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Naturaleza

La mente salvaje

Pareciera que este virus fuera una especie de correctivo homeostático con que la Tierra busca librarse del parasitario metabolismo económico que destruye los pulmones planetarios

Alba E. Nivas 1/04/2020

<p>Bosque.</p>

Bosque.

Pedro1267

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En una época en que la presencia de la Naturaleza en nuestra vidas urbanas es meramente anecdótica, limitada a la apreciación de unas cuantas plantas en el balcón, los esporádicos árboles de las aceras, y el canto de los mirlos y los gorriones que oímos con una mezcla de alivio y regocijo al acercarse la primavera, hablar de mente salvaje parece una ocurrencia inocente.

Lo salvaje es el sistema que la mente humana ha sido capaz de idear y perpetuar impostando una racionalidad hoy encadenada a la desmesura y el fatalismo. Lo brutal es llevar a su hijo pequeño a una manifestación por la justicia social y climática en el país de la Ilustración y tener que salir huyendo entre gases lacrimógenos al cabo de media hora. Lo bestial es un cuerpo de policía crecientemente militarizada y adiestrada para amedrentar a los ciudadanos que todavía se atreven a defender sus derechos, fraternité néolibérale oblige. La Naturaleza, en comparación, aún en la versión depredatoria de los felinos de los documentales televisivos, resulta tan armoniosa y pacífica como las galaxias, de cuyas supuestas guerras nadie ha tenido noticia al margen de las sagas hollywoodienses.

La melancólica alienación de quienes vivimos en el medio urbano es un hecho incontestable, igual que la añoranza física y estética del mundo natural

En cualquier caso, la melancólica alienación de quienes vivimos en el medio urbano es un hecho incontestable, igual que la añoranza física y estética del mundo natural, cuya ausencia tiene más consecuencias sobre la salud mental de lo que pensamos. No es de extrañar que proliferen todo tipo de «terapias naturales» para restablecer el vínculo humano con la Naturaleza –sin olvidar, por cierto, el carácter mercantil en la mayoría de los casos. Entre ellas quiero destacar la silvoterapia, pues la venía practicando regularmente –a título gratuito– antes de enterarme de que era una tendencia nipona anti-estrés llamada Shinrin Yoku. Llamémosle, más poéticamente, paseos solitarios por el bosque. Leyendo recientemente un artículo, supe que los beneficios fisiológicos del contacto con los árboles están científicamente probados: disminución de la tensión arterial y la tasa de cortisol, fortalecimiento de los procesos inmunológicos y oxigenación celular, entre otros. Sin desmerecer los saludables beneficios de la práctica –por otro lado obvios físicamente–, merece la pena olvidarse de terapias y desdeñar el aspecto utilitario que envenena nuestra relación con la Naturaleza.

No se trata tanto de caminar por el bosque como de adentrarse en él, sin otro objetivo que la observación deliberada y minuciosa de lo que allí acontece. Para ello es preciso andar despacio, sin rumbo claro; detenerse al azar, guiados por la simple curiosidad, y de preferencia, estar a solas, conteniendo a su vez el deseo de capturar y compartir el momento con algún despreciable selfie. Se requiere, al contrario, una clara voluntad de apartamiento del orden humano, la suspensión temporal de todos sus códigos; la renuncia, incluso, al afán mental de clasificar y nombrar este árbol, esa flor, aquel insecto. La aventura consiste sencillamente en estar ahí y abandonarse al intercambio recíproco entre el propio cuerpo y el mundo animado que nos rodea. Cultivando ese estado de receptividad, al amparo silencioso de los árboles, la mente se vacía lentamente de su rumiante narrativa personal. La sobredimensionada cartografía íntima cede el paso a presencias que surgen graciosamente allá donde la mirada se detiene, donde el oído se dispone a escuchar. Se puebla de laboriosas arañas, huidizas orugas, irascibles cuervos, juguetones paros carboneros, fugaces ardillas, fanáticas hormigas, campantes escarabajos. Las rocas exhiben sus variables humores ataviadas de luminosos musgos y sofisticados líquenes. Erguidos en sus inmóviles epopeyas, los árboles se dejan cosquillear por el viento entrelazados en una susurrante conversación colectiva. Bajo la hojarasca, miriadas de infinitesimales seres descomponen y devuelven los nutrientes a la tierra; en la oscuridad las semillas tiemblan, brotan. Poco a poco, el bosque se adentra en el cuerpo. El yo abandona sus resistencias; se vuelve poroso, copulativo, los ojos convertidos en túneles de una conciencia que entra y sale a su antojo en un caleidoscópico viaje entre colores y formas, geometrías fractales y escalas vertiginosas. Inmersos en la totalidad del bosque, los sentidos se recrean en un espacio común sin límites definidos, en comunión con una vasta inteligencia serena de la que el cuerpo emerge como un mero apéndice.

