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PUERTAS DE ENTRADA (IV)

Kenzaburo Oé: “El grito silencioso” y “Cartas a los años de nostalgia”

La lectura de estas dos novelas revela una concepción circular del entendimiento, el recuerdo y la interpretación

Gonzalo Torné 15/08/2020

<p>Kenzaburo Oé, durante una conferencia en el Instituto Japonés de Colonia (Alemania).</p>

Kenzaburo Oé, durante una conferencia en el Instituto Japonés de Colonia (Alemania).

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Si bien casi todo el mundo sabe que Kenzaburo Oé es japonés (un dato infalible en las reseñas dedicadas a sus libros), quizás menos lectores estén al corriente de que bajo el mismo nombre escriben dos novelistas distintos. No me refiero a que Oé alterne dos estilos o dos tonos. El efectismo (asumido) de la frase contiene una clave de su escritura: el Oé posterior a la concesión del premio Nobel ha escrito variaciones sobre los temas abiertos por sus novelas anteriores –de las que no se esperaban “ampliaciones”–, muchas veces para alterar, desmentir o completar el sentido del libro precedente. 

La primera parte de la carrera de Oé es memorable, pero es en la segunda donde ha emprendido la aventura narrativas más fascinantes del presente

En el caso de Oé, el premio Nobel (1994) sirvió sin duda para que disfrutase de ventas y aplausos (y entrevistas, actos sociales, homenajes políticos e invitaciones para cursos), pero, al tratarse de un autor al que le quedaban varias décadas de esfuerzos y publicaciones, el aura de broche para una carrera ya jugada que suele tener el premio quizás haya cortado el diálogo crítico con la obra posterior, resuelta con elogios rutinarios y de cortesía: una suerte de embalsamamiento en vida. 

La primera parte de su carrera ya es memorable, pero es en la segunda donde ha emprendido Oé una de las aventuras narrativas más fascinantes y arriesgadas (y juro que no es una inercia retórica) del presente, si bien es probable que sea a su vez una de las que ha pasado más desapercibidas por un grueso de lectores que suelen darlo por leído al acabar Una cuestión personal (1964), probablemente la mejor novela existencialista jamás escrita, pero que no condensa la amplitud de los poderes literarios de Oé.

Atraído desde sus primeros libros (con el ánimo de reprobarla) por una representación hiperrealista de la violencia y de las emociones asociadas a ella, la narrativa de Oé fue alterada por un acontecimiento biográfico: el nacimiento de su primer hijo, un varón aquejado de una discapacidad mental. Oé traslada entonces el marco que la historia reciente de Japón ofrecía a sus temas (la ya mencionada violencia, pero también las relaciones entre viejos y jóvenes, y un tratamiento grotesco y liberador de la sexualidad) a su nuevo paisaje personal, pero lo hace sin encapsular sus libros en lo biográfico ni reducirlos a los biográfico; al contrario: la creciente profundidad y sutileza de Oé se deba a las modulaciones con las que su imaginación somete a la experiencia.

Quizás la novela más lograda de este periodo, y la “puerta de entrada” ideal a la novelística de Oé, sea El grito silencioso (1967). La crudeza del existencialismo, las tensiones entre jóvenes y mayores, la proyección del pasado sobre el presente, el hijo deficiente... todo cuaja en un libro intenso y oscurísimo. Pero solo me atrevo a recomendar esta novela como entrada si el lector adquiere el compromiso de leer inmediatamente a continuación la primera de las grandes novelas de su segundo periodo: Cartas a los años de nostalgia (1997), que retoma treinta años después los asuntos de El grito silencioso para ampliarlos, desmentirlos y reformularlos hasta constituir, quizás no una única novela, pero sí un díptico donde las dos piezas se enriquecen mutuamente, y que permite acceder a los propósitos y al alcance del segundo Oé. 

Las décadas que separan ambas novelas se reflejan en la diferencia de tono: El grito silencioso es una novela oscura, casi claustrofóbica, dominada por una bruma alcohólica que parece obsesionada (casi comprometida) por expresar los aspectos más desoladores de la naturaleza humana; Cartas a los años de nostalgia es una novela luminosa (sin renunciar a lo cómico-escabroso y mucho menos al alcohol), plagada de serenos pasajes descriptivos y que explora la supervivencia de la amistad. Pero lo cierto es que tampoco los temas coinciden: El grito silencioso examina la obsesión de un muchacho por superar (y ridiculizar) a su hermano mayor, mientras unos jóvenes desesperados tratan de reproducir en su valle natal una casi olvidada revuelta política que terminó en un baño de sangre; Cartas a los años de nostalgia explora (aunque “acompaña” sería un verbo más adecuado) las transformaciones del vínculo entre maestro y discípulo, y de cómo el cuerpo se aclimata al misterio infalible de la declinación del cuerpo. 

