1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

  307. Número 307 · Abril 2024

  308. Número 308 · Mayo 2024

  309. Número 309 · Junio 2024

  310. Número 310 · Julio 2024

  311. Número 311 · Agosto 2024

  312. Número 312 · Septiembre 2024

  313. Número 313 · Octubre 2024

  314. Número 314 · Noviembre 2024

Ayúdanos a perseguir a quienes persiguen a las minorías. Total Donantes 3.340 Conseguido 91% Faltan 16.270€

Puertas de entrada (V)

Iris Murdoch: ‘El sueño de Bruno’

La primera novela de madurez, o mejor dicho, de plenitud de la autora ilustra a la perfección su arte narrativo, en el que todo, absolutamente todo, es posible

Ignacio Echevarría 25/08/2020

<p>La escritora Iris Murdoch (1957).</p>

La escritora Iris Murdoch (1957).

Ida Kar (National Portrait Gallery, London)

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

Iris Murdoch publicó su primera novela, Bajo la red (1954), a los treinta y cinco años, una edad bastante tardía para debutar como escritora. Profesora de filosofía en Oxford, aparte de artículos en publicaciones académicas sólo había publicado hasta entonces un libro: un ensayo sobre Sartre (Sartre, un racionalista romántico, 1953). Nada hacía presagiar, pues, su revelación como novelista. Sin embargo, la buena acogida de Bajo la red desencadenó una vena narrativa insólitamente prolífica, que se tradujo en veinticinco novelas más, publicadas en el transcurso de 45 años, a razón de una novela cada dos años, a menudo ni eso (no hay que olvidar que sus últimos tres años de vida los pasó Murdoch sumergida en la niebla del Alzheimer). Una ratio espectacular, sobre todo dada la extensión y la relativa complejidad de buena parte de esas novelas.

El lector deseoso de adentrarse en la literatura de Iris Murdoch se enfrenta así a un anaquel repleto de libros, algunos de ellos disuasoriamente gruesos.

–¡Pero cómo pudo esta mujer escribir tanto!

–No se crea, no es tanto. Fíjese, si no, en Joyce Carol Oates (gran admiradora, por cierto, de Iris Murdoch). Más de sesenta novelas en el mismo plazo de tiempo, algunas aún más gruesas. Y encima un montón de novelas cortas y de libros de relatos. ¡Y sigue!

Imaginemos que el lector, para orientarse, se pone a leer los textos de las cubiertas o sobrecubiertas de Murdoch. Se encontrará con intentos más o menos afortunados, más o menos embrollados o persuasivos, pero siempre insuficientes, de resumir un enredo fenomenal, plagado de tramas y subtramas, y con un montón de personajes.

¿Qué hacer? ¿Cómo decidirse?

Ocurre a veces que las limitaciones, por penosas que sean, sirven de ayuda.

Al lector en lengua española le está aún vedada la lectura de media docena de novelas de Murdoch, aún no traducidas. Descartémoslas, de momento.

Descartemos también sus últimas novelas. No suele ser buena idea empezar a leer a un autor por el final, menos aún a un novelista. Suelen hacer cosas raras; a veces espléndidas, pero raras, bastante alejadas de su plenitud como narradores (suponiendo que hayan alcanzado cierta longevidad). En el caso de Murdoch, la extrañeza –más que la decepción– que producen sus últimas novelas alienta la sospecha de que el Alzheimer ya estaba haciendo de las suyas.

Nos queda todavía docena y media de novelas entre las que escoger. La elección sigue siendo ardua. Es cierto que casi la mitad de estas novelas permanecen descatalogadas y uno debe procurárselas en librerías de viejo, lo cual no siempre es fácil. Pero esa no es razón suficiente para descartar a priori maravillas como Una derrota bastante honrosa (1970), La máquina del amor sagrado y profano (1974) o El hijo de las palabras (1975). ¿Qué pasa con estos libros? Se tradujeron en su momento, allá por los años setenta y ochenta, pero no se han vuelto a reeditar desde entonces. Detengámonos un rato a indagar por qué.

