El público prohibido (I)
Ausencias
El fútbol no es solo la imagen bella de los movimientos y de las filigranas de los futbolistas, sino su conjunción con la hinchada
Rayco González 21/07/2020
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Llegábamos tarde. Nos retrasamos más de lo esperado en comprar las bebidas acordes a un concierto rock, previendo que duraría más de dos horas. Mis acompañantes eran una pareja extraña y extraordinaria de amigos, aunque en aquel ya remoto año 2005 aún no lo percibía. Ella era una acordeonista profesional finesa y él estudiaba conmigo un curso sobre Epicuro y había terminado recientemente el conservatorio de piano en su ciudad natal, Praga. Estábamos en el teatro municipal de Arras, una pequeña ciudad de estilo flamenco al norte de Francia. Habíamos hecho un singular viaje en autostop que duró un par de semanas y estábamos en la penúltima parada antes de regresar a casa. Nuestro itinerario seguía los conciertos programados por el Festival de música de la región francesa de Nord-Pas-de-Calais, donde realizábamos nuestra estancia Erasmus. El sentido de aventura que nos ofrecía el autostop, con sus encuentros y situaciones imprevistas, lograba revestir a nuestro viaje de un valor desinteresado. Nuestra única motivación era la melomanía compartida.
Por poner solo un par de ejemplos de lo que vivimos durante ese viaje: presenciamos un directo de la Creedence Clearwater Revival y el mismísimo McCoy Tyner, recientemente fallecido el pasado 6 de marzo, tocó para apenas cincuenta personas en un auditorio de un pequeño pueblo francés, cuyo nombre no logro recordar. Alguna vez debimos dormir en parques o caminar de noche para alcanzar los lugares de los conciertos. Pero en cada parada teníamos una satisfacción al lograr ver a muchos de los músicos que más admirábamos.
Cuando entramos en la sala del teatro, ocurrió algo que nos sorprendió. El viejo rockero John Mayall y su banda, los Bluesbreakers, estaban colocándose en el escenario. Mayall miraba extrañado el patio de butacas. Cogió el micrófono mientras nos sentábamos en algún espacio libre en el pasillo, ya que la oscuridad nos impedía localizar ningún asiento libre. Mayall se acercó a su micrófono y habló: “¿Pero qué pasa aquí?, ¿es que no os vais a mover?”. La pasividad del público parecía irritarle. El público o bien no entendió el acento norteño de Mayall o bien le daban igual sus imprecaciones para que se comportaran como un verdadero público rockero. Nosotros veníamos del público del día anterior en el concierto de Tyner, que, como si de una recitación clásica se tratase, permaneció en un solemne, aunque gozoso, silencio y, en contraposición, Mayall y nosotros esperábamos un público ruidoso, efervescente, febril… Pero no fue así. Lo entendimos con el tiempo: el público no solo obedece al tipo de ritual musical, sino también a los códigos de su propia cultura.
Hay equipos rock, como el Atleti, del mismo modo que hay otros equipos ópera, tango, cumbia…
Espero que no os parezca una majadería por mi parte empezar con esta pequeña experiencia personal como espectador musical. A fin de cuentas, quiero hablar de ese público hoy ausente aunque televidente, que es el modo más fronterizo entre la ausencia y la presencia. Esta pequeña introducción fue inspirada por unas declaraciones de Germán el Mono Burgos, a la sazón exportero y segundo entrenador del Atlético de Madrid y músico rockero. Transcribo sus palabras: “El Atleti es un estilo, es rock’n’roll. Otros son ópera, tango, cumbia… pero el Atleti es rock”. El Mono había dejado el Mallorca, que obtuvo su clasificación para la Champions League justo en su adiós, y se endosó la casaca del Atleti, club del que, según su propio testimonio, se enamoró el día que vio por televisión la muchedumbre que acompañaba al equipo en su visita al campo del Leganés, cuando todavía militaba en Segunda División.