En esa confusión de fronteras opera el chamán de las culturas indígenas tradicionales. Su posición se sitúa en los márgenes de la sociedad, nunca dentro de ella, pues funge como mediador entre la comunidad humana y la comunidad mucho más amplia de los seres de los que el pueblo depende para alimentarse y subsistir. Comunidad que incluye todas las entidades múltiples no humanas que conforman el entorno, desde las plantas y las innumerables especies de animales que habitan la región o la transitan durante sus migraciones, hasta los vientos particulares y los regímenes climáticos que modelan las geografías locales. Una de las misiones del chamán consiste en vigilar que exista un flujo de alimentación que no pase solamente del medio a los humanos, sino también un retorno de la comunidad humana hacia la tierra local.

El filósofo y ecólogo cultural estadounidense David Abram defiende que el carácter primordial que la naturaleza no humana tiene para los chamanes es a menudo ignorado por los investigadores occidentales. Influidos por la hipótesis moderna de un mundo natural mecánico y determinista, la gran mayoría de los antropólogos tiende a soslayar la dimensión ecológica de las prácticas chamánicas y a destacar el supuesto carácter «sobrenatural» de las entidades con las que los chamanes se comunican. Un error comprensible si se considera que los primeros intérpretes de las culturas indígenas fueron los misionarios cristianos, para quienes sólo los seres humanos poseían un alma inteligente a cuyo servicio estaban el resto de los seres vivos. Dichos misioneros, al presenciar ciertos estados de trance chamánico, les atribuían poderes «sobrenaturales» o «trascendentales» conforme a un prejuicio etnocéntrico que de alguna manera sigue vigente en la antropología contemporánea. Si la actitud frente a este tipo de prácticas hoy es otra, más abierta y respetuosa, en general continúa lastrada por la idea endémica de la civilización científica que considera que la naturaleza es una realidad prosaica y previsible ajena a misterios de ese tipo, mientras que en el contexto de las culturas indígenas, lo que se considera asombroso, misterioso y digno de respeto es la naturaleza misma. Las enigmáticas fuerzas y potencias con las que los chamanes entran en contacto son las propias plantas, animales, bosques y vientos, que, para el europeo educado y civilizado, se reducen a un decorado, al telón de fondo de sus urgentes ocupaciones y preocupaciones ordinarias.

Tras años de trabajo de campo en diversas comunidades animistas, Abram sostiene que la magia, en su sentido primordial, está muy relacionada con la percepción de ese mundo mucho más vasto, formado por inteligencias múltiples, provistas de sus propias sensibilidades y experiencias, por más distintas que sean de las humanas. En las culturas indígenas, los hombres y mujeres chamanes poseen precisamente esa habilidad, la aptitud para deslizarse fuera de las fronteras perceptuales delimitadas por su cultura particular –por las costumbres sociales, los tabúes, y sobre todo, por el lenguaje común– y entrar en contacto con las potencias naturales que la rodean para aprender de dicho contacto. Consiguen salir del estado de conciencia ordinario y cultivar un estado de receptividad tan agudo como para entrar en relaciones con otras formas de sensibilidad y experiencia no humanas a las que no obstante su comunidad está intrínsecamente vinculada.

Consciente de ello fue el gran chamán literario Julio Cortázar. Además de los clubes de jazz y las bibliotecas, como es sabido, a Cortazar le gustaba frecuentar en París el decimonónico zoo del Jardin des plantes, junto al Museo de Historia Natural. En el acuario se aficionó a la observación minuciosa, reiterada y compulsiva de los axolotl, unos exóticos batracios mexicanos de rosados rostros de piedra y cola de pez. «Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos». La inmovilidad casi mineral de los axolotl, la luz que ardía en sus diminutos ojos sin párpados, «dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente», le obsesionaron de tal manera, tanto se concentró en contemplarlos, que logró penetrar en su mundo y «comprender su voluntad secreta: abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente». Llegó a ir a verlos todos los días. «Cada mañana, al inclinarme sobre el acuario, el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotls. No era posible que una expresión tan terrible, que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotls una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupilas. Veía muy de cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.»