La ventaja de entrar por El grito silencioso y Cartas a los años de nostalgia es que se disfruta del libro más logrado del primer tramo de su carrera, al tiempo que se familiariza con las novelas posteriores

El vínculo más inmediato es que ambas historias transcurren en el mismo valle. Y como si se tratase de uno de esos juegos un tanto inocuos a los que nos tiene acostumbrados la “autoficción”, también reconocemos en el narrador de la segunda novela al autor de la primera. Pero aquí no se trata de reafirmar la autoría, ni de comentar las condiciones de escritura, ni siquiera de pasar revista a la obra precedente (a la manera de un Mann o de un Marías), sino de socavar el mundo de El grito silencioso, señalando lo que era exagerado, apuntalando lo que sí era “verdad”, incidiendo en cómo los elementos reales (la admiración del autor por su maestro) fueron transformados por la imaginación en otra clase de relación más oscura (los celos destructivos hacia un hermano mayor), más efectista literariamente. Es a partir de este ajuste de cuentas entre la experiencia y la imaginación como se va elaborando una nueva novela, supuestamente más “real”, pero que página a página se adentra en nuevos episodios ficticios, en atmósferas imaginarias que amplían El grito silencioso del mismo modo que El grito silencioso ampliaba los relatos y las vivencias de las que partía. 

Para no andarnos por las ramas: a lo que apunta esta relectura interna no es tanto a un juego metaficcional como a una concepción circular del entendimiento, el recuerdo y la interpretación. Volvemos (nosotros y los personajes) una y otra vez a las mismas historias, a las mismas conversaciones, parajes y maestros, no tanto para afianzarlos como para volver a discutir con ellos y alterarlos según las nuevas necesidades del ánimo, los aprendizajes de la experiencia, y la disposición de la inteligencia. Algo que ya estaba implícito en la narración de El grito silencioso, donde el hermano menor trata de reproducir con más agresividad los pasos del mayor, y donde su joven cuadrilla trata de devolver al presente esa vieja revuelta. Oé sugiere que en un valle insular (en cualquier emplazamiento más o menos cerrado) siempre se experimentan variaciones de conflictos y emociones parecidos, que las generaciones avanzan en espiral, o como se afirma en Cartas a los años de nostalgia: “Todo parece un juego sereno y serio dentro del círculo del tiempo”. Las dos novelas son independientes, pero se retroalimentan y se mejoran: Cartas a los años de nostalgia amplía el campo de resonancia de El grito silencioso, y la primera le proporciona un trasfondo (narrativo y mítico) que convierte la segunda en una obra maestra.

La ventaja de entrar en la obra de Oé por el díptico que forman El grito silencioso y Cartas a los años de nostalgia es que el lector disfruta del libro más logrado del primer tramo de su carrera, al tiempo que se familiariza con el principio operativo que articula las novelas posteriores (M/T, Renacimiento, La bella Annabel Lee, Muerte por agua, ¡Adiós, libros míos!), que, sin llegar a constituir una serie, forman una secuencia fascinante todavía en marcha. Aunque todas son distintas, reconocemos tres rasgos recurrentes. Uno: en la mayoría aparece un personaje que se confunde con el novelista (con el tiempo terminará llamándose Kogito); Oé emplea este recurso no para hablar de él y sus vivencias sino como punto de partida para aventuras imaginativas que pueden llevarle muy lejos (a participar en un comando de jubilados para atentar en el metro de Tokio, por ejemplo). Dos: el tema principal de la novela se despliega en contraste con una obra poética importante de la tradición occidental (Dante, Blake, Eliot o Cervantes) que Oé lee de una manera algo desplazada, siempre original, impregnada de las vivencias y problemas del personaje, alejada de fosilizaciones populares y eruditas. Tres: las novelas se inclinan a reflejar roces generacionales: el de Kogito con su madre o su hijo discapacitado, pero también la de chicos y chicas jóvenes, a veces jovencísimos, que se acercan al escritor para afirmarse, aprovecharse de él, ofenderle, tratar de hundirle o insuflarle ánimos y reactivar su obra. 