Permítanme tomar al pie de la letra las palabras del Mono Burgos y considerar así que hay equipos rock, como el Atleti, del mismo modo que hay otros equipos ópera, tango, cumbia… Y que, siguiendo su idea, se trata de un estilo, pero no estrictamente musical, sino de memoria colectiva. Dicho de otro modo, se trata de estilos de estar y de relacionarse entre ejecutantes y su propia afición en eso que hoy se nos ha hurtado con la covid-19, el rito fundamental del fútbol, el partido. Es inútil negarlo: el fútbol ha regresado antes que cualquier otro evento cultural o deportivo para poder mantener la productividad corporativa de una de las grandes actividades de nuestra economía. A cambio de la prontitud de su regreso, hemos tenido que resignarnos a ver partidos de un modo que casi nunca habíamos visto: todos los estadios parecen desnudos, su arquitectura, a menudo pretenciosamente novedosa, se nos muestra desangelada. El silencio es un fenómeno extraño en nuestra cultura, llegando incluso a temerlo, según el historiador Alain Corbin (Historia del silencio, 2019). Pero el silencio en un estadio de fútbol es un signo funesto, que puede ser la consecuencia de algún hecho negativo: o bien de un gol del equipo rival o bien de un acontecimiento luctuoso, como una lesión brutal de algún jugador.
Lo que ocurre ahora es algo peculiar: el silencio se prolonga lo mismo que la duración de los partidos, es el signo de nuestra propia ausencia como hinchas y es el resultado de la prohibición de los espectadores. Curiosa circunstancia: al contrario de lo que ocurre con la iconoclasia, ahora lo que circula profusamente son las imágenes y los simulacros visuales y sonoros, mientras que lo prohibido es la presencia misma de lo “representado” por las imágenes, los hinchas. Las imágenes televisivas de estadios silenciosos han sido cuidadosamente trucadas mediante dos estrategias. La primera es visual: las gradas son coloreadas con una abigarrada paleta de colores. La segunda es sonora: sobre la pantalla se ven las imágenes en movimiento del partido, mientras lo que se escucha son sonidos del ambiente de otros partidos ya jugados en el pasado. El efecto del montaje televisivo hace que el telespectador apenas pueda percibir nítidamente si los cánticos que se escuchan son los habituales entre los hinchas del equipo que juega en casa. Esta experiencia televisiva me ha dado pie a reflexionar sobre las formas posibles de la presencia y su función durante dentro del rito que conforma cada partido. Y admitámoslo de una vez: al Atleti esta prohibición del público, en principio, no le beneficia, pero el fútbol rara vez se ciñe a lo previsible…
Ahora bien, pensando de nuevo en las presencias del público en la música en directo, percibimos que cada auditorio adquiere un rol en función del género musical, de la forma de la sala y de las reglas de cada cultura. Incluso cuando escuchamos algún concierto grabado en nuestro vinilo (parece que ha regresado no solo como una reliquia vintage), en nuestro cd (que ahora se nos antoja más “antiguo” que el vinilo) o en el Spotify, agradecemos que los sonidos coincidan con nuestras expectativas, haciéndonos obtener un goce mayor de la audición. Si escuchamos un disco de Led Zeppelin en directo sin el griterío de los fans, nos preguntaríamos si nos hemos equivocado de álbum; y si, en cambio, escuchando un disco de la Berliner Philarmoniker algún sonido se superpusiera a la ejecución y no en los intervalos previstos (entre cada movimiento, por ejemplo), nos irritaría, tal vez no tanto como estando en el patio de butacas, pero sin duda pensaríamos que se trata de un público maleducado y embrutecido.
En cambio, degustamos con placer una grabación de un directo de jazz especialmente cuando, por encima de las notas, oímos el intenso repiqueteo de vasos y el murmullo incesante de los espectadores hablando u ovacionando alguna virtuosa ejecución de la banda. Todo ello forma parte de lo que entendemos que supone la escucha del jazz: estamos dispuestos a sacrificar la nitidez de las notas a cambio de la viveza que nos brinda esta coexistencia entre la performance musical y los sonidos de la presencia del público. Todos esos ruidos responden a la sensación de libertad que vive el público en ese tipo de conciertos. Por ejemplo, ya que cité antes a Tyner, es imposible separar los sonidos del ambiente del Village Vanguard de Nueva York de las grabaciones que componen el Impressions del clásico cuarteto de John Coltrane. Del mismo modo que son inseparables los aplausos del público del Plugged Nickel de Chicago cuando aparece o desaparece la trompeta de Miles Davis.
