La lectora común (VIII)
Maternidad, escritura y encierro
Notas desde mi ventana
Carmen G. de la Cueva 1/05/2020
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Hace cuarenta días pensaba que bastaría con escribir un poco, unas líneas cada día a modo de diario para recordar. No quería olvidar nada: el cielo que, a pesar del apocalipsis pandémico, se mostraba más azul que nunca, los primeros pasos de mi hijo, titubeantes y eufóricos, mis impresiones y emociones ante la posibilidad de encerrarme con mi familia durante quince días entre las cuatro paredes de una casa de pueblo sin frigorífico, sin agua caliente y sin wifi. Quince días, quince días más, otros diez y aquí seguimos.
Mi hijo ha aprendido a caminar en una habitación de cuatro metros cuadrados y, en las noches despejadas, se asoma a la ventana para buscar la luna y las estrellas. En el pequeño patio delantero ha visto nacer unas florecillas blancas silvestres cuyo nombre desconozco y ha perseguido a hormigas de, al menos, seis tamaños distintos con sus dedos. Como ya se sabe todos sus libros de memoria –los pocos que pudimos traernos días antes de que se decretara el estado de alarma cuando todavía viajábamos y otros que su padre le ha comprado en la papelería del pueblo– le enseñamos algunos de los quedaron aquí como huellas de vidas pasadas.
En esta casa vacía donde hasta hace cuarenta días no vivía nadie, hemos encontrado una biografía de Monet con sus cielos y mares de pinceladas rabiosas y un libro sobre la luz en la pintura que esconde un cielo azulísimo de Canaletto sobre la Plaza de San Marcos de Venecia a doble página. Ahora es mi hijo quien los busca torpemente queriendo pasar las páginas con sus rollizas manos de bebé y, cuando los encuentra, señala a ese otro cielo que se ve a través de la ventana. Por las noches, cuando él se duerme en mis brazos y yo hago recuento del día, me pregunto si, en su cabecita, el cielo de los libros y el cielo de la ventana son el mismo o es, precisamente el cielo que se ve en ese afuera al que no podemos salir, el que imita al de los libros.
Ahora sé que, por mucho que escriba o que lo intente, hay días en que las tareas son tantas y el cansancio y la ansiedad tan profundos, que me limito a registrar los acontecimientos. Algunos días, si dispongo de más tiempo, me gusta practicar aquello de Perec de “me acuerdo” que tan bien imitó Margo Glantz y escribo sobre los días previos al confinamiento. Por ejemplo, me acuerdo de que el último día que salí a pasear con mi hijo por el pueblo fue el 11 de marzo. Me acuerdo de que el cielo estaba de un azul pálido y había una masa de nubes blanquísimas que parecían desmigajarse con el viento. Estuvimos en la plaza viendo el río desde el mirador y también fuimos a la biblioteca. Era miércoles, me acuerdo bien porque la biblioteca solo abre por la mañana los miércoles.
La idea de que Esther Tusquets hubiera encargado aquel cuento mientras estaba embarazada o en los primeros meses de vida de su hija, me pareció hermosa
Mientras Diego trasteaba con varios libros en el suelo, yo encontré entre las estanterías de álbumes ilustrados un cuento que la escritora Carmen Kurtz publicó en Lumen en 1973 en la que se llamó “Colección de Grandes Autores”. El título era Color de fuego y tenía una dedicatoria que decía “A Milena Busquets, en su primer año”. La idea de que Esther Tusquets, editora de Lumen por entonces, hubiera encargado aquel cuento mientras estaba embarazada o en los primeros meses de vida de su hija, me pareció hermosa. Y pensé en escribirle a mi editora y comentárselo. Quizá se podría reeditar la colección con prólogos nuevos, quizá se podría ampliar con voces más jóvenes. Pensé en mis amigas escritoras y madres, aquellas con las que muchas veces comparto desvelos. Me imaginé a Silvia Nanclares escribiendo un cuento para Valentín, su bebé, o a María Folguera ideando una nueva versión de Caperucita para su hija Carmen.
Cada uno de los libros de esa colección contiene un pequeño texto introductorio de carácter personal que habla del significado de los cuentos en la vida de sus autores. Kurtz escribe que, cuando era pequeña y le costaba dormir, su madre le contaba cuentos como nadie se los volvería a contar jamás. Su madre murió cuando ella tenía cinco años y su padre y hermanos le dijeron que se había ido al cielo. “¿A santo de qué mamá se había ido al cielo dejándonos tan solos? Dormía en la misma habitación de mi hermana pequeña que aún no había cumplido el año. Era muy llorona la tal hermana y yo, para que durmiera y me dejara dormir, traté de contarle los cuentos de mamá”.
