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El legado del mariscal Tito: una ideología en ruinas

Cuarenta años después de su muerte, la figura del líder yugoslavo sigue presente en el debate político

Marc Casals Sarajevo , 4/05/2020

<p>Nostálgicos de Tito rinden homenaje a una estatua del mariscal el día de su cumpleaños en Sarajevo.</p>

Nostálgicos de Tito rinden homenaje a una estatua del mariscal el día de su cumpleaños en Sarajevo.

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El escritor esloveno Drago Jancar, condenado a un año de prisión en 1974 por “difundir propaganda hostil” contra la Yugoslavia socialista, afirmaba que, en realidad, el nombre más adecuado para el país no era Yugoslavia, sino Titolandia. Aunque hiperbólico, el comentario de Jancar pone de manifiesto el vínculo casi inquebrantable que se forjó entre la Yugoslavia socialista y su líder, el mariscal Josip Broz, alias Tito, de cuya muerte se cumplen hoy 40 años. Pese a que han transcurrido cuatro décadas desde su fallecimiento y el país que acaudilló ya no existe, la figura de Tito, lejos de quedar olvidada, sigue resurgiendo tanto en el debate político como en la memoria de sus habitantes. Los cambios en la percepción de Tito desde su llegada al poder hasta la actualidad reflejan la historia de la Yugoslavia socialista, su desdichado final y el malestar que pervive en los Estados que la sucedieron.

Si el nombre de Tito llegó a convertirse en sinónimo de Yugoslavia, el motivo es que fue él quien primero liberó al país al frente de la milicia partisana y luego construyó un régimen cimentado en su destreza y autoridad como gobernante. Tras acabar con la ocupación de las Fuerzas del Eje en la Segunda Guerra Mundial y barrer a sus adversarios políticos, Tito levantó en Yugoslavia un orden plurinacional y socialista cuya legitimidad se basaba tanto en la victoria sobre el fascismo como en su carisma de líder providencial. Su primera apoteosis tuvo lugar en una asamblea clandestina celebrada durante la guerra en la ciudad bosnia de Jajce: con las ventanas cegadas por telas opacas para despistar a la aviación nazi, partisanos venidos de todos los rincones del país le encumbraron por aclamación al rango de “mariscal de Yugoslavia”.

Durante sus 35 años al mando del país, el culto a Tito se intensificó a medida que su figura se consolidaba como clave de bóveda del sistema: sus retratos colgaban en los muros de hogares y comercios; su efigie aparecía en sellos, billetes y objetos de todo tipo; fue declarado doctor honoris causa por siete universidades, y sus obras completas de 24 volúmenes copaban los anaqueles de los comunistas más fervorosos. Además de numerosas calles y plazas, se rebautizaron con su nombre ocho ciudades de la federación, una por república más dos en las regiones autónomas serbias de Voivodina y Kosovo. En la fecha de su cumpleaños, las agrupaciones de pioneros –versión comunista de los boy scouts– le ofrendaban un testigo que habían trasladado en una carrera de relevos por toda Yugoslavia y ejecutaban coreografías multitudinarias para rendir homenaje al líder.

Aunque fue elevado a padre de la patria gracias a la maquinaria del régimen, el arraigo de Tito entre los yugoslavos no hubiese sido posible sin su personalidad carismática. Nacido en una familia campesina y obrero del metal en su juventud, provenía del pueblo y sabía dirigirse a él con llaneza, además de resultar afable y seductor en las distancias cortas. Al mismo tiempo, proyectaba una imagen de triunfador con un estilo de vida suntuoso: tenía mansiones por toda Yugoslavia, un yate, una flota de coches de lujo y hasta una isla privada con plantas y animales exóticos donde invitaba a mandatarios internacionales y estrellas del cine. Por la afición de Tito a la opulencia, sus homólogos del Movimiento de Países No Alineados –fundado durante la Guerra Fría para trascender la geopolítica de bloques– le apodaron jocosamente “el zar comunista”.