Modos de la presencia
Tendemos a naturalizar lo que consideramos normal. Pero este gusto por una presencia disimulada o por una presencia manifiesta del público, según el género o el tipo de actuación, no proviene de algo universal, sino que es más bien cultural. Por ejemplo, la disciplina del silencio fue claramente un fenómeno cosmopolita nacido en las grandes capitales europeas del siglo XIX: París y Londres. Lo cuenta con gran finura el sociólogo Richard Sennett (El declive del hombre público, 1977), quien curiosamente tuvo que abandonar su carrera musical como violonchelista antes de comenzar su andadura académica. En la segunda mitad del siglo XIX hablar se convirtió en signo de mal gusto, frente al espectador anterior que hablaba e incluso interactuaba con los actores, los músicos, etcétera. Las luces de las salas también se atenuaron con el fin de reforzar el silencio y concitar la atención del público. Richard Wagner concibió y diseñó el teatro de la ópera de Bayreuth, la Festspielhaus, para que el público pudiese estar mejor aislado del escenario y lograr así una perfecta represión de sus reacciones y sentimientos propios. Este público modelo se extendió rápidamente más allá del teatro y la ópera de la nueva burguesía, llegando a los teatros populares callejeros. En las provincias europeas, sin embargo, los espectadores eran mucho más ruidosos, lo que generaba no poca desazón entre los artistas que venían de las grandes ciudades. El público noble de siglos anteriores también fue ruidoso y el artista estimaba incluso sus comentarios durante la performance. Pero el afianzamiento de la burguesía coincidió con esta nueva disciplina del silencio.
La disciplina del silencio en el teatro y la ópera fue un fenómeno nacido en las grandes capitales europeas del siglo XIX: París y Londres
De hecho, los nuevos edificios eran concebidos como “teatros-narcóticos”. Wagner hablaba del “abismo místico” que “hace que el espectador imagine que el escenario está muy lejos, aunque lo vea con toda la claridad de su verdadera proximidad; y esto a su vez provoca la ilusión de que las personas que aparecen en él son de una estatura mayor, sobrehumana”. Lo que pretendía Wagner era un espectador que estuviese devotamente atento a la representación, para lo cual el interior de su Festspielhaus, en forma de anfiteatro, permitía tener una visión del escenario libre de obstáculos, a expensas de la visión de otros espectadores. El escenario lo ocupaba todo. Y, por último, la medida más radical consistía en ocultar la orquesta a la visión del espectador. Los músicos eran colocados en un foso cubierto por una capota de cuero y madera, de modo que la música se oía, pero no se veía a sus ejecutores. Wagner convertía al espectador en un simulacro, aislado y en una separación total con el escenario.
Algo muy semejante ocurría con la Ópera Garnier, que trastocaba completamente el edificio de la Comédie Française construido en 1781. Como explica Simon Tidworth (Theatres: An Architectural and Cultural History, 1973), “el camino del espectador desde la explanada de la Plaza de la Ópera hasta su asiento en la sala constituye una experiencia estimulante, destinada posiblemente a ser la experiencia más estimulante de la noche”. La magnificencia arquitectónica de la Ópera Garnier eliminaba todo intercambio social normal, sustituyendo la conversación íntima en el recibidor por un “silencioso temor”, según las propias palabras del arquitecto Charles Garnier.
La finalidad era lograr un público aséptico, transformarlo en un mero testigo de un rito. O, dicho con otras palabras, el rol del público consistía en ver y no en responder. Su silencio tenía el valor de la solemnidad necesaria en el contacto directo con el Arte. Para que el público supiese cómo debía comportarse comenzaron a entregarse programas con textos explicativos tanto para el teatro como para los conciertos musicales. Las reglas de observación se hacían explícitas.
Este tipo de espectador aséptico y pasivo es el opuesto perfecto del espectador activo en el teatro griego clásico, que participaba directamente del rito. Las competiciones entre dramaturgos de la Antigua Grecia exigían respuestas del público. Sus representaciones coincidían con las fiestas dedicadas al dios Dionisos, las Dionisias. El público debía mostrar sus padecimientos pasionales, debía exhibirlos.
Este tipo de espectador aséptico y pasivo es el opuesto perfecto del espectador activo en el teatro griego clásico, que participaba directamente del rito
A lo largo de la historia, numerosos son los encuentros sociales en los que el público participa activamente. De hecho, creo que muchos estadios de fútbol conservan esta modalidad de público. El fútbol mantiene ciertamente un componente teatral, hasta el punto de que algún que otro estadio adquirió el popular nombre de “El teatro de los sueños”. A día de hoy, la gran diferencia en la cuestión de la relación con su público es que, mientras en el fútbol parece pervivir la intensa experiencia del destino construida por el teatro antiguo griego de Atenas y Epidauro, el teatro contemporáneo parece haberse ido esclerotizando durante los últimos decenios. No quito mérito a grandes teóricos y dramaturgos del siglo XX, como por ejemplo Antonin Artaud, Bertolt Brecht, Richard Schechner, Peter Brook, Jerzy Grotowski y otros que pretenden continuar sus propuestas, pero parece que el teatro, a pesar de todos los esfuerzos de estos y otros dramaturgos, ha perdido ya el sentido ritual que tuvo, convirtiéndose en entretenimiento adaptado al consumo, grado cero del rito que caracteriza nuestros días.
La cuestión central en la problemática de los tipos de aficionados radica en su rol y en la forma que, en consecuencia, adquiere en los partidos. Si uno va al estadio del Atlético de Madrid, observará una pasmosa cercanía entre el acompañamiento coral de las canciones de los hinchas con la función de la música del coro trágico en el teatro antiguo, que Friedrich Nietzsche identifica con lo dionisiaco, es decir, el conjunto de elementos que, frente a la belleza pulcra de lo apolíneo, generan una intensa sensación de embriaguez (Rausch). El espectador activo busca esta misma comunión con su equipo, en forma de jolgorio ritualizado o de sentido festivo.
Los ritos son impersonales y repetitivos. En el rito nos olvidamos de nosotros mismos y vivimos una experiencia comunitaria plena. Y son repetitivos, sin caer nunca en la rutina. El rito implica una suspensión del tiempo rutinario o cotidiano, como en un partido de fútbol. Y, como recuerda Byung Chul Han (La desaparición de los rituales, 2020), el rito nos enseña a vivir un ritmo común que crea comunidad, al contrario que el consumo, que solo genera mayor individualidad, en la necesidad de satisfacer los propios deseos.
Nietzsche considera que la tragedia griega reúne ambas esferas, la del dios Apolo y la del dios Dionisos. Por un lado, el héroe nos ofrece la imagen de la belleza apolínea y, por el otro, la música, matriz de la tragedia, según Nietzsche, nos ofrece la embriaguez del desorden y de lo inesperado. La filóloga clásica Mary R. Lefkowitz (Euripides and the Gods, 2016) observa aquí un efecto de distancia tanto en los dioses griegos como en sus espectadores antiguos: “Los dioses del teatro griego miran las actividades humanas como espectadores distantes. Los poetas llaman la atención sobre la capacidad del dios para distanciarse de los desastres (o incluso de los resultados más felices) que han presenciado [...]. En este sentido, aunque no en otros, los dioses tienen cierto parecido con el público humano que escucha la recitación de un poema épico o ve la representación de un drama en un teatro”. Esta “distancia” es solo uno de los modos posibles de participación del público, cosa que en la esfera del fútbol, como en cualquier otro, depende de los códigos culturales preexistentes y no solo del tipo de acto cultural del que se trate.
En el fútbol, los cánticos de muchos estadios actúan como un campo de fuerza que impele a la acción, una contagiosa atmósfera de pasiones que sobrevuelan los lances del juego
En el fútbol, los cánticos de muchos estadios actúan como un campo de fuerza que impele a la acción, una contagiosa atmósfera de pasiones que sobrevuelan los lances del juego. Hemos visto muchas veces antes partidos a puerta cerrada, sin espectadores, pero ver tantos en tan poco tiempo despierta un sentido de una profunda abominación, porque elimina la interacción entre lo dionisiaco y lo apolíneo que, en su raíz, define el fútbol-rito. La prohibición del público nos despierta una gran nostalgia, nos hace percibir que el fútbol no es solo la imagen bella de los movimientos y de las filigranas de los futbolistas, sino su conjunción con la hinchada. Al menos para quienes creemos que el fútbol debe seguir siendo así. Y a sabiendas de que no en todos los estadios el público tiene este rol participativo. No se engañe, lector: si se considera un espectador “wagneriano”, le recomiendo “estadios-narcóticos” a la altura del Festspielhaus. Nada se exige al espectador ahí, salvo ver distante y en silencio las vicisitudes del juego. Este espectador, colmado por esta distancia escénica, vive en la ilusión de estar en contacto con el mismísimo “Arte Futbolístico”. Este espectador solo desea ser testigo de la belleza deportiva.