La historia de Kurtz va saltando de un recuerdo a otro: de los cuentos a su hermana pequeña hasta los veranos en la inmensa finca de sus abuelos capaz de albergar estanques, árboles, flores y animales. La niña que fue Kurtz comenzó a escribir a los doce años en aquella finca y dejó de hacerlo porque, según ella misma dice, “me casé bastante joven y me marché a Francia con mi marido”. En las lindes del bosque de Fontainebleau, en Melun, por donde también corrían las aguas del Sena, tuvo a su primera hija, Odile, que dormía siempre y no lloraba nunca, pero que comía tan mal, que su madre tuvo que empezar a contarle cuentos para que abriera la boca.
Cuando volvieron a España en 1943, el padre de Carmen Kurtz la oyó contarle uno de sus cuentos a Odile y la animó a escribirlos. “Y así empezó la cosa. Escribí montañas de libros, más de un centenar. La gran causante de mis historias para niños ha sido mi hija Odile”.
Contar historias es también una manera de engañar al tiempo de la crianza, las historias, repetidas mil veces hacen que las horas vuelen
Nunca llegué a escribirle a mi editora para contarle sobre el cuento de Kurtz, pero le he dado muchas vueltas en estos cuarenta días. No solo a la historia de cómo una niña sin madre se convirtió en escritora, sino a la difícil tarea que supone la maternidad, a la pérdida de libertad y tiempo, al esfuerzo constante de cuidar, es decir, cocinar, alimentar esas boquitas, limpiar encimeras, suelos, lavar y fregar, recoger una vez y otra y otra los bloques de construcción, los pequeñísimos animales de granja, los rotuladores gastados, chupados y sin capuchón que consiguen rodar hasta el lugar más remoto y polvoriento del sofá. “La historia de una batalla inútil y desesperanzadora contra el polvo” que diría Annie Ernaux.
Contar historias es también una manera de engañar al tiempo de la crianza, las historias, repetidas mil veces hacen que las horas vuelen. Algo así debía de ocurrirle a la escritora Grace Paley que dijo que lo natural para ella era repartir su tiempo entre sus distintos intereses. “Cuando tienes hijos, no quieres dárselos a alguien para que los cuide. Es interesante ver cómo crecen y si renuncias demasiado a verlos al final te estás privando a ti misma. No quiero decir que no quieras ser libre, porque realmente quieres serlo y quieres tenerlo todo. Pero te dividen tus intereses, te sientes dividida, y mira que solo tenemos una vida, por Dios. Y en cierto modo tenemos el privilegio de hacer todo lo que podamos”. ¿Las madres tenemos que renunciar siempre a alguna cosa?
Durante estos días, además de asomarme a las ventanas de esta casa, he metido la cabeza en esa ventana que me lleva a otras vidas: la literatura. Me acuerdo también de Natalia Ginzburg y su estupendo cuento Las tareas de casa: “La madre se pregunta, mientras friega el suelo con energía, por qué hace algo que tal vez es realmente inútil y mortificante, si en memoria de su madre o por un placer estéril y maniático. No lo hace por amor a la casa, ya ha comprendido que la casa no le importa en absoluto. Lo que le importa en el mundo son sus hijos, y sus dulces y ensortijados niños, personas a las que no les interesa ni lo más mínimo que se frieguen los suelos o no”. Me inspira saber que existe toda una genealogía acerca de nuestro particular mito de Sísifo: la roca que debemos empujar sin descanso colina arriba mientras nos perdemos la infancia de nuestros hijos es una enorme mota de polvo. No es la única: la roca tiene forma de trabajo precario y frustrante, de todas esas páginas escritas sin cobrar o cobrando muy poco, de tantas horas entregadas a una gran empresa que nunca nos perdonará la renuncia como nos la perdonan nuestros hijos.