En los más de veinte años transcurridos desde su muerte, la celebridad de Iris Murdoch ha pasado por múltiples fases. Cuando murió, en 1999, era para muchos una vieja gloria ya superada. Esta idea la siguen compartiendo una buena parte de los lectores cultos de Inglaterra, que tienden mirar a su interlocutor con una mezcla de perplejidad y conmiseración cuando expresa su entusiasmo por esta autora. Para muchos de ellos, que no han leído sus libros, pero que tienen cierta familiaridad con sus títulos debido a que formaban parte de la biblioteca de sus padres, se trata de una escritora popular y ligeramente anticuada a la que le pasó su hora. Cómo explicarles lo equivocados que están. Cómo persuadirles de que en muchos aspectos Murdoch, a pesar de tantos rasgos que la hacen pasar por una novelista anacrónica, sigue siendo una escritora asombrosamente atrevida, y de una inventiva prodigiosa.

“¿Acaso hay algún novelista inglés vivo que posea la exuberancia y el pulso narrativo que tiene Murdoch?”, se preguntaba nada menos que Harold Bloom. Lo hacía en su libro Genios (2003), donde la incluía entre las “cien mentes creativas y ejemplares” de las que allí se ocupaba.

Lo mismo que con los impasibles británicos (pero recuérdese que Iris era irlandesa) pasa en España con no pocos lectores, la mayoría ya mayorcetes, que leyeron a Murdoch en sus tiempos de gloria (los de Murdoch, se entiende).

–Ah, ¿pero todavía se la sigue leyendo?

–Pues sí, señor, qué se pensaba usted. Como se sigue leyendo, por si no se ha enterado, a George Eliot o a Henry James, para citar a dos autores a lo que Iris Murdoch tenía en la más alta estima.

Claro que Murdoch no es –como sí lo son George Eliot y Henry James– una escritora canónica, todo hay que decirlo. Es una escritora encantadora, inteligente, luminosa, recomendabilísima, adictiva... pero no es una escritora canónica. Ella misma era bien consciente de ello: “Mi problema es que no estoy entre los mejores. Estoy en las pequeñas ligas y no con los dioses, como Jane Austen y Henry James y Tolstói. Mis personajes no son tan memorables como los suyos”, declaraba en una entrevista de 1988.

Hay algo asombroso en Murdoch: su libre tratamiento de lo que entendemos por verosimilitud, esa enojosa convención realista, mucho más ideológica de lo que parece

Esto último, lo de que sus personajes no son tan memorables como los de esos autores, es bastante cierto, y bien merece una reflexión.

Verán. El modo más certero de cifrar el arte narrativo de Iris Murdoch consiste en describir sus novelas como “vodeviles” filosóficos, o morales. Lo que prima en casi todas ellas es el lío, el enredo. Por aquí entra un personaje mientras que por allí sale otro, y la sorpresa que produce descubrir que Peter se hallaba escondido en un armario queda superada por el susto que provoca la entrada de Dorothy por la ventana. ¿Se entiende? Hay algo asombroso y enormemente vanguardista en la narrativa de Murdoch: su libre tratamiento de lo que entendemos por verosimilitud, esa enojosa convención realista, mucho más ideológica de lo que parece. Si Murdoch necesita que haga entrada un personaje, no pierde quince páginas ideando las circunstancias que justifican esa entrada: para eso está el principio mágico de la casualidad. Simplemente, pasaba por allí. Esto es una simplificación, por supuesto. Las cosas no son tan burdas. Pero el lector haría bien en recordar según qué películas de alta comedia (Iris Murdoch es hermana espiritual de Frank Capra), o más bien en las comedias de Shakespeare (el gran sol referencial de Murdoch) para entender lo que se viene a decir.

