje
Pareciera que este virus fuera una especie de correctivo homeostático con que la Tierra busca librarse del parasitario metabolismo económico que destruye los pulmones planetarios
Alba E. Nivas 1/04/2020
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En una época en que la presencia de la Naturaleza en nuestra vidas urbanas es meramente anecdótica, limitada a la apreciación de unas cuantas plantas en el balcón, los esporádicos árboles de las aceras, y el canto de los mirlos y los gorriones que oímos con una mezcla de alivio y regocijo al acercarse la primavera, hablar de mente salvaje parece una ocurrencia inocente.
Lo salvaje es el sistema que la mente humana ha sido capaz de idear y perpetuar impostando una racionalidad hoy encadenada a la desmesura y el fatalismo. Lo brutal es llevar a su hijo pequeño a una manifestación por la justicia social y climática en el país de la Ilustración y tener que salir huyendo entre gases lacrimógenos al cabo de media hora. Lo bestial es un cuerpo de policía crecientemente militarizada y adiestrada para amedrentar a los ciudadanos que todavía se atreven a defender sus derechos, fraternité néolibérale oblige. La Naturaleza, en comparación, aún en la versión depredatoria de los felinos de los documentales televisivos, resulta tan armoniosa y pacífica como las galaxias, de cuyas supuestas guerras nadie ha tenido noticia al margen de las sagas hollywoodienses.
La melancólica alienación de quienes vivimos en el medio urbano es un hecho incontestable, igual que la añoranza física y estética del mundo natural
En cualquier caso, la melancólica alienación de quienes vivimos en el medio urbano es un hecho incontestable, igual que la añoranza física y estética del mundo natural, cuya ausencia tiene más consecuencias sobre la salud mental de lo que pensamos. No es de extrañar que proliferen todo tipo de «terapias naturales» para restablecer el vínculo humano con la Naturaleza –sin olvidar, por cierto, el carácter mercantil en la mayoría de los casos. Entre ellas quiero destacar la silvoterapia, pues la venía practicando regularmente –a título gratuito– antes de enterarme de que era una tendencia nipona anti-estrés llamada Shinrin Yoku. Llamémosle, más poéticamente, paseos solitarios por el bosque. Leyendo recientemente un artículo, supe que los beneficios fisiológicos del contacto con los árboles están científicamente probados: disminución de la tensión arterial y la tasa de cortisol, fortalecimiento de los procesos inmunológicos y oxigenación celular, entre otros. Sin desmerecer los saludables beneficios de la práctica –por otro lado obvios físicamente–, merece la pena olvidarse de terapias y desdeñar el aspecto utilitario que envenena nuestra relación con la Naturaleza.
No se trata tanto de caminar por el bosque como de adentrarse en él, sin otro objetivo que la observación deliberada y minuciosa de lo que allí acontece. Para ello es preciso andar despacio, sin rumbo claro; detenerse al azar, guiados por la simple curiosidad, y de preferencia, estar a solas, conteniendo a su vez el deseo de capturar y compartir el momento con algún despreciable selfie. Se requiere, al contrario, una clara voluntad de apartamiento del orden humano, la suspensión temporal de todos sus códigos; la renuncia, incluso, al afán mental de clasificar y nombrar este árbol, esa flor, aquel insecto. La aventura consiste sencillamente en estar ahí y abandonarse al intercambio recíproco entre el propio cuerpo y el mundo animado que nos rodea. Cultivando ese estado de receptividad, al amparo silencioso de los árboles, la mente se vacía lentamente de su rumiante narrativa personal. La sobredimensionada cartografía íntima cede el paso a presencias que surgen graciosamente allá donde la mirada se detiene, donde el oído se dispone a escuchar. Se puebla de laboriosas arañas, huidizas orugas, irascibles cuervos, juguetones paros carboneros, fugaces ardillas, fanáticas hormigas, campantes escarabajos. Las rocas exhiben sus variables humores ataviadas de luminosos musgos y sofisticados líquenes. Erguidos en sus inmóviles epopeyas, los árboles se dejan cosquillear por el viento entrelazados en una susurrante conversación colectiva. Bajo la hojarasca, miriadas de infinitesimales seres descomponen y devuelven los nutrientes a la tierra; en la oscuridad las semillas tiemblan, brotan. Poco a poco, el bosque se adentra en el cuerpo. El yo abandona sus resistencias; se vuelve poroso, copulativo, los ojos convertidos en túneles de una conciencia que entra y sale a su antojo en un caleidoscópico viaje entre colores y formas, geometrías fractales y escalas vertiginosas. Inmersos en la totalidad del bosque, los sentidos se recrean en un espacio común sin límites definidos, en comunión con una vasta inteligencia serena de la que el cuerpo emerge como un mero apéndice.
