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Joe Biden, el demócrata conservador

Durante sus primeros años en política el próximo presidente de Estados Unidos estableció las líneas de su carrera: defender a veces valores progresistas ante un determinado público y huir a la vez de cualquier asociación con estas ideas

Branko Marcetic (Jacobin) 1/06/2020

<p>Joe Biden. </p>

Joe Biden. 

LUIS GRAÑENA

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Hay cosas por las que merece la pena perder. No te metas en esto solo por la política que lo rodea. Métete solo si crees en algo.

Joe Biden a los demócratas de Delaware, marzo de 1996.

 

No está exento de una cierta ironía que Joseph Robinette Biden Jr naciera en pleno apogeo de un New Deal que después ayudaría a desmantelar. Pero ni Biden ni Estados Unidos son casos únicos en ese sentido. Mire el generoso Estado del bienestar de posguerra de casi cualquier país desarrollado y, entre sus enemigos más ricos y poderosos, encontrará a muchos de los que más se beneficiaron de él y que, sin embargo, se pusieron en contra del sistema que los creó, convencidos de que lo habían conseguido todo por sí solos.

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La herencia irlandesa que Biden ha destacado a lo largo de toda su vida pública solo representa una parte de la historia de su familia. Sus padres se conocieron en el instituto: Joe Sr había nacido de la hija de una familia francesa con raíces en la época colonial y un ciudadano de Baltimore que pudo, o no, proceder de Inglaterra; su madre, Jean, era hija de un hombre de Scranton que descendía de inmigrantes irlandeses y de la hija de un senador del estado de Pennsylvania. “Tu padre no es un mal hombre”, recordaría más adelante Biden que le contó su tía irlandesa, “simplemente es inglés”. Aunque lo contaba en broma, la manera en que más tarde abordó algunos conflictos internacionales, parecería sugerir que había interiorizado ciertas costumbres familiares relacionadas con la inmutabilidad de las ancestrales rencillas sectarias.

De igual manera, el excesivo énfasis en las clases medias que ha definido la política de Biden, bien podría ser el resultado de los esfuerzos de su propio padre. En sus inicios laborales, Joe Sr conoció un meteórico éxito cuando entró al floreciente negocio de un tío adinerado que tenía la patente de un sellador de ataúdes. Al estallar la II Guerra Mundial, despegó el negocio, que por aquel entonces había cambiado los ataúdes por las placas blindadas, en su mayoría para los buques mercantes que realizaban la peligrosa travesía del Atlántico. Cuando el Congreso aprobó una ley que ordenaba que todos los barcos estadounidenses que comerciaran en el Atlántico Norte tenían que llevar su sellador, el negocio se disparó, y Joe Sr, su tío y su primo comenzaron a dirigir las operaciones desde tres sucursales diferentes: Boston, Nueva York y Norfolk (Virginia) respectivamente.

Al terminar la guerra, acabó también la generosidad del Gobierno, y mientras Joe Sr buscaba su próxima aventura comercial, sufrió una racha de mala suerte. Uno de sus planes fue comprar un edificio en el centro de Boston y convertirlo en una tienda de muebles, pero su socio huyó con el dinero. También quiso comprar un aeropuerto y un par de aviones para montar un negocio de fumigación de cultivos, pero tuvo dificultades para obtener los contratos y, en ese intervalo, su primo, que era su socio, derrochó lo que quedaba de la fortuna que habían acumulado durante la guerra. Al final, su tío (y financiador) terminó por retirar también su capital. Tras varios años de abundancia como contratista del ministerio de Defensa, en los que cazaba faisanes los fines de semana y hacía espectaculares regalos a su hijo pequeño, solo tres años después del fin de la guerra, Joe Sr y su familia, sumidos en deudas, se mudaron con los padres de Jean a la ciudad de Scranton en Pensilvania.

Tras años de abundancia como contratista del ministerio de Defensa, Joe Sr y su familia, sumidos en deudas, se mudaron con los padres de Jean a Pensilvania

Aunque el joven Biden y sus tres hermanos pasaron sus primeros años en esa casa de Scranton, abarrotada de gente, pero rebosante de amor, las perspectivas de trabajo del padre obligaron a la familia a mudarse en varias ocasiones. Primero se mudaron, cuando Biden tenía 10 años, a las afueras de la ciudad de Wilmington en Delaware, a donde Joe Sr se había estado desplazando cada día (un viaje de ida y vuelta de casi 500 kilómetros). En 1955 se mudaron a Mayfield, un barrio residencial en el que vivían muchos empleados de DuPont, la familia y empresa que influía y controlaba la política y la economía de ese estado desde hacía más de un siglo.

“Estados Unidos parecía estar rehaciéndose para nuestra generación de posguerra”, recordaría Biden más adelante. “Había nuevas casas, nuevas escuelas, nuevos modelos de coche, nuevos dispositivos y nuevos programas de televisión con gente que era igual que nosotros”.

Los Biden se beneficiaron de esa coyuntura más que del éxito económico de su padre durante la guerra. El sueño residencial, al que accedieron, era una consecuencia directa del New Deal, ese nuevo orden de posguerra mediante el que el gobierno federal subvencionó un boom inmobiliario que se concentró en los barrios residenciales. Y al igual que, en las décadas posteriores, el Ejército se convertiría básicamente en el principal programa de empleo público, lo que sirvió para subvencionar de forma indirecta a activistas conservadores de lugares como Orange County que luego aprovecharon ese colchón para quitarse al gobierno de encima, las huellas del Ejecutivo federal se borraron lo bastante como para convencer a la población residencial de posguerra de que todo había sido una simple coincidencia.

De cualquier modo, ese sueño no fue todo miel sobre hojuelas. Pese a que Delaware, un antiguo estado esclavista que había esperado hasta 1901 para ratificar la XIII Enmienda, contaba con una larga historia de racismo, Biden explicó que él “sencillamente asumió que todos trataban a todo el mundo de manera justa” hasta que trabajó de socorrista en la zona este de la ciudad, predominantemente negra, durante su primer año de universidad. Aunque se trata sin duda de una exageración (también le dijo más tarde a un biógrafo que “en el instituto siempre era el que se enzarzaba en discusiones por los derechos civiles”), esta inocencia de Biden es perfectamente plausible puesto que el boom de la vivienda tras la guerra, subsidiado por el gobierno, en Delaware y en todas partes estaba explícitamente orientado a garantizar la segregación racial y mandar a los blancos acomodados a zonas residenciales a las que los afroamericanos no podían acceder. En 1977, un 85% de la población de las escuelas públicas de Wilmington era negra, mientras que un 90% de la población de las escuelas de los barrios residenciales era blanca.

Probablemente, el joven Biden no era consciente de lo arraigado que estaba todo esto. No sabría que las escuelas públicas de Delaware se crearon explícita y legalmente para segregar y recibir una financiación desigual, o que la Universidad de Delaware solo admitió a su primer estudiante negro más o menos cuando su familia se mudó a ese estado. Es posible que no supiera tampoco que ese estado, y el distrito de Wilmington en particular, defendía los intereses de las zonas suburbanas residenciales, en su mayoría de clase media blanca, por encima de los intereses de las zonas del extrarradio urbano, compuestas mayoritariamente por una clase pobre negra; tampoco que el organismo de vivienda pública participó en una “renovación urbana” y en la limpieza de barrios marginales, subvencionada con fondos federales, que desmanteló barrios negros sin buscar una alternativa y que desplazó a innumerables familias de color; ni tampoco cómo la polémica construcción en medio de la ciudad de la autopista I-95, en la década de 1960, hizo lo mismo para que los propietarios de automóviles de las zonas residenciales pudiesen evitar un centro desolado.

Después de superar un limitante tartamudeo durante su infancia, fijó su mirada en la política, y sorprendió a todos los que le rodeaban con sus ambiciones presidenciales

Puede que Biden no asumiera todo esto de forma consciente, pero la tendencia de la ciudad a priorizar los intereses de una clase media, predominantemente residencial, a expensas de su población minoritaria, terminaría siendo un símbolo de la visión política de Biden.

Desde la clase media

Muy pocos políticos llegan tan cerca de la presidencia de Estados Unidos sin  pasarse la vida planeando su ascenso, y Joe Biden no es una excepción. Después de superar un limitante tartamudeo durante su infancia (el primero de toda una vida de reveses personales que Biden ha luchado por superar), fijó su mirada en la política, y sorprendió a todos los que le rodeaban con sus ambiciones presidenciales.

“Fue al poco de conocerlo, antes incluso de que se casaran, antes incluso de que se metiera en política”, recordaría más tarde su primer suegro, Robert Hunter. “Lo juro, un día vino y dijo que primero iba a ser gobernador y luego presidente de Estados Unidos”. Cuando su futura suegra le hizo la misma pregunta al estudiante universitario de tercer año, la respuesta fue idéntica: “Presidente”.

Biden lo ha negado en repetidas ocasiones a lo largo de los años, y siempre ha insistido en que comenzó sin grandes ambiciones, que solo aceptaba las cosas tal y como se iban dando. Sin embargo, durante un discurso en Wilmington, repitió esta misma afirmación y una monja que se encontraba entre el público sacó un ensayo suyo de sexto de primaria en el que había escrito que de mayor quería ser presidente. Y Biden tampoco era el único que pensaba que la Casa Blanca era su destino: “Desde el primer día que empecé a trabajar con él, la gente le decía: ‘Vas a ser presidente’”, recordaría más adelante su veterano asistente Ted Kaufman.

Él mismo ha reconocido que estudió derecho porque era la mejor manera de labrarse una carrera en política. Después de graduarse, dejó la política de lado durante un tiempo y se puso a dar clases en el sistema de educación pública de Delaware, a ejercer como asistente de abogado de oficio y a trabajar para varios bufetes de Wilmington, incluido el suyo propio: Walsh, Monzack y Owens. Este último era John T. Owens, un compañero de la universidad que había sido vicefiscal general de Pennsylvania y que poco después se casaría con la hermana de Biden. El actual candidato demócrata a la Casa Blanca nunca se alejó, sin embargo, demasiado del mundo de la política: varios de los abogados con los que Biden estuvo vinculado durante esa época, Owens incluido, eran también destacados demócratas de la ciudad.

Como abogado de oficio, Biden representó a clientes en diversos estados de desesperación y fue testigo directo de la difusa línea que separa a la clase baja de la criminal. A un juez le pidió que fuera clemente con un acusado, un pescador con cuatro hijos, porque estaba atravesando una mala racha y había robado una vaca para venderla. Otro acusado, explicó Biden, estaba “delirando de la borrachera” y tenía daños cerebrales previos cuando mató a su compañero de habitación. En 1975, el Washington Post afirmaría que, durante su época de abogado, Biden contaba con una “clientela principalmente negra, y hasta negra militante”, aunque no está claro lo fiable que puede ser esta información, dada la costumbre que tiene el político de adornar su activismo por los derechos civiles y el hecho de que el artículo se publicó cuando este tenía un interés especial en exagerar la relación que había tenido con la comunidad negra de su ciudad.

Biden, que llevaba registrado como independiente desde los 21 años, recibió primero la invitación de los republicanos para presentarse como candidato antes de convertirse oficialmente en demócrata en 1969. Con solo 27 años, el partido le eligió para que se presentara al año siguiente como candidato al Consejo del Condado de New Castle, y en esa campaña todavía ocultó su afiliación en su propaganda. El distrito por el que se presentaba era mayoritariamente republicano, y el condado en su conjunto estaba marcado por las políticas de éxodo blanco hacia los barrios residenciales: mientras que la población se había multiplicado por cuatro entre 1940 y 1980, Wilmington, la sede del condado, había visto cómo su población disminuía en un 38%. Biden era quizá el candidato ideal. Como comentaría más tarde un antiguo presidente estatal del partido, testigo de la carrera de Biden desde sus principios: “Tenía energía e idealismo a raudales y su comportamiento siempre era asertivo, pero, por lo que yo sé, carecía de una ideología sustancial”.

Más adelante, Biden afirmaría que fueron los derechos civiles y Vietnam lo que le hizo entrar en política. Sin embargo, en 1973, le dijo a un periódico local que fue una campaña ciudadana en contra de las autopistas lo que le atrajo hacia la política. El escaño que obtuvo en el Consejo lo ganó en parte por arremeter contra el crecimiento desenfrenado y contra el desarrollo industrial que estaba devorando los espacios verdes del condado, y en parte por explotar temas que demostrarían ser electoralmente fructíferos en las décadas posteriores; se lamentó del “de la cada vez mayor delincuencia en el condado” y de la proliferación de las drogas. El aspecto más decisivo fue el apoyo que recibió de lo que un periódico denominó sus “huestes infantiles”: un ejército de voluntarios que le adoraba y que estaba compuesto por más de cien estudiantes de instituto, universitarios y jóvenes profesionales, que producían “un alboroto superior al de un fanático de los Beatles”. Más tarde, Biden admitiría que, durante la campaña al Consejo del Condado, ya tenía su mirada puesta en la presidencia.

Aunque después le describieron como un defensor de la vivienda pública en esa época, la suya no era una defensa incondicional. “Todo el mundo se opone a la vivienda pública y nadie quiere tenerla en su patio trasero, pero, qué coño, si tienes una obligación moral, al menos ponla a disposición de las personas”, le dijo a un periódico, mientras advertía de que él no era “ningún cruzado en favor de los derechos de las personas”. No obstante, esa postura le granjeó una cierta enemistad durante la campaña, en la que llegó incluso a recibir la etiqueta de “amante de los negratas”.

El poco tiempo que Biden pasó en el Consejo del Condado de New Castle lo reveló como un ambicioso político liberal que se preocupaba por la pobreza y la degradación medioambiental

Biden se convirtió en el único demócrata del Consejo del Condado elegido por un distrito residencial suburbano. A pesar de ser el miembro que había ganado por el margen más ajustado, esa victoria por 2.000 votos, obtenida en noviembre de 1970, convirtió a Biden en el niño bonito de la política de Delaware, y quizá hasta en la gran esperanza del partido demócrata para las elecciones de 1972, como propuso la reseña de un periódico sobre el recientemente elegido concejal. Joven, guapo y encantador, con una mujer hermosa y una familia joven, las comparaciones con Kennedy no se hicieron esperar (podía ser el “JFK de Delaware”, señalaba la reseña).

Biden hacía hincapié en que la integridad era su cualidad más importante. “El aspecto principal por el que quiero que se me conozca en política, en mi trabajo como abogado y en mis relaciones personales es que soy totalmente sincero, un hombre de palabra”, explicó. La reseña también dejaba entrever lo que posiblemente prevalecería luego en la identidad política de Biden: un componente socialmente conservador que  ha llevado como si fuera una medalla de honor durante gran parte de su carrera política. “Samuel Clemens dijo una vez que ‘todas las generalizaciones son falsas, incluida esta’ y, teniendo eso presente, diría que soy un demócrata liberal”, bromeó.

Abstemio en su vida personal –en una ocasión amenazó incluso con dar por terminada una cita con una chica si ella no tiraba su cigarrillo–, ridiculizó la idea de legalizar la marihuana. A pesar de reconocer que su mujer era el cerebro de todo, prefirió que se quedara en casa para “formar a mis hijos”. “No soy de los que las quieren siempre descalzas y embarazadas, pero estoy totalmente a favor de que siga embarazada hasta que tenga una niña”, afirmó.

El poco tiempo que Biden pasó en el Consejo del Condado de New Castle sirvió para que se revelara como un ambicioso y perspicaz político liberal que se preocupaba realmente por la pobreza y la degradación medioambiental, y que estaba dispuesto a enfrentarse a los intereses corporativos. Luchó para impedir que se construyeran refinerías de petróleo y para proteger algunos humedales de vital importancia; hizo un llamamiento para detener el dragado del canal de Chesapeake y Delaware; denunció la destrucción de las marismas; e intentó reducir el tamaño de la construcción de una polémica superautopista que denominó la “monstruosidad de 10 carriles”.

Biden criticó también un informe sobre vivienda pública porque no prestaba suficiente atención a los más pobres y se pronunció en contra de demoler las casas en ruinas de los residentes negros y pobres del condado. Como consideraba que debía existir un equilibrio entre el crecimiento del condado y la conservación de sus recursos naturales, se esforzó por limitar la urbanización o al menos por retrasarla. También hizo un llamamiento para conseguir una mayor financiación para el transporte público y denunció las “autopistas sin sentido” que se estaban construyendo.

Un escaño en el Consejo del Condado era, sin embargo, poca cosa para alguien que había tenido la mirada puesta en la presidencia desde que abandonara apenas la adolescencia, y Biden pronto fijó su mira en un cargo más elevado. En cierto modo, se vio obligado a hacerlo ya que los republicanos confabularon para reestructurar los distritos y expulsarlo de su escaño. Por eso, Biden tardó menos de un año desde su victoria en comenzar a reflexionar sobre una posible candidatura al Senado de EE.UU.; un camino que ya tenía decidido en su primer aniversario, como quedó patente durante un discurso en el que sin querer se calificó a sí mismo como candidato. La ambición de Biden por conseguir un cargo más elevado pronto se situó por delante de los problemas que supuestamente habían impulsado su carrera en un primer momento. Cuando el departamento de vivienda del condado de New Castle proyectó la compra de un complejo de apartamentos en el distrito de Biden y su posterior reconversión en vivienda pública para los “no ancianos”, lo hizo sin contar con la participación del propio concejal, que estaba demasiado ocupado haciendo campaña como para discutir el proyecto.

La abrumadora tarea de derrocar al republicano J. Caleb ‘Cale’ Boggs recayó sobre Biden gracias a una combinación de reticencia y ambición. Toda una serie de demócratas con más experiencia ya habían sido considerados y descartados ya que habrían perdido casi con certeza frente a un Boggs de 63 años, único representante de Delaware en la Cámara Alta desde 1946, primero como gobernador y después como senador. Cuando la oportunidad se presentó ante Biden, el ambicioso concejal la aprovechó, al ver en la candidatura la manera perfecta de realzar su imagen, atraer a un grupo de seguidores y allanar el terreno para una futura campaña.

Que perdería era algo que estaba claro. Boggs, un republicano liberal que había arrebatado el escaño en 1960 a un demócrata conservador con la ayuda de los votantes demócratas, era una personalidad universalmente admirada en el estado y había ganado siete elecciones seguidas, todo un récord estatal. Además, Delaware no había elegido a un demócrata para el senado desde 1940, y en ese caso solo había durado una legislatura. El propio Biden le daba a Boggs unas probabilidades de cinco contra uno de salir reelegido.

Pero al final sucedió todo lo contrario. ¿Cómo consiguió Biden, un concejal de condado que acababa de ser elegido, que hacía poco que había decidido que era demócrata y que ni siquiera cumplía los requisitos de edad del Senado de EE.UU. cuando cerraron las urnas, ganar las elecciones?

Biden contra Boggs

El 20 de marzo de 1972, entre 200 y 300 personas se dieron cita en la sala Du Barry del Hotel du Pont, en un salón multiusos para banquetes de boda y conciertos de ópera. La ocasión era la presentación de la candidatura al Senado del joven, de 29 años, Joe Biden. Este pronunció un abrumador discurso de 49 minutos de duración, en lo que fue “un récord estatal para ese tipo de discursos”, como escribió Bill Frank en el Wilmington Morning News. Su  longitud y frecuentes digresiones serían pronto reconocidas por el público como marca de la casa.

Tras una década de mentiras patrocinadas por el gobierno, encubrimientos y violencia, que habían provocado una seria merma de la fe de los estadounidenses en las instituciones políticas, Biden centró su discurso en hablar de confianza y honestidad. “Tenemos que recuperar la confianza en nuestras tradiciones y en nuestras instituciones”, afirmó ante el público, “y para conseguirlo necesitamos cargos públicos que adopten medidas atrevidas sobre asuntos importantes, hombres que den la cara y le digan a la gente exactamente lo que piensan. Yo pretendo ser ese tipo de candidato, y pretendo ser ese tipo de senador”. A los pocos días, en un discurso que ofreció ante las juventudes demócratas de Delaware, Biden demostró esta sinceridad, aunque defraudase a la joven audiencia, cuando se mostró contrario a legalizar la marihuana y a amnistiar a los que evadían el servicio militar huyendo del país. “Puede que no estéis de acuerdo conmigo, pero al menos sabéis lo que defiendo”, les dijo.

A decir verdad, el discurso de presentación de Biden fue en su mayoría bastante insulso. Hasta que no le preguntaron los periodistas, evitó los dos temas candentes del momento: Vietnam y el busing  [la política de traslado de niños a escuelas fuera de sus barrios para conseguir un equilibrio racial]. Por aquel entonces, Delaware era territorio de Nixon y Biden prefirió desmarcarse sutilmente del oponente demócrata del presidente, George McGovern. Así, calificó el plan de McGovern de sacar a todas las tropas estadounidenses de Vietnam en 90 días de ser “ligeramente impracticable” y se distanció en asuntos como los recortes en defensa, las ayudas sociales y la reforma fiscal. Aun así, siguió insistiendo en que no era “tan liberal como piensa la mayoría” y, de hecho, los demócratas de Delaware comentaban en privado que era más conservador que su rival republicano.

Sus críticas a los 'millonarios que no pagan ningún impuesto' y a las 'empresas que quieren aprovecharse de la gente' se convirtieron en emblemas de su campaña

Biden se fue mostrando, sin embargo, cada vez más atrevido a medida que avanzaba la campaña. Arremetió contra Nixon por intensificar la participación estadounidense en Vietnam y en repetidas ocasiones recriminó a Boggs por votar a favor de medidas que solo servían para alargar la guerra. Ya en julio llegó a defender un repliegue de las fuerzas terrestres estadounidenses para octubre y una finalización absoluta de la participación de EE.UU. cuando hubieran regresado todos los prisioneros de guerra. Asimismo, tras los acalorados aplausos que recibió durante su presentación por decir que cualquiera que fuera encontrado culpable de un delito grave debería ser enviado a la cárcel “de inmediato”, decidió centrarse también en asuntos de delincuencia y drogas. “Cuando encontremos al traficante, tenemos que ser más severos con él que con cualquier otro elemento de la organización criminal”, afirmó durante un mitin, “no hay que tener piedad”. No obstante, si dejamos de lado ese duro lenguaje, por aquella época las soluciones que proponía Biden eran principalmente no punitivas: más dinero para rehabilitación y capacitación laboral, más centros de orientación y reinserción social y un programa de trabajo público para los jóvenes vulnerables.

Al igual que muchos otros candidatos jóvenes que se enfrentan a un rival mayor que ya ostenta el cargo, Biden hizo una sutil mención a la edad de Boggs. Una serie de anuncios en prensa subrayaban el programa de Biden al mismo tiempo que recordaban a los lectores la avanzada edad de Boggs y se dirigían de manera sutil a los votantes conservadores. Todo formaba parte del mensaje de campaña que Biden había desarrollado personalmente: “Puede que mi viejo papá tuviera razón en su época, y yo le quiero mucho, pero las cosas han cambiado”.

Sin embargo, lo que la historia ha olvidado de la campaña de Biden en 1972 es su populismo económico, aunque este estuviera dirigido a la clase media de Delaware, que él afirmaba que estaba “sufriendo los ataques tanto de los ricos como de los pobres”. A los estadounidenses lo que más les preocupaba eran sus bolsillos, subrayó durante la presentación de su candidatura, y reclamó aumentos en la Seguridad Social que estuvieran ligados al aumento del coste de la vida, algo que repitió hasta el día de las elecciones. Frente a una audiencia del sindicato de trabajadores de la industria automotriz (United Auto Workers, UAW) explicó que el Congreso estaba debatiendo unos aumentos de la Seguridad Social de apenas unos “puntos porcentuales”; en su lugar deberían subirse “hasta un nivel que permita a la gente vivir con dignidad”, afirmó, sugiriendo una iniciativa para complementar los ingresos que incluyera al programa para estadounidenses mayores que no cumplían los requisitos. Más adelante, Biden exigiría que esos pagos se eliminaran de la fórmula de ingresos que se utilizaba para determinar quién tenía derecho a Medicaid, para que los ciudadanos más mayores de Delaware no se cayeran de las listas, y exigió que el Congreso creara una agencia de protección del consumidor “que funcione como un abogado de los consumidores”. En uno de los mítines, los aplausos interrumpieron a Biden mientras criticaba las estructuras del impuesto sobre sociedades.

A Biden no le temblaba el pulso a la hora de señalar con el dedo a sus enemigos. Sus críticas a los “millonarios que no pagan ningún impuesto” y a las “empresas multimillonarias que quieren aprovecharse de la gente” se convirtieron en uno de los emblemas de su campaña. Publicó anuncios en prensa en los que exigía eliminar las ventajas fiscales para los “intereses especiales”, la exención del impuesto sobre bienes inmuebles para la gente mayor con ingresos fijos y la congelación de los precios, de las tarifas de los suministros domésticos y de las tasas de interés. “Si eres un trabajador, no hay manera de escapar de los impuestos. Si eres rico, puede que lo consigas”, reprochaban los anuncios. Biden atacó a Boggs por defender la minúscula contribución fiscal de Standard Oil y, en medio de un debate, criticó a ambos partidos por estar “controlados por el gran capital” y por mostrarse insensibles a las “preocupaciones fiscales de la clase media estadounidense”. Durante la convención anual del Consejo Sindical del Estado de Delaware, advirtió a sus miembros de que no se creyeran el repentino interés del partido republicano por incluir en el debate argumentos a favor de los trabajadores: “No os engañéis, no han cambiado de parecer. Lo único que han cambiado es la fecha en que os van a timar. Es decir, después de las elecciones en lugar de ahora”. Así es como consiguió que las federaciones AFL-CIO y UAW le apoyaran.

“Creo que piensa que rebajar de 27% a 23% la cuota de agotamiento del petróleo sirve para algo”, dijo Biden sobre Boggs, “ni siquiera se pregunta si habría que eliminarla por completo”. Ese tipo de declaraciones contribuyó a nutrir el otro gran tema de Biden: la protección del medio ambiente. Biden, que aprovechó la reputación que tenía en el Consejo del Condado como defensor de los recursos naturales de Delaware frente al desarrollo irresponsable y la rapiña corporativa, publicó un plan, cuando se aproximaba el día de las elecciones, para salvar los humedales y las marismas del país. Esas estrategias le valieron el apoyo del Fondo de Campaña para el Medio Ambiente, con sede en Washington, cuyo presidente y antiguo ministro de Interior con Kennedy, Stewart Udall, peregrinó hasta Dover para respaldar a Biden en persona. Según dijo Udall, Biden era “quizá el medioambientalista más destacado de todo el país”.

Cuando ignorar a Biden dejó de servir para evitar que el advenedizo siguiera recortando la ventaja anteriormente insuperable de Boggs, llegaron los refuerzos en forma de desfile de destacados republicanos nacionales, entre ellos el vicepresidente Spiro Agnew y el mismísimo “Mr. Republican”, Robert Taft, que llegó a aparcar por un instante su imagen de archiconservador para alabar el historial liberal de Boggs.

De manera crucial, Biden todavía contaba con la energía y el entusiasmo de una legión de voluntarios de la campaña para el Consejo del Condado y superó claramente a Boggs en recaudación de fondos. Hacia el final de la campaña, Biden estaba recaudando y gastando el doble que Boggs, gracias principalmente a las pequeñas donaciones, en las que tenía una ventaja de 5 a 1. La campaña dedicó las ganancias a aparecer en los medios y gastó un total 268.000 dólares para obtener la victoria, una cantidad enorme para la época y más que cualquier otro candidato en el estado.

Cuando llegó el 8 de noviembre, Biden había conseguido lo que todo el mundo en Delaware había dado por sentado que era una misión suicida, vencer a Boggs por tres mil votos, aun cuando el estado en su conjunto se decantó por Nixon por una diferencia de 20 puntos. Tal y como él mismo había predicho, su camino hacia la victoria había dependido en parte del baluarte republicano de Brandywine Hundred, en el que Biden perdió por solo 9.000 votos, en comparación con la habitual paliza que sufrían los demócratas y que les dejaba de media 17.000 votos por debajo.

Las cifras poselectorales revelaron también otros factores. A pesar de que Boggs recibió el apoyo del comité estatal de la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color), y también de Edward Brooke, el primer senador negro de EE.UU. desde la Reconstrucción [periodo posterior a la Guerra Civil], Biden se hizo con el voto negro. En unas elecciones en las que la participación negra fue relativamente baja a nivel estatal, e incluso más baja en las candidaturas menos importantes, Biden terminó segundo solo por detrás de McGovern en los distritos afroamericanos del estado, y consiguió el respaldo del 65% de aquellos que habían votado para presidente. Biden dominó también el voto sindicalista. En el ámbito nacional, solo hubo otros siete candidatos, tres de los cuales se presentaban para presidente, que superaran a Biden en financiación de los sindicatos.

Frente a una audiencia de 3000 personas, Biden colmó de halagos al rival al que acababa de vencer, hasta el punto de que parecía pedir disculpas por haber ganado. Tal y como había anunciado durante la campaña, dijo que el Joe Biden del Senado no se dejaría someter, que se negaría a acatar la línea de cualquier partido y su máxima lealtad sería para con sus votantes y voluntarios: “Puede que me hunda y sea el senador más malo del mundo; o puede que sea el mejor”.

La mayoría de las victorias electorales son el resultado de una turbia mezcla y la de Biden no fue una excepción. ¿Fue el atractivo que despertó entre las clases medias y los votantes republicanos en asuntos como la delincuencia y las drogas lo que le dio la victoria? ¿O el entusiasmo que inspiraba entre los voluntarios, los donantes modestos y sobre todo entre los votantes negros? ¿Fue su imagen no partidista y moderada lo que marcó la diferencia? ¿Su frontal oposición a Vietnam? ¿O fue su campaña populista en el aspecto económico lo que unió a los votantes a pesar de las distinciones de raza y de clase? Quizá fuera únicamente su juventud, su carisma y su grandilocuencia, en comparación con el viejo y comedido Boggs.

“Los liberales pensaron que me estaba conteniendo”, comentó Biden en privado en un pasillo del Hotel du Pont después de conocer el resultado. “Poco se imaginaban que no soy tan liberal. Los conservadores, por su parte, pensaron que era demasiado liberal”.

Este sería un discurso habitual durante el resto de la carrera de Biden: huir de la etiqueta de “liberal”, aunque defendiera valores liberales en determinados momentos frente a un determinado público. En un perfil que le realizaron para el periódico Wilmington Morning News y que se publicó a comienzos del año nuevo, Biden insistió en que era “en realidad entre moderado y liberal, además de un conservador en lo social”. Comparaba a los liberales con los leminos (“cada dos años se tiran por un precipicio”) y contó lo que le dijo a un solicitante que quería trabajar para un senador que luchara por los consumidores: “No voy a ser un activista durante dos años”. Si la victoria de Biden presagiaba una multitud de caminos disponibles para su futuro éxito político, sus palabras sugerían que ya se había decantado por uno. Las elecciones tuvieron también un efecto adicional: su poco probable victoria alojó para siempre en Biden el miedo a que algún día un ganador sorpresa como él le pudiera arrebatar el puesto.

Primeras víctimas

Biden y su mujer Neilia estaban sentados frente a la chimenea de la sala de estar mientras ella escribía postales de Navidad y él reflexionaba sobre su futuro en Washington. Más tarde, Biden afirmaría que presintieron que algo no iba bien: “¿Qué va a suceder, Joey?”, la recordó preguntándole, “todo está yendo demasiado bien”.

El que debería haber sido el mejor año de Biden comenzó por el contrario con una tragedia. Al día siguiente y a solo una semana del Día de Navidad, Neilia, que había decidido quedarse un día más en Wilmington antes de reunirse con Biden en Washington, estaba dejando atrás una señal de stop cuando un camión se la llevó por delante. Ella y su hija de 13 meses, Amy, fallecieron en el accidente, y los otros dos hijos de la pareja resultaron heridos. El coche ranchera completamente destrozado salió despedido en círculos y recorrió 45 metros antes de chocar contra un árbol. Los folletos de campaña quedaron desperdigados por toda la carretera.

A solo una semana del Día de Navidad, su mujer y su hija de 13 meses, Amy, fallecieron en el accidente, y los otros dos hijos resultaron heridos

“Me enfadé muchísimo”, comentó Biden más adelante, “Estaba enfadadísimo con vosotros los periodistas, enfadado con la gente, enfadado con Dios, enfadado con todo el mundo… Solo quería coger a mis hijos y largarme”.

Finalmente, un destrozado Biden decidió no abandonar su escaño en el Senado y juró su cargo junto a la cama de sus hijos, mientras estos seguían en el hospital. Aunque el conductor del camión fue rápidamente absuelto de toda conducta indebida, Biden siguió afirmando durante décadas que iba borracho, para sufrimiento y confusión de la familia del conductor.

Neilia había sido fundamental en la carrera de Biden; él la llamaba tanto el cerebro de su campaña como su principal consejera. Su plan era que le organizara la oficina de Capitol Hill. Biden, que consiguió mantener la compostura durante el funeral, rindió homenaje a su mujer y recordó cómo trataba a todo el mundo por igual, sin hacer distinciones por el nivel de renta, la raza o la posición social: “Posiblemente yo fuera uno de esos falsos liberales. De esos que no escatiman esfuerzos para mostrarse simpático con una minoría y ella hizo que me diera cuenta de que estaba haciendo distinciones… A partir de ahora voy a intentar seguir su ejemplo”.

Aunque no parece que se tomara la lección muy en serio. Poco tiempo después, Biden tuvo un encontronazo con la delegación de la NAACP en Wilmington, que criticó duramente a los representantes recién elegidos en Delaware por no contratar a empleados negros. El grupo destacó con mordacidad “el profundo desdén y descaro” de Biden y otras dos “figuras supuestamente liberales” que habían “recibido la gran mayoría del voto negro de Delaware sobre la base de promesas manifiestas o claramente insinuadas” de contratar a afroamericanos. La NAACP les acusó de creer que “los negros no estaban cualificados para ocupar cargos profesionales en los servicios del gobierno”, o de haber “preferido doblegarse cobardemente ante la mentalidad antiliberal y ultraconservadora que emana estos días del presidente Nixon y de la escena nacional”.

En lugar de eso, Biden prefirió dirigir su mirada hacia la empresa DuPont, la potencia política y económica predominante en Delaware, a la que ya había alabado durante la campaña y había calificado de “corporación concienzuda” porque pagaba íntegramente sus impuestos. Durante la campaña, uno de los principales abogados de DuPont trabajó como asesor de Biden y uno de sus principales químicos como asesor de investigación y políticas. Tras la victoria de Biden, un veterano empleado de DuPont, Ted Kaufman, entró a formar parte de la plantilla del senador y permaneció a su lado durante 22 años, 19 de ellos como jefe de gabinete. Biden y la empresa se instalaron en lo que él calificaría después como una buena relación; se reunía dos veces al año con el comité ejecutivo de DuPont y con los otros gigantes químicos de Delaware: Hercules (una filial de DuPont) e ICI (una futura filial). Biden no dedicó mucho esfuerzo a confrontar a la empresa o a la familia, según explicó, y prefirió buscar puntos de encuentro.

Adoptó la polémica costumbre de los congresistas de pronunciar discursos remunerados, principalmente en eventos para recaudar fondos, universidades e institutos

El recién elegido senador Biden fue un político liberal relativamente estándar para principios de la década de 1970, si bien es cierto que su falta de filtro solía hacer que los observadores lo amaran o lo odiaran. Es posible que en esto radicara una parte de su éxito: ser un orador con talento que tenía la destreza de intercalar constantemente frases polémicas y hasta incendiarias, que le servían para complementar una supuesta imagen de persona sin complejos que decía siempre la verdad. Tal y como había prometido, siempre votó como un liberal sobre Vietnam, y ejerció un control sobre los abusos de Nixon en relación con el poder ejecutivo y, más aún, en relación con la protección medioambiental.

La primera década de Biden en el cargo anticipó muchos de los sesgos característicos de sus políticas. Rápidamente adoptó la polémica costumbre de los congresistas de pronunciar discursos remunerados, principalmente en eventos para recaudar fondos, universidades e institutos, con los que lograba complementar su sueldo de senador con decenas de miles de dólares al año. Durante el resto de su carrera siguió siendo un orador prolífico y bien remunerado. Después de haber votado en un principio contra la limitación de esos ingresos, cambió de opinión y declaró que eso había sido “uno de los mayores errores de su carrera”.

Desde el primer momento Biden consolidó su reputación como amigo férreo de Israel. Durante la campaña, se destapó un pequeño escándalo cuando un estudiante universitario que Biden había contratado para escribir un documento político le dijo a la prensa que había recibido instrucciones precisas para no incluir las opiniones personales del candidato, puesto que eso supondría un “suicidio político”. Según el estudiante, durante una reunión de personal que tuvo lugar en agosto, Biden defendió la internacionalización de Jerusalén y que se llegara a un acuerdo para que Israel devolviera la tierra que llevaba ocupando ilegalmente desde la guerra de 1967, y añadió que cualquier posición pro-Israel que adoptara en ese momento sería la que mantendría durante el resto de su carrera. Biden negó por completo las acusaciones del estudiante y afirmó que solo estaba representando el papel de abogado del diablo. Y, efectivamente, se pasó el resto de su carrera de senador demostrando un apoyo incondicional hacia Israel, aun cuando su comportamiento suscitó la indignación de ambos partidos. Durante sus primeros años, ayudó a conseguir una cantidad sin precedentes de ayuda estadounidense para Israel, saboteó en 1998 una propuesta de paz para Palestina y llegó a decir frente a una audiencia de lobistas que Estados Unidos “no puede permitirse criticar a Israel en público”.

Mientras tanto, el escándalo del Watergate, que llevaba enturbiando Washington desde 1972, sirvió para demostrar la crédula fe que tenía Biden en el consenso, en la unidad y en el bipartidismo per se. Advirtió a los demócratas de que no celebraran los males de los republicanos porque “el hundimiento del partido republicano significa el vuestro propio… significa el hundimiento del bipartidismo”. Reprendió a los demócratas por intentar culpar del Watergate a todo el partido republicano, y les advirtió de que las instituciones políticas eran “el tejido que nos mantiene unidos” y de que si el público terminaba por culpar al partido republicano de lo que había pasado, “el sistema se viene abajo”. Después de pasarse semanas resistiéndose a pedir un proceso de destitución, Biden finalmente pronunció en abril de 1974 un discurso, que había preparado durante semanas, en el que pidió imparcialidad para Nixon, atacó a la prensa y a los filtradores del gobierno, exigió “moderación” a los periodistas y les dijo a sus fuentes “que cerraran el pico”. “El proceso de destitución es un asunto demasiado importante como para dejárselo a la prensa”, declaró.

En esta época comenzaron también los futuros problemas de Biden para mantener alejada su ocupación principal de los negocios de su familia. Al poco tiempo de resultar elegido senador, el Farmers Bank le concedió una serie de préstamos a su hermano menor, James, cuyo patrimonio neto ascendía en ese momento a unos exiguos 10.000 dólares mientras que los préstamos multiplicaban por dieciséis esa cantidad. Con ese dinero James abrió una discoteca. Según tres antiguos empleados del banco, esperaban que el nombre Biden atrajera a un público moderno y gastador. En lugar de eso, la discoteca fue un fiasco y James nunca llegó a pagar las deudas, lo que provocó que Biden llamara personalmente al banco para protestar por el trato que le estaban dando a su hermano los cobradores de morosos. Mientras tanto, los impacientes empleados del banco amenazaron a James con utilizar el crédito impagado para avergonzar a su hermano el senador.

La cuasi bancarrota del Farmers Bank desencadenó poco tiempo después una investigación por fraude a Norman Rales, un financiero vinculado al banco, que terminó sacando a la luz detalles mucho más embarazosos; entre ellos las relaciones personales y financieras del senador Biden y Rales. La investigación dio también a conocer que James poseía, de forma inexplicable, créditos por valor de 600.000 dólares que le había concedido el First Pennsylvania, un importante banco de Filadelfia, a raíz de una recomendación de la oficina del gobernador de Pennsylvania, Milton J. Shapp, al que Biden había respaldado públicamente para presidente en 1975. John T. Owens, el cuñado de Biden y su antiguo socio del bufete de abogados, también había apoyado a Shapp y había trabajado en el equipo del gobernador, y además conservaba una pequeña participación en la discoteca. Para poner la guinda al pastel, Biden también era miembro del Comité de Actividades Bancarias del Senado, que por aquel entonces tenía fama de ser un nido de corrupción.

Sin embargo, más que cualquier otra cosa, fueron la economía y los derechos civiles los que definieron el principal enfoque político de Biden durante el resto de su carrera.

El liberal que mató al busing

La recesión de 1973–75 y la inflación que parecía no acabarse nunca tuvieron una gran influencia en la temprana carrera política de Biden. Tras treinta años de prosperidad y aumento de los ingresos en Estados Unidos, la década de 1970 fue testigo de un repentino desplome. En ese mismo periodo, Estados Unidos experimentó su peor inflación en tiempos de paz y su peor recesión después de la guerra. Unos precios alimentarios y energéticos por las nubes hicieron mella en las nóminas de los trabajadores y terminaron con los días de consumismo despreocupado que habían caracterizado los años de formación de Biden. Millones de estadounidenses perdieron su trabajo en oleadas de desempleo, que llegó a alcanzar un 9% a mediados de la década.

Aunque las razones de la crisis fueron diversas, entre ellas la crisis del petróleo de 1973, terminaron proporcionando el incentivo necesario para que se conformara una nueva coalición política cuyo objetivo era rechazar por completo el New Deal y sus equivalentes socialdemócratas extranjeros. Como el desempleo no paraba de aumentar y la inflación estaba totalmente fuera de control, las ideas económicas de libre mercado comenzaron a verse bajo una luz mucho más positiva. La crisis, sumada a un pánico efervescente entre las clases medias por asuntos como los impuestos la integración racial, las drogas y la delincuencia, ayudaría a inaugurar la era neoliberalista que más adelante llevaría a Ronald Reagan a la presidencia.

Aun así, el senador Biden dio sus primeros pasos representando el papel de un firme, aunque un tanto ambivalente, demócrata del New Deal. Votó a favor de establecer controles a los alquileres y a los precios de todo, desde alimentos hasta productos del petróleo. En su primer año criticó los recortes presupuestarios de Nixon porque “para algunas personas, supondrían la diferencia entre la vida y la muerte”, y votó en contra del candidato del presidente para el ministerio de Salud, Educación y Bienestar por haberlos diseñado. Votó también con frecuencia a favor de mejorar y ampliar los programas de derechos federales, el tipo de “legislación social” de la que afirmó cuando murió Lyndon Johnson que sería el legado que perduraría del fallecido presidente. Entre esos programas había una ley de 1973 que autorizaba ajustes inflacionarios en las prestaciones de la Seguridad Social.

En lo más profundo de Biden siempre rondó un cierto rechazo tributario, que se fue haciéndose cada vez más patente a medida que iba empeorando la recesión

En un principio, cuando comenzó la estanflación, Biden optó por el enérgico enfoque que los liberales habían adoptado para combatir la Gran Depresión. Su plan antinflación de 1974 proponía rescatar al sector de la construcción, gravar las ganancias excesivas de la industria y un ambicioso programa de empleos públicos en reserva: no sería la última vez en esa década que Biden instaría al gobierno a que pusiera directamente a trabajar a los desempleados. Ese mismo año, presentó un paquete fiscal cuya intención era claramente gravar a los ricos y a la industria de los combustibles fósiles. Buscar el equilibrio presupuestario, afirmó, tendría un efecto mínimo en la inflación, aunque sí serviría potencialmente para empeorar la economía. “Biden, en pocas palabras, no es precisamente popular entre los defensores del libre mercado, y los grupos de interés petroleros le odian en silencio”, publicó un periódico.

Sin embargo, en lo más profundo de Biden siempre rondó un cierto rechazo tributario, que se fue haciéndose cada vez más patente a medida que iba empeorando la recesión. En 1975, se le podía escuchar decir que el déficit presupuestario provocaría que la economía se hundiera todavía más y también se mostró reacio a apoyar la primera resolución para imponer un techo de gasto público. En el espacio de unos pocos años, esa reticencia se evaporaría.

Las instituciones del gobierno estaban todavía luchando para contener la recesión cuando estalló en Delaware la polémica del busing. En realidad, la “crisis” estatal del busing formaba parte de una rebelión blanca y residencial más amplia contra la integración racial que se estaba produciendo en todo el país. Y esta, a su vez, era un pequeño fragmento de una historia mucho más amplia: la lucha desde hacía más de un siglo de los descendientes de los esclavos por reclamar todos los derechos que les correspondían como ciudadanos estadounidenses. Esa lucha había llegado a su culminación a mediados del siglo XX en un multitudinario movimiento de protesta que obtuvo importantes concesiones de los estamentos del poder, entre ellas el fallo en 1954 del caso Brown contra el Consejo de Educación, que ordenó la desegregación de las escuelas públicas.

En teoría, el fallo del caso Brown terminaba con el statu quo racista y no solo derribaba la doctrina “separados pero iguales”, que había servido hasta entonces para legalizar el apartheid estadounidense, sino que la declaraba además de una farsa en la práctica, una contradicción en sí misma. Los gobiernos estatales, que recibieron la orden de desegregar “con la mayor rapidez posible”, improvisaron toda una serie de instrumentos para acabar con la separación racial. El busing (trasladar niños negros, y a veces blancos, a escuelas fuera de sus vecindarios) fue una de ellas.

Cuando comenzó a implementarse, el busing demostró también ser una de las medidas más polémicas. Así fue sobre todo en el norte, donde las actitudes racistas eran menos manifiestas, aunque en la práctica la segregación era mucho mayor, tras varias décadas de políticas racistas que habían mantenido a los afroamericanos alejados de los barrios residenciales. Como explicó el historiador Matthew Delmont, no fue el problema de trasladar a sus hijos en autobuses escolares lo que enfureció a las clases medias del norte, puesto que veinte millones de niños ya iban a la escuela en autobús en 1970, en ocasiones para acudir a vecindarios muy alejados, solo para perpetuar la segregación. “Gracias al busing, los ciudadanos del norte encontraron una manera aceptable de oponerse a la desegregación sin apelar de forma explícita a los sentimientos racistas que preferían asociar con el sur”, escribió Delmont.

Wilmington no fue muy distinto. Aunque el busing había tenido éxito en diversas ciudades, cuando le tocó el turno a Delaware, la oposición a la medida ya se había incrementado y Biden (al que realmente le preocupaban los derechos civiles, aunque quizá le preocupara más su reelección), se encontró de repente en apuros.

Biden había evitado la cuestión con éxito durante su campaña de 1972, y había conseguido al mismo tiempo apaciguar a los enemigos del busing. Al anunciar su candidatura, calificó el busing “de problema ficticio que permite a los blancos liberales quedarse sentados en la periferia residencial, seguros de que no tendrán que vivir al lado de una persona negra”, y de ser algo que “es un muy buen tema de conversación para un cóctel, pero no cambia el rumbo del país”.

Sin embargo, estaba caminando por el filo de la navaja. Por una parte, se opuso a redefinir los distritos escolares para conseguir un equilibrio racial (un concepto, que según sus palabras, “no significa nada en sí mismo”), defendió que “nadie apoya” el busing con ese fin e insistió, como seguiría haciendo durante años de forma equivocada, que el de Wilmington era un asunto de segregación de facto, no de jure, lo que significaba que la segregación que supuestamente se había desarrollado lo había hecho “de forma natural”, y no como resultado de unas políticas y leyes concretas. Por otra parte, frustró la votación para limitar que la Corte Suprema pudiera juzgar lo que era de jure y lo que no, y se negó a apoyar una enmienda constitucional para prohibir el busing. Esa indefinición tan premeditada hizo que Biden consiguiera salir reelegido.

En ese sentido, durante sus dos primeros años en el Senado, Biden emitió votos en su mayoría favorables al busing, que después enmascaraba con una retórica antibusing. Dos días antes del vigésimo aniversario del fallo del caso Brown, utilizó todas sus armas para conseguir la derrota por un solo voto de la enmienda Gurney, una medida que, al limitar el busing a la segunda escuela más cercana del estudiante, habría acabado virtualmente con el busing y con el fin de la desegregación.

Entonces fue cuando se desató el escándalo.

Los grupos locales antibusing, indignados con el voto, comenzaron a confrontar a Biden sobre el asunto y, en una ocasión, un público hostil de cientos de personas lo interrumpió y abucheó sin descanso durante dos horas. Nada servía en ese entorno: ni la insistencia de Biden en repetir que él realmente se oponía al busing, ni su habitual recordatorio de que sus amigos liberales tampoco estaban contentos con él, ni siquiera dar en parte marcha atrás y prometer en repetidas ocasiones que apoyaría una enmienda constitucional para limitar el busing.

Biden estaba en contra de las escuelas segregadas, o eso decía, pero tampoco estaba a favor de las escuelas integradas por defecto

Este activismo antibusing se exacerbó en 1974 a raíz de un fallo judicial que decretaba la desegregación en los colegios de Wilmington. En la sentencia del juicio Milliken contra Bradley que se emitió ese año, una Corte Suprema dividida dictaminó que solo podría obligarse a los vecindarios residenciales a participar en esas iniciativas si podía demostrarse que “las acciones racialmente discriminatorias del Estado o de los distritos escolares locales” habían sido “causa sustancial” de la segregación, lo que protegía a las ciudades del norte de tener que hacer nada para solucionar el problema.

Biden insistió en que solo la segregación de jure tenía que corregirse, pero demostrar en los tribunales un racismo intencionado era mucho pedir, como siguen descubriendo los activistas y abogados en la actualidad. A decir verdad, ni siquiera las pruebas eran suficiente: en el caso de Milliken, un alcalde había registrado por escrito su afición por la segregación y aun así la Corte Suprema dictaminó que no había pruebas de un racismo intencionado. Y a pesar de las protestas de Biden sobre que la segregación de Wilmington era sencillamente “una tendencia antigua de aislamiento racial”, y no una segregación de jure, fue una de las pocas ciudades que reunió los estrictos requisitos del tribunal tras la sentencia del caso Milliken.

Durante los siguientes tres años, Biden emitió un solo voto a favor del busing y 19 en contra. Se había, según describió el programa Wilmington Morning News, vuelto un “renacido converso del antibusing” que, como muchos otros conversos de ese tipo, “han abrazado su nueva fe con un celo casi mesiánico”. Cuando abandonó su neutralidad en agosto de 1975, comparó el busing con el atolladero de Vietnam y suscribió de antemano todos los proyectos antibusing que presentó su homólogo republicano de Delaware, William Roth, con el que se había asociado. Biden estaba en contra de las escuelas segregadas, o eso decía, pero tampoco estaba a favor de las escuelas integradas por defecto, porque había una “diferencia conceptual entre desegregación e integración”, y lo desarrolló:

“Si hubiera una gasolinera que atendiera a 50 personas en un día cualquiera y 25 de ellas fueran blancas y 25 negras, no cerrarías la gasolinera si no puede demostrar que exactamente la mitad de los que utilizan el baño de la gasolinera son de cada una de las razas. Lo que harías es asegurarte de que en esa gasolinera no hay un cartel que diga ‘negros no’”.

La analogía de Biden no tenía ningún sentido; nadie hablaba de cerrar escuelas y además existían numerosos datos para demostrar que las escuelas de Wilmington adolecían de un profundo desequilibrio racial. Pero, lógicamente, ese no era el objetivo. Biden, en repetidas ocasiones, se enredaba cuando quería justificar lo que estaba haciendo en ese momento.

Aun así, Biden siguió afirmando que se oponía a la discriminación: “No hay que odiar a los niños negros”, dijo del busing a un grupo de sexto de primaria de Delaware que estaba de visita en el Capitolio. “Ellos no son responsables de nada”, advirtió a los chicos, para que no dejaran tampoco que sus padres les enseñaran a odiarlos, y se felicitó por su audacia. Ese comentario, afirmó, “hace que pierda 5000 votos de padres, pero me importa un comino”.

Aunque los expertos y las autoridades le explicaron a Biden que la desegregación era imposible sin el busing, él siguió diciendo que eso no abordaba “los auténticos problemas”. Llegó a afirmar incluso que la integración en algunas de sus formas era aún más “racista e insultante”. Además, el interés de su cruzada antibusing era preservar los derechos civiles: “El movimiento por los derechos civiles terminará muriendo. Cuando se pierde el apoyo de la clase media, clase a la que yo pertenezco, no se puede sacar adelante ninguna política social en este país”.

Sus comentarios también hacían referencia a una creencia personal, que ya había deslizado en otras ocasiones, en que la separación racial era natural

Pero Biden también estaba claramente preocupado por la reelección. “Sabe que los votos están en los barrios residenciales donde los ánimos de los blancos se ponen al rojo vivo cuando ven un autobús amarillo”, señaló el Wilmington News Journal. El propio Biden afirmó que el condado de Sussex, el condado más antibusing de Delaware, era crucial para ganar el estado.

Sus comentarios también hacían referencia a una creencia personal, que ya había deslizado en otras ocasiones, en que la separación racial era natural. En una cena de recaudación en 1975 en Greenville, Carolina del Sur, menospreció la opinión de los liberales que atribuían la fuerza de Estados Unidos a su condición de “gran crisol de culturas”. “Eso no es más que un montón de paparruchas, porque ya sabemos que ser negro, blanco, cristiano o judío es algo que nos separa”, afirmó frente a los más de 300 demócratas que habían asistido. Ese mismo año, Biden acusó tanto al busing como a la idea de “integrar a todas las personas para que tengan las mismas oportunidades y aprendan a crecer los unos con los otros y todo lo demás” de ser un “rechazo de todo el movimiento del orgullo negro”.

En mayo de 1975, Biden había prometió obstaculizar los intentos “inconstitucionales” de limitar el poder de los tribunales para imponer el busing. Pero en febrero del año siguiente, presentó justo ese tipo de disparatado proyecto, con el objetivo de que solo los tribunales estatales pudieran imponer soluciones en los casos relacionados con centros educativos. Otra de las enmiendas que propuso ese año prohibía al Departamento de Justicia utilizar sus fondos para promover el busing. Un colega demócrata le reprochó que la “desastrosa” medida solo conseguiría atar de pies y manos al Departamento cuando este recomendara a los tribunales cuál debía ser el alcance de las medidas desegregadoras. Un tercer proyecto de ley, que imponía a los jueces federales una “lista de prioridades” para las medidas desegregadoras que situaba al busing al final, fue rechazada hasta por el demócrata antibusing Robert Byrd, que la tildó de inconstitucional y denunció que no tendría ningún efecto sobre el busing que se hubiera decretado por orden judicial. El infructuoso proyecto de ley Roth-Biden de 1977 (que habría pospuesto el busing hasta que se hubieran agotado todas las apelaciones judiciales y habría condicionado su aplicación a que un tribunal declarara que el racismo intencionado era el “principal factor que provocaba” la segregación escolar) fue duramente criticado por el fiscal general, que insinuó que “complicaría de forma innecesaria y perjudicial el escenario de la desegregación escolar” mediante litigios y retrasos.

La contribución más duradera de Biden sería la enmienda Eagleton-Biden de 1977, que impedía que el ministerio de Salud, Educación y Bienestar (HEW, por sus siglas en inglés) utilizara sus fondos para el busing. Resultó ser tan eficaz a la hora de frenar los esfuerzos del ministerio en favor de la desegración que los grupos de derechos civiles cuestionaron su constitucionalidad. A un superintendente de Ocala, Florida, el HEW le informó de que la “conformidad voluntaria” del distrito con el plan de desegregación escolar no podía llevarse a cabo porque el instrumento del busing había sido prohibido por ley. En el 25 aniversario del caso Brown, la Comisión de Derechos Civiles publicó un informe que señalaba con amargura la falta de progreso en la desegregación racial y criticaba la enmienda Biden. El presidente de la comisión pidió a los ciudadanos que hicieran campaña para derogarla y afirmó que su aprobación había servido para “fomentar y ayudar” a las fuerzas que querían obstruir el avance de la desegregación. “Este es uno de los problemas de los derechos civiles, sino el principal, al que se enfrenta Estados Unidos en este momento”, afirmó. De forma irónica, como en Wilmington se había decretado el busing mediante una orden judicial, la enmienda no causó ningún efecto en la política de allí. Aun así, Biden afirmó que estaba satisfecho con el impacto que había tenido.

Todos estos esfuerzos de Biden resultaron ser claves a la hora de resquebrajar el compromiso que habían adquirido los demócratas con los derechos civiles tras la década de 1960. La enmienda que presentó en 1975, y que impedía que el HEW pudiera obligar a los distritos escolares a designar alumnos o profesores según su raza, podría no haberse convertido en ley, pero los defensores de los derechos civiles asistieron horrorizados a la primera vez que esa enmienda atrajo votos de destacados liberales del norte. Eso indicaba el final de una estrecha pero fiable mayoría en el Senado que había defendido los esfuerzos desegregadores frente a posibles asaltos. Biden “será recordado por la enmienda que inclinó por primera vez la balanza del Senado”, escribió el Wilmington Morning News. La publicación Congressional Quarterly señaló asimismo que su adopción por parte del Senado fue un verdadero punto de inflexión por el mismo motivo, y por el hecho de que la Cámara Alta, que normalmente suponía un obstáculo para las medidas antibusing, había tomado la iniciativa en esta ocasión. El propio Biden presumió de que él había “conseguido que fuera razonable (si no respetable) que los viejos liberales puedan empezar a plantear las cuestiones que yo he sido el primero en plantear”.

Cuando hasta un antiguo reclutador del Ku Klux Klan, como Robert Byrd, consideró que Biden estaba yendo demasiado lejos, no ha de sorprender que los liberales y el colectivo de los derechos civiles estuvieran furiosos. El abogado de derechos civiles Joseph L. Rauh Jr, que dijo del proyecto de ley Roth-Biden de 1977 que era “un mezquino ataque contra la desegregación de los sistemas educativos”, acusó a Biden de abrazar el “espíritu antibusing de Nixon”. La conferencia de líderes sobre derechos civiles, una coalición de 140 organizaciones pro derechos civiles, eclesiásticas y liberales, se opuso también al proyecto de forma unánime, algo que no sucedía muy a menudo. Seis funcionarios pro derechos civiles testificaron personalmente contra el proyecto de ley, y Charles Morgan Jr, del sindicato American Civil Liberties (ACLU, por sus siglas en inglés), comparó las razones que esgrimió Biden con la campaña “segregación para siempre” de George Wallace. “Creo que no siento una gran estima por usted, Sr. Morgan”, le interrumpió Biden. Cuando uno de los líderes de la NAACP comentó que el proyecto de ley era el resultado de un “triste historial” de racismo en Delaware, Biden se enfadó: “Mi corazón está apesadumbrado”, afirmó con la voz entrecortada, “es la primera vez que escucho a alguien insinuar de forma indirecta que soy una persona racista”. El funcionario aclaró que también Biden era una víctima del racismo, concretamente, del “acoso y abuso” que le había llevado a oponerse al busing.

Pero la cosa no se terminó ahí. Con el tiempo, Biden convenció al ministerio de Justicia para que interviniera en Wilmington, aunque la decisión que tomó no fue de su agrado. En un momento posterior, llegó a reprender con dureza a dos candidatos históricos por sus opiniones acerca de la intervención y del busing en general: al juez de la Corte de Apelaciones de EE.UU., Wade McCree, que estaba en camino de convertirse en el primer procurador general negro desde Thurgood Marshall, y a Drew S. Days III, un abogado negro de Nueva York que era uno de los favoritos para convertirse en el fiscal general adjunto de derechos humanos. En un comité judicial repleto de antiguos segregacionistas sureños, Biden, el joven liberal de un estado del norte, fue el único en votar contra ambos.

En noviembre de 1980, Biden había dado su apoyo a todas las medidas antibusing que se habían presentado en el Senado durante los cinco años anteriores. Eso incluía votar en repetidas ocasiones a favor de medidas antibusing que había presentado el archiconservador Jesse Helms; no obstante, todas esas votaciones tuvieron lugar después de su reelección. Biden y Roth estuvieron a punto incluso de conseguir que se aprobara su proyecto de ley de 1977 para impedir que los tribunales federales pudieran imponer el busing, algo que el republicano negro Edward Brooke denominó “la enmienda más dañina que se ha presentado en todo este ámbito”. Mientras tanto, para satisfacción de Biden, el Congreso siguió ratificando año tras año la enmienda Eagleton-Biden con mayorías cada vez mayores, aunque los funcionarios del HEW se lamentaban de que les habían arrebatado una de sus principales herramientas (retener fondos federales) para presionar a los distritos escolares que se negaran a desegregar. “El desgaste [del busing] está actuando”, afirmó Biden tras una de esas votaciones, “cada año es más fácil”.

Sin embargo, Biden insistió en que nada de todo esto había perjudicado su relación con la comunidad negra local: “Sigo caminando por la parte negra de la ciudad”, dijo en 1975, “ahí están, lo mismo hasta son mis clientes, Mousey y Chops y todos los muchachos de la 13, y yo puedo entrar en esas salas de billar y, francamente, no conozco a ningún otro blanco metido en la política de Delaware que pueda hacer una cosa así”. En los periódicos que cubrieron el polémico tema destacaron su historial como activista por los derechos civiles y su participación en sentadas para desegregar los restaurantes, un clásico de la leyenda de Biden que repitió durante años. Aunque, apenas una década después se vio obligado a admitir que su activismo se limitó única y exclusivamente a su trabajo de verano como socorrista.

Siempre que una histeria de derechas cundía entre la población, Biden se dejaba arrastrar y llegaba más lejos que algunos de sus colegas conservadores

Fueran cuales fueran las opiniones de cada uno sobre el busing (y las encuestas indicaban que hasta los afroamericanos estaban divididos acerca de sus virtudes) no cabía ninguna duda de que había funcionado como herramienta para acabar con la segregación, ni tampoco que muchas comunidades lo aceptaron pacíficamente. Sin embargo, el fin de la medida contribuyó a la situación de hoy día en que la segregación escolar está peor de lo que ha estado en las últimas cinco décadas. Biden, en su intento por acabar con el busing, no solo ayudó a ponerle freno en Delaware, sino que demostró que estaba dispuesto a ir mucho más lejos, y, además de poner en peligro el objetivo general de desegregación, sacrificó también el constante avance de los derechos civiles, con el único objetivo de permanecer en el poder.

La diligencia con la que Biden cambió de opinión sobre el busing presagió las cruzadas antidelincuencia y antidrogas en las que se embarcaría las décadas posteriores por similares motivos de supervivencia política. Esos eran también asuntos extraídos de la larga lucha de EE.UU. por la igualdad racial, con la que estaban profundamente relacionados; asuntos que preocupaban a los votantes de la clase media blanca y residencial, cuya opinión importaba mucho a Biden. Este comportamiento se mantendría durante el resto de su carrera política: siempre que una histeria de derechas cundía entre la población, Biden se dejaba arrastrar por la agitación y llegaba más lejos que algunos de sus colegas conservadores, por lo general en perjuicio de los más vulnerables. Esta no fue, sin embargo, más que una parte de la transformación que experimentaría Biden.

El año de los conservadores

Si nos remontamos a 1981, Biden dijo entonces que sus colegas legisladores le habían convencido de que tenía que evolucionar.

“Me he convertido en creyente en los nueve años que he pasado en el Senado”, declaró. Las enseñanzas de los economistas, prosiguió, le habían vuelto reacio a escuchar las opiniones de sus colegas republicanos sobre los peligros del déficit presupuestario, sobre todo cuando no era más que un influenciable joven de 29 años “casi recién salido de la universidad”. Pero con el tiempo esto se fue desgastando: “Cuanto más lo escuchaba en esta Cámara, más me convencía de la importancia del equilibrio presupuestario”, admitió.

En realidad, ese no era el único motivo. A Biden le irritaba que le etiquetaran de liberal. Quizá estuviera relacionado con el carácter singular de Delaware, un estado esclavista que permaneció con la Unión durante la Guerra Civil estadounidense, y cuya frontera caminaba de forma literal y figurada por la línea Mason-Dixon. “Si les dieran la posibilidad de elegir entre Filadelfia o Virginia, sospecho que una mayoría de la gente de Delaware se iría al sur”, bromeó Biden en una ocasión durante una reunión regional de personas influyentes, lo que le valió una reprimenda por parte de un columnista local, aunque no sirvió para evitar que Biden reciclara el comentario años más tarde.

Hablaba con orgullo de cómo los miembros del aparato político eran incapaces de encasillarlo. En una entrevista que concedió en 1977, Biden explicó que su “falta de ortodoxia” despistaba a las viejas generaciones que seguían pensando que “o eres un demócrata del New Deal o un conservador republicano tradicional”. Un memorándum de Pat Caddell (el amigo y encuestador de Biden que había pasado de ayudarle a entrar en el Senado a ayudar a que Jimmy Carter llegara a la Casa Blanca) acababa de salir a la luz y advertía a Carter de que los “jóvenes turcos” como Biden podían suponer su perdición. Caddell consideraba que Biden “formaba parte de esa nueva generación de liderazgo que tiene algunas opiniones considerablemente diferentes de las filosofías fundamentales republicanas o demócratas que predominan hoy en día”, comunicó Biden tras una conversación que mantuvieron ambos.

La ironía es que Biden había sido el primer senador en apoyar la candidatura insurgente de Carter. Antes incluso de que Carter la anunciara, Biden ya estaba advirtiendo a los miembros del partido de que dieran la espalda a liberales de la vieja guardia como Hubert Humphrey y que se fijaran en cambio en los “gobernadores del sur”, en lo que sería un anticipo de la estrategia conservadora que adoptó el partido durante los años de Reagan. Cuando Carter dejó claro que su intención era obtener la nominación demócrata, Biden ofreció su apoyo y rápidamente se convirtió en el presidente de su comité de coordinación durante la campaña.

Ya en 1974, Biden comenzó a describirse a sí mismo como un liberal en lo social, pero un conservador en lo fiscal

Carter era justo el tipo de demócrata heterodoxo que Biden aspiraba a ser: alguien socialmente conservador, aunque preocupado por los asuntos raciales, que además estaba librando una batalla contra la oxidada cultura de Washington, con la ayuda de un pequeño círculo de asesores de su ciudad natal. Es probable que Biden viera en la improbable apuesta de Carter muchas similitudes con su candidatura de 1972. Carter, el eterno outisder aun después de haber ganado, se dedicó a librar una batalla solitaria e impopular contra el gasto público y a combatir el continuo declive económico que caracterizó en parte a su gobierno, mediante la desregulación del transporte por carretera, las aerolíneas, la banca y otros sectores industriales.

De cualquier modo, esa costumbre de Biden de iniciar debates intencionalmente, y algunos dirían que desagradablemente, contrarios a la línea de partido desentonaba en ocasiones con el rol de un representante oficial de una campaña. Biden llegó a criticar la campaña de Carter frente a unos periodistas y en una ocasión le dijo a Associated Press durante un mitin en Iowa que el candidato independiente Eugene McCarthy “estaría mejor cualificado” para convertirse en presidente. Al final, Carter perdió Iowa por el más mínimo de los márgenes, en parte porque McCarthy consiguió un 2% del voto.

Que Carter, el demócrata, se convirtiera en el primer presidente neoliberal de EE.UU. sirvió para anticipar el giro que daría la cultura política estadounidense en la década siguiente. También reflejó la propia evolución de Biden, que se alejaba cada vez más de la tradición del New Deal. Ya en 1974, Biden comenzó a describirse a sí mismo como un liberal en lo social, pero un conservador en lo fiscal, lo que suponía un ligero cambio con respecto a sus anteriores categorizaciones personales. Dos años más tarde, criticó con dureza a Humphrey por no ser “consciente de la limitada y finita capacidad del gobierno para lidiar con los problemas de las personas” y por carecer de los “arrestos necesarios para ver algunos programas y decir que no”. Su campaña para la reelección en 1978 le empujaría todavía más en esa dirección.

Las expectativas de Biden en 1978 pintaban bien. Las encuestas indicaban que sería un duro adversario, y su más temible rival en potencia, el antiguo miembro de la Cámara de Representantes, Pierre ‘Pete’ du Pont, había preferido  presentarse –y obtener– al cargo de gobernador. El actual miembro de la Cámara de Representantes, Thomas Evans, se negó por el mismo motivo. La delegación estatal del partido republicano solo tenía dos opciones: el ultraconservador y activista antibusing, Jim Venema, que había prometido arrebatar el escaño a Biden tras su votación a favor del busing en la enmienda Gurney, o un republicano menos bochornoso que evitara que Venema obtuviera la nominación. El partido terminó eligiendo a James Baxter, un agricultor del condado de Sussex que, a pesar del apoyo de las bases que consiguió Venema y de la superioridad de este en pequeñas donaciones, se convirtió en el candidato por poco menos de dos mil votos en unas primarias con una escasa participación.

En lo que respecta a políticas sociales, Biden ya tenía el flanco derecho cubierto: “No sé cómo diantres va Jim Venema a poder retratar a Joe Biden como un probusing”, señaló él mismo. Le indignaba que se sugiriera que le habían presionado para adoptar la posición que defendía ahora. “Venema no dice más que estupideces”, afirmó, “no soy un charlatán político que tome decisiones sin basarse en unos principios”. A continuación inició la misma maniobra de cobertura en el aspecto económico, y en 1977 presentó una versión todavía más estricta que el proyecto de ley “ocaso” [“sunset”] de William Roth, que exigía que los programas federales recibieran una nueva autorización cada cuatro años o de lo contrario desaparecerían automáticamente: la denominó “legislación para controlar el gasto” (La ley de compromiso final extendió el plazo a 10 años). Biden, que emitió uno de los 21 votos en contra de mantener la solvencia de la Seguridad Social, se quejó de que el proyecto suponía “una carga excesiva para las personas de renta media”.

Las elecciones de 1978 tuvieron lugar bajo el influjo de la “rebelión de los contribuyentes”, que llevaba tiempo fraguándose. Cuando la inflación contrajo los sueldos de la clase asalariada media y media alta (que se vio atrapada entre unos sueldos que subían para mantener el ritmo de la inflación y unos tramos fiscales que no cambiaban, y que también estaba recelosa porque los programas de redistribución parecían ayudar principalmente a otras personas) los ciudadanos de todo el país que tenían una vivienda en propiedad montaron en cólera. En California, el estado natal de Ronald Reagan y epicentro de la revuelta, la ira popular ayudó a que se aprobara la Proposición 13, que sirvió para limitar drásticamente las competencias fiscales de los gobiernos estatales.

A largo plazo, la Proposición 13 daría pie a una crisis fiscal en el estado y destruiría sus servicios públicos y sus instituciones. A corto plazo, encendió la llama de los propietarios de viviendas de todo el país e hizo que aparecieran imitadores en un estado detrás de otro. Menos de tres años después de que se aprobara, 18 estados habían puesto un límite a los impuestos o al gasto público, incluida la enmienda Headlee de 1978 que Michigan aprobó en su Constitución.

“1978 ha resultado ser el año de los conservadores”, publicó el Wilmington Morning News. Biden, que un año antes había pronosticado con confianza que nadie “más conservador que Bill Roth” podría vencer a nivel estatal en Delaware, ahora aparecía en las entrevistas preocupado por las próximas elecciones y se enojaba cuando le preguntaban cuál era la posición que ocupaba en el espectro político: “¿Qué clase de pregunta es esa?”, le espetó a un periodista, la de “¿todavía golpeas a tu esposa?”.

El recorte a los impuestos federales que presentaron Roth y el congresista de Nueva York, Jack Kemp, fue producto de esa rebelión de los contribuyentes: una medida que habría reducido el impuesto sobre las personas en un 33% y el impuesto sobre sociedades en un 6%. A instancias de Baxter, Biden (que ahora insistía en que “en temas fiscales soy un conservador” y que convirtió la limitación del gasto público en la esencia de su mensaje a los votantes) pasó a formar parte de un pequeño grupo de senadores demócratas que se comprometió a votar a favor de la medida: “Este año necesitamos un enorme recorte fiscal”, afirmó, apoyándose en el razonamiento de que aumentaría la presión para que se recortara el gasto.

El proselitismo antigasto de Biden le valió el apoyo de Howard Jarvis, el empresario antigubernamental de California que había defendido con fervor la Proposición 13

A pesar de su popularidad y de la clara ausencia de entusiasmo en favor de Baxter, la estrategia de Biden contra su rival republicano consistió en robarle su discurso. En un foro de candidatos que tuvo lugar en septiembre, se turnaron para criticar el gasto público, y Biden no solo alabó las virtudes de su legislación “ocaso”, sino que alardeó también de que el Sindicato Nacional de Contribuyentes le había considerado en 1974 el sexto senador más conservador, fiscalmente hablando. En el primer debate entre ambos ese mismo mes, los dos estuvieron de acuerdo en todo excepto en el aborto, y Biden informó a la audiencia de que ya estaba haciendo las cosas que Baxter reclamaba: recortar impuestos, gastos y regulaciones. La campaña de Biden publicó anuncios a toda página en los que se pregonaba su historial conservador en el aspecto fiscal, incluido el bloqueo a los aumentos salariales y a los incrementos automáticos ligados al coste de la vida para los casi tres millones de trabajadores federales. Bautizaron a Biden “uno de los senadores más tacaños” y Biden lo repitió en un evento de preguntas y respuestas de candidatos, en el que también habló de conseguir equilibrar el presupuesto para 1983 y de vincular los recortes fiscales con las reducciones del gasto. Como explicó él mismo, la principal diferencia entre él y Baxter era que él al menos creía que el gobierno seguía teniendo “la obligación social” de cubrir las necesidades de los más vulnerables.

El proselitismo antigasto de Biden le valió el apoyo de Howard Jarvis, el empresario antigubernamental de California que había defendido con fervor la Proposición 13. “Has demostrado estar a la vanguardia de la contienda por reducir el gasto gubernamental y has conseguido aliviar a los sobrecargados contribuyentes de Estados Unidos”, escribió Jarvis. El despacho de Biden emitió un comunicado en el que decía que estaba “encantado” con el apoyo. Aun así, Biden era muy consciente de que este viraje hacia la derecha podría decepcionar a los votantes demócratas que seguía necesitando. Por ese motivo, unos días después, en un foro de candidatos, Biden explicó frente a un público mayoritariamente negro cuáles serían las nefastas consecuencias de medidas como la Proposición 13. Cuando le preguntaron por su supuesta hipocresía, Biden, que seis años antes había hecho de la verdad y la integridad la piedra angular de su campaña, respondió que no tenía “ninguna opinión sobre el apoyo [de Jarvis]” y que no podía “evitar si alguien me apoya o no”.

De regreso en Washington, Biden dejó claro por qué había recibido el apoyo de Jarvis, al convertirse en uno de los 19 senadores que votaron en contra del atenuado proyecto de ley por el pleno empleo que había presentado Hubert Humphrey, y que solo pedía que el presidente cumpliera ciertos objetivos de desempleo e inflación para 1983. “No creo que el gobierno tenga que hacer promesas que no puede cumplir”, declaró Biden. Aunque durante sus primeros cinco años solo había votado con la mayoría republicana contra los demócratas en un 13% de las ocasiones, esa proporción había subido ya a un 22%.

Como el bandazo de Biden hacia la derecha le dejaba poco espacio de maniobra a Baxter, el presidente republicano del condado de Sussex recurrió a una serie de escándalos desesperados y fabricados. Aunque no le sirvieron de mucho. Baxter se seguía tambaleando en las encuestas y eso sirvió para demostrar no solo que, como consecuencia de su conservadurismo, apenas le votaría un insignificante porcentaje de los votantes (9%), sino también que los habitantes de Delaware eran plenamente conscientes de que Biden cambiaba drásticamente de opinión en asuntos como el busing y pensaban votarle de todos modos. “A pesar de su terrible historial, como todos los demás políticos de Delaware, de su oposición al busing, Biden votará como yo querría que lo hiciera en la mayoría de las ocasiones”, confirmó un votante liberal.

Al igual que Boggs en 1972, Biden logró el apoyo de los principales periódicos, incluido el del vecino Philadelphia Inquirer, y arrasó en cuanto a apoyo sindical; Biden seguía siendo una opción de voto liberal relativamente fiable, o al menos lo era más que su rival. Con la ayuda de su dedicada red de voluntarios, Biden se impuso con facilidad en todos los rincones del estado, y venció a Baxter no solo en su propio condado, sino también en su propio distrito, con un margen de victoria de 16 puntos, que fue el más amplio desde la reelección de Du Pont al Congreso en 1972.

Pero había un factor adicional en la victoria de Biden. En 1973 había dicho que “la única razón de que Biden no esté en deuda con ningún pez gordo es que ningún pez gordo me tomaba en serio”. En cuanto demostró que era un actor político importante, ya nunca más tuvo ese problema.

El equipo de Biden estaba decidido a emular la práctica derrochadora de su candidatura de 1972 y fijó un objetivo mucho más alto: 350.000 dólares. Sin embargo, en esta ocasión, la campaña dependió mucho más de los pudientes. En febrero, el presidente Carter pasó 28 minutos por un evento en el salón de actos Gold del Hotel du Pont, que costaba 1000 dólares por pareja y que había sido organizado por Biden para recaudar fondos, e hizo que su temprano partidario se embolsara unos elegantes 52.900 dólares. Solo el precio de la entrada ascendía a casi tanto como lo que había recaudado Carter en un viaje de campaña que había realizado tres años antes por tres condados del estado, y sirvió además para eludir las leyes de financiación de campaña: 1000 dólares era el límite legal para las donaciones, pero si se dividía por pareja, entonces se abría la puerta a que los donantes dieran más después. La campaña también se aprovechó de una laguna legal que consideraba a las elecciones generales y a las primarias como algo separado, aunque permitía que “el excedente de las contribuciones de campaña” se pudiera utilizar en la siguiente contienda del candidato. Esto permitió que los donantes le dieran a Biden casi el doble del límite legal, y eso que ni siquiera se enfrentaba a ningún contrincante en las primarias.

A finales de marzo, Biden ya había recaudado un tercio de su objetivo de 350.000 dólares, y sus listas de donantes estaban repletas de nombres de personas ricas y poderosas, tanto demócratas como republicanas, que lo habían dado todo por el joven senador: empresarios, abogados, ejecutivos, inversores y otros, en orden descendiente de frecuencia. En concreto, el nombre DuPont abarrotaba las listas de donantes porque varios altos ejecutivos de la empresa química, incluido su presidente, Irving S. Shapiro, habían entregado generosas cantidades a Biden.

Casi un 70% de los donantes de Biden provenía de fuera de Delaware, como por ejemplo empresarios de California –el epicentro de la revuelta de los contribuyentes–  y un estado especialmente bien representado en la lista. Entre ellos, estaba Walter H. Shorenstein, un ejecutivo inmobiliario de California y uno de los principales donantes del partido, que curiosamente daba trabajo al hermano de Biden y cuya empresa se beneficiaría ampliamente de la congelación virtual de los impuestos a la propiedad que introdujo la Proposición 13. Gracias a este apoyo, y al respaldo financiero de los sindicatos, el total de las donaciones que recibió Biden eclipsó a todos los demás candidatos de Delaware, y sus gastos de campaña triplicaron los de Baxter.

¿Podría esto explicar el drástico giro de Biden hacia la derecha? No cabe duda de que el antiguo Biden así lo habría creído. Como crítico habitual que era del efecto que provoca el dinero en la política, Biden había dedicado su discurso inaugural en el Congreso al tema de la financiación pública de las elecciones. En 1974 había hablado despectivamente de intentar “prostituirse” ante los grandes donantes, se quejó de que “la gente que tiene dinero… siempre quiere algo” y se preguntó en voz alta durante cuánto tiempo podría la gente “aguantar que un pequeño grupo de hombres y organizaciones marcara el rumbo político y decidiera quién podía presentarse a candidato”. Como afirmó en el Wilmington News Journal, a los seis meses de haber iniciado su primera legislatura, siempre se sugería, aunque fuera “de forma implícita”, una especie de quid pro quo a los donantes que aceptaban financiar las campañas de los políticos. Y recordó, unos días antes de las elecciones de 1972, cómo un grupo de empresarios adinerados se había reunido con él para preguntarle si era seria su promesa de retirar la exención al impuesto sobre ganancias del capital. “Si quería recaudar dinero, ya sabía lo que tenía que decir”, explicó.

Las elecciones de 1978 sirvieron para consolidar el giro ideológico de Biden. Desde su ahora quinto puesto en el Comité Presupuestario del Senado, prometió limitar el gasto público cuando se abordó el proyecto presupuestario de Carter, del que Biden dijo que necesitaba menos gastos, menos impuestos y un menor déficit. Su mensaje giró en torno a imponer recortes generalizados a las agencias federales, techos de empleo para la burocracia y, posiblemente, apoyar una enmienda constitucional que obligara a equilibrar el presupuesto federal. Aunque dijo que apoyaba la idea de un seguro nacional de salud cuando empezó su andadura en el Congreso, ahora juró que lucharía para evitar un programa de ese estilo.

Llega un momento en la carrera de todo político en el que debe poner sus ambiciones en un lado de la balanza y la realidad política en el otro, y sopesar cuáles son las medidas que está dispuesto a sacrificar en aras de la conveniencia. En ese sentido, las elecciones de 1978 supusieron una clara experiencia formativa para Biden porque le enseñaron que podía cortejar a los donantes millonarios y aun así conseguir el apoyo de los sindicatos; le enseñaron que podía escorarse claramente hacia la derecha y seguir contando con el apoyo de los votantes demócratas, al menos mientras la única alternativa fuera un republicano intimidante; y le enseñaron también que podía (y que necesitaba, de hecho) sacrificar la causa de los derechos civiles para conquistar el mítico centro político.

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Extracto del libro de Branko Marcetic, El hombre de ayer: La causa contra Joe Biden [Yesterday’s Man:The Case Against Joe Biden. Verso, 2020] publicado en Jacobin Mag.

Hay cosas por las que merece la pena perder. No te metas en esto solo por la política que lo rodea. Métete solo si crees en algo.

Joe Biden a los demócratas de Delaware, marzo de 1996.

 

No está exento de una cierta ironía que Joseph...

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Autor >

Branko Marcetic (Jacobin)

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