Tribuna
La imaginación post-pandemia y el peligro de las metáforas
El cambio social que necesitamos debe ser verosímil, imaginable y atractivo para públicos amplios, lo que requiere un trabajo colectivo de inteligencia y creatividad
Cristina Peñamarín 14/04/2020
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Vernos confinados, junto a toda la población de España, Italia, Francia, Gran Bretaña, Argentina y muchos otros países, está siendo una experiencia inédita que seguramente nos cambiará, aunque aún no sepamos cómo. Nunca se había encontrado la humanidad en la situación de enfrentarse conjunta y casi simultáneamente a un enemigo común y prácticamente desconocido hasta que se materializó su ataque (me resulta inevitable aquí el vocabulario bélico, que luego discutiré). Una extraordinaria circunstancia en que todos éramos igualmente ignorantes ante este virus recién aparecido (salvo ciertos especialistas que, por la novedad de esta Covid-19, sabían y saben bastante poco) y todos necesitábamos saber más, nos sentíamos urgidos a entenderlo cuanto antes, pues comprendíamos que nos iba en ello algo vital. En los 20 últimos días de marzo de 2020 esta España confinada ha sido un lugar idóneo, entre muchos otros, para observar en vivo y en directo la búsqueda colectiva de conocimiento que se daba casi simultáneamente en los laboratorios, en los medios y en las redes interpersonales.
Se ha producido la ilusión de ver en acción a gran escala lo que alguien, un tanto apresuradamente, llamó la inteligencia colectiva. Para Pierre Lévy, la inteligencia colectiva es la capacidad que nos da la conexión de múltiples ordenadores en red de valorizar, utilizar óptimamente y poner en sinergia las competencias, las imaginaciones y las energías intelectuales provenientes de cualquier forma de saber y de cualquier lugar (Cibercultura, 2007). Me interesa subrayar, como hace Lévy, la necesaria asociación de la imaginación con las demás competencias intelectuales y tecnológicas, pero ¿qué significa “colectiva” en su definición? No parece que sea la inteligencia del común o la que orienta las demandas y los juicios sobre lo político, donde estamos muy lejos de ver una gran inteligencia compartida por la ciudadanía. Pero esta es precisamente la que es más necesaria ahora.
La inteligencia colectiva es sólo una entelequia, o una interesante posibilidad, hasta que las competencias, las imaginaciones y las energías intelectuales de una colectividad se concentran en un mismo objeto, como ocurre a menudo en los laboratorios y equipos de investigación. Y como ha ocurrido ahora a gran escala cuando, en muy diferentes lugares del mundo, tanto las personas del común como las formadas en las varias ciencias o las dedicadas a la gestión de lo público, buscamos comprender cómo se debe actuar frente a esta peligrosa epidemia de Covid-19. En ese mes de marzo, los medios no hablan de otra cosa, los teléfonos y los chats en red, impulsados por la avidez de conexión a distancia, ahora que encontrarse en persona es imposible, lo tienen también como tema estrella. Unos y otros recogen constantemente informaciones y opiniones de los expertos en medicina, epidemiología, virología, así como síntesis gráficas de datos o ensayos de divulgación, verbales, visuales, audiovisuales (buenos y malos), que se multiplican en nuestras pantallas para tratar de aportar algo más a la apremiante demanda de saber de quienes habitamos este globo infectado. Una colectividad de cientos o miles de millones de personas está tratando al tiempo de comprender un mismo objeto, la Covid-19, por todos los medios a su alcance. Aprendemos velozmente sobre virus, formas de contagio y de protección, tiempos de infección sin síntomas, formas leves y graves de infección … y también sobre el territorio próximo, donde los cuerpos pueden ser infectados, cuidados o enterrados, y sobre su dependencia translocal y su dimensión política (y empezamos a comprender que la diferencia de salarios entre nuestro país y otros lejanos y la “deslocalización” de la producción hace que hoy carezcamos del material médico y sanitario necesario para salvar vidas). El aprendizaje compartido de estos días da lugar a una forma, aún limitada, de inteligencia colectiva a gran escala que no es una entelequia, sino una capacidad distribuida y elaborada conjuntamente para actuar frente a un problema común. Una inteligencia compartida que debe mucho a la calidad y la creatividad de ciertas formas actuales de divulgación y a recursos clave de la cibercultura, como las simulaciones informáticas que, con su capacidad de “hacer variar fácilmente los parámetros de un modelo y de observar inmediatamente de manera visual las consecuencias de esta variación, constituyen una verdadera amplificación de la imaginación” (Lévy), tan útiles al conocimiento científico como al común.
