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Hasta la década de 1980, resultaba posible ignorar el hecho de que Centralia estaba en llamas. Por aquel entonces, las minas de esta ciudad de Pensilvania llevaban ardiendo en el subsuelo desde hacía casi 20 años, aunque no había ningún rugido de llamas, ni ninguna conflagración bíblica. Lo único que se podía ver era el vapor que surgía del suelo, gaseoso y sulfuroso, y que se parecía más a pedos infernales que a las llamas del averno, todo sea dicho. Lo más sencillo era contener la respiración y fingir que no pasaba nada y, la mayoría de las veces, ni siquiera había que fingir. Es verdad que a veces los tomates crecían en pleno invierno, que a veces la nieve se derretía en el suelo incandescente antes incluso de que necesitaras una pala y que, en algunos lugares, la tierra emitía un resplandor azul, consecuencia del metano, como si las montañas mismas estuvieran asfixiándose. Pero, si residías en Centralia, eso era todo lo que podías presentar como prueba de los supuestos hechos: que tú y tus vecinos os estabais asando lentamente y que la tierra donde vivíais estaba intentando mataros.
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Solo hubo una vez en la que alguien estuvo a punto de morir. Fue el niño de 12 años Todd Domboski, cuando en febrero de 1981 casi fue devorado vivo por su propio patio. Salió al jardín trasero de su casa, en el que un antiguo pozo minero había cedido, y la tierra casi se lo tragó por completo al abrirse un socavón hirviendo y repleto de monóxido de carbono. Cuando su primo pudo sacarle 45 segundos después, el barro de su ropa ya se había endurecido y cocido como si hubiera pasado por un horno. Este fue, sin embargo, uno de los pocos episodios traumáticos que se produjeron en Centralia en medio siglo de febril ansiedad. A causa del fuego subterráneo, el peligro más inmediato (el monóxido de carbono que se filtraba en las casas de la gente) podía ponerte a dormir; la catástrofe, en su mayor parte, era soporífera y poco dramática. Algunas mujeres hicieron un seguimiento de la historia pegando artículos relacionados con el fuego en álbumes de recortes. Se produjeron tensas reuniones en el ayuntamiento y tensas visitas de funcionarios electos: una mezcla del tedio inacabable de la incompetencia burocrática y el desinterés del gobierno. La revista People, atraída por la promesa de un conflicto provinciano, se presentó en 1981 y tomó la famosa fotografía de un hombre friendo un huevo en el asfalto hirviendo. Una foto implica un instante, pero en realidad las yemas tardaron más de media hora en asentarse.
El fuego de Centralia es una crisis humana que se está revelando en tiempo geológico: algunos expertos calculan que podría seguir ardiendo durante 250 años más. Ya lleva 57, un período de tiempo que da la sensación de ser al mismo tiempo supernatural y dulcemente geriátrico. El fuego tiene más o menos la misma edad que mi madre, que vive a unas tres horas de distancia de Centralia en los suburbios de Filadelfia. Es posible imaginar al fuego envejeciendo junto a toda una generación del baby boom que tira de sus ahorros para la jubilación y sube el volumen cada vez que suena en la radio una canción de Billy Joel. Pero el fuego les sobrevivirá a todos, y a mí también. Sobrevivirá a mis nietos y quizá a la especie humana. Lleva ardiendo durante tanto tiempo que es posible olvidar que comenzó en el vertedero de la ciudad. Centralia es el hogar de una catástrofe que suena demasiado estúpida para ser real: una montaña de basura ardiendo que heredará la Tierra.
He aquí un elemento irónico: aunque la verdadera razón de la ruina de Centralia ya hace tiempo que pasó al olvido, todo empezó un día de conmemoración nacional. Hay quien dice que la deflagración, que comenzó en el vertedero el Día de los Caídos de 1962, fue accidental; otras personas afirman que el municipio lo inició intencionalmente para que el olor a basura podrida no flotara por el cementerio contiguo en un día festivo con mucho movimiento. Fuera como fuese, el fuego ya nunca más se apagó. El vertedero de Centralia estaba situado en un antiguo yacimiento minero que se encontraba encima de una red de vetas de carbón abandonadas, y aunque el municipio había reforzado el fondo de la mina con material incombustible, a los trabajadores se les pasó rellenar una zanja de cinco metros junto al muro que rodea el cementerio. El vertedero, alimentado por el carbón que había debajo, siguió ardiendo durante días a pesar de que los bomberos hicieron todo lo posible por extinguirlo. Se extendió por el subsuelo, circuló por la red de minas guiado por el oxígeno de los túneles abandonados y terminó esparciéndose por debajo de la ciudad.
