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APROPIACIÓN

Arquitectura de las identidades: Cummings, Krug, y el increíble caso de Hache Carrillo

¿Quién tiene el derecho moral de escribir sobre la experiencia emocional de un colectivo minorizado?

Isaias Fanlo 26/09/2020

<p>Herman G. Carrillo.</p>

Herman G. Carrillo.

Nico Tucci

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La apropiación de una identidad étnico-cultural es un tema con profundas implicaciones éticas. Y, casualidad o no, en un año en el que todo parece tambalearse han salido a la luz varios casos que revelan la complejidad del asunto. El primero de ellos estalló en enero, con la novela American Dirt, de Jeanine Cummings. Fue un caso que alcanzó una notoriedad descomunal en Estados Unidos, ya que el libro fue promovido por Oprah Winfrey (lo cual supone garantía de best-seller) y que provocó un debate, nunca mejor dicho, esencial, alrededor de una cuestión clave para entender de qué estamos hablando: ¿quién tiene el derecho moral de escribir sobre la experiencia emocional de un colectivo minorizado?

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Si American Dirt se elevó con convencimiento a la categoría de best-seller, no sólo fue gracias al poderoso aparato mediático a disposición de la novela, sino también porque se trata de un producto literario que reafirma muchos de los estereotipos vinculados a la población de ascendencia mexicana. Tenemos narcos y estado de violencia (la novela empieza, literalmente, con un tiroteo), huida desesperada a la tierra prometida, y dolor a mansalva. Todo ello sazonado con el toque folklórico del Día de los Muertos y otros referentes culturales de manual. Para la comunidad blanca norteamericana, al final, se trata de un relato tranquilizador, ya que subraya todos los clichés y confirma la caricatura que buena parte de la población criada en el privilegio tiene de los migrantes mexicanos. La misma Jeanine Cummings reconoce la complejidad de su posicionamiento como autora en la nota final de la novela, en la que admite ser una mujer blanca, no mexicana y no migrante, y en la que reconoce potenciales problemas en su obra (por ejemplo, que el uso que hace de la violencia “puede reforzar los peores estereotipos sobre México”). También admite que “cuando decidí escribir este libro, me preocupaba que mi privilegio me cegara a la hora de observar ciertas verdades, que haya cometido errores, lo cual es probable”. Además, en la nota final la autora trata de justificar su decisión de escribir American Dirt utilizando argumentos, cuanto menos, sospechosos: que una de sus abuelas emigró de Puerto Rico, y que está casada con un inmigrante ilegal (eso sí, se guarda bien de especificar que su marido es irlandés, y no mexicano o latino, como podría deducirse al leer la novela). Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Que una persona blanca ocupe uno de los pocos espacios reservados para las voces disidentes y minorizadas no es un hecho neutral: supone, también, la usurpación de un espacio

¿Teniendo en cuenta que se trata de una mujer blanca, ciudadana de los Estados Unidos, tenía Jeanine Cummings derecho moral a escribir sobre la experiencia de los migrantes indocumentados que cruzan la frontera de México en busca de una nueva vida? Desde la distancia, lo primero que nos viene a la cabeza es: si el libro es bueno, ¿por qué no?

Ah, pero es que la realidad no es tan sencilla. Me explico.

En el mercado literario, como en la gran mayoría de mercados, no existe igualdad real de oportunidades. El espacio para publicaciones y novedades editoriales es limitado, y está ocupado, en su amplia mayoría, por autores blancos, lo cual resulta extremadamente problemático en una sociedad tan diversa como la norteamericana. Así pues, que una persona blanca ocupe uno de los pocos espacios reservados para las voces disidentes y minorizadas no es un hecho neutral: supone, también, la usurpación de un espacio, la inevitable aniquilación de una voz. Si Cummings pretende defender los derechos de estas minorías, quizá lo más lógico sería no arrebatarles el poco espacio reservado para ellas en el mercado editorial. 

Como he dicho, a lo largo del año han salido a la luz otras historias de apropiación identitaria en el mundo académico y literario. Una de las más recientes es la de Jessica Krug, profesora adjunta en la George Washington University, que deliberadamente ocultó su ascendencia blanca y judía para hacerse pasar por mujer afrodescendiente, y legitimar así su línea de investigación sobre la diáspora de África y América Latina. En una confesión publicada en línea, la académica se ve forzada a reconocer su “continua apropiación de una identidad afrocaribeña” para acabar definiéndose como una “sanguijuela cultural”. En su libro Fugitive Modernities: Politics and Identity Outside the State in Kisama, Angola, and the Americas, c. 1594 – Present, Krug escribe, literalmente, palabras de agradecimiento para sus abuelos y sus “ancestros”, tanto en el barrio, como en Angola o en Brasil. De nuevo, se trata de una persona blanca que medra profesionalmente (en este caso en el ámbito académico) usurpando el espacio que legítimamente tendría que ocupar una persona perteneciente a una identidad minorizada: lo que en inglés viene a llamarse reverse passing. Todo parece indicar que las mentiras de Krug escalaron de tal manera que empezaron a escaparse del control de la autora, hasta que ésta se vio obligada a admitir la estafa antes de ser descubierta. Krug, además, tuvo que presentar su dimisión como profesora de la George Washington University. 

Hache había inventado una disfraz y había mantenido su identidad original oculta ante sus amigos, colegas, e incluso ante su propio marido

Pero el caso más espectacular de todos, y el más complejo, es, en mi opinión, el del escritor y profesor universitario Hermán “Hache” Carrillo. Hache, autor de Loosing My Espanish, una novela crucial sobre la experiencia de las minorías queer y latinx en los Estados Unidos, falleció el pasado 20 de abril a consecuencia del coronavirus, poco antes de cumplir los 60 años. La polémica sobre su identidad se destapó de manera involuntaria semanas después, cuando el Washington Postpublicó un emotivo obituario en el que repasaba la biografía de Hache, desde su supuesto nacimiento en Cuba, la migración familiar al Medio Oeste americano, hasta su matrimonio con el también profesor Dennis vanEngelsdorp y la etapa final de su vida en Washington, peleándose con una segunda novela que quizá algún día vea la luz.

El alucinante giro argumental llegó cuando la familia biológica de Hache escribió al diario para afirmar que el escritor no había nacido en La Habana, sino en Detroit, y que su etnicidad no era afrolatina, sino afroamericana. Su nombre real no era Hermán Carrillo, sino Herman Glenn Carroll. Por lo visto, Hache había inventado una disfraz y había mantenido su identidad original oculta ante sus amigos, colegas, e incluso ante su propio marido. Aprendió castellano hasta el punto de poder hacerse pasar por nativo, y escribió varios relatos y una novela (¡en spanglish!) en la que describía la experiencia migratoria desde Cuba, la ruptura con un pasado, y las complejidades de reivindicar las latinidades en los Estados Unidos de nuestro tiempo. Gracias a estos escritos, logró establecerse como una de las voces importantes de las letras latinas.

Visto en perspectiva, resulta pertinente que decidiera adoptar “Hache” como nom de plume: la letra muda del alfabeto español, una letra que se escribe pero no se pronuncia, replicando una existencia liminal desconocida incluso para aquellos que habían estado cerca de él. No puedo ni empezar a imaginarme la angustia constante de vivir con una identidad oculta, el pánico a ser descubierto, el rechazo a la intimidad por mera supervivencia.

Y de nuevo, surgen las preguntas. ¿Qué impulsó a Hache a camuflar su biografía real tras una identidad falsa? ¿Pensó que sería beneficioso para su carrera como escritor establecerse como un escritor latinx de ascendencia afrocubana? No puedo evitar imaginarme la cantidad de dolor que se esconde tras estas preguntas. Un dolor, quizá, vinculado a la vivencia de la homofobia. “¿Acaso tuvo una infancia tan terrible?”, se pregunta la madre de Hache, como si ella no pudiera conocer la respuesta. “[El Washington Post] no vino a entrevistar a su familia”, se queja la sobrina de Hache, desacreditando de esta manera al marido del difunto. Todo esto nos lleva a otra pregunta: ¿por qué la familia biológica decidió quedarse callada hasta después de la muerte de Hache, cuando eran perfectamente conscientes de esta operación de camuflaje identitario? Quizá, algún día, la verdad salga a la luz. Una verdad, eso sí, compleja y difícil de catalogar. Ahora mismo, no creo que sea justo seguir especulando sobre este asunto, dado el riesgo de caer en otros estereotipos vinculados a la homofobia dentro de la comunidad afroamericana.

Me cuesta imaginar los cálculos, las especulaciones emocionales de un gesto como el de Hache, puesto que, al contrario de los casos anteriores, no se trata de una persona nacida en el privilegio blanco sacándole provecho a una identidad minorizada, sino de alguien que, por razones opacas, decide migrar de una minoría a otra. Y no tengo nada claro que, a finales de los noventa, Hache lo tuviera más fácil como escritor queer latinx que como escritor queer afrodescendiente: si hubiera hecho suya su herencia cultural biológica, podría haber engarzado sus escritos en una tradición literaria con nombres como Langston Hughes, James Baldwin y Essex Hemphill. Como escritor latinx y queer, Hache se enfrentaba al reto arduo y apasionante de abrir camino: de hecho, Loosing My Espanish se considera una novela pionera de la experiencia interseccional queer y latinx. Antes de él, apenas existía Jaime Manrique (Latin Moon in Manhattan), y respecto a la latinidad, Oscar Hijuelos (The Mambo Kings Play Songs of Love), Sandra Cisneros (The House on Mango Street), y un joven Junot Diaz (Drown). ¿Qué hacemos con la novela, ahora que sabemos que se nutre de un legado imaginario, una ficción construida sobre los cimientos inestables de otra ficción? ¿El descubrimiento de la identidad biológica de Hache invalida la trayectoria de una novela que se publicó hace dieciséis años y que ayudó a muchos autores queer y latinx a encontrar una legitimidad, una voz propia? ¿Qué hacemos con lo escrito y con lo pensado, ahora?

Además de este sabor agridulce en la boca, el caso de Hache nos deja más preguntas que respuestas. No se trata, en cualquier caso, de un asunto neutral. Al contrario: este embrollo se mueve a la deriva en las aguas turbulentas de las identidades y de las minorías, de las intersecciones y las subjetividades, de las dinámicas entre privilegio y opresión. Es un caso que afecta directamente las vivencias emocionales de personas que han tenido que luchar por ganar acceso a educación, a estabilidad, a salud, y para que sus voces sean escuchadas. Quizá volveremos a escuchar la voz de Hache en su esperada segunda novela, que –según parece– está escondida en el disco duro de su ordenador. No puedo evitar pensar que, de hecho, la historia de su identidad suplantada, este viaje imaginario que va de Cuba a Michigan, es otra de sus ficciones: compleja, problemática, a ratos increíble. Una ficción que construyó a lo largo de toda una vida, como el arquitecto de la biblioteca de Babel que imaginó Jorge Luis Borges, en la que se esconden todas las historias posibles.

“¿Por qué resignarnos a ser las víctimas de la historia cuando podemos reescribirla, cuando podemos controlarla?” se pregunta Óscar Delossantos, el protagonista de Loosing My Espanish. En el texto original, la frase se lee en spanglish: Hache escribe “las víctimas de la historia” directamente en castellano, como una marca, una pista biográfica. Ahora resulta inevitable pensar que Hache nos estaba diciendo alguna cosa más que lo que sus lectores habíamos intuido. Lo que Delossantos omite en la novela es que, en realidad, ninguna de estas reescrituras es inocua. Siempre quedan otras preguntas, otras historias que se bifurcan en nuevas historias, historias que afectan a otras personas, a menudo de manera dramática. Y más allá de la necesidad de ser responsables con nuestras acciones, de considerar las consecuencias que éstas acarrean, y de tratar de no hacer valoraciones antes de ponderar con sumo cuidado y de estar bien informados, pocas conclusiones más pueden sacarse. El mundo de las identidades es altamente complejo. “La identidad es un río”, escribe Gloria Anzaldúa. Las identidades son ríos que fluyen y convergen, que se separan y se entremezclan. Y su caudal se alimenta, a partes iguales, de orgullo y dolor. Naveguemos, así pues, estas aguas con sumo cuidado.

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