¡Maaadre mía!
Sobre cómo se relaciona una traductora con los problemas cotidianos, cuando los problemas cotidianos se vuelven desasosegantes
Julia Osuna 31/05/2020
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“Será coña, ¿no?”, le digo al editor. Es el cuarto libro del año con la palabra mujer o mujeres en el título.
El año empezó con unas women in black, australianas, años 60, unas galerías comerciales. El año empezó también con un plato de mierda, de esos que solo la vida sabe servir hasta arriba. Si fuera el puto Mersault, podría haberme dicho: “Mamá tiene esa enfermedad hoy”, y haberme ido por ahí a matar a alguien como quien no quiere la cosa. Pero no, “mamá tiene esa enfermedad hoy, mañana y pasado mañana”, y ahora ponte tú a traducir. Podría haber dicho que qué me importan a mí cuántas guineas y chelines son 35 libras australianas, pero resultó que no, que me importaba más que nunca. Podría haber convertido las treinta exclamaciones distintas de la época con God o Lord, en diez “Dios mío” y un “Válgame el cielo” (“quién se va a dar cuenta”, dicen las diablillas resabiadas), pero no, por mis ovarios conseguiría treinta expresiones españolas que le dieran el mismo colorido empañado de nostalgia del original, aunque tuviera que buscar en toda la obra de Martín Gaite.
En las noches de insomnio provocadas por el plato de mierda que nos habían puesto por delante a mi madre y a mí, intentaba contrarrestar las preocupaciones prácticas de una vida digna para todos con repasos mentales por dichos y diretes, buscando una expresión con pájaros por aquí, otra con un pez, e intentando refrenarme para no colar al día siguiente en el texto la frase favorita de mi abuela, “a lo que llega uno”.
A lo que llega uno… No, yo no había llegado todavía a nada. No pensaba plantarme. Semanas después, vinieron las ganas de escupirle a la vida, de gritarle “¡Esto es mío, esto no me lo quitas, so guarra!”, las ganas de hacer la mejor traducción jamás hecha (por mí). “Tienes que buscar tus espacios”, me decían las voces biempensantes, las amigas que no sabían cómo socorrerme, porque no había socorro posible. ¿Y qué mejor espacio que el que me había estado trabajando tantos años, mi huerto al final del mundo, donde plantaba y plantaba, regaba, sin esperar grandes cosechas?
E incluso me atreví a elucubrar, en los días soleados de principios de mayo, una vez pasada la primera oleada gorda de mierda, con que ¿y si con tantos malabarismos cerebrales, tras desarrollar una prestidigitación mental elevada a la máxima potencia, después resurgía con un cerebro evolucionado, capaz de solucionar entuertos de traducción con tan solo fijar en la pantalla mis ojos de rayos láser, cargados de decisión y sabiduría? Era eso, o dejar que el cerebro se me espesara hasta quedarme con un puré gris en el cráneo donde tan solo chapoteaban cuatro hipopótamos y una garza real puesta de osmosis…
Y es que, sin beberlo ni comerlo (acababa tan reventada que se me olvidaba comer, y el vino, ni olerlo, no fuera a darme la bajona), me habían concedido con grandes honores el título de Cuidadora Oficial del Reino… ¿Tendrá algo que ver la industriosidad, el esmero, la inclinación por cuidar, con que haya tantas traductoras mujeres?, me preguntaba. ¿Acaso siempre he querido cuidar los textos, mimarlos, como lo hago con mi mamá? Y hacerlo incluso cuando me mira mal por recordarle que se ponga un abrigo, padeciendo las miserias de cuidar a alguien que no quiere que le cuiden. Los textos, al fin y al cabo, eran más agradecidos.
Pocos meses después llegaba el siguiente encargo con mujeres en el título. Me persiguen, me persiguen las escritoras y sus personajes femeninos, las madres y su presencia inevitable en los textos… ¿Coincidencias de la vida? Ja. ¿El mercado quiere mujeres? Pues las van a tener. Por suerte, mis editores no sabían por lo que estaba pasando, no me tenían por una paria social, para ellos todavía podía ser otra persona, no la que tenía varias enfermedades mentales en la familia, la que tenía que lidiar con brotes psicóticos y alucinaciones acústicas, la que intentaba criar a un niño sin echarle la mierda encima porque ayer fue un mal día, ayer se escapó para no ir a la terapia, ayer no quiso mirarme a la cara. Para ellos todavía soy una trabajadora de la palabra, y me quieren por la parcela de mí que aún no está infestada de vida, la parte de mi cerebro que reservo para sumergirme en otros mundos y desaparecer.
Desaparezco en el pajar donde se reúnen las ocho mujeres de ese siguiente título, unas menonitas que fueron violadas durante años y que ahora están decidiendo cuál será su reacción ante sus agresores. Retiro el telón y entro en el granero de la traducción (literal, no es la enésima metáfora sobre el oficio), huele a heno seco y las motas de polvo bailan en la luz de la mañana. Hay unas mujeres hablando, tengo que apuntar lo que van diciendo, no puedo fallarles. Esto lo puedo hacer, esto lo puedo solucionar. Y me pregunto qué versión de la Biblia en español será mejor citar, qué traducción de Montaigne puede dar el tono, le escribo a mi padre, ¿tienes por ahí las Geórgicas de Gredos?, me contesta al momento, me manda los versos. La mañana es plácida, puedo pensar con claridad, ayer le gané la partida a la mujer-pared, mañana irá a la terapia. Qué raro, la autora utiliza cursiva para algunas palabras del bajo alemán que emplean las menonitas pero para otras no; tengo que preguntarle, sus padres profesaban la misma fe, a lo mejor utiliza la cursiva para las que ella no escuchó de pequeña y para las otras, las que le son familiares, no; de todas formas le preguntaré… (“¿De verdad? ¿No podrías utilizar el tiempo que te va a llevar escribirle a la autora para llamar a otra clínica, para comprarle calcetines, que los tiene viejos?”, me desafían las diablillas, “Ese sobre con los contratos lleva semanas cogiendo polvo en la mesa de la entrada”.) No, porque me importa. Me tiene que importar, por mis ovarios.
Cuando voy terminando con las menonitas, me llama otro editor: ¿puedo cambiarle el título que iba a empezar con ellos por este otro? Acaba de llevarse un súper premio. Adivinad: un tercer título con woman. Más mujeres, otra autora: lo quiero, dámelo todo. Queridas menonitas, han sido un placer estos meses de pajares mentales, pero tenemos que ir despidiéndonos, me habéis ayudado mucho, y ya no solo como terapia ocupacional; en el texto hablaban unas madres, y me han hecho recordar lo que es ser hija y tener a alguien en quien apoyarte, alguien con más experiencia que te dice, tranquila, piensa, no pasa nada… antes de erigirme en la madre de todo esto (en versión femenina mal de la peli de Lars von Trier –y aquí abro un inciso, muy a lo apuntador menonita, porque hablando del danés, la historia del pajar me recordó un poco a Dogville, pero si a Nicole Kidman en vez de darle por la venganza, le hubiera dado por pararse a hablarlo con sus congéneres y hubieran antepuesto un poquito de pacifismo). Me han hecho recordar, decía, que mi madre era una mujer dulce que estaba traduciendo mucho antes que yo, que curso tras curso enseñaba a traducir el canto sexto de la Odisea, con paciencia y dedicación. Recordar que tengo que recordar, que para algo traduje el Me acuerdo de Joe Brainard, y ahora debería escribir uno sobre mi mamá, corre, antes de que las cosas feas me la borren, recordar a la madre de dedos rosados, ¡mamáaaaa!
Pero, pom, pom, pom, son ellas, ya han llegado, comprimidas en pdf, son un montón de mujeres negras británicas que vienen a traerme más sabiduría, más lugares donde volver a mi madre, donde encontrar cariño para poder devolverlo en forma de Me Importa. Quiere la casualidad, o llamémosle X, que una de las protas se llame Amma, que, anagrama mediante, nos da Mama. Como la Amma de Sharp Objets, la serie donde conocí la canción que me gustaría que un día sonara de la nada, el Plus tôt de Alexandra Streliski, como una cortinilla de estrellas musical que me trasladara unos años más adelante en el tiempo y me pudiera traer de vuelta, ya desde la serenidad, a tantas autoras traducidas, tantas personajes cuidadas y tantas horas pasadas acurrucada con mi madre en el sofá.
Jose sigue al teléfono, hablándome de ese cuarto título: “Te cuento: son conversaciones telefónicas de una madre con una hija, aunque solo habla la madre”. ¡NOOOOOOOO!*
* Al final acepté el encargo. Para ser traductora, hay que ser un poco masoca.
“Será coña, ¿no?”, le digo al editor. Es el cuarto libro del año con la palabra mujer o mujeres en el título.
El año empezó con unas women in black, australianas, años 60, unas galerías comerciales. El año empezó también con un plato de mierda, de esos que solo la vida sabe...
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Julia Osuna
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