Esos túneles, algunos con más de 100 años, fueron el recurso inagotable de Centralia, que se creó a mediados del siglo XIX como tan solo una serie de yacimientos mineros dispersos en una cuenca antracitera densamente arbolada de Pensilvania. En 1865, un ingeniero de minas llamado Alexander Rea nombró al lugar Centralia, que significa “centro del comercio”, y proyectó lo que con el tiempo se convertiría en una ciudad. Por aquel entonces, había cinco empresas mineras trabajando en el lugar y la población se disparó hasta alcanzar casi las 3.000 personas hacia finales de ese siglo. Pero la I Guerra Mundial, la Gran Depresión de 1929 y la llegada del fuelóleo, causaron estragos en la industria del carbón y nunca pudo recuperarse. En 1950, la demanda de antracita casi había desaparecido. Las minas de todo el país cerraron y en 1960, dos años antes del fuego del Día de los Caídos, la población activa de la ciudad había menguado en un 93%.
Además del fuego, lo único que permanece en funcionamiento es el cementerio, donde la gente sigue acudiendo a visitar a sus seres queridos y a los entierros
Durante esa época, se produjeron numerosos incendios imprevistos en las minas de todo EE.UU., por las condiciones altamente combustibles de los túneles abandonados. Las empresas mineras no estaban obligadas por ley a apagarlos y la financiación que dedicaron el gobierno federal y las agencias estatales encargadas de controlar los incendios en las minas de Estados Unidos fue sumamente insuficiente. No fue hasta 1983, empujado por el socavón del patio de los Domboski, que el gobierno federal se ofreció a comprar Centralia y trasladar a sus residentes; desde ese momento, la tierra pertenecería al Estado. La mayoría de los residentes aceptaron, y la localidad comenzó el lento proceso de evaporación de los anales de la vida cívica. En 1992, el gobernador de Pensilvania, Bob Casey Sr., inició las expropiaciones y confiscó lo que quedaba de la ciudad. Al puñado de residentes que aún vivían allí se le permitió permanecer en sus casas hasta su fallecimiento (según determinó el fallo de una demanda en 2013). Cuando se mueran, sus propiedades, que pertenecen oficialmente a la mancomunidad de Pensilvania, serán demolidas.
La gente dice que Centralia es una ciudad fantasma, pero apenas queda ciudad en la que aparecerse: solo quedan fragmentos de cimientos cubiertos de maleza, como si fueran huesos mal enterrados en una tumba poco profunda, vestigios de las casas que las autoridades ya han demolido y enrasado. En la actualidad, quedan menos de 10 personas viviendo todavía allí y solo unos pocos edificios permanecen en pie. El lugar parece bidimensional, como un juego de mesa sin fichas. Además del fuego, lo único que permanece en funcionamiento es el cementerio de San Ignacio, donde la gente sigue acudiendo a visitar a sus seres queridos y a los entierros. Han circulado historias sobre el fuego succionando las cajas de los muertos y cremando los restos en su interior, pero a decir verdad, todo eso no son más que leyendas urbanas.
De todos modos, sigue siendo extraño imaginarse a la gente que vivió allí encomendando su cuerpo a ese suelo tóxico. Pero solo lo parece hasta que caminas por el cementerio y ves que cuatro generaciones de centralinos están enterradas allí. Aunque en esas tumbas no quedara otra cosa que ceniza, esa tierra envenenada seguiría siendo preciada para sus familias. La tierra estaba aquí antes de que nacieran esas personas y seguirá mucho tiempo después de que se hayan ido.
