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Yo lo he tenido muy presente. Primero como cuento para niños, después como leyenda familiar y más tarde como “historia de vida” que un sociólogo contrasta con las viejas estadísticas del caso. Mi abuela Ángela fue una superviviente de la pandemia de la gripe de 1918. Se quedó sola, sin madre, sin hermanos; luego, sin padre. En pocos días la gripe mató a todos los suyos salvo a ella, que fue acogida por una tía segunda. Luego se casó, de noche y de oscuro, como era costumbre, por no tener padres. Más tarde la guerra, la larga postguerra de carestías, estraperlos y racionamientos. Tuvo cuatro hijas y un hijo. La primera, con dos años, se murió de una vulgar escarlatina. Somos quince nietos.
De mayor tuvo sus achaques y sus enfermedades, pero siempre supo apreciar el abismo que separaba la sanidad española de los noventa con la de aquella España del 1918, sin vacunas, sin antibióticos, sin medicamentos contra la fiebre o contra cualquier infección, viviendo en una región que además era endémica de paludismo, un sistema hospitalario inexistente en la comarca y una esperanza de vida de poco más de 45 años. Cómo sería la cosa, que mi abuelo consultaba los problemas de salud que a veces tenía la familia a un amigo suyo, veterinario, y se curaban. Pero la sanidad que ella comenzó a utilizar de forma crónica a partir de 1990, ya siendo muy mayor, era otra cosa. Todo aquello le parecía a mi abuela Ángela una maravilla: vacunas, hospitales, pediatras, tratamientos efectivos y pastillitas de todos los colores que lo curaban casi todo o al menos diluían los síntomas y borraban el dolor. Murió con 98 y fue feliz muchas veces, durante mucho tiempo a pesar de haber conocido lo peor de ese endemoniado siglo XX.
Pero no quería hablar de todas estas batallitas sino de su actitud ante las catástrofes sanitarias y sociales que vivió. Ella siempre era optimista, prudente y sensata. Siempre cuidadora pero sin agobiar; previsora pero sin temor, sin miedo. Cuando nos contaba cómo perdió a toda su familia, cómo las campanas de las iglesias dejaron de doblar por los muertos para que no estuvieran todos los días sonando o cómo era los primitivos remedios y fármacos de entonces, lo hacía con distancia, sin angustia, como contando una anécdota banal. Diciendo, mirad, todo esto pasó, pero ya no va a volver a pasar porque España es un país moderno, con una sanidad pública estupenda. Ahora la vida es más fácil y sobre todo más segura, nunca hay que vivir con miedo.
Todos los nietos creo que aprendimos de nuestra abuela Ángela a tener esa actitud a medias optimista, a medias ascética, a medias prudente y siempre positiva ante las incertidumbres, las enfermedades o las pequeñas o grandes catástrofes de vivir
Seguimos enfermando, nos seguimos muriendo, claro, todos esos rollos del transhumanismo son pajas mentales. La muerte es parte de la vida, es obvio que morirse es un fastidio casi siempre, o un alivio a veces. Pero todos sus nietos siempre fuimos muy conscientes de que el sistema sanitario público que teníamos en España era un tesoro que, además, a la mayoría nos ha salvado en algún momento, literalmente, la vida. Y todos los nietos creo que aprendimos de nuestra abuela Ángela a tener esa actitud a medias optimista, a medias ascética, a medias prudente y siempre positiva ante las incertidumbres, las enfermedades o las pequeñas o grandes catástrofes de vivir. Estamos en pandemia, pero no es la gripe del 1918, el sociólogo que soy mira las estadísticas y constata que “no es para tanto” si lo comparamos con la historia de otras grandes ‘pestes’ de los últimos siglos o con la morbilidad y mortalidad de otras enfermedades que matan mucho más, aunque más lejos, solo a los pobres. Además sé que los sistemas sanitarios públicos, la industria farmacéutica y la investigación atajará en un año más o menos el asunto. Es verdad que económicamente va a ser una catástrofe, pero que sea grave o gravísima dependerá del gobierno español y el europeo, de su capacidad y voluntad para cambiar este estúpido capitalismo neoliberal del sálvese quien pueda en el que parecía que estábamos viviendo con una normalidad suicida, sin haber aprendido mucho en la anterior crisis del 2008. Espero que mi gobierno de aquí, y en Europa, dé la talla esta vez.
Pero lo mío es la gastrología, no la epidemiología, no la política. Mi abuela también nos enseñó a los nietos mucha cocina. Aprovechemos estos tiempos caseros, de cuarentena obligada o voluntaria, para cocinar los guisotes de siempre, los pucheros de legumbres, los arroces, los fritos de temporada, los revueltos, los platos de verduras o incluso guisos barrocos y refinados hechos con lentitud y glotonería. Los mercados de ahora jamás van a estar desabastecidos, así que no acaparemos alimentos pero ¡cocinad malditos!.
Esta clausura será un buen pretexto para volver a la lectura y dejar por un rato la televisión sensacionalista, así que os propongo una catástrofe remota a modo de evasión y un guisote LARGO que nunca hizo mi abuela
Esta clausura será también un buen pretexto para volver a la lectura y dejar por un rato la televisión sensacionalista, así que os propongo una catástrofe remota a modo de evasión y un guisote LARGO que nunca hizo mi abuela pero que le encantaba leer y por eso lo cocino hoy. Vámonos, acompáñenme lejos, a 1871. Wilhelm, el padre de Isak Dinesen, estuvo en esos días por París. Fue tratado con cortesía y pudo ver cómo la “república universal” podía ser un hecho. Luego Karen, nombre real de la escritora, convertirá en heroína huida a una cocinera del Café Anglais en su cuento El festín de Babette. ¿20.000, 50.000 muertos por los bombardeos y represión posterior? La Comuna de París y, sobre todo, los hechos sociales asombrosos que allí se inauguraron asombraron a Marx, hicieron temblar a la burguesía republicana y, sobre todo, a los tipos que estaban inventando y construyendo todos esos nacionalismos incipientes que hoy nos encierran. La Comuna sería luego mal historiografiada, vilipendiada, fabulada y utilizada a su interés por los apologetas del socialismo real. Pero de toda aquella palabrería podemos rescatar tres hechos cristalinos: la quema de la guillotina en la plaza de Voltaire para simbolizar que no debía de haber jamás conexión entre revolución y cadalso; la destrucción de la columna de Vendône construida para glorificar el imperialismo napoleónico y que fue derribada para condenar la guerra entre los pueblos y para demostrar la fraternidad internacional; y la creación de la Unión de Mujeres para la Defensa de París que comenzó a reorganizar el trabajo femenino y a luchar por el fin de la desigualdad económica basada en el género.
Así que, en memoria de aquellos comuneros y comuneras, y también de mi abuela Ángela, voy a hacer una sopa de tortuga verdadera, como la que preparó la cocinera de Isak Dinesen, pero sin tortuga, porque las tortugas se extinguen y no precisamente porque nos las comamos, sino porque ellas se comen los plásticos creyendo que son medusas y mueren, porque se enganchan en los miles de millones de anzuelos de los palangres y mueren, porque en las playas donde desovaban hay ahora sombrillas y hoteles todo incluido.
Doro en el horno unos huesos de pollo, huesos de conejo, hueso de rodilla de ternera, un trozo de carne de falda y unas costillas de cerdo, media cabeza de cordero y una cebolla troceada. Coloco estos despojos en la olla. En la bandeja de horno en la que se han tostado echo una copa de vino blanco para que se haga caldillo la sustancia repegada al fondo. Añado también al agua una hoja de laurel, dos trozos de hueso de jamón ibérico, dos pechugas de pollo, tres zanahorias, una rama de apio y un puerro. Cuece que cuece a fuego lento dos horitas y entonces añadimos un diente de ajo grande muy machacado, una copa de jerez seco, el zumo de una cebolla, pimienta y azafrán tostado, otro cuatro de hora de cocción, enfrío, desgraso y cuelo muy bien el caldo, lo vuelvo a calentar, corrijo la sal y pico un huevo duro y las pechugas cocidas para echar un poquito de esta picada en cada cuenco junto a una yema de huevo desleída en un poco de caldo templado. Sopa caliente para vivir, solo sabor, la sopa, el caldo, alimenta poco pero llena el alma con el calor del fuego que domesticamos hace miles de años. Ellas, las tortugas, llevan mucho más volando dentro del mar.
Yo lo he tenido muy presente. Primero como cuento para niños, después como leyenda familiar y más tarde como “historia de vida” que un sociólogo contrasta con las viejas estadísticas del caso. Mi abuela Ángela fue una superviviente de la pandemia de la gripe de 1918. Se quedó sola, sin madre, sin hermanos; luego,...
Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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