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Literatura

Mirko Kovač a través del espejo

En ‘La ciudad y el espejo’, el escritor yugoslavo evoca su infancia en Dubrovnik, bajo el comunismo

Marc Casals 21/09/2020

<p>Puerto de Dubrovnik en 1965.</p>

Puerto de Dubrovnik en 1965.

FORTEPAN / Romák Éva

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La metáfora que sostiene La ciudad en el espejo de Mirko Kovač, publicada el pasado mes de febrero por editorial Minúscula, se descubre hacia la mitad de la novela, cuando el narrador recuerda una treta que su abuelo empleaba para avivar su imaginación: le contaba que si al atardecer, desde lo alto de la colina, orientaba un espejo hacia el mar, por un instante, entre los rubores del crepúsculo, se dibujaban los perfiles de Dubrovnik. La imagen resume la mezcla de hechizo y distancia que sentían respecto a Dubrovnik los pobladores de Herzegovina Oriental, donde nació Kovač. Esta desierta comarca de interior, cercana a la costa del Adriático, es una sucesión de pedregales donde el sol reverbera en la roca quebrada. Por influencia del paisaje que le vio crecer, en la obra de Kovač la luz solar no aparece como símbolo de vitalidad, sino como una fuerza implacable que desvela los padecimientos humanos.  

Su ostracismo llegó al apogeo en 1972, cuando una carta pública firmada por Tito desencadenó una purga masiva en el mundo de la cultura  

Kovač nació en 1938 en un monasterio ortodoxo de la comarca y, con el tiempo, describiría el universo poético y crudo de Herzegovina Oriental como un trasunto balcánico del Macondo de García Márquez, de gran renombre entre los letraheridos de Yugoslavia. Su padre era un modesto comerciante con inclinaciones bohemias que causaban pesadumbres al resto de la familia. El narrador de La ciudad en el espejo recuerda cómo acompañaba su progenitor hasta la estación donde tomaba el tren hacia Dubrovnik, preludio para él y su madre de una espera cargada de incertidumbre. En ocasiones tardaba pocos días en regresar, pero otras sus correrías tenían un fin más humillante, ya que debían acudir a algún tugurio de la costa para sacarlo a rastras mientras rezongaba incoherencias a causa del alcohol.

El padre de Kovač le animaba a ir con él a Dubrovnik porque allí se abastecía de género para su negocio. En estas expediciones, el pequeño Mirko desarrolló una fascinación por la antigua Ragusa común a numerosos habitantes de Herzegovina Oriental. Más allá del austero paisaje de roca cárstica y breñales, la ciudad se le aparecía como un sueño, una aglomeración de murallas blancas y tejados rojizos frente al vasto azul del Adriático. El contraste entre Dubrovnik y Herzegovina, separadas por escasos kilómetros de distancia, también presentaba un componente histórico: durante el periodo en que los Balcanes formaron parte del Imperio otomano, Ragusa era una república independiente y un puerto comercial del Mediterráneo, por lo que, pese a su proximidad, ambos territorios pasaron siglos encuadrados en civilizaciones distintas.  

Aunque la familia de Kovač sobrevivió al completo a la Segunda Guerra Mundial, su existencia quedó trastocada por la instauración del comunismo en Yugoslavia, que incluía la nacionalización de los bienes tanto de campesinos como de comerciantes. En las confiscaciones, el padre de Kovač lo perdió todo: un pequeño comercio con una taberna, dos casas y un molino junto al río Trebišnjica. Para colmo de males, la expropiación en nombre del Partido la ejecutó su propio ayudante en la tienda, de quien se había hecho cargo cuando quedó huérfano. La rapacidad de los nuevos mandamases, apenas oculta bajo sus proclamas vocingleras, se convertiría en un tema habitual en la obra de Kovač, sintetizado en boca de un personaje al que las autoridades requisan el ganado: “No entiendo la libertad que le quita el pan de la boca al pueblo”.

