LA LECTORA COMÚN (V)
Ninguna madre es una isla
Hay algo misterioso en el hecho de cuidar de otra vida porque, aun cuando estás muy presente, hay cosas que suceden y nunca llegamos a entender
Carmen G. de la Cueva 24/01/2020
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Escribir sobre la propia vida es como caminar por un sendero: el viaje está marcado por el paso de los que vinieron antes, pero nuestros pies tienen que acostumbrarse todavía a los huecos, las grietas y las debilidades del terreno. El tiempo moldea los recuerdos como los vientos y las lluvias hacen con la tierra. “Hay ausencias”, dice Richard Ford, “que ninguna cantidad de vida o de narración veraz es capaz de llenar u ocultar”.
El tiempo no avanza ni retrocede, es como un hilo que arrastramos y que nos aprieta. ¿Qué sucede con todo aquello que se piensa y no se dice? ¿Qué le hacen las palabras no dichas al cuerpo? ¿Cuánto dolor somos capaces de soportar? Algo así debió de sentir Mary Karr cuando decidió escribir su historia. Después de leer El club de los mentirosos (Periférica & Errata Naturae, 2017), primer volumen de sus memorias, me entregué a la lectura de Iluminada (Periférica & Errata Naturae, 2019) –ambos brillantemente traducidos por Regina López Muñoz– a ciegas: diez meses he tardado en leer sus casi seiscientas páginas. Mientras veía crecer a mi bebé en mis brazos, asistía extasiada a los comienzos de la madre primeriza que también fue Karr.
Cuenta la autora que una vez escuchó decir al también escritor George Saunders que estamos dormidos casi todo el tiempo, pero que podemos despertar. Es este, precisamente, el libro de una mujer que despierta. Esta historia comienza con una carta de amor al hijo y termina con una carta de amor a la madre. Porque, si antes lo intuía, desde que soy madre lo sé: el reverso de una madre es la hija que fue y seguirá siendo.
Cuando Mary Karr acunaba en su pecho con ternura la suave cabecita de su bebé recién nacido, se sentía maravillada ante aquel pesado bulto. También se sentía sola, abandonada por un marido que cada noche enchufaba una máquina de ruido blanco para no escuchar el llanto de su hijo. Pero sabía, como todas las madres primerizas podemos llegar a saber en algún momento de la madrugada, que hay algo heroico en una madre que, a pesar de las horas, días y semanas sin dormir, sostiene estoicamente a su bebé en los brazos y es capaz de alimentarlo, muchas veces por sí misma, y sobrevivir juntos a la salvaje violencia del puerperio.
Hay en Iluminada varios hilos de tiempo y memoria de los que tirar: la maternidad, la vocación literaria, la hijidad, la adicción, la precariedad y el duelo. Y todos ellos se entretejen sin pudor. También hay algunos nudos, como la nostalgia. Es decir, el recuerdo de otros cuerpos y rostros que, no por haber sido muchas veces motivo de tristeza y conflicto, dejan de extrañarse. El padre, por ejemplo: el cuerpo del padre de Karr cuando enferma y “su silueta vacía presiona las sábanas como un helecho sobre lava”. O su madre: la mujer que perdió a sus dos primeros hijos y cuya dolorosa ausencia envolvió en alcohol y locura la infancia de Karr y su hermana. La autora habla de una nostalgia que me interesa especialmente pues comienzo a experimentarla –el hilo del tiempo se vuelve tirante a partir de los doce meses de un bebé y los hitos se suceden sin que llegues a ser muy consciente– por el pequeño cuerpecito de su hijo, una versión más pequeña de él que choca con el hombre que es ahora.
Hay algo misterioso en el hecho de cuidar de otra vida porque, aun cuando estás muy presente, hay cosas que suceden y nunca llegamos a entender. Hay todo un mundo que heredamos sin conocer. O quizás conoceremos más tarde, como la autora supo una vez que fue madre lo que pudo significar para su propia madre que le arrebataran a sus hijos. O cómo la escritura puede ser una manera de remediar la nostalgia. La escritura desafía a la muerte, a pesar del profundo dolor que supone escribir sobre los nudos de una vida, sobre los padres que ya no están o las veces que llegamos a equivocarnos. Hay personas que no pueden desaparecer nunca, dice Mary Karr, porque son como la gravedad o la luna.
La mañana que su madre acabó de leer el borrador de El club de los mentirosos, se la encontró sentada en el porche de su casa de la infancia en un sillón de director amarillo y deformado con las últimas páginas puestas boca abajo en el regazo y los pies descalzos. Estaba amaneciendo y bajo la luz del alba le dijo: “No entiendo cómo pude ser tan cabrona. Sufriste los tormentos de los condenados. Pero vosotras lo veíais, ¿no? Y yo tanto tiempo pensando que estaba sola. No estaba sola para nada; contigo y con tu hermana, jamás”. Ninguna madre es una isla.
Escribir sobre la propia vida es como caminar por un sendero: el viaje está marcado por el paso de los que vinieron antes, pero nuestros pies tienen que acostumbrarse todavía a los huecos, las grietas y las debilidades del terreno. El tiempo moldea los recuerdos como los vientos y las lluvias hacen con la tierra....
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Carmen G. de la Cueva
Periodista, escritora y editora. Ha publicado varios libros y fue directora de la editorial feminista La señora Dalloway.
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