El caso es que el lío, el enredo, es la gran baza de las novelas de Murdoch, cuyo motor suelen ser los desórdenes que en las conductas de los personajes producen los efectos siempre imprevisibles del enamoramiento. Pues es hora de decir que, canónica o no, Iris Murdoch –que se consideraba a sí misma una experta en el amor, y vaya si lo era– es la novelista que más y mejor ha indagado en ese trastorno que muchos confunden con el amor pero que no viene a ser exactamente lo mismo: el enamoramiento.

Pero hablábamos de los enredos de Murdoch, de los formidables líos de sus novelas. La tendencia a crearlos deriva de su “método” narrativo, que consiste siempre en plantear un dilema de orden moral y ponerlo –¡hala!– a rodar. ¿Cómo? A través de una serie de personajes que interactúan entre ellos en una combinatoria potencial interminable, un poco al modo de las piezas del ajedrez. Con esto quiero decir que Murdoch juega una y otra vez una partida que cuenta con elementos más o menos constantes, en particular ciertos personajes arquetípicos (el adolescente frágil, la mujer seductora, el hombre confundido, el mago, el santo, el duende...) de los que echa mano se diría que casi instintivamente para plantear siempre de nuevo la misma cuestión de fondo: “¿Cómo es un hombre bueno? ¿Cómo podemos ser moralmente mejores? ¿Podemos hacernos moralmente mejores?” (El fuego y el sol, 1977).

Las conexiones entre lo bueno y lo real, y entre el amor y la bondad, constituyen, por decirlo muy sumariamente, la preocupación básica de la filosofía moral de Murdoch, de la que su torrencial narrativa viene a ser una especie de campo de pruebas, de mesa de experimentos, en que se ensayan sucesivamente situaciones que ilustran, ya sea positiva o negativamente, esas conexiones.

A las luz de estas consideraciones, se entenderá por qué la creación de personajes “memorables” no es el fuerte de Murdoch. Cabría decir que la cuestión del “gran personaje”, en su narrativa, queda fuera de campo (como también, en definitiva, la cuestión de la “gran obra”). ¿Son personajes las piezas del ajedrez? ¿Son el rey y la reina los protagonistas de la partida? Y aun si lo fueran, ¿quién se acuerda de ellos una vez terminada?

El motor de sus novelas suelen ser los desórdenes que en las conductas de los personajes producen los efectos siempre imprevisibles del enamoramiento

De la lectura de las novelas de Murdoch, lo que queda, mucho antes que el encanto evanescente de muchos de sus personajes, son las ganas de leer otra. Y luego otra. Y luego otra más. Ya hemos dicho que es adictiva. Pero ojo con esto: hay que evitar los atracones. Conviene hacerlo en general, pero sobre todo con Murdoch. Dejen correr un tiempo entre una y otra de sus novelas, háganse ese favor. Las juergas hay que dosificarlas, no es cuestión de pasarse la vida entera de farra. En cualquier caso, no es buena idea –nunca lo es– leer muy seguidas las novelas de Murdoch, cuya mecánica se nos terminaría de este modo antojando bastante repetitiva. Que nadie se mosquee con esto. Lo mismo podría decirse de un montón de escritores notables. Y de cineastas. Y de pintores. Y de...

Por lo demás, el aire de familia que comparten las novelas de Murdoch es lo que desdramatiza en buena medida el acto solemne de elegir por cuál de ellas empezar a leer a esta autora. El apuro que produce enfrentarse a ese anaquel repleto de libros al que nos referíamos antes se disuelve con la buena noticia de que, cualquiera sea el título por el que se opte, apenas corre uno peligro de arrepentirse de su decisión. Cualquiera de las novelas de esta autora suministra suficientes dosis de entretenimiento, de diversión, de inteligencia, de sabiduría, de... por qué no decirlo: sí, de felicidad, como para alegrarse de haber emprendido su lectura. Lo que está en juego, por lo tanto, no es tanto el placer de la experiencia como el calibre de la misma. Según el título escogido, el lector o lectora puede quedar –en el peor de los casos– saludablemente satisfecho o, si ha dado de lleno en el blanco, puede sentirse tan edificada y sobre todo tan, tan agradecida como para tener la seguridad de que repetirá, oh, claro que sí, repetirá. Y entonces, ¡menuda dicha la de contemplar ese anaquel repleto de otras novelas que prometen una felicidad semejante!