También he llegado a un hermoso y cercano cuento de Grace Paley gracias a un artículo de la periodista Laura Fernández donde se pregunta “¿de qué manera influyó el campo de batalla en el que, a diario, se convertía su casa –la de Paley– en lo que tecleaba en sus ratos más o menos muertos si es que algo así es posible cuando tienes cuatro hijos?”. El cuento se llama La noche en que todos tuvimos gripe y reproduzco aquí un breve fragmento del relato incluido en Cuentos escogidos (Minúscula, 2015, traducido por Paula Kuffer): “Mi marido fue el primero en pillar la gripe, un viernes, y estuvo mascullando y tiritando y quejándose hasta que lo convencí de que se metiera en la cama. El viernes por la noche Laurie y la pequeña tenían fiebre, y Jannie y yo empezamos a toser y a moquear el sábado. En nuestra familia cada uno se toma la enfermedad a su manera: mi marido está muy preocupado por el procedimiento general y está convencido de que estar enfermo es culpa de otro, Laurie tiende a marearse un poco y va sembrando la habitación de pañuelos, Jannie tose y tose, la pequeña se pone roja, y yo sufro en un silencio estoico, aunque todo el mundo tiene claro que yo también estoy enferma. Cada uno de nosotros está convencido en su fuero interno de que su mal es más terrible que el de cualquier otro. En todo caso, el sábado por la noche puse a dormir a todos los niños, les di media aspirina a cada uno y el zumo de fruta habitual, los tapé bien, y acomodé a mi marido para que pasara la noche junto a su vaso de agua y sus cigarrillos y sus fósforos y su cenicero”.
El gran misterio del cuento es qué pasó con una manta azul –porque la familia Paley tenía muy pocas mantas y aquello supuso todo un drama– que estaba en la cama pequeña y que fue de un lado a otro hasta perderse. Una manta calentita de color azul de patchwork. La manera en que Paley captura su cotidianidad para transformarla en literatura nos entrega una valiosa lección: “el origen de cualquier obra de ficción es la experiencia humana”.
La escritora Dolores Reyes se preguntaba si acaso la intimidad que compartimos con nuestros hijos no es la única manera que tenemos de escapar de la hostilidad del mundo
¿Servirán de algo todas estas notas desde mi ventana? ¿Qué recordará mi hijo? Siento que vivimos en unos versos de El libro de horas de Rilke que dicen que “en las ciudades crecen niños en sótanos con ventanas / siempre hundidas en las mismas sombras / y donde no saben que afuera los llaman las flores / a un día lleno de espacio, de júbilo y de viento”. El otro día, la escritora Dolores Reyes se preguntaba si acaso la intimidad que compartimos con nuestros hijos no es la única manera que tenemos de escapar de la hostilidad del mundo. En los días en que siento que me tiemblan las manos, que el pulso se me acelera y me asalta el deseo de salir corriendo, me voy al patio con mi bebé. Metemos algunos de sus juguetes –pelotas de colores y tamaños distintos, caballitos de plástico, un par de cochecitos de madera– y libros en una caja de cartón y la arrastramos afuera. Tenemos un enorme y pesado atlas ilustrado de caballos que repasamos una y otra vez y cada página supone una sorpresa. El asombro de mi hijo ante esos caballos que, completamente desbocados, parecen querer saltar del libro, me salva.
Estos días hablo mucho con dos amigas escritoras con hijas pequeñas. Ambas tienen una hija de cuatro años y, aunque viven a un lado y a otro del océano –una en Madrid y la otra en Buenos Aires–, ambas están tan confinadas como yo, en sus pisos con sus hermosas y ávidas hijas de cuatro años –¿cuánto sabe y cuánto intuye una persona de esa edad?–. Yo les escribo para saber cómo lo llevan, “¿puedes escribir?”, les pregunto. Y como sus palabras me han ayudado tantas tardes a sobrellevar la ambivalencia de la maternidad, quería citarlas aquí a ambas, dejarles un trocito de este cuaderno.