El último segador
Nunca se me pasó por la cabeza que podría conmoverme la imagen de un hombre conduciendo afligido una cortadora de césped, pero eso fue antes de que viera a John Lokitis en el documental que Chris Perkel y Georgie Roland realizaron en 2007, La ciudad que fue. Lokitis fue uno de los que no aceptaron la oferta de reubicación. Era un hombre en la treintena, con una voz dulce, que todavía vivía en Centralia a principios de la década de 2000, y era el residente más joven con una diferencia de varias décadas. En aquellos años, se había impuesto a sí mismo mantener lo que quedaba de la ciudad y se dedicaba a colgar luces de Navidad en el centro despoblado y mayormente derribado de la ciudad o a repintar el ya cancelado código postal en un banco histórico. En La ciudad que fue, Lokitis acompaña a los realizadores por los restos de Centralia, bajo el cielo ausente y grisáceo de la Pensilvania donde pasó su infancia. Y luego están esos planos largos y sombríos de él cortando el césped donde solían estar las casas de sus vecinos, oponiéndose en silencio a que la naturaleza recuperara esos terrenos. Ver a John me hizo sentir ligeramente irreal conmigo mismo. Era como si acabara de salir de un búnker nuclear tras haberse producido el fin del mundo y yo estuviera observándole realizar esos rituales solitarios después de haberme extinguido.
Supe después que Lokitis había sido finalmente desahuciado en 2009, así que le escribí para saber qué había sido de su vida durante esa década intermedia. Hoy día vive a unos pocos kilómetros de Centralia y a 100 kilómetros de su trabajo. Pasa a menudo por la ciudad de camino a la iglesia y sigue visitando con regularidad el cementerio de San Ignacio para cuidar las tumbas de sus padres. Ya queda muy poco del lugar, me escribe, y lo que queda lo ha recuperado la “madre naturaleza”; mientras, la tierra en sí la ha recuperado el Estado. Pero sigue recordando su infancia allí como algo salido de un cuadro de Norman Rockwell o una película de Frank Capra, como el tipo de lugar donde los vecinos entraban en tu casa sin llamar a la puerta. Ese tipo de comunidad ya no es posible, piensa él. Las familias están muy dispersas hoy en día y los niños pasan todo el día adorando a las “deidades digitales” de Facebook y YouTube. Centralia ya no está, ni tampoco la infancia que él disfrutó allí, el tipo de infancia que nunca más podrá darle a su hijo.
Como la mayoría de sus anteriores residentes, Lokitis desciende de un largo linaje de centralinos. Su abuelo explotaba su propia mina de carbón y era uno de los residentes que creían, al igual que el propio Lokitis, que el fuego de la mina nunca habría representado una grave amenaza para la integridad de Centralia. “Debido a las fallas naturales de la roca y la capa freática en la que se hunden las vetas de carbón bajo el agua subterránea, no hay manera alguna de que el fuego pueda llegar a la zona norte de la ciudad”, me contestó por escrito Lokitis. “Pero trasladaron a toda la ciudad”, de todos modos. Su abuelo intentó en vano educar y convencer a los “funcionarios de Harrisburg” para que no se tomaran medidas drásticas, pero lo único que consiguió fue que le ignoraran y que su conocimiento fuera desestimado; intentarlo, escribe John, era “como decirle a todo el mundo que el cielo es azul, pero alguien de Harrisburg siguiera intentando convencerte de que era de otro color”.
Salvar la ciudad habría costado al menos 100 millones de dólares, más del doble de los 42 millones que costó demolerla
Los de fuera y los de Harrisburg no comprendían la complejidad de las minas o las particularidades de la antracita de la misma manera que podía comprenderlo un centralino. Pero sí sabían, dice Lokitis, que la ciudad está asentada sobre uno de los filones de antracita más grandes y valiosos del mundo. Centralia era única en el sentido de que “el municipio conservó la titularidad de los derechos mineros y así sigue siendo hasta el día de hoy”. En 1954, mientras que el Congreso se preparaba para votar sobre una legislación que obligaría a las empresas a ayudar a financiar el esfuerzo necesario para apagar los incendios de la ciudad, las explotaciones mineras vendieron sus derechos al municipio por solo un dólar. La confiscación que llevó a cabo el gobierno con el tiempo, piensa Lokitis, fue un plan para robar y vender esos derechos mineros por dinero. “Recuerda bien lo que te voy a decir”, me escribió John, “puede que no suceda durante lo que me queda de vida, pero antes o después, cuando los últimos propietarios ya no estén más, todo el lugar será convertido en una mina a cielo abierto y alguien se embolsará una verdadera fortuna”.