Pero asumamos de una vez nuestras responsabilidades. Se trataba aquí de proponer la mejor puerta de entrada a la narrativa de Iris Murdoch, y esto se está haciendo demasiado largo como para seguir posponiendo la elección.

Ya se ha sugerido que la de Murdoch es una casa con muchas puertas de acceso. La más grande, la más concurrida, la que ofrece un aspecto más impactante, es sin duda la más celebrada de sus novelas, El mar, el mar (1978), obra de madurez con la que obtuvo Murdoch el codiciado Booker Prize de ese año. Lo que antes se ha dicho sobre las limitaciones de Murdoch para crear personajes memorables queda rebatido por Charles Arrowby, el inolvidable protagonista de esta novela a la vez terrible y carcajeante, que sin embargo quizá resulta, como plato de entrada, demasiado fuerte para los paladares desacostumbrados, pues es demasiado excéntrica, demasiado arrebatada, demasiado abrumadora, dichas sean las tres cosas en el mejor de los sentidos.

Si damos la vuelta a la casa (recuerden, por favor, que esto es una metáfora: nos referimos a la casa imaginaria de la narrativa de Iris Murdoch) nos encontramos con una pequeña puerta mucho más discreta que procura un acceso directo pero más gradual al interior. Se trata de El castillo de arena (1957), la tercera novela de Murdoch, en la que ya se reconocen todos sus ingrediente principales, pero que está escrita con cierta timidez, con una contención y una delicadeza admirables, aunque por eso mismo se corre el peligro, al leerla, de no percatarse debidamente del carácter tumultuoso, avasallador, frenético, chorreante que distingue al talento de Murdoch (tan comparable, en no pocos aspectos, al de Saul Bellow, del que viene a constituir, valga decirlo así, un contrapunto cristiano).

Así que lo más plausible será dirigirse a la amplia galería acristalada, toda ella hecha de puertas, que constituye la asombrosa, la verdaderamente asombrosa suite de novelas que Iris Murdoch escribió en sólo una década, la que va de 1968 a 1978, durante la cual dio a luz a al menos siete obras maestras, entre las cuales escogemos, para entrar de una maldita vez en la casa, El sueño de Bruno (1969), la que, además de dar directamente al salón, ofrece las más mejores vistas sobre el jardín.

Disculpen tanta cursilería metafórica. Es para decir, simplemente (¡con lo fácil que era ir directamente al grano!), que todo lo que llevamos dicho de Iris Murdoch encuentra en El sueño de Bruno –la primera novela de madurez, o mejor dicho, de plenitud de la autora– una perfecta ilustración, no distorsionada ni por defecto ni por exceso. Si usted lee El príncipe negro (1973) y no le gusta, podría deberse a que el asunto del arte y las vicisitudes de los escritores lo dejan indiferente. Si lee Henry y Cato (1976) y no le gusta, podría deberse a que es alérgico a las inquietudes religiosas (siempre latentes en el arte de Murdoch, que conste, por mucho que ella no fuera creyente). Pero si lee El sueño de Bruno y no le gusta, no hay nada que hacer; mejor no lo intente de nuevo. Si por el contrario la novela lo seduce con su procelosa épica de la virtud, entonces frótese las manos y piense que le queda todo un árbol de Navidad lleno de regalos por abrir.

Otra vez la cursilería metafórica. Se nos ha escapado. No se volverá a repetir.

Como casi todas las novelas de Murdoch, El sueño de Bruno está escrita sobre la plantilla de una de las obras de Shakespeare, en este caso El sueño de una noche de verano. Baste con esta pista para obviar la embarazosa tarea de resumir un argumento enloquecido, resueltamente vodevilesco, sí, en el que desempeñan un papel todas las piezas de que dispone Murdoch para jugar sus apasionantes partidas. (¡Diablos, otra vez una metáfora!)