Fue mi amigo peruano Andrés quien me acompañó al viejo Vicente Calderón para ver el regreso del Niño Torres como jugador del Atleti. Había un ambiente increíble. Nos enfrentábamos al FC Barcelona en los cuartos de final de la Copa del Rey. Una enorme cola retrasó nuestra entrada y cuando enfilábamos el último tramo de escaleras del vomitorio oímos el inconfundible sonido de celebración. Al llegar a la grada, vimos a Torres inclinado besando el césped en un gesto sacro. Había marcado un gol fantástico al minuto de juego. Andrés observaba atónito el ambiente: “Esto es increíble… todo el estadio canta”. Recordé entonces que algo semejante me había ocurrido cuando mi padre me llevó a ver el partido de vuelta de octavos de final de la Copa UEFA de la temporada 1993-1994 que enfrentaba al Tenerife de Jorge Valdano contra la Juventus de Giovanni Trapattoni y, sobre todo, de mi admirado Roberto Baggio. Yo deseaba ver a Baggio y, de paso, a Fabrizio Ravanelli, a Andreas Möller y a Jürgen Kohler. El recuerdo de mi llegada a la grada todavía está grabado. Nunca había visto un ambiente como aquel. A pesar de que no estaba lleno, el ruido era ensordecedor. Solo gritando nos hacíamos oír mi padre y yo. Aquel ambiente me distrajo del propósito de ver a Baggio…
Algo semejante describe Nick Hornby en su fascinante novela-ensayo autobiográfico Fiebre en las gradas (1993), al evocar los recuerdos de sus propias experiencias dentro de un estadio: “Recuerdo haber contemplado más al público que a los jugadores. Desde donde estaba sentado, seguramente pude haber contado a más de veinte mil espectadores, cosa que solo es capaz de hacer el aficionado al fútbol (o Mick Jagger)”. Ocurre a menudo que, cuando nos ponemos en el rol de hincha, entregado a la función cooperativa con su equipo, sentimos más la presencia del público que la de los jugadores. Nos entregamos plenamente a nuestro rol creador. En cambio, el espectador wagneriano se mantiene oculto en el silencio. El sonido es lo que reúne a todos los participantes, hinchas y jugadores. Cuando vemos la imagen de un jugador gritando a pleno pulmón un gol, imaginamos o recordamos el rugido colectivo que llena ese mismo momento.
En un ambiente como este, el silencio es un obstáculo al hechizo sonoro que los hinchas pretenden ejercer. Los signos de esta presencia no son exclusivamente sonoros, aunque son los más importantes, ya que generan ese curioso estado pasional contagioso que domina el ambiente. De aquí que muchos denominen el ambiente de determinados estadios como algo mágico. El manejo de estos signos sonoros recuerda al canto chamánico al que Claude Lévi-Strauss atribuía una “eficacia simbólica”: no es el canto la causa de la cura, sino que la cura es el contenido del canto, que es la expresión. La misma relación simbólica parece establecerse entre el canto de la hinchada, la expresión, y el juego del equipo, el contenido. Uno significa al otro, y no uno causa al otro. Este jolgorio ritualizado crea ese efecto comunitario, los signos visuales y sonoros integran a los participantes mayoritarios, tanto jugadores como hinchas. De aquí que la hinchada se suela identificar con el “jugador número 12”.
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Rayco González es miembro del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura (GESC) y profesor de la Universidad de Burgos. Actualmente es investigador del proyecto I+D Figuras del destinatario en los textos contemporáneos de no-ficción: lector, observador, espectador (Ref.: PGC2018-098984-B-I00).
Llegábamos tarde. Nos retrasamos más de lo esperado en comprar las bebidas acordes a un concierto rock, previendo que duraría más de dos horas. Mis acompañantes eran una pareja extraña y extraordinaria de amigos, aunque en aquel ya remoto año 2005 aún no lo percibía. Ella era una acordeonista profesional finesa y...
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Rayco González
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