Con la irrupción de la pandemia del Covid-19 la primavera se aparta, se aleja de nosotros. Este año el apogeo de la belleza sucede al otro lado del vidrio

Cortázar acabó convertido en un axolotl en un cuento que habla de la reciprocidad perdida, los puentes cortados y la sobrecogedora nostalgia que provocan los animales en cautividad, de su exilio radical y definitivo. Algo, si se piensa bien, no tan lejano al destino actual de nuestra especie: aislados por los cables en un frenético acuario solipsista, cada vez más absortos en la enrevesada gestión de nuestros yoes, mientras alrededor se nos amontona la mierda y, lentamente, el cristal se resquebraja.

Con la irrupción de la pandemia del Covid-19 la primavera se aparta, se aleja de nosotros. Este año el apogeo de la belleza sucede al otro lado del vidrio. Prisioneros de un modelo de pensamiento obsoleto que considera la Naturaleza como una fuerza antagonista, nos vemos confinados por decreto al patético exilio de nuestra utopía civilizatoria, remando penosamente entre las metáforas marciales del discurso oficial. Esta vez el enemigo es un virus, un microorganismo incapaz de reproducirse que se mantiene inactivo hasta que entra en contacto con una célula viva a la que transmitirle su material genético; un enemigo íntimo tan ubicuo y difuso como el miedo. Junto al desmesurado uso de los poderes coercitivos del Estado, la administración morbosa y sensacionalista de la información sanitaria en los medios no hace sino atizar el pánico, la suspicacia, la división y el embrutecimiento de la ciudadanía, dispuesta incluso a denunciar a las desesperadas madres que salen un rato tomar el aire con sus niños.

Pareciera, sin embargo, que este virus, que ataca precisamente las vías respiratorias de los humanos, fuera una especie de correctivo homeostático con que la Tierra busca librarse del parasitario metabolismo económico que destruye los pulmones planetarios. En cuestión de pocas semanas está teniendo lugar una transición ecológica exprés, sin protocolos ni agendas ministeriales. Sería juicioso considerarlo un ultimátum de la naturaleza.

Junto a las temibles consecuencias sociales de la pandemia, el brusco cese de la actividad económica es también la ocasión de evaluar nuestras prioridades y emprender transformaciones ineludibles en lo individual y en lo colectivo. Inopinadamente, nos vemos obligados a reflexionar sobre los límites y la fragilidad del sistema. La Realidad está llamando a la puerta. Incapaces de proseguir con el curso normal de las cosas, el confinamiento nos obliga a una introspección necesaria. Podríamos ver en esta crisis un «milagro al revés» para crecer en discernimiento y sabiduría. Un empujón para adentrarnos en la jubilosa comprensión del amor que sostiene y cohesiona nuestro mundo entre los mundos. Necesitamos reconsiderar los fundamentos mismos de nuestra cultura. Es hora de aliarnos con la mente salvaje cuyo sueño vivo compartimos.

––––––––– 

Nota. El título de este artículo está tomado de la antología de poemas y ensayos de Gary Snyder, La mente salvaje. Nueva antología, Ediciones Ardora, Madrid 2016.

En una época en que la presencia de la Naturaleza en nuestra vidas urbanas es meramente anecdótica, limitada a la apreciación de unas cuantas plantas en el balcón, los esporádicos árboles de las aceras, y el canto de los mirlos y los gorriones que oímos con una mezcla de alivio y regocijo al acercarse la...

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Alba E. Nivas

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  1. Sílver

    Me llamó poderosamente la atención este párrafo: "la renuncia, incluso, al afán mental de clasificar y nombrar este árbol, esa flor, aquel insecto". No veo cómo, si reparando en un espino en flor puedo dejar de reconocerlo. Menos mal que un poco más adelante encontramos: "La sobredimensionada cartografía íntima cede el paso a presencias que surgen graciosamente allá donde la mirada se detiene, donde el oído se dispone a escuchar. Se puebla de laboriosas arañas, huidizas orugas, irascibles cuervos, juguetones paros carboneros, fugaces ardillas, fanáticas hormigas, campantes escarabajos. Las rocas exhiben sus variables humores ataviadas de luminosos musgos y sofisticados líquenes." De eso se trata.