Aunque fue elevado a padre de la patria gracias a la maquinaria del régimen, el arraigo de Tito entre los yugoslavos no hubiese sido posible sin su personalidad carismática

Cuando Tito murió por complicaciones de una arterioesclerosis, Yugoslavia quedó sumida en un duelo nacional y quien lo vivió aún hoy recuerda lo que estaba haciendo al recibir la noticia. El fastuoso Tren Azul con el que se desplazaba en los viajes oficiales transportó el ataúd con sus restos hasta Belgrado para celebrar su sepelio, entre multitudes compungidas que aguardaban su paso en cada estación. Por todo el país los yugoslavos entonaban el mismo cántico que en la asamblea clandestina de Jajce durante la guerra: “Camarada Tito, te juramos que nunca nos vamos a desviar de tu camino”. Desde entonces hasta finales de los años 80, cada 4 de mayo a la hora de la muerte de Tito las fábricas hacían sonar sus sirenas y los transeúntes se detenían en seco por la calle para guardar un minuto de silencio.

Invocando su autoridad incluso después de muerto, el régimen acuñó el eslogan “Después de Tito, Tito”. Aún así no tardaron en aflorar las primeras críticas a su persona, atajadas mediante una ley que prohibía las injurias al mariscal. Al mismo tiempo, la inexistencia de un sucesor capaz de llenar el vacío que había dejado se intentó suplir a través de una presidencia colectiva que buscaba armonizar los intereses de los distintos pueblos de Yugoslavia. Sin embargo, tras la muerte del líder –ensalzado como “el mayor hijo de nuestras naciones y nacionalidades” por la propaganda– reaparecieron las tensiones identitarias aplacadas desde el fin de la guerra y Yugoslavia emprendió un trágico camino hacia la disolución. En la novela El Ministerio del Dolor, de Dubravka Ugresic, un lamento por la patria perdida, los alumnos de la protagonista se refieren al país en pleno naufragio con un cínico juego de palabras: “Titanic”.

Tras el estallido de sucesivas guerras en Eslovenia, Croacia y Bosnia, el cineasta serbio Zelimir Zilnik caracterizó a un actor como Tito y le hizo pasearse por Belgrado para filmar las reacciones que despertaba. La película resultante –Tito por segunda vez entre los serbios (1993)– tiene un efecto tragicómico, ya que, pese a la certeza de que se encuentran ante un imitador disfrazado, los belgradenses se ponen a charlar con él como si se tratase del original. De esta manera Zilnik esboza un panorama de la imagen de Tito en la época. Roto el consenso sobre su figura, algunos ciudadanos le acusan de haber perjudicado a los serbios; otros le echan en cara la represión a sus opositores y un tercer grupo –el mayoritario– le recuerda con añoranza: “¡Te moriste demasiado pronto!”. Durante el rodaje, la policía arrestó a Zilnik y a su cámara para llevárselos a comisaría, pero, en una muestra de la autoridad que conservaba Tito, no osaron detener al actor que encarnaba al mariscal.

Con el desmembramiento de Yugoslavia también se fragmentó la memoria de Tito, cuya percepción varía de un Estado sucesor a otro. Pese a haber nacido en Croacia, quizás sea allí donde goce de peor imagen: el nacionalismo croata abomina de Yugoslavia como de una “mazmorra de naciones”, apenas un tapujo para camuflar la Gran Serbia, de forma que, en su imaginario, Tito desempeña el rol de carcelero y traidor. La yugofobia de una fracción notable de la sociedad croata llega a tal extremo que el artículo 142 de la Constitución prohíbe explícitamente “el inicio de procedimientos de asociación de la República de Croacia con otros países que puedan llevar a la renovación de la comunidad estatal yugoslava”. Así las cosas, no resulta extraño que en el país apenas haya sobrevivido una sexta parte de los monumentos a Tito y a la lucha partisana, tras décadas de abandono o de haber sido derruidos bien con cargas explosivas, bien a martillazos.

Como ocurrió en su momento con el Che Guevara, Tito ha sido despojado de su componente revolucionario para convertirle en otro icono pop con el que hacer negocio

En el extremo opuesto se encuentra Bosnia-Herzegovina, donde el mariscal dejó una huella indeleble: fue allí donde los partisanos llevaron a cabo sus mayores gestas; la configuración plurinacional de Yugoslavia permitió sofocar los rencores interétnicos; la industrialización proporcionó a un número considerable de bosnios nuevas formas de asegurarse el sustento, y la elevación de los musulmanes al grado de nación cohesionó una identidad hasta entonces deslavazada frente a la de serbios, croatas y eslovenos. En la atormentada Bosnia de posguerra –renqueante en lo económico, bloqueada en lo geopolítico y dividida en lo nacional–, los retratos de Tito siguen presidiendo bares y comercios, en el argot popular se jura por él y, para indicar que alguien destaca en un campo, se acostumbra a exclamar: “¡Ese es Tito!”.

Más allá de las variaciones entre países, el viajero que recorre la antigua Yugoslavia se encuentra con un Tito mercantilizado. La habilidad del capitalismo para asimilar incluso aquello que lo cuestiona –siempre que reporte beneficios– se ha aplicado a la figura del mariscal y hoy su imagen es un producto más de la industria turística. Por el centro de las capitales exyugoslavas, el visitante tiene a su disposición una panoplia de objetos con el rostro de Tito: camisetas, chapas, encendedores, imanes para la nevera, llaveros, calendarios e incluso botellas de aguardiente. Como ocurrió en su momento con el Che Guevara, Tito ha sido despojado de su componente revolucionario para convertirle en otro icono pop con el que hacer negocio.

Tito conserva un significado menos banal para los yugonostálgicos como personificación del viejo orden socialista. Parte de las nuevas clases desfavorecidas echa de menos no tanto el sistema en sí como el hecho de que proporcionase a todos lo que recuerdan como una vida sencilla, pero igualitaria y digna: la industrialización les llevó del terruño a la fábrica, disfrutaban de una versión humilde de la sociedad de consumo –coche utilitario, vacaciones de verano e invierno, con suerte una casa de fin de semana– y su pasaporte rojo les permitía viajar fuera del país. Con el paso de camaradas a ciudadanos fueron desposeídos de este bienestar modesto pero seguro: viven al día –dependiendo de sueldos y pensiones exiguos o bien de las remesas que les mandan sus familiares desde el extranjero– y son humillados una vez tras otra por una nueva élite acaparadora y rapaz. Frustrados por las promesas incumplidas del capitalismo, para ellos Tito representa todo lo que perdieron en la transición.

Al malestar difuso de este colectivo le cuesta encontrar una articulación política: la izquierda de los Balcanes suele partir en desventaja frente a los partidos nacionalistas, que controlan los medios y tejen redes clientelares tan espesas que apenas quedan opciones más allá de someterse o emigrar. En toda la antigua Yugoslavia resulta difícil que surja un cuestionamiento de la economía de mercado aplicada por gobernantes de un autoritarismo creciente, por lo que las izquierdas y los descontentos con el sistema buscan en la nostalgia una válvula de escape. El sociólogo serbio Todor Kuljic, autor de un estudio de referencia sobre la memoria de Tito, describe el culto al mariscal como una ideología en ruinas, casi reducida a la pura estética: “Tito se ha convertido en la marca comercial de la disidencia inocua y el símbolo posmoderno de una alternativa sin definir”.

El escritor esloveno Drago Jancar, condenado a un año de prisión en 1974 por “difundir propaganda hostil” contra la Yugoslavia socialista, afirmaba que, en realidad, el nombre más adecuado para el país no era Yugoslavia, sino Titolandia. Aunque hiperbólico, el comentario de Jancar pone de manifiesto el vínculo...

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