Crónicas hiperbóreas
Pero, ¿se gestionó bien alguna crisis en España?
Xosé Manuel Pereiro 28/04/2020
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Hay gente que lo tiene completamente claro, porque si el líder de su partido ha matado a su madre (no a la del líder, sino a la suya de ellos), concluyen que algo habrá hecho la buena señora. Pero la gente que carecemos de esa envidiable confianza en la clarividencia que otorga haber obtenido más votos que un compañero de partido, para ponerle nota a la gestión de este Gobierno, o más exactamente, a la del conjunto de gobiernos de España, sobre la epidemia tendremos que leer lo que aquí ha escrito Ignacio Sánchez-Cuenca o esperar una temporada. Es decir, tenemos que confiar en el peso del conocimiento o en el paso del tiempo para aclarar las mentes, sosegar los ánimos y ayudarnos a discernir si la gestión ha sido positiva, negativa, si han hecho lo que han podido o si ya nos veremos en las urnas. Con un conocimiento ligerísimo, pero mucho paso del tiempo, me atrevo a afirmar que esperar una buena gestión de cualquier crisis por parte de un gobierno español sería, como decía Samuel Johnson de las segundas nupcias, el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Y hay muchos ejemplos.
Ignoro por completo cómo reaccionaron los burgos y los reinos que existían en la península Ibérica en la época de las pestes medievales, pero en el antecedente directo de la covid-19 que nos asola, la gripe llamada española de 1918, la respuesta no fue como para tirar cohetes. Todo parece apuntar a que el origen fue una cepa desconocida del virus de la gripe que surgió en los EE.UU. y entró en Europa con el millón de soldados norteamericanos que vinieron en 1917 para inclinar el resultado de la Gran Guerra del lado aliado. Los primeros afectados fueron militares británicos y franceses, y después alemanes. Aquí llegó en los trenes en los que volvían el medio millón de jornaleros españoles y portugueses que habían ido a la vendimia a Francia para suplir la mano de obra ocupada en la guerra. Las fiestas patronales, los festejos varios, la vuelta a casa de los militares de reemplazo se encargaron de repartirla a la población. En Madrid, un par de semanas después de San Isidro, El Heraldo de Madrid cifraba en 100.000 las personas afectadas (de una población de 700.000), número que se duplicó en una semana. El Gobierno –sobre todo a raíz de que se contagiasen Alfonso XIII y el presidente del Consejo de Ministros, José García Prieto– decretó el cierre de cines, teatros, y muchas empresas también lo hicieron, aunque hubo obispos que convocaron misas multitudinarias para implorar el cese de la plaga, y amenazaron con la excomunión a las autoridades que osaran prohibirlas.
El número de fallecidos entonces en todo el mundo sigue siendo objeto de debate. Las autoridades españolas cifraron entonces en 186.174 las muertes ocasionadas por la gripe, pero estimaciones actuales las elevan a 260.000 (el 1,25% de toda la población). Un porcentaje de mortalidad superior al de Italia (400.000 muertos, 1,1%), Gran Bretaña (250.000, 0,5%) o Estados Unidos (700.000, 0,6%), a pesar de que nuestro país no había sido asolado por la Gran Guerra, y el buen o mal estado de las infraestructuras sanitarias solo podía atribuírsele a la peor o mejor administración. Para que todo les suene a conocido, también las mentes más preclaras de la prensa se tomaron a broma la gripe. “Canguelitis”, la llamaron en El Liberal y en ABC dijeron que se reducía a “dos o tres días de brazos caídos y el cuerpo derrengado”.
De las pestes de finales del siglo XX, la acción del gobierno en la del aceite desnaturalizado de colza no fue precisamente brillante. Aquello fue un caso más del dinámico emprendedor que aprovecha los resquicios en los controles sanitarios de los productos de alimentación (resquicios por los que entraba un barco de costado) para colocar su mercancía. El nivel de respuesta de la administración lo dio el entonces ministro de Sanidad diciendo que el síndrome tóxico causante de la muerte de 4.000 personas “es menos grave que la gripe. Lo causa un bichito del que conocemos el nombre y el primer apellido. Nos falta el segundo. Es tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata”.
El sida, que empezó arrasando el primer mundo en los 80 y después continuó imparable por el segundo y el tercero, es ahora una enfermedad crónica, al menos para los que se pueden pagar el tratamiento. Está previsto, o estaba, poner fin a la epidemia de VIH en el año 2030 y, según un estudio recogido en The Lancet en 2016, las infecciones disminuyeron en los últimos años en la mayoría de los regiones. España es una de las excepciones. Es el país de la UE donde más ha aumentado (un 1,5% anual), y el tercero de Europa, por detrás de Rusia y Ucrania. Aunque bien es cierto que eso se debe no tanto a la desidia de las autoridades (aquí el porcentaje de afectados tratados con antirretrovirales para interrumpir la replicación del VIH es del 66%, mientras la media mundial es del 41%) como a la trivialización de la enfermedad por parte de las personas expuestas al riesgo de contraerla.
En lo que a mi experiencia concreta se refiere, creo que hay pocas administraciones como las españolas capaces de convertir dos naufragios en catástrofes. En el del Cason, un mercante chino que embarrancó en Fisterra a finales de los 80, consiguieron que una comarca entera –50.000 habitantes– se evacuara por su cuenta y riesgo, por carreteras infames, en medio del crudo invierno. No fue la retirada de Napoleón de Rusia, pero muchos hicieron a pie decenas de kilómetros. No hubo organización oficial alguna y pese a ello –o gracias a ello– no se registró no ya ninguna víctima, sino ni siquiera un accidente de tráfico. Otra fue el Prestige, o cómo hacer de un barco con una brecha una regadera flotante por toda la costa. La gestión del 11-M fue también fastuosa: una masacre que reforzaría a cualquier gobierno generó, a consecuencia de su falta de credibilidad y de su evidente voluntad de engaño, su derrota en las urnas.
Hay otra constante en todos estos conflictos: la saludable reacción de la sociedad. Desde el enorme movimiento cívico que fue Nunca Máis a la serenidad del pueblo madrileño el 11-M, pasando por la paciencia actual de la mayoría de la población. Quizá sea el instinto de supervivencia o que alguien tendrá que hacerlo bien, o la experiencia de que solo la gente salva a la gente. Y también hay una variable preocupante, que ha ido en aumento crisis a crisis. El papel de los medios de comunicación en cualquier tipo de catástrofe es también, en cierta forma, de salud pública. Garantizar que la información, como el agua, sea potable y pueda llegar a todos. El problema es que algunos se han ido convirtiendo en parte de la peste.
Hay gente que lo tiene completamente claro, porque si el líder de su partido ha matado a su madre (no a la del líder, sino a la suya de ellos), concluyen que algo habrá hecho la buena señora. Pero la gente que carecemos de esa envidiable confianza en la clarividencia que otorga haber obtenido más votos que un...
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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