Lokitis no es el único que piensa de esa manera. En la década de 1980, el fuego de la mina dividió a la ciudad en dos bandos: los que creían que el fuego amenazaba realmente su salud y su seguridad, y los que creían que los funcionarios del gobierno (movidos por la ignorancia o la malicia) exageraban la magnitud de la crisis. No obstante, resulta difícil cuadrar esta última afirmación con los numerosos relatos de antiguos residentes que Joan Quigley reúne en su libro de 2007, El día que la Tierra se hundió. Quigley entrevista a una familia a cuya hija asmática le afectaba tanto el monóxido de carbono que tenía un tanque de oxígeno en casa para poder respirar; también cuenta la historia de otro hombre, John Coddington, que se desmayó en su casa por falta de oxígeno y se despertó en el hospital. “Si alguno de vosotros tiene problemas para dormir”, bromeaba después, “que venga a mi casa y lo tendrá solucionado”. Una mujer llegó a comprar un canario para su casa, al igual que hacían antiguamente los mineros en las minas. El canario murió. Aunque no todos los hogares de Centralia sentían los efectos, el libro de Quigley no deja ninguna duda acerca de cuál era la realidad del fuego y sus peligros. Sin embargo, es posible comprender el fuego como algo profundamente real y también como algo completamente fabricado: una crisis que se produjo tanto por el carbón y el monóxido de carbono como por el saqueo corporativo y la negligencia gubernamental.
En las dos décadas que han pasado desde que se produjera el hundimiento que se tragó a Todd Domboski, el municipio ha realizado sin éxito varios intentos por contener el fuego subterráneo. Los que no estaban mal concebidos o resultaron inadecuados desde el principio se quedaron sin dinero antes de poder acabar. Como escribe Quigley, el secretario de Interior de Reagan, James Watt, se esforzó al máximo por eliminar las protecciones medioambientales que había implementado el gobierno de Carter, mientras Centralia seguía ardiendo. Su batalla más famosa fue contra el establecimiento de los parques nacionales; en una ocasión, su empleado Andrew Bailey describió en un memorándum a los medioambientalistas y a cualquiera “que se opusiera al desarrollo de los recursos mineros” como “eunucos ideológicos”. Aunque el departamento de Watt podría haber asignado los fondos suficientes para luchar contra el fuego, prefirió dejar que Centralia languideciera. Y a medida que se extendía el fuego, el coste de extinguirlo siguió creciendo exponencialmente. Las eventuales adquisiciones que ofreció el gobierno federal fueron, ante todo, una medida para reducir costes: salvar la ciudad habría costado al menos 100 millones de dólares, más del doble de los 42 millones que costó demolerla.
Así que el gobierno confiscó Centralia con el único propósito de destruirla, y a raíz de su vaciamiento, la ciudad se convirtió en un monumento a su propia destrucción. Lo que más le impresiona a John Lokitis es que se desperdicie todo. Centralia fue borrada del mapa, casi literalmente, para nada; arrasada para nada; condenada para que nunca más pudiera construirse nada en ese lugar. Por norma general, me escribe John, las expropiaciones se utilizan para casos en los que se quiere crear algo duradero de valor público: una autopista o un puente. Pero cuesta ver el valor público de esta enorme vacuidad verde que no es más que un imán para los jóvenes gamberros y los youtubers con nombres como DeathbyVlog y The Wandering Woodsman. Lo que más cuesta entender es cómo el Estado puede llegar a decidir que el lugar donde pasaste tu infancia es demasiado insignificante para que merezca la pena conservarlo.
Cuesta entender cómo el Estado puede llegar a decidir que el lugar donde pasaste tu infancia es demasiado insignificante para que merezca la pena conservarlo
Cuando era niño, describe Lokitis, había pedazos de antracita diseminados por las colinas que rodeaban su casa y brillando entre la hierba como si fueran “diamantes negros”, que es como se llama con frecuencia a este mineral. Mientras que el carbón bituminoso es áspero, opaco y sucio (el típico regalo de broma), la antracita tiene un aspecto increíble cuando se quema: un cristal oscuro y dentado con un brillo plateado, talismánico y extraño. Es más fácil imaginarlo alimentando una nave espacial que calentando una casa. Lokitis tiene la palabra “antracita” en el título de su email, y le pregunté si tenía algún significado especial para él: “Imagino que no hay muchas personas que piensen que el carbón es bonito, pero siempre ha tenido un encanto especial para mí”. Su familia tenía una pequeña estufa de carbón en su casa y John salía “a buscar trozos de carbón por la ladera de la montaña para echarlos a la estufa”. Incluso ahora, me escribe:
“Si alguna vez voy caminando por algún lado y veo un pequeño destello en la tierra, no puedo evitar detenerme y agacharme para coger el fragmento de carbón, aun cuando ya no lo utilizo para calentar la casa en la que vivo… Supongo que como mi familia estuvo en el negocio de la minería durante tres generaciones, sencillamente siempre ha formado parte de mi vida y ha sido importante para mí… Un fragmento realmente bueno de antracita pura es muy pero que muy brillante y tiene un aspecto tan magnífico…; en ocasiones, a algunos fragmentos se los denomina carbón pavo real por las estrías de color que dejaron los gases que contiene la antracita”.