En esa confusión de fronteras opera el chamán de las culturas indígenas tradicionales. Su posición se sitúa en los márgenes de la sociedad, nunca dentro de ella, pues funge como mediador entre la comunidad humana y la comunidad mucho más amplia de los seres de los que el pueblo depende para alimentarse y subsistir. Comunidad que incluye todas las entidades múltiples no humanas que conforman el entorno, desde las plantas y las innumerables especies de animales que habitan la región o la transitan durante sus migraciones, hasta los vientos particulares y los regímenes climáticos que modelan las geografías locales. Una de las misiones del chamán consiste en vigilar que exista un flujo de alimentación que no pase solamente del medio a los humanos, sino también un retorno de la comunidad humana hacia la tierra local.
El filósofo y ecólogo cultural estadounidense David Abram defiende que el carácter primordial que la naturaleza no humana tiene para los chamanes es a menudo ignorado por los investigadores occidentales. Influidos por la hipótesis moderna de un mundo natural mecánico y determinista, la gran mayoría de los antropólogos tiende a soslayar la dimensión ecológica de las prácticas chamánicas y a destacar el supuesto carácter «sobrenatural» de las entidades con las que los chamanes se comunican. Un error comprensible si se considera que los primeros intérpretes de las culturas indígenas fueron los misionarios cristianos, para quienes sólo los seres humanos poseían un alma inteligente a cuyo servicio estaban el resto de los seres vivos. Dichos misioneros, al presenciar ciertos estados de trance chamánico, les atribuían poderes «sobrenaturales» o «trascendentales» conforme a un prejuicio etnocéntrico que de alguna manera sigue vigente en la antropología contemporánea. Si la actitud frente a este tipo de prácticas hoy es otra, más abierta y respetuosa, en general continúa lastrada por la idea endémica de la civilización científica que considera que la naturaleza es una realidad prosaica y previsible ajena a misterios de ese tipo, mientras que en el contexto de las culturas indígenas, lo que se considera asombroso, misterioso y digno de respeto es la naturaleza misma. Las enigmáticas fuerzas y potencias con las que los chamanes entran en contacto son las propias plantas, animales, bosques y vientos, que, para el europeo educado y civilizado, se reducen a un decorado, al telón de fondo de sus urgentes ocupaciones y preocupaciones ordinarias.
Tras años de trabajo de campo en diversas comunidades animistas, Abram sostiene que la magia, en su sentido primordial, está muy relacionada con la percepción de ese mundo mucho más vasto, formado por inteligencias múltiples, provistas de sus propias sensibilidades y experiencias, por más distintas que sean de las humanas. En las culturas indígenas, los hombres y mujeres chamanes poseen precisamente esa habilidad, la aptitud para deslizarse fuera de las fronteras perceptuales delimitadas por su cultura particular –por las costumbres sociales, los tabúes, y sobre todo, por el lenguaje común– y entrar en contacto con las potencias naturales que la rodean para aprender de dicho contacto. Consiguen salir del estado de conciencia ordinario y cultivar un estado de receptividad tan agudo como para entrar en relaciones con otras formas de sensibilidad y experiencia no humanas a las que no obstante su comunidad está intrínsecamente vinculada.
Consciente de ello fue el gran chamán literario Julio Cortázar. Además de los clubes de jazz y las bibliotecas, como es sabido, a Cortazar le gustaba frecuentar en París el decimonónico zoo del Jardin des plantes, junto al Museo de Historia Natural. En el acuario se aficionó a la observación minuciosa, reiterada y compulsiva de los axolotl, unos exóticos batracios mexicanos de rosados rostros de piedra y cola de pez. «Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos». La inmovilidad casi mineral de los axolotl, la luz que ardía en sus diminutos ojos sin párpados, «dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente», le obsesionaron de tal manera, tanto se concentró en contemplarlos, que logró penetrar en su mundo y «comprender su voluntad secreta: abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente». Llegó a ir a verlos todos los días. «Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotls. No era posible que una expresión tan terrible, que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotls una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupilas. Veía muy de cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.»
Con la irrupción de la pandemia del Covid-19 la primavera se aparta, se aleja de nosotros. Este año el apogeo de la belleza sucede al otro lado del vidrio
Cortázar acabó convertido en un axolotl en un cuento que habla de la reciprocidad perdida, los puentes cortados y la sobrecogedora nostalgia que provocan los animales en cautividad, de su exilio radical y definitivo. Algo, si se piensa bien, no tan lejano al destino actual de nuestra especie: aislados por los cables en un frenético acuario solipsista, cada vez más absortos en la enrevesada gestión de nuestros yoes, mientras alrededor se nos amontona la mierda y, lentamente, el cristal se resquebraja.
Con la irrupción de la pandemia del Covid-19 la primavera se aparta, se aleja de nosotros. Este año el apogeo de la belleza sucede al otro lado del vidrio. Prisioneros de un modelo de pensamiento obsoleto que considera la Naturaleza como una fuerza antagonista, nos vemos confinados por decreto al patético exilio de nuestra utopía civilizatoria, remando penosamente entre las metáforas marciales del discurso oficial. Esta vez el enemigo es un virus, un microorganismo incapaz de reproducirse que se mantiene inactivo hasta que entra en contacto con una célula viva a la que transmitirle su material genético; un enemigo íntimo tan ubicuo y difuso como el miedo. Junto al desmesurado uso de los poderes coercitivos del Estado, la administración morbosa y sensacionalista de la información sanitaria en los medios no hace sino atizar el pánico, la suspicacia, la división y el embrutecimiento de la ciudadanía, dispuesta incluso a denunciar a las desesperadas madres que salen un rato tomar el aire con sus niños.
Pareciera, sin embargo, que este virus, que ataca precisamente las vías respiratorias de los humanos, fuera una especie de correctivo homeostático con que la Tierra busca librarse del parasitario metabolismo económico que destruye los pulmones planetarios. En cuestión de pocas semanas está teniendo lugar una transición ecológica exprés, sin protocolos ni agendas ministeriales. Sería juicioso considerarlo un ultimátum de la naturaleza.
Junto a las temibles consecuencias sociales de la pandemia, el brusco cese de la actividad económica es también la ocasión de evaluar nuestras prioridades y emprender transformaciones ineludibles en lo individual y en lo colectivo. Inopinadamente, nos vemos obligados a reflexionar sobre los límites y la fragilidad del sistema. La Realidad está llamando a la puerta. Incapaces de proseguir con el curso normal de las cosas, el confinamiento nos obliga a una introspección necesaria. Podríamos ver en esta crisis un «milagro al revés» para crecer en discernimiento y sabiduría. Un empujón para adentrarnos en la jubilosa comprensión del amor que sostiene y cohesiona nuestro mundo entre los mundos. Necesitamos reconsiderar los fundamentos mismos de nuestra cultura. Es hora de aliarnos con la mente salvaje cuyo sueño vivo compartimos.
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Nota. El título de este artículo está tomado de la antología de poemas y ensayos de Gary Snyder, La mente salvaje. Nueva antología, Ediciones Ardora, Madrid 2016.
En una época en que la presencia de la Naturaleza en nuestra vidas urbanas es meramente anecdótica, limitada a la apreciación de unas cuantas plantas en el balcón, los esporádicos árboles de las aceras, y el canto de los mirlos y los gorriones que oímos con una mezcla de alivio y regocijo al acercarse la...
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Alba E. Nivas
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