    Hace 4 años 7 meses

  2. Godfor Saken

    Pero lo que más me gustaba era quedarme solo. Me esforzaba, siempre que nos soltaban en el bosque, por caminar todo lo posible en una única dirección, hasta que a mi alrededor se hacía el silencio susurrante del bosque. Cuanto más silencio había, más brusco era el zumbido, tan violento como si procediera de una hélice metálica, que silbaba en mi oído. Otras veces, un pájaro desconocido soltaba una frase de unas cuantas notas, seguida de un silencio verde. Y entonces yo me detenía y me quedaba allí parado. Si hubiera juntado las manos formando un cuenco, el aire se habría posado en ellas como un agua densa, llena de lentejas de agua. El aire relampagueaba y se oscurecía con cada movimiento de las ramas; un aire denso, rojizo, se depositaba sobre los troncos caídos. Me encontraba en el fondo de los bosques, en su escondite más recóndito, disuelto en sus jugos gástricos. ¡Cuánto disfrutaba de los detalles de mi nuevo mundo! Me tumbaba boca abajo sobre las hojas húmedas que se mezclaban con la tierra. Colocaba ante mis ojos una sola hojita. Esa hoja era única, diferente a todas las demás y, sin embargo, hasta que llegué yo no la había observado nadie, ni siquiera ella misma, ni siquiera Dios. Era ella, solo ella y ninguna otra: amarilla-brillante, afilada, con bordes anaranjados, con nervios visibles, con mordiscos de insectos bordeados por circulitos de un cierto matiz marrón, un castaño claro y alegre. Su peciolo estaba todavía entero, construido con gracia, y terminaba en una zona porosa, el sitio del que se había desprendido de la ramita. La hoja tenía una zona ligeramente desgarrada, con el tejido deshecho a lo largo de los nervios; por el envés era más mate, más anaranjada y más atacada por la humedad que por la otra parte. Debajo de ella, sobre ella, alrededor de ella, había miles y decenas de miles de otras hojas moteadas, todas distintas, pero todas afectadas ya por la decadencia: en algunas solo quedaba el esqueleto, una especie de pelusa marrón; otras se habían partido por la mitad y se deshilaban por los bordes. Del centro de otras brotaba un tallo verde deslumbrante que crecía ávido hacia el sol, con docenas de hojitas arrugadas en la punta. Analizaba luego un tocón podrido, cuya madera esponjosa podía romper fácilmente con los dedos. ¡Qué agujeros anchos e inquietantes se abrían bajo sus raíces! De su interior habrían podido salir unas arañas tan grandes como ratas. En la carne fibrosa del tocón, con anillos y astillas, hallaba crisálidas lívidas, elásticas, en las que notaba el latido de algo que se estaba formando precisamente entonces. Encontraba escarabajos con una coraza verde, metálica, y lombrices duras como el alambre, retorcidas en espiral. Contemplaba durante una eternidad los mundos bestiales que pululaban por allí, acercaba mi rostro a ellos, respiraba el olor a tierra de las patas de los grillos topo y de los anillos de las escolopendras. Las hormigas rojas, que armaban sobre un tronco oblicuo los túmulos de virutas donde habitaban, brillaban por todas partes, ciegas y laboriosas. De vez en cuando, el silencio era tan absoluto, que podías oír el sonido leñoso que producían las antenas de dos hormigas cuando se encontraban y hablaban en silencio. Pero este era desgarrado de inmediato por un trino que se arqueaba por encima, muy arriba, como las bóvedas verdes de los árboles. Si me tumbaba en la tierra, entre cientos de tallos y plantas pequeñas, todas distintas, todas modeladas de forma diferente por el tiempo y la intemperie, si dejaba que el sol y las sombras barrieran mi cuerpo inerte, si dejaba que se arquearan sobre mí los racimos de granos rojos y negros de algún arbusto venenoso, nada me diferenciaba del mundo del bosque. Habría muerto allí, me habría convertido enseguida en un cadáver con los jugos internos coagulados, con los ojos llenos de telarañas y la piel cuarteada, un hervidero de insectos, un suelo fértil para los hongos, una carcasa cada vez más descompuesta, lamida por el viento y por la soledad. Habría llovido y habría nevado sobre mí, y en primavera solo quedarían de mi cuerpo unos cuantos huesos y unos harapos desperdigados aquí y allá, bajo las campanillas menudas de corolas alegres y bajo los retoños marrones de los árboles jóvenes. Habría pertenecido, por fin, a un mundo, sería uno con él, con su aire verde y húmedo, con su alfombra de follaje transparente, con sus olores dulces y amargos. Habría muerto y habría renacido allí, tan solo un dibujo más en el tapiz infinito del bosque. (...) Había dejado de tomar los medicamentos el martes, así que el domingo, después de desayunar, cuando correteé con todos los demás por los miles de senderos del bosque, donde se nos permitía vagar, como de costumbre, en total libertad, unas seis horas, hasta el almuerzo, estaba ya libre de todo el veneno, como un vaso de agua resplandeciente, fría y pura, que sin embargo conservaba en el fondo un barro espeso, como una lente de porquería, de las deyecciones que habían infestado el líquido. Mis huesos rotaban mejor en las articulaciones, los colores del mundo eran más vivos, mis palabras salían de los labios mejor ordenadas en las matrices transparentes de la sintaxis, visibles casi en el aire perfumado del bosque infinito. Corría, más libre que nunca, por la tierra elástica, saltaba por encima de los troncos caídos, llenos de manojos de setas y de mariquitas con patitas de alquitrán, me arañaba la piel entre los brotes nuevos y aplastaba con mis zapatillas embarradas plantas de aros que anunciaban ya que sería un buen año para los tomates. El suelo estaba completamente tapizado de plantitas de todas clases, trenzadas entre sí, que desplegaban sus flores, violetas y rosas y azules, como si estuvieran orgullosas de ellas, y debajo de cada piedrita plana, con la parte inferior negra y húmeda, encontrabas la espiral encogida de algún miriópodo, o el nido lleno de crisálidas, como pastillas blancas, traslúcidas, de unas hormigas. Corría bajo las bóvedas colosales de los árboles, donde centelleaban las llamadas de los pájaros, palpitaba entre sombras y luces, entre el calor de las manchas soleadas y el frescor umbrío de las sombras. Como de costumbre, pero con un aire mucho más puro en los árboles interiores que se ramificaban en cada uno de mis pulmones, me alejaba de los demás, porque no era —y lo seguiría siendo siempre— sino un niño solitario, y me adentraba en el bosque, caminaba una hora entera en línea recta, en una sola dirección, entre troncos irregulares, rugosos, heridos, entre tocones con la leña podrida, entre campanillas que vibraban al viento en los claros, entre las enormes redes blanquecinas, hinchadas por la brisa, de las arañas, prendidas entre troncos y tallos, elásticas y resistentes, con el horrible animal que las había tejido instalado en el centro. La monotonía sorprendentemente diversa, el hastío entusiasta del verde unánime, con sus miles de matices, me empujaban cada vez más lejos, hasta que de repente me encontraba en esa soledad total que tanto añoraba, la de antes de la llegada de los hombres al mundo, la de los lugares no hollados, los únicos en los que es decente dejar que tus huesos blanqueen, porque de los orificios de tus vértebras porosas y de tus costillas destrozadas y de los ojos, como alas de mariposa, de tus huesos ilíacos, solo aquí, solo en la profundidad silenciosa de los bosques, solo en el lecho de hojas amarillas y marrones y llenas de cecidias, deshechas y podridas, brotarán tallos de hierba y unos arbolitos minúsculos que crecerán y dislocarán tu esqueleto, y lo fundirán con la entraña abigarrada del bosque. Mucho más allá de la frontera donde se oían todavía, débiles y arrastradas por el viento, las voces de los niños, empezaba a percibir otro sonido, cada vez más fuerte en el silencio activo, el silencio crujiente, gorjeante, rugiente del santuario verde. Se trataba del discurrir continuo, del veloz chapoteo de un manantial. Estaba todavía lejos, y yo rodeaba espesuras jaspeadas por el sol y cerrillos con ramas ennegrecidas, frágiles como el grafito, caídas en el suelo, para llegar, por un sendero tortuoso, hasta él. El chapoteo y el susurro me alcanzaban con mayor intensidad, y solo los trinos que se arqueaban por encima de mi cabeza, o los icneumónidos que pasaban junto a mis oídos, los velaban de vez en cuando. Hasta que por fin divisé el cristal fundido cuyos añicos brillaban al sol entre hierbas cimbreantes. Su largo curso, que se perdía entre troncos, chocaba aquí y allá con piedras ásperas y redondas, salpicadas por los torbellinos de agua y secadas por el sol una vez tras otra. Aquí estaba el centro, no se podía avanzar más. Aquí, en la soledad y el silencio y la ausencia de tiempo (solo el río discurría) del bosque, en el olor amniótico del bosque, me arrodillaba junto al manantial y me inclinaba luego sobre él, sombreando sus aguas heladas. En un determinado punto, lejos de las piedras y de las ramas que se deslizaban hasta el agua, la superficie era clara y, si te colocabas las manos a ambos lados de los ojos, podías ver, en el fondo, los proteos ciegos, con manos de niño, que la poblaban, e incluso algún que otro renacuajo con la cola en continuo movimiento. Pero sobre esta imagen turbia, de un verde distinto al del aire lleno de savia de alrededor, se superponía mi rostro, levemente tembloroso en la superficie siempre corriente, mi carita insignificante, muy blanca en la sombra profunda, con algo espectral y triste en unos ojos castaños que parecían no pertenecerle, que parecían los agujeros que sustituyen a los ojos en una máscara de porcelana. Y, sin embargo, por esos ojos vacíos a través de los cuales se veía el fondo del agua, había venido aquí: quería verlos y, más que verlos, sorberlos junto con el resto de mi cara de niño, y así volver a encontrar, por fin, a mi hermanito perdido. Me inclinaba después un poco más y mis labios rozaban los labios helados del niño del espejo y, con los párpados cerrados, tragaba la sustancia pura y fría sintiendo que así podría sacarlo de su ataúd y ocupar yo su sitio en la eternidad. Mircea Cărtărescu, "Solenoide"