Cuando falleció su padre en 2002, John buscó una piedra de granito tan negra que se pareciera al carbón y la utilizó como lápida.
El patrimonio común
Es lícito preguntarse cómo pueden las personas amar tanto un lugar a pesar del hecho de que este pueda matarles, pero quizá resulte fácil amar un lugar precisamente porque podría matarte: te juegas la vida en él.
Describir Centralia es agotar casi todas las preposiciones: la gente de allí no vivía solo sobre la tierra, sino de ella, dentro de ella, debajo de ella. Incluso para hombres como Lokitis, que nunca trabajaron en las minas, ese trabajo (que realizaron sus padres y los padres de sus padres) todavía les seguía definiendo y sensibilizando hacia las peculiaridades y los desniveles de la tierra, y dirigía su mirada hacia cualquier repentino resplandor en las colinas. Ese trabajo mantuvo sus casas calientes y sus familias unidas. Decir que la tierra podría matarles es afirmar algo tan evidente como medio cierto. Por supuesto que el fuego de la mina era muy peligroso, pero las minas también habían sido peligrosas. Trabajar en Centralia siempre significó arriesgar la vida para ganarse el pan.
Por supuesto que el fuego de la mina era muy peligroso, pero las minas también habían sido peligrosas
Pero Centralia también ejemplificaba la idea de una mancomunidad, un lugar en el que todo tipo de valor, desde lo moral hasta lo mineral, era compartido por aquellos que vivían allí. En su último libro, Esta tierra es nuestra tierra, el medioambientalista y jurista Jedediah Purdy define una mancomunidad como una comunidad que se establece en torno a una preocupación compartida por la tierra y la gente que la habita. Al mismo tiempo, también es una ética, que nace del reconocimiento de que todos dependemos los unos de los otros para sobrevivir, y del lugar que ocupamos en una compleja red de interdependencia. En cierto modo, es fácil comprender por qué un pueblo minero puede incentivar esa ética: es un lugar en el que dependías de la tierra para ganarte la vida y de los otros mineros para salir con vida de la mina.
Para Purdy, la mancomunidad también ofrece un camino para evitar nuestra relación destructiva y extractiva con la tierra, un modelo para reparar nuestro planeta y nuestras políticas mediante la administración del medio ambiente. Quizá resulte extraño que alguien pueda apreciar la encarnación de un ideal cívico en una ciudad minera sentenciada. Lo primero sería decir que John Lokitis no le reprocha casi nada a la industria del carbón por el declive de Centralia, aunque también cree que el calentamiento global es un “montaje fabricado”. Sin embargo, de forma paradójica, su compromiso con la ciudad sugiere que el cariño que se le coge a un sitio puede durar más que las formas de violencia geológica que lo produjeron. Los que se niegan a irse de Centralia, por muy pocos que sean, eran una comunidad nacida de la solidaridad más que de cualquier oportunidad continuada de extracción. Los derechos mineros ahora pertenecen al Estado, y a pesar de lo que afirma Lokitis, el carbón bajo tierra probablemente carezca de valor. Ni siquiera él utiliza ya la antracita para calentar su casa. Aunque sigue pensando que es bonita.
Es habitual pensar en Centralia como un lugar terrible e irrevocablemente pasado, como lo denomina el documental de Perkel y Roland, La ciudad que fue. Pero Centralia es a la vez la secuela de una catástrofe y una catástrofe que no tiene después. Muchas de las cosas que pasaron aquí siguen pasando. A su manera, la crisis en sí es un triunfo generalizado de la acción humana. Puede que las explotaciones mineras hayan cerrado, pero la extracción minera de Centralia nunca se detuvo. Para muchos de sus antiguos residentes, las adquisiciones del gobierno fueron más un saqueo que una protección, y la ciudad quedó despojada una y otra vez de sus imaginativos recursos, convertida en alimento narrativo para el videojuego y la película Silent Hill o reconvertida en contenido para las listas de internet sobre “las 12 ciudades fantasma más escalofriantes de EE.UU.”. Hay muchas formas de expoliar un lugar y una violación solo engendra otra.
Ahora que Centralia pertenece a la mancomunidad de Pensilvania, ha dejado de ser una mancomunidad en el sentido estricto de la palabra. Esta tierra, que nominalmente pertenece a todos, es una tierra inhóspita para alojar a nadie, y ha sido entregada al dominio público precisamente porque ya no vale para nada. Lo habitual es tratar a Centralia como un perfecto ejemplo del fracaso de la política y la burocracia, pero sería igual de justo describirla como un éxito ideológico inmisericorde. James Watt se vio obligado a dimitir del gobierno de Reagan en 1983 por contar un chiste antisemita durante una conferencia de prensa, pero Centralia sigue representando un tributo a su visión: una franja de terreno público desolada que anuncia una era de falta de responsabilidad y una continuada explotación de la tierra con fines extractivos. Al privarla de su historia, Centralia permite vislumbrar un mundo en el que la única tierra que compartimos es la tierra de nadie.
Y sin embargo, al sentenciar Centralia, el Estado ha entorpecido su sentido del peligro. Cuando se borra un lugar del mapa, es fácil creer que lo que está sucediendo allí también ha sido suprimido del futuro. Es posible pasar en coche por Centralia sin siquiera darse cuenta. No existe ninguna demarcación clara de dónde termina la tierra buena y dónde comienza la tierra envenenada, no hay nada que separe lo contaminado de lo pastoril: solo una monotonía verde y plana que lo envuelve todo, con el esporádico camino de tierra que penetra en un campo vacío. Caminar por allí es sentir una especie de consuelo ilusorio. Puedes estar de pie en medio de ese desastre a cámara lenta e incluso así hacerte la ilusión de que se ha revertido el daño que se le ha causado a la tierra o que podría conseguirse un día, que solo tenemos que esperar un poco para que nuestros terrenos baldíos vuelvan a ser fértiles. Al escanear la tierra en busca de partes contaminadas por la industria humana, puede olvidar que casi no hay tierra, en ningún lugar, que no lo haya sido.
Si la madre naturaleza, como escribe John, ha recuperado Centralia, la denominada autopista del grafiti parece haber sido tomada por el hijo delincuente de la madre naturaleza. La autopista del grafiti, deformada y quebrada por el fuego subterráneo, es un tramo abandonado de la carretera 61 que pasa junto a la ciudad, y tiene más pintadas que la puerta de un baño de colegio. Se parece a una pista de skate que estuviera en el purgatorio, o como lo describió uno de los estudiantes adolescentes del instituto de Pensilvania donde doy clases, se parece a la senda arcoíris del Mario Kart: una proeza de dos kilómetros de largo llena de vandalismo tecnicolor. Como espectáculo es a la vez repugnante y extrañamente conmovedor. La carretera es uno de los pocos elementos del entorno construido que está demasiado ruinosa, irónicamente, para poder ser destruida. Nunca será extraída ni repavimentada porque presenta daños irreparables, y por ese motivo se ha vuelto extrañamente indeleble: un reproche, por involuntario que sea, al borrado sistemático de Centralia por parte del gobierno. Aparte de las lápidas del cementerio de San Ignacio, la autopista del grafiti es el único monumento que permanece todavía. Aunque solo sea en esa carretera desierta, la gente ha podido dejar una señal de que, por breve que fuera, estuvo una vez allí.
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Emily Harnett es una escritora y maestra que vive en Filadelfia. Sus artículos han aparecido en Lapham’s Quarterly, The Atlantic, Broadly y Lit Hub.
Traducción de Álvaro San José.
Este texto se publicó originalmente en The Baffler.
Hasta la década de 1980, resultaba posible ignorar el hecho de que Centralia estaba en llamas. Por aquel entonces, las minas de esta ciudad de Pensilvania llevaban ardiendo en el subsuelo desde hacía casi 20 años, aunque no había ningún rugido de llamas, ni ninguna conflagración bíblica