El aprendizaje compartido de estos días da lugar a una forma, aún limitada, de inteligencia colectiva a gran escala
Se ha visto también que la atención pública y la especializada no se centraban exclusivamente en la protección frente al contagio del virus. Cuando el poco conocimiento que se tenía de los avances de la infección generaba alarma o cuando la escasez de recursos para combatirla suscitaba acerbas críticas hacia los gobernantes y gestores, en medios y redes surgía simultáneamente la preocupación por el estado de ánimo de la población. Los epidemiólogos entrevistados en los primeros días de marzo anticipaban lo que iba a ocurrir si no se tomaban medidas drásticas de aislamiento. Pero se preocupaban también de evitar el posible efecto de pánico en la población ante sus previsiones catastróficas. Advertían de que nada está determinado de antemano y todo dependía del compromiso de la población para seguir las medidas recomendadas. Idéntica preocupación por las emociones de miedo, rechazo, frustración, etc. se percibía en los medios y en las comunicaciones interpersonales. Algo muy nuevo se produce cuando la cuestión de la responsabilidad de todos y cada uno se convierte en una actitud sentida como indispensable para protegerse a sí y a los otros del contagio, que en este caso es lo mismo. Y se entiende además que esto implica también cuidarse todos de las consecuencias de difundir estados de ánimo muy negativos, de los que se prevén oscuras consecuencias. Todos unidos, además de un eslogan gubernamental era una necesidad sentida por cualquiera de quienes participaban en este tiempo en la circulación de la información. Y hay que decir que la comunicación de las autoridades sanitarias y políticas españolas ha sido acertada en este punto (pese a decepcionar en tantos otros). Ha sabido difundir y dosificar un miedo prudente e informado y evitar el alarmismo y el pánico (salvo por unas compras compulsivas los primeros días de confinamiento, diría que pánico no ha habido). La mayoría del público por su parte ha preferido confiar en las autoridades, pese al escándalo por el estado de abandono en que se ha dejado a las residencias de ancianos, a las graves carencias de material protector, de respiradores, de pruebas de diagnóstico, y darle un voto de confianza, quizá prudente de nuevo, ante el temor de males mayores.
Porque el control y el autocontrol de toda la población pasan a ser claves para la supervivencia. Si hemos aceptado de un día para otro renunciar a nuestra vida tal como la vivíamos, confinarnos en casa, paralizar la producción, la circulación y el consumo, hundir la economía en suma, ha sido por ese sentido común de la necesidad de protegerse y proteger a otros que se formado en unión con el miedo. Un miedo razonable, a la vista la información con que se contaba. Además de la que nos llega por las pantallas, es clave la información de nuestros interlocutores próximos, y apenas hay alguien que no tenga un familiar o un conocido infectado. Esta no es una amenaza fantasma, nos decimos, es muy real y dañina. Comprobamos brutalmente una vez más que, a pesar de que forman parte indispensable de nuestro entorno, no vivimos en las pantallas, en ese mundo infranqueable al cuerpo humano, como decía Baudrillard, sino en cuerpos que forman circuitos materiales con otros cuerpos animales, humanos y no humanos, y con entes no vivos, virus, que se alojan y propagan en esos cuerpos y, al menos a los humanos, los dañan. Las autoridades incontestables en este ámbito de la relación de los cuerpos con la infección son los virólogos, inmunólogos y epidemiólogos, que habían previsto con sus modelos, basados en estadísticas de infecciones anteriores, que el virus se expandiría a un ritmo intratable salvo que se bloqueara la movilidad de los cuerpos humanos –y el experimento humano que se produjo en Hubei y su capital Wuhan entre enero y marzo de 2020 lo confirmaba. Por ello la inmensa mayoría de la población lo ha aceptado sin apenas resistencia y lo ha demandado de sus vecinos (en general con una actitud equilibrada, aunque se han dado casos de violencias o insultos contra los infractores).