Como sucedía en El grito silencioso, la actitud del hombre mayor hacia los jóvenes es pasiva. El contraste entre las expectativas que levanta la posición pública de Kogito y su actitud parsimoniosa, la tensión de ver hasta dónde se permitirá que avance el atrevimiento de los jóvenes y cómo y cuándo reaccionará el hombre mayor constituye un sencillo y reiterado esquema que ha ganado en intensidad a medida que Oé (y Kogito) se ha ido convirtiendo en el casi octogenario que presiente la cercanía de la muerte. Las últimas novelas de Oé, más descuidadas en la forma, incluso distraídas, vibran en la onda del célebre verso de Eliot, uno de los poetas que más le intrigan: “Los viejos son unos exploradores”.

Sabemos que la Historia se escribe combinando relatos, pero lo que Oé parece sugerir es que cada conciencia escribe su historia y la de su entorno superponiendo distintas versiones de las experiencias

Esta “segunda época” de Oé destaca también por la reconstrucción de los mitos (una serie de relatos muy locales, enraizados al paisaje) de su valle natal. Pero la perspectiva no es aquí solo nostálgica. Oé simula los intereses del antropólogo y del historiador: vincula las leyendas con auténticas transformaciones históricas, con el juego vivo de los intereses propios. Pero el juego no se agota en este “objetivismo científico” medio burlón, Oé recrea los recuerdos, los paisajes y los personajes claves del valle valiéndose de las prerrogativas de la ficción: siempre podemos añadir una capa más, otra nota de imaginación, las cosas no se “cuentan” ni se “describen” de una vez para siempre. Oé modifica los relatos y su entorno de libro a libro, los altera imperceptiblemente, los recoloca, los relaciona con otras escenas, los matiza: constituyendo así una constelación de escenas recurrentes que avanza repitiéndose y alterándose de un libro a otro. Un ejemplo: Oé ha contado por lo menos en cuatro ocasiones cómo estuvo a punto de ahogarse con la cabeza clavada entre dos rocas lacustres; el lector siempre se asombra del efecto combinado de la asfixia y la belleza de los peces que nadan iluminados por el sol, pero los detalles y el significado de la escena se altera de una novela a otra. 

Sabemos que la Historia se escribe combinando (y a veces suprimiendo) relatos contrapuestos, pero lo que Oé parece sugerir es que cada conciencia (la escotilla particular desde la que nos asomamos tanto a nuestros valles particulares como a la historia general) escribe su historia y la de su entorno superponiendo distintas versiones de las mismas experiencias, alteradas por la ausencia de los antepasados muertos, por la presencia de nuevas relaciones, por las entradas y salidas de ideas y deseos, por la alteración de los estados emocionales dominantes. Cada vez que desplegamos un recuerdo fluyen sus viejas versiones, que sobreviven alteradas de un lustro a otro, de una novela a otra. Y a medida que Kogito y Oé van envejeciéndose y quedándose solos, la melancolía vuelve a reintroducirse en estas novelas (donde se bebe tanto y se registran tantas voces), pero ya no como un barniz barato para realzar la propia vida, sino como el cumplimiento de la promesa que el narrador Oé le hace a su maestro Gii al final de Cartas a los años de nostalgia: “El tiempo pasa como si describiera un círculo, y tú y yo, Gii, volvemos a tumbarnos en la pradera. Todo parece un juego sereno y serio dentro del círculo del tiempo. Gii, escribo una carta tras otra dirigida a nosotros, a los que vivimos en ese círculo eterno del tiempo, dentro de los años de nostalgia. Mi tarea en el mundo real en el que vivo, y donde tu ya no estás, consistirá en seguir escribiéndolas hasta el final de mis días”.

Ahora comprendemos que ese tiempo circular es también y sobre todo el de la mente y sus figuraciones, y que el proyecto literario de Oé nos permite acceder a algo que difícilmente se puede expresar en una sola novela: ver cómo giran durante toda una vida los misteriosos círculos de la interpretación.

Si bien casi todo el mundo sabe que Kenzaburo Oé es japonés (un dato infalible en las reseñas dedicadas a sus libros), quizás menos lectores estén al corriente de que bajo el mismo nombre escriben dos novelistas distintos. No me refiero a que Oé alterne dos estilos o dos tonos. El efectismo (asumido) de la frase...

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Autor >

Gonzalo Torné

Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).

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