Kovač tuvo problemas con el régimen comunista ya desde su primera novela, Purgatorio, que desató la ira de los gerifaltes al mostrar “una visión tétrica del mundo”. Por la osadía de cuestionar el triunfalismo oficial, Kovač fue obligado a presentarse cada semana ante un miembro de los servicios secretos para dar cuenta de sus actividades. Su ostracismo llegó al apogeo en 1972, cuando una carta pública firmada por Tito desencadenó una purga masiva en el mundo de la cultura. Prueba del ambiente fanático y servil que reinaba en la época es el comentario de un delegado del Partido en Valjevo, ciudad serbia que retiró un premio literario otorgado a una colección de cuentos de Kovač: “De momento, condeno el libro por ser contrario al socialismo y la autogestión, porque aún no lo he leído. ¡Y cuando lo lea ya diré lo que pienso!".

Convertido en un proscrito y sin acceso a las editoriales de Belgrado, Kovač se trasladó a Zagreb, la capital de Croacia, donde inició una notable carrera como guionista. Su primera película, Pequeños soldados, fue seleccionada para competir en la edición del Festival de Cannes que se iba a celebrar en Mayo del 68, pero el certamen se suspendió en apoyo a las protestas estudiantiles tras un boicot encabezado por Jean-Luc Godard y François Truffaut. El resto de sus guiones se centra en el periodo que va de la Segunda Guerra Mundial a la implantación del comunismo, con protagonistas barridos de aquí para allá por las convulsiones de la Historia. La más exitosa de esta decena de películas, Ocupación en 26 imágenes de Lordan Zafranović, recrea el tiempo en que los fascistas italianos y sus colaboracionistas croatas campaban a sus anchas por Dubrovnik. 

Durante los 80, Kovač se consolidó en la escena literaria de Belgrado, ciudad que le despertaba sentimientos contradictorios: aunque le reconfortaba la indiferencia con que la capital recibía a los provincianos anhelosos de éxito, cada vez que volvía a ella comenzaba a temblar de crispación y en sus obras se dedicó a retratar sus aspectos más sórdidos. Pese a sentirse un inadaptado en la ciudad, Belgrado fue para Kovač el lugar de su consagración como autor mediante una literatura anacional e innovadora con escasos precedentes en la tradición serbia. En los círculos culturales belgradenses se hizo amigo íntimo de Danilo Kiš, quien le dedicó la historia que abre Una tumba para Boris Davidovič, su obra más prestigiosa. Además de vocación literaria, Kovač compartía con Kiš el entusiasmo por el cine, la experiencia de la persecución ideológica e incluso una amante ya entrada en años que les llamaba “los gemelos”.

Retrato de Mirko Kovač.

En sus libros, Kovač utilizaba siempre la primera persona, jugando con lo que hoy llamaríamos “autoficción”: los narradores tienen un parecido razonable con el autor, la acción suele desarrollarse en Herzegovina o Belgrado y los personajes están inspirados en individuos reales, pero Kovač destila todos estos ingredientes en el alambique de su fantasía. Escéptico pertinaz, se complace en interrumpir el flujo del relato con información erudita, apuntes metaliterarios e incluso comentarios irónicos sobre el propio narrador, convencido de que “es todo un arte socavar el argumento”. Aunque estas técnicas resultaban insólitas en la literatura yugoslava, no surgían como producto de una teorización sesuda, sino que Kovač otorgaba a su condición de escritor un carácter casi existencial: “Esmérate en dedicarte a la vocación de la escritura y en justificar el sentido que le has dado incontables veces frente a ti mismo. Y no te asustes si en ese camino estás solo”.

De padre croata, madre montenegrina y amamantado por una nodriza musulmana, Kovač jamás había dado ninguna importancia a su identidad nacional: “Yo sé lo que soy hasta que me preguntan qué soy”. Con el ascenso al poder de Slobodan Milošević, el literato se convirtió en uno de los impulsores del Foro Liberal de Serbia, que denunciaba la situación en la república como “prefascista”. De golpe, intelectuales e incluso amigos rompían relaciones con él, sus conciudadanos le increpaban por la calle, recibía amenazas por teléfono y le pinchaban las ruedas del coche. En una conferencia reventada por ultranacionalistas serbios, uno de los radicales lanzó contra la tribuna una cámara fotográfica que golpeó a Kovač en plena cabeza. Mientras chorreaba sangre de camino al hospital, un periodista le interrogó sobre cómo se sentía y Kovač replicó sarcástico: “Como un albanés”, aludiendo a la represión que Milošević aplicaba en Kosovo.

Uno de los motivos del acoso que sufría era su condena de los bombardeos a Dubrovnik, que el ejército yugoslavo hostigaba por tierra, mar y aire. Aunque el grueso de tropas que arremetían contra la ciudad estaba formado por reservistas de Montenegro, los paisanos de Kovač en Herzegovina Oriental, de mayoría serbia, ofrecieron la región como base logística. El político nacionalista Božidar Vučurević, amo y señor de la comarca, veía la regia Dubrovnik como un pozo de decadencia, a cuyos habitantes había que dejar claro “dónde está Herzegovina y Herzegovina está siempre por encima de ellos”. Mientras tanto, un semanario controlado por Milošević entrevistaba a varios arquitectos belgradenses partidarios de arrasar Dubrovnik, catalogada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad. Según los expertos consultados por la publicación, un objetivo primordial debían ser las iglesias de estilo renacentista y barroco, cuyos campanarios el enemigo habría aprovechado para instalar nidos de ametralladoras. 

Cuando unos paramilitares armados con subfusiles irrumpieron en su domicilio y pasaron diez horas interrogándole junto a su mujer, Kovač decidió hacer las maletas y abandonar Belgrado. Como destino escogió la península croata de Istria, la región más tolerante de Yugoslavia, resguardada de la violenta disolución del país. Frente a las acusaciones de haber traicionado al pueblo serbio marchándose a Croacia en plena guerra, Kovač se reafirmaba en su elección, porque le permitía dejar clara su postura moral y colocarse del lado de quien consideraba la víctima. Cortó lazos con Serbia de forma rotunda: “He intentado atacar los mitos y delirios de la política serbia, pero ahora solo me queda distanciarme de esa realidad vergonzante, de la existencia completa de ese país enfermo”. Al mismo tiempo, tras alquilar un piso en la ciudad costera de Rovinj, tan gélido que la mano le temblaba al escribir, inició una colaboración con el semanario satírico Feral Tribune, que batallaba contra el autoritarismo del presidente croata Franjo Tuđman.

Desde su nueva residencia en Croacia –a cuya lengua literaria adaptó toda su producción anterior en serbio– Kovač escribió La ciudad en el espejo, publicada en español por Minúscula con traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek. En la obra, subtitulada Nocturno familiar, el narrador rememora por última vez tanto su estirpe como su patria chica, una Herzegovina que, desde la guerra, para Kovač se había convertido en un paisaje ya no real, sino estrictamente literario. La trama enhebra recuerdos impregnados de viveza infantil que se centran sobre todo en la figura del padre, a un tiempo odiado por sus desmanes, querido pese a sus fallas e indescifrable en su particular mezcla de excentricidad, egoísmo y ternura. La pequeña historia familiar se entreteje con la Historia de Yugoslavia y Kovač traza un fresco vibrante de la idiosincrasia de Herzegovina Oriental.

Como toda evocación de la niñez, La ciudad en el espejo abunda en iniciaciones, desde el terror del protagonista al recorrer descalzo un camino bordeado de serpientes hasta su primera contemplación del mar, pasando por la educación estética y sentimental que le ofrece su maestra de escuela. Sin embargo, Kovač trata con particular mimo un episodio acaecido en Dubrovnik. Con el padre en busca de dinero para saldar una deuda, las autoridades amenazan con precintar el comercio de la familia, así que, por primera vez, el protagonista viaja solo a la ciudad. Mientras busca sin éxito a su progenitor, descubre el universo de la antigua Ragusa: la inmensidad del mar en calma, las naves sobre las que se posan las gaviotas y el bullicio envolvente del mercado de hortalizas, pero también la aprensión de sentirse indefenso y los desprecios por su aspecto tosco de campesino del interior. Aunque, de vuelta a casa, su expedición parezca haber sido en balde, el fiasco empequeñece ante el paso dado hacia la madurez, porque al fin conoce lo que se ocultaba al otro lado del espejo.

La metáfora que sostiene La ciudad en el espejo de Mirko Kovač, publicada el pasado mes de febrero por editorial Minúscula, se descubre hacia la mitad de la novela, cuando el narrador recuerda una treta que su abuelo empleaba para avivar su imaginación: le contaba que si al atardecer, desde lo alto de la...

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