La dinámica del conocimiento que se produce con la pandemia parece ratificar la visión de los pragmatistas americanos. Peirce, James, Dewey, Mead, sostenían que solo podemos apreciar el conocimiento por sus consecuencias y proponían preguntarse qué consecuencias prácticas tiene una determinada concepción de un objeto, o cómo induce racionalmente a actuar. La actual demanda urgente de saber se centra en cómo actuar ante la epidemia y con esta visión pragmática hemos llegado a distinguir el conocimiento bueno del malo sobre el virus, la información fiable de la fake: por las consecuencias a que llevaba cada una. “La enfermedad Covid-19 es como una gripe más y no hay que tomar precauciones especiales”, o “podemos contar con que la mayoría se infectará levemente y así se inmunizará” (Johnson, Trump, Bolsonaro), se reveló una idea falsa, no sólo porque ya lo habían advertido los científicos o la experiencia de Wuhan, sino sobre todo porque sus consecuencias fueron nefastas, produjeron un incremento de la infección y las no-medidas contra ella hubieron de ser rápidamente revertidas (al menos así se hizo en Gran Bretaña y EEUU). Cada persona confinada recibió en su móvil recomendaciones para evitar o para tratar la infección, pero también réplicas y advertencias de quienes habían experimentado esas medidas recomendadas y sabían si servían o no. Actuando cada persona con su móvil como lugar de articulación entre espacios especializados y no, lejanos, y próximos, volvimos a comprobar que el contraste entre la teoría y las consecuencias de su aplicación es el criterio clave para discriminar el conocimiento válido del errado. El familiar método empírico del conocimiento científico, el modelo de los pragmatistas, se imponía frente a las falsas soluciones, por muy seductoras que fueran.
Lo que está en cuestión es si seremos capaces de imaginar otra salida que no sea la repetición de lo mismo o un remedio casi peor que la enfermedad
Aunque el mundo se ha transformado hasta el punto de asemejarse a una ficción distópica, lo que vivimos ahora es más bien una “conmoción por la realidad”, como dice Han, lo que hace muy adecuado el realismo de los pragmatistas. Hemos consentido las severas medidas impuestas, pese a la rabia por la imprevisión, ceguera y torpeza de gobiernos, UE y organismos internacionales, convencidos de que son las adecuadas para atajar este terrible ataque masivo. “No queda otra” se repite en las conversaciones a buena “distancia social” del vecindario.
¿Será esta experiencia única de meses de confinamiento de los habitantes de medio globo suficiente para impulsar los cambios necesarios para darnos una salida inteligente de esta crisis? Lo que está en cuestión es si seremos capaces de imaginar otra salida que no sea la repetición de lo mismo o un remedio casi peor que la enfermedad. ¿Dará este tiempo para preguntarnos qué futuro deseamos y qué futuro tememos más, para aplicar nuestra competencia, imaginación y energías intelectuales, nuestra inteligencia colectiva, a esa salida posible?
Las vías de salida
Si el miedo al Covid-19 nos ha impulsado a aprender a protegernos individual y colectivamente del contagio, la duda sobre cómo será el mundo que viene nos sitúa ante algo desconocido, una incertidumbre que tiende a paralizarnos. En el momento actual asoman a la conversación global, por lo que veo, varias salidas posibles de esta pandemia: a) seguir como hasta ahora, lo que auguran los pesimistas basándose en experiencias colectivas anteriores en las que, tras una gran conmoción, se olvidaron las esperanzas y las promesas de cambio; b) transformar algo el sistema actual sin cambiarlo radicalmente, reforzando los servicios sociales de salud, la investigación, la producción local de material médico indispensable, etc.; c) unir el riesgo global de las pandemias con el del cambio climático y transformar completamente nuestros hábitos de uso del espacio natural, de producción, de consumo, etc.; d) adoptar o perfeccionar el modelo surcoreano de pruebas masivas de diagnóstico, control telemático de cada infectado y de sus contactos para aislarlos, así como de geolocalización del conjunto de la población para descubrir sus movimientos indebidos, avisarles de la proximidad de infectados, etc.