Como casi todas las novelas de Murdoch, El sueño de Bruno es una novela de amor, o más bien sobre el amor. Pero no sólo sobre el amor romántico, sino sobre el amor como principio espiritual y aún más que eso, como principio motor del humano universo. Ya saben, aquello de “l’amor che move il sole e l’altre stelle” que decía Dante.

Lo viene a decir también, a su manera, Nigel, ese extraño personaje que en El sueño de Bruno viene a ser un trasunto del Puck del Sueño de una noche de verano: “El amor es una cosa extraña. No hay duda de que él y sólo él mantiene el mundo en movimiento. Es nuestra única actividad significativa. Todo lo demás es sólo polvo y oropel y humillación del espíritu. Pero, por otra parte, cuántos problemas causa. Cuántos sueños imposibles crea, cómo nos mueve a abrazar los pies de lo inalcanzable. Resulta fantástico pensar que a todos les está permitido amar a quienes deseen, a quien en alguna forma les complazca. Nada hay en la naturaleza que lo prohíba. Un tipo cualquiera puede mirar a un rey, el indigno puede amar al bueno, el bueno al indigno, el indigno al indigno y el bueno al bueno. Suena la señal, y la gran luz se enciende revelando quizá la realidad o quizá la ilusión. Y cuán a menudo, por desdicha, mi muy querido Danby, ama uno solo, en total aislamiento, en una vana incapsulación, mientras lo que oculta se alimenta de la carne de su corazón. No es una cuestión de convenciones. El amor no conoce convención alguna. Todo puede suceder, así que en cierto modo, en un terrible, terrible cierto modo, no hay ninguna imposibilidad”.

Si lee El sueño de Bruno y no le gusta, no hay nada que hacer; mejor no lo intente de nuevo. Si la novela lo seduce, entonces frótese las manos

Cualesquiera sean las vibraciones que un sermón así produzca en la conciencia moral del lector o lectora, esta pasaje quintaesencia como pocos el arte narrativo de Iris Murdoch, que, como el amor mismo, no conoce convención alguna; en el que todo puede suceder, en el que en cierto modo –en un terrible, pasmoso y desopilante cierto modo– no hay ninguna imposibilidad.

Lean si no El sueño de Bruno. Conozcan al viejo y agonizante Bruno y el sorprendente teatro de personajes que orbitan a su alrededor. Conozcan a Diana. Enamórense de Miles, o de Lisa, o de Danby –¿cómo no enamorarse de Danby?–, o del mismo Nigel, del inquietante Nigel, por qué no. Déjense envolver por el increíble lío que su ballet amoroso urdirá a su alrededor. Déjense arrastrar por la prosa clara y luminosa y velocísima de Murdoch, por sus soberbios diálogos, por ese modo tan suyo de entender el arte como una búsqueda de la verdad, razón por la que, siempre en pos de ella, termina por meterse –para que, apenas vislumbrada, se le escape una y otra vez– en esos espléndidos laberintos que son sus novelas.

“El arte concierne a la verdad no sólo esencialmente sino absolutamente. Es otro nombre para designar a la verdad”.

Lo escribe Iris Murdoch en El príncipe negro (1973), acaso la novela en que reflexiona más hondamente no sólo sobre el arte de la novela, sino sobre el arte en general.

Y, para que nadie se equivoque sobre el alcance de estas palabras, en la misma novela, mucho más adelante, precisa, sin poder aguantarse la risa:

“El arte tiene que ver con la alegría y el esparcimiento y lo absurdo.... Todos los humanos somos figuras burlescas. Esto el arte lo celebra”.

Iris Murdoch publicó su primera novela, Bajo la red (1954), a los treinta y cinco años, una edad bastante tardía para debutar como escritora. Profesora de filosofía en Oxford, aparte de artículos en publicaciones académicas sólo había publicado hasta entonces un libro: un ensayo sobre Sartre (Sartre,...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes iniciar sesión aquí o suscribirte aquí

Autor >

Ignacio Echevarría

Es editor, crítico literario y articulista.

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí