crisis cultural
El virus vuela al teatro
Sainete sobre arbitrariedad y riesgo, ciencia y cultura
Cibrán Sierra Vázquez / Leonor Sierra Pintos 25/07/2020
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Permítannos proponerles la relectura de los siguientes titulares: “Los recintos culturales solo podrán abrir con un tercio de su aforo” (El País, 28 de abril de 2020) y “Bruselas no exige dejar asientos libres en los aviones” (El País, 13 de mayo de 2020). Ante la lectura consecutiva de estas dos informaciones –y, luego, de las medidas gubernamentales, hoy vigentes, que en su momento estos artículos divulgaron– no es sorprendente que cualquier ciudadano con un mínimo de conciencia crítica se pregunte: ¿por qué? ¿Por qué en unos espacios no es recomendable, para evitar la propagación del virus, sentarse codo con codo con personas desconocidas y en otros sí lo es? ¿Es el virus capaz acaso de discernir si está escuchando a Mozart o la megafonía de un vuelo, y así modificar su comportamiento epidemiológico? ¿Hay alguna justificación sanitaria para que nuestras autoridades decidan velar por nuestra salud en unos términos aparentemente tan contradictorios?
¿Por qué en unos espacios no es recomendable sentarse con desconocidos y en otros sí? ¿Es el virus capaz de discernir si está escuchando a Mozart o la megafonía de un vuelo?
Es evidente que del SARS-CoV-2 hay mucho que la ciencia aún desconoce. Desde su reciente irrupción a escala global, investigadores de todo el mundo están trabajando a toda velocidad –y bajo la espada de Damocles de su mortífera expansión pandémica– para estudiarlo en profundidad, para conocer cómo se transmite, qué poblaciones pueden ser más vulnerables a su propagación, cómo progresa y se desarrolla la enfermedad y de qué forma podemos desarrollar tratamientos efectivos y vacunas. La ciencia avanza, pues, a rebufo de la expansión mundial del virus, y muchas de las decisiones que se han de tomar para coordinar una respuesta política y social ante la emergencia sanitaria no pueden esperar a resultados totalmente concluyentes desde el ámbito científico.
Consecuentemente, las autoridades sanitarias y gubernamentales se ven obligadas, en un contexto de emergencia, a adoptar resoluciones a medida que avanzan las investigaciones y, por eso mismo, deben estar dispuestas a rectificarlas, ajustarlas y matizarlas al ritmo que marcan las mejores evidencias científicas disponibles en cada momento. Paralelamente, además de eficaces directrices gubernamentales, la lucha contra la pandemia precisa de una ciudadanía que, en su conjunto, comprenda la necesidad y la naturaleza de tales directrices y, por tanto, las asuma y las haga propias, practicándolas con la adecuada disciplina social, en pro del bien común.
Sin embargo, cuando las medidas que se toman parecen arbitrarias, ese necesario convencimiento ciudadano flaquea, la confianza en el criterio de las autoridades se resquebraja y la comunicación a la población del riesgo que supone saltarse la necesaria disciplina colectiva se vuelve una tarea tremendamente difícil.
Cuando las medidas que se toman parecen arbitrarias, el convencimiento ciudadano flaquea y la confianza en el criterio de las autoridades se resquebraja
Las declaraciones de portavoces de la Organización Mundial de la Salud (OMS) poniendo sobre la mesa las dudas sobre si la transmisión del virus se realiza o no “por el aire” (es decir, si el virus se propaga en “gotillas” –droplets–, como la gripe, o si podría hacerlo en aerosoles que permanecen suspendidos en el aire durante cierto tiempo, como ocurre con el sarampión) generaron una importante controversia pública y una movilización activa de la comunidad científica. En las últimas semanas, y tras las más recientes investigaciones, la OMS ha reconocido que es posible la transmisión aérea del coronavirus en interiores, aunque quizás sea más acertado hablar de “transmisión aérea oportunista” –como ha explicado el español José Luis Jiménez, profesor de química en la Universidad de Colorado-Boulder– dado que el SARS-CoV-2 se transmite “respirando mucho tiempo el mismo aire que alguien infectado” y parece no aguantar tanto tiempo en el aire como el sarampión.
Las condiciones más propicias para el contagio parecen ser, por tanto, espacios cerrados o interiores, en periodos de larga duración, con baja ventilación y en estados de hacinamiento o ausencia de distancia interpersonal. A fecha de hoy, por lo tanto, podemos afirmar que existe un consenso científico sobre el hecho de que la transmisión del virus es más difícil al aire libre y/o habiendo mucho espacio entre personas, y que si todo el mundo usa mascarillas, el riesgo se minimiza –aunque sea difícil de medir exactamente en qué proporción matemática–. Por otro lado, no sabemos si hay una distancia totalmente segura, un umbral mensurable en metros más allá del cual no hay riesgo alguno, y qué importancia relativa tiene la transmisión aérea comparada estadísticamente con la transmisión por droplets. Así pues, lo que debemos exigir es que nuestras autoridades tomen decisiones reglamentarias con vistas a mitigar el riesgo lo máximo posible, sabiendo siempre que el riesgo cero no existe. Dicho de otro modo: dos metros de distancia serán siempre mejores que uno.
A la vista de todo esto –y desde una perspectiva crítica, basada en los conocimientos que nos proporcionan a fecha de hoy las investigaciones científicas– sorprende que tanto la Comisión Europea como muchos gobiernos requieran o exijan el uso de mascarillas y recomienden u ordenen reducir drásticamente la ocupación de espacios culturales –incluso aquellos que se celebran al aire libre– pero no impongan el mismo requerimiento a otros muchos sectores como, por ejemplo, aerolíneas y diversos medios de transporte, que pueden viajar al 100% de su capacidad, sentando a sus pasajeros en mínimos cubicajes con distancias interpersonales que, con o sin mascarilla, serían normativamente intolerables en otros contextos, por imperativo sanitario. Tanto es así que, en una elocuente entrevista a prestigiosos científicos especialistas en la materia como Fauci, Connick, Volberding, Bloom, Satcher y Bell, publicada a principios de julio en el Washington Post, ninguno de ellos se sometería personalmente, salvo necesidad extrema, a tales condiciones de convivencia.
Una democracia que no considera la cultura como fundamental está minando la capacidad crítica de toda una generación, abocándola a la barbarie irracional y autodestructiva
Ante el comprensible desconcierto –nunca mejor dicho–, las compañías aéreas han intentado tranquilizar a sus viajeros frecuentes, y a la opinión pública en general, enviando correos electrónicos y propaganda en la que aseguran que disponen de sistemas de filtración e intercambio del aire en cabina que garantizan que los riesgos de contagio se minimizan. Siendo verdad que algunos de estos sistemas son efectivamente muy eficientes en el filtrado y la renovación de aire, ¿qué ocurre con los –a veces largos– minutos previos al despegue, donde esos filtros muchas veces no están activos?, ¿qué pasa si la persona que está sentada codo con codo a nuestro lado durante horas se quita la mascarilla para beber o comer, o incluso por mera indisciplina, o bien tose o estornuda?, ¿por qué esta diferencia de criterios?, ¿qué mensaje estamos mandando a la sociedad si decimos que en un determinado entorno, con ventilación y mascarilla, la distancia es imprescindible pero en otro, sin embargo, no lo es?, ¿estamos acaso confundiendo salud con prioridades económicas o empresariales?
Las autoridades gubernamentales tienen la responsabilidad de velar por la salud y el bienestar de toda la ciudadanía y deben ser transparentes comunicando en qué basan sus recomendaciones o directrices. Y deben ser honestas: es evidente que ese bienestar social no responde sólo a cuestiones sanitarias, y que muchas decisiones deben tomarse equilibrando riesgos y beneficios, pero vestir de rigor científico y valor sanitario decisiones que responden, legítimamente, a otras estrategias e intereses transmite una sensación de arbitrariedad y frivolidad que desestabiliza la confianza y genera un efecto dominó extremadamente pernicioso para la salud pública y para la democracia representativa en sí misma.
Finalmente, los gobiernos de Europa deben reflexionar acerca de cuáles son esas prioridades sobre las que basan sus políticas, especialmente en situaciones críticas como la actual. Si algo hemos aprendido de todas las crisis de nuestra historia es que una democracia que no considera la cultura como fundamento esencial está minando la capacidad crítica y creativa de toda una generación de ciudadanos, abocándola a la barbarie irracional y autodestructiva, y que una sociedad que no apoya decididamente la ciencia y la investigación está condenando su futuro irremediable e irreversiblemente. Priorizar desde las instituciones y desde la acción política ciencia y cultura es pues, hoy más que nunca, un auténtico imperativo de supervivencia. Porque el virus no distinguirá a Molière de un piloto, pero sí sabe que en la irracionalidad y la ignorancia tiene a sus mayores aliados.
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Cibrán Sierra Vázquez es premio Nacional de Música y violinista del Cuarteto Quiroga.
Leonor Sierra Pintos es doctora en Física por la Universidad de Cambridge y divulgadora científica.
Permítannos proponerles la relectura de los siguientes titulares: “Los recintos culturales solo podrán abrir con un tercio de su aforo” (El País, 28 de abril de 2020) y “Bruselas no exige dejar asientos libres en los aviones” (El País, 13 de mayo de 2020). Ante la lectura consecutiva de estas...
Autor >
Cibrán Sierra Vázquez /
Autora >
Leonor Sierra Pintos
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