    Hace 4 años 7 meses

  3. Godfor Saken

    From the book "World on Fire", by Michael Brownstein: Because it's a mistake to think this culture will last much longer. Walking on eggshells, out on a limb, state of denial. Western white noise powered by psychotic episodes dressed up as healthy ambition. Western white noise, how I long to hear the silence behind your posturing. But, unlike me, nature's not impatient. She waits, compassionate, all-knowing. Time means nothing to her. She doesn't care if a million years go by before life's balance is restored. She laughs—you can't hear her laugh but it's everywhere, in the crowding and acceleration, in the epidemics and famines, in the ruined lives—she laughs at the desperate compulsions spewing out of Western white noise's mouth. She laughs at the very disasters which are destroying her. Yes, even my clairvoyant glimpses of revenge, of oil industry meltdown, she views with a trickster gleam in her eye, indifferent to any outcome. She smiles at those working tirelessly for her benefit because she knows their egos are involved in what they say and do. Whereas her power is beyond ego, beyond name and form, beyond individual identity, beyond striving. The great detachment of the Goddess, breathtaking and fearful. The terrible distance from which she churns out and ingests all life—good and bad, beautiful and ugly, vital and sickly, just and monstrous. The indifference of the stars, the galaxies which come and go without explanation, without bias, without a sound. The silence of the Goddess making any witness—even the bravest of all—crumple in awe, "go blind in her presence," as the ancient texts averred. Because she doesn't care the way "you" and "I" care. No matter how bad things get, she knows her survival is beyond influence. No matter the polar ice caps melt, no matter the half-life of nuclear stockpiles leaking into everyone's tomorrow, no matter the disappearance of her precious creatures, her trees and flowers, no matter the poisoning of her air and water, no matter the end times. End times for us is nothing to her, literally nothing at all. Looking us in the eye—her glance that burns our retinas—she reaches under her gown and fingers herself, making herself wet, making herself come, over and over again. Out of her moaning mouth spill unending life-forms, forever taking the place of what disappears. That's all she does, from here to eternity. And we can't believe it, we refuse to accept it, the knowledge of our insignificance pulverizes us.

    Hace 4 años 7 meses

  4. Godfor Saken

    La acción de la humanidad en la naturaleza: ¿actuamos como un parásito? https://www.revistaecosistemas.net/index.php/ecosistemas/article/download/580/548

    Hace 4 años 7 meses

  5. Godfor Saken

    Somos diferentes de otros animales porque tenemos cultura, pero somos genes, carne y hueso como otras especies. Las posturas catastrofistas no gustan a nadie. Todo el mundo esconde la cabeza, y si se habla de esas catástrofes la gente se va de las conferencias. Pero existe la posibilidad. Mi colega Eudald Carbonell defiende que puede haber un colapso de la especie. No una extinción, pero una reducción de la especie a unos niveles aceptables, un equilibrio. Como pasa con todos los animales que alcanzan el nivel de plaga, y nosotros somos una plaga del planeta, cuando acaban con los recursos sus poblaciones caen hasta que logran un equilibrio con el medio. No es catastrofismo, es ecología. https://www.publico.es/ciencias/seres-humanos-plaga-planeta.html

    Hace 4 años 7 meses

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