Hay que tener en cuenta que este último modelo (d) no requiere transformar el actual sistema, ni siquiera fortalecer los servicios sanitarios, ya que cuenta con hacer pruebas generalizadas, como hizo Corea del Sur, controlar a los infectados desde el principio y evitar la multiplicación de los contagios. Es más barato y acorde con los usos ya asentados de las tecnologías de la información para la observación, la explotación de los datos y la vigilancia de la ciudadanía. Muchas empresas, en este rincón del globo, se están aprestando a fabricar mascarillas y pantallas faciales, convencidas de que serán de uso común las próximas temporadas. Muchos científicos se pronuncian a favor de estos sistemas de telecontrol argumentando que la vida está antes que la posible merma de libertad individual. La ministra de Economía y el de Sanidad españoles anuncian la puesta en marcha de una aplicación de estas características, de acuerdo, naturalmente, con las grandes empresas de telecomunicación. No parece haber ninguna dificultad para que la geolocalización universalizada por los móviles inteligentes de todos los usuarios pase de las manos de las empresas de telecomunicación a las del gobierno –a sus servicios de salud e investigación, únicamente, insisten. Aunque a quien salga de la región o comunidad donde debe estar, le corresponde “automáticamente” una sanción–.
En un futuro posible, el modelo surcoreano se impone y se perfecciona –quizá, en lugar de depender de los teléfonos móviles, se pueden realizar implantes corporales de pequeños chips que permiten el seguimiento (como ya se hace con las mascotas) e incluso el biocontrol–. En ese futuro casi actual los humanos circulamos cada quien con su pantalla-mascarilla, guantes y distancia social ad hoc y somos retirados de la circulación en el momento en que los artilugios que nos observan detecten, por ejemplo, algún aumento de nuestra temperatura corporal. En este orden del biocontrol light no entramos y salimos de sucesivas olas de contagio, como prevén muchos epidemiólogos, sino que el contagio está siempre en el aire, la gente se ha adaptado, prudentemente, para sobrevivir, a una vida social entre burbujas distantes y a que las personas desaparezcan súbitamente en “arcas de Noé” aisladas del mundo. ¿Cómo serían las vidas de las personas, de los grupos familiares y sociales, de las organizaciones o las empresas, en este modo de distancia y de rotación continua en el que nadie puede ser insustituible y nadie podrá prever cuándo va ser retirado? El biocontrol, hay que temer, tenderá a perfeccionar las sinergias entre las grandes empresas y los sistemas de protección-vigilancia públicos, para detectarnos y controlarnos antes de que estemos enfermos, al igual que el actual seguimiento informático de cada usuario de la red revela y rentabiliza sus propensiones o sus deseos antes de que él o ella se los hayan siquiera planteado.
Los socialdemócratas (de la opción b) resurgen con fuerza y parece imponerse su crítica a la destrucción en estas pasadas décadas de los servicios públicos de salud y su convicción de que solo con servicios de atención médica y de cuidado bien dotados, eficaces y generalizados estaremos protegidos de este tipo de amenazas que, según dicen quienes saben, seguirán produciéndose en el futuro. Al punto de que la (ultra)derecha se apresura a atajar esa verosímil conclusión y a difundir los más enloquecidos insultos y bulos tachando de irresponsables, asesinos, comunistas, etc. a sus enemigos, que son todos los más o menos socialdemócratas. Pero demasiado sabemos que el realismo pragmático de esa política orientada a fortalecer los servicios sociales no garantiza que vaya a triunfar (o que se vaya a tener en cuenta, por ejemplo, la evidencia de que Alemania, que tenía más camas de hospital y de UCI por habitante que España, ha tenido una menor proporción de muertos por Covid-19). Podemos decir que para muchos la necesidad de esas instituciones ya era evidente antes de la pandemia y sin embargo se destruyeron desde un capitalismo neoliberal que se imponía como un lugar común incontestable (un lugar común que se impone no porque sea estadísticamente una mayoría quien lo cree, sino porque “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, como decía Jameson).
El optimismo social tiene de su parte, además del realismo pragmático de la propuesta socialdemócrata, el hecho de que se han dado en estos 20 días grandes muestras de solidaridad y no sólo en las profesiones médicas y asistenciales. No es verdad que el Covid-19 nos aísle y favorezca únicamente las reacciones inmunitarias (estilo ‘sálvese quien pueda’, cerremos fronteras, etc.) La sensación de ser todos vulnerables y de estar todos bajo la misma amenaza, incluso toda la humanidad, es muy real y, según como sea orientada, puede potenciar el sentimiento de interdependencia, de ser parte de una unidad de iguales en su fragilidad y necesitados del mutuo cuidado. Casi paradójicamente, pues no podemos frecuentar la calle ni los lugares de encuentro, muchos vecindarios han vuelto a ser espacios de proximidad, de atención mutua y de colaboración. Y en todas las ciudades, vecinas y vecinos están saliendo desde hace semanas todos los días a la misma hora a sus ventanas y balcones para hacer el gesto de aplaudir al personal sanitario. Nadie se lo quiere perder. Es un momento muy emocionante, dicen. Con ese aplauso no solo agradecen al personal médico y sanitario su entrega, también se hacen presentes y perciben a muchos otros que hacen el mismo gesto que ellos, todos entonan y jalean un sonoro batir de palmas conjunto. Sienten el placer, la alegría natural, de perder sus barreras individuales en la masa, que diría Canetti. Es un momento de masa festiva que agradece y reconoce el valor de quienes nos cuidan, muy bienvenido en este tiempo de aislamiento. Estamos confinados en las casas, pero por unos minutos sentimos cada día la euforia de formar parte de algo mayor que la propia persona, de vivir un intenso sentimiento de gratitud y reconocimiento compartido con la colectividad.
Lo que faltó a los políticos que tenían que tomar decisiones en las primeras semanas y a los empresarios que se resistían al cierre de la producción, fue, entre otras cosas, imaginación
Pero la solidaridad o las emociones de pertenencia, vulnerabilidad e interdependencia han de ser encauzadas, orientadas en alguna dirección, porque siempre los pensamientos y los discursos actúan sobre las emociones primarias produciendo muy diferentes tipos de sentimiento (como dice Damasio). Esas emociones, concedamos esto al pesimismo, pueden desaparecer por las fuerzas combinadas del individualismo dominante, de la inercia del regreso a lo mismo y de los poderes del statu quo, que tenderán a transformarlas en sentimientos más convenientes a ese statu quo. Abrir otras opciones requiere indagar colectivamente sobre potenciales causas y soluciones y aportar materiales para la imaginación y la percepción afectiva de otros mundos posibles. Preguntarse qué hace que se produzcan estas terribles pandemias y si hay que resignarse a ellas o se puede hacer algo para evitarlas. Si además de la multiplicación global de los contactos y la precarización de los servicios de salud hay que contar entre las causas de las nuevas epidemias la zoonosis, el paso de infecciones de especies animales a la humana y a la inversa, que ha sido potenciada por la invasión y la destrucción de los hábitats de muchas especies, según sostienen algunos científicos. Esta sería una razón más para relacionar los diversos planos de lo local y lo global, para conectar el cambio climático con el riesgo de pandemias. Y un argumento de peso a favor de la necesidad de un cambio radical (la opción c) en nuestros modos de vida y nuestros valores. Pero hacer esta opción practicable requiere hacerla verosímil, imaginable y atractiva para amplios públicos, un trabajo colectivo de inteligencia y creatividad que ha de ir más allá de la necesaria indagación.
Lo que faltó a los políticos que tenían que tomar decisiones en las cruciales primeras semanas de la infección de Covid-19 y a los empresarios que se resistían al cierre de la producción, fue, entre otras cosas, imaginación. Pese a que se había visto en Wuhan (que distribuyó valiosa información científica, junto a ciertas ocultaciones o dudosas cifras oficiales), nos pareció algo demasiado lejano y extraño a nuestro mundo. Faltó la capacidad de imaginar en nuestro entorno las consecuencias, entonces mal conocidas, de la alta capacidad de contagio y de mortalidad de este nuevo virus para el que no tenemos defensas. Otros países, como Corea del Sur, Grecia, Portugal, en cambio, sí comprendieron la dimensión de la amenaza de la que advertían los epidemiólogos y tomaron a tiempo medidas para contenerla. Los epidemiólogos por su parte, podían preverlo e imaginarlo, porque ya lo habían visto en las simulaciones informáticas, que permiten estudiar dinámicas complejas y proyectar sus desarrollos posibles.
El conocimiento de cómo se comporta el virus seguirá siendo fundamental para llevarnos a aceptar unas u otras políticas de “contención”. Pero las decisiones sobre la pandemia tienen implicaciones tanto biológicas y médicas como sociales, económicas, políticas, y requieren indagaciones colectivas, como decía Dewey, en las que puede participar el público, gracias a las competencias de los traductores, divulgadores y periodistas, quienes ponen a disposición del vulgo y hacen discutibles públicamente los saberes científicos. Pero además tenemos que aprender a imaginar esos futuros que pueden ser casi peores que la enfermedad y a sentir temor ante ellos –y esperanza ante otros futuros deseables–. Hacer como los ecologistas, que, combinando investigación y creatividad comunicativa, nos enseñaron a imaginar y a temer las terribles consecuencias del cambio climático. No para paralizarnos o desesperarnos, sino para animarnos a cambiar nuestro comportamiento y a esperar y demandar otras políticas.
El peligro de las metáforas
Nos jugamos mucho en la calidad de la divulgación y de la comunicación que circula sobre el virus en medios y redes. Y en este terreno hay mucha preocupación por la metáfora bélica aplicada a la pandemia. Bienvenida sea la reflexión sobre los modos en que damos sentido a lo que nos ocurre. Tienen razón en algo quienes se preocupan, pues todas las metáforas tienen su peligro, sobre todo el peligro de ser magnificadas o tomadas demasiado literalmente. Pero afortunadamente las metáforas no suelen ser tomadas en su literalidad (salvo por la mayoría de quienes escriben hoy contra la metáfora bélica). Resulta natural estar contra la guerra, uno de los horrores mayores para la humanidad, si no el mayor. Seguramente preferimos el amor, el sentimiento humano más noble. Sin embargo, hay que notar que la mayoría de las historias de amor son normativas, consagran un orden social, afectivo y sexual desigual (aunque también hay historias de amor que dan un sentido opuesto a ese sentimiento capaz de romper barreras y moldes). Y algo similar se puede decir de las metáforas. “Sin ti no soy nada” puede ser una metáfora del momento de exaltación en la fusión, del sentir disuelta la propia individualidad en la unión amorosa. Pero resulta destructiva si es magnificada o tomada literalmente y bloquea la necesaria elaboración de la tensión entre fusión y distancia, entre unión afectiva y respeto a la diferencia propia de cada persona en una relación duradera.
Decía Borges que una misma metáfora puede producir efectos de sentido muy diferentes y ponía como ejemplo la metáfora del tiempo humano como un río. Heráclito decía “En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos (los mismos)”, o “Nadie puede entrar dos veces en el mismo río”, en la versión de Platón, sugiriendo la idea de una inacabable diversidad, una mutación continua. En cambio, en los versos de Jorge Manrique, “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir”, el río trae la imagen de una fatal condena a un destino humano prefijado e inamovible.
Esta pandemia es, literalmente, una catástrofe, pero puede muy bien ser metafóricamente una guerra contra un peligroso enemigo común e inspirar actitudes necesarias para combatirlo
Las metáforas son imprescindibles en el lenguaje –de hecho, ningún lenguaje, salvo quizá el matemático, puede prescindir de ellas–. Parece que no podemos comprender el mundo sin dar esos saltos imaginativos que nos permiten pensar una cosa en términos de otra, con las cualidades de otra muy diferente, en una forma que hace surgir de esa diferencia un rasgo común que enriquece nuestra comprensión previa. Cuando alguien dice “A Fernández se le fue la olla” puede contar con que sus interlocutores entiendan que habla en sentido figurado. La materia, la forma, el contenido de la olla son aspectos inmediatamente descartados cuando usamos esta expresión donde un solo aspecto se hace pertinente, la olla puede estallar o escapar a nuestro control. La metáfora nos lleva a entender la perturbación mental (de la cabeza o “la olla”) de Fernández como un descontrol transitorio, en contraste con la idea del desequilibrio mental permanente que sugieren expresiones literales del tipo “está loco” –a su vez una expresión que significa algo muy diferente, claro está, si es usada en sentido metafórico–. Cuando hoy se dice “estamos en guerra contra el coronavirus” podemos esperar que nadie, nadie con el sentido de la lengua propio de los hablantes del común, la entienda como expresión literal y vaya en busca de armamento, bombas, explosivos, virtudes “viriles” para el combate, etc.
¿Aporta algo esta metáfora? Son valiosas las metáforas cuando amplían nuestra imaginación y nos permiten comprender de un modo nuevo o hallar soluciones para situaciones inéditas. La metáfora de la guerra contra el Covid-19 surge cuando vemos en la situación aspectos que son propios de una guerra. En particular uno: todos estamos amenazados por el mismo “enemigo”. Escucho a un epidemiólogo que valora la metáfora de la guerra pragmáticamente, por sus consecuencias: sirve para implicar y activar a la población, movilizarla, dice. Y movilizar a la población en la lucha contra este virus es lo único realista, afirma. Esta pandemia es sin duda, literalmente, una catástrofe, pero puede muy bien ser metafóricamente una guerra contra un peligroso enemigo común e inspirar actitudes necesarias para combatirlo. Por cierto que de la idea de la “lucha” del cuerpo contra la infección provienen muchos de los términos médicos no metafóricos, que hablan de la “fuerza” de las “defensas” del organismo, de los “anti-cuerpos”, etc.
Se le reprocha a la metáfora de la guerra contra la Covid-19, además de la supuesta exaltación de la violencia, el nacionalismo, el militarismo, el que “humaniza al virus” al convertirlo en el enemigo. Confieso que en este punto no veo el inconveniente, ¿por qué es inaceptable humanizar al virus? El virus, nos dicen, ha saltado de una especie animal a la humana, como hicieron antes algunos otros virus. Pero no hay duda de que ahora este singular coronavirus ha entrado insidiosamente a formar parte de lo humano y quedará con nuestra especie quién sabe hasta cuándo. Los virólogos y epidemiólogos relatan cómo están intentando comprender las “estrategias” de este nuevo virus que, pese a no ser un ser vivo (y mucho menos un ser humano dotado de voluntad, conocimiento o intención), es perfectamente capaz de tener tácticas propias, diferentes de las de otros virus, que le permiten “ocultarse” durante un tiempo, “engañar” a nuestras defensas, etc. Los científicos se sirven de estas metáforas, que efectivamente “personifican” al virus, como recursos necesarios para comprender una entidad nueva, en buena parte desconocida, que solo podrán tratar cuando puedan dar sentido a su modo de actuar en nuestro organismo y de propagarse a otros.
Pero sobre todo es importante saber cuándo hay que abandonar una metáfora. Sobre el sida y sus metáforas decía Susan Sontag: “Aún la enfermedad más preñada de significado puede convertirse en nada más que una enfermedad. Sucedió con la lepra (...) y sucederá con el sida, cuando la enfermedad esté mucho mejor comprendida y sea, sobre todo, tratable”. Y entender que ninguna metáfora, ningún marco de sentido único, es suficiente para comprender las múltiples dimensiones implicadas en una situación como la actual. Si conviene participar unidos en el combate contra este mal, también conviene poder juzgar y criticar las políticas que han conducido a la destrucción de los entornos naturales, las que han dejado en la penuria los servicios sociales de salud o las de las actuales autoridades (que como bien sabemos no son nuestros comandantes ni jefes jerárquicos incontestables, sino los servidores y gestores de lo público), cuando es necesario y oportuno hacerlo.
Ante el brutal ataque de un enemigo real y desconocido todos hemos hecho el esfuerzo de tratar de comprenderlo. Hemos aprendido que todos somos igualmente frágiles, algo que debía ser claro para la especie humana hace tiempo. Pero ha sido la enfermedad, la amenaza colectiva del Covid-19, la que nos ha hecho súbitamente evidente, imaginable y sentida, nuestra vulnerabilidad y dependencia del entorno. Necesitamos buena información y discusión, así como nuevos recursos imaginativos y metáforas, para comprender mejor, por ejemplo, que hemos de restaurar nuestra relación con los entornos naturales, que somos capaces de mucho menor consumo, que necesitamos no sólo residencias, médicos y hospitales bien dotados, sino también la dedicación vocacional de los profesionales de la medicina y el cuidado, entre otros, el respeto de todos a las normas que nos protegen, el ingenio de los amigos que sostienen, aun a distancia, nuestro estado de ánimo, el buen hacer de tantos que contribuyen al bien común porque han aprendido que es la forma de defender también el bien propio.
Vernos confinados, junto a toda la población de España, Italia, Francia, Gran Bretaña, Argentina y muchos otros países, está siendo una experiencia inédita que seguramente nos cambiará, aunque aún no sepamos cómo. Nunca se había encontrado la humanidad en la situación de enfrentarse conjunta y casi...
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Cristina Peñamarín
es catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.
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