María (Folguera), que además de madre y escritora dirige el Teatro Circo Price, me cuenta que “como madre divorciada en custodia compartida, reordeno mis miedos y mis emociones cada día: posibilidades de contagio, convivencia de juegos reclamos y frustraciones, momentos preciosos que seguramente habrían pasado casi inadvertidos en otra normalidad (Hija se declaró fugazmente vegana: ‘No quiero morir los pollos en mi barriga’. Hija pintó una maceta con un resultado sorprendente. Hija imita a las youtubers: ‘Bienvenidos a mi canal’. Hija se aficiona a los más crudos cuentos de los Hermanos Grimm. Hija está encantada de saber que Baba Yagá se come a los niños como pollos). Hacer un esquema gigante de la novela en un mantel de papel, con rotuladores de colores, entre los juguetes, como única estrategia posible para no perder el hilo durante quince días de trabajo y crianza. Ganas de estar sola. Separarme de mi hija y pensarla ferozmente. Saber que por fin puedo volver a escribir tranquila y aun así debo permitirme descansar. Sentir que camino al borde de la ansiedad y es imperativo cuidarme para defender la institución a la que represento, el libro que imagino y los amores que me rodean. La gran diferencia que percibo es que para mí está más clara que nunca la importancia de contar cuentos –algo de lo que a veces, desde mi inseguridad, he dudado, obsesiva en mi vocación– y recibirlos, a refugio como en el Decamerón, o como Sheherezade en el búnker, que diría Marta Sanz. Hace unas semanas estábamos ocupadísimas. Ahora estamos preocupadas, pero la buena palabra puede acompañarnos, hacer de guía en este caminar al borde”.
Hace cuarenta días pensaba que bastaría con escribir un poco, tomar notas, ahora sé que, si no lo escribo todo, los detalles se borrarán de mi memoria
Bárbara (Duhau), madre y escritora, me confiesa que “tener una hija de cuatro y un hijastro en la casa me obliga a estar presente, a no tener tiempo de cuestionarme casi nada de la nueva realidad que vivimos. A veces, eso resulta un regalo inesperado, la no interrupción, el destiempo de mi flujo de pensamientos, la presencia constante, pero por momento desearía estar sola, realmente sola, habitando grandes superficies de soledad. Me llegan ecos del puerperio, pero de un puerperio nuevo, acompañado, con más herramientas, con una hija que pide, pregunta, baila, llora, a la que puedo abrazar y contarle que estoy triste, o cansada, con una red de mujeres que en la virtualidad me sostienen y me hablan. Conseguí una especie de rutina que me permite escribir, aunque siempre con tiempos robados a otras cosas, no muy distinta a la que tenía antes del aislamiento. Escribo cuando mi hija mira la tele, cuando duerme, cuando tengo unos minutos entre reuniones, a la noche antes de dormir. Escribo porque necesito escribir y porque me hace bien, es mi espacio propio, el que no comparto con nadie, donde no tengo que dar explicaciones ni soy demandada. El aislamiento le puso una lupa a casi toda mi vida, veo las cosas más de cerca, como cuando me saco los lentes de contacto por la noche y puedo ver las superficies aumentadas de tamaño. Así veo ahora a mis relaciones, a la relación con mi hija, a la relación con mi marido, al vínculo con mis padres, a mi adicción al celular como a una droga mala. Escribir en este contexto me salva, es casi una necesidad”.
Hace cuarenta días pensaba que bastaría con escribir un poco, tomar notas, ahora sé que, si no lo escribo todo, los detalles se borrarán de mi memoria como se han borrado ya aquellas noches sempiternas de mi puerperio hace poco más de un año. Me acuerdo de que en nuestro último paseo vimos una pequeña amapola que crecía en los bordes de un muro de ladrillo. Se la señalé a mi hijo–era su primera amapola, roja, rojísima– y él quiso agarrarla con la manita y, sin medir la fuerza, la arrancó. Cuando pienso en el fin de la cuarentena me imagino paseando con mi hijo y señalándole cómo crece el musgo en la piedra húmeda, lo altos que pueden llegar a ser los árboles en el bosque, las hierbas salvajes de un prado, los juncales, las hojas y los pétalos de los girasoles que rodean nuestro pueblo. Mientras llega ese día, me gusta recordar unos versos de Wislawa Szymborska que me ofrecen cierto consuelo. “En el paraíso de mayo, un bello manzano /que, con sus flores, como de risas, se estremece” y yo debajo con mi bebé en los brazos, como si estuviéramos en un sueño, quiero quedarme afuera, un poco más, bajo sus hojas, “no volver a casa. / Solo los presos ansían volver a casa”.
Hace cuarenta días pensaba que bastaría con escribir un poco, unas líneas cada día a modo de diario para recordar. No quería olvidar nada: el cielo que, a pesar del apocalipsis pandémico, se mostraba más azul que nunca, los primeros pasos de mi hijo, titubeantes y eufóricos, mis impresiones y emociones ante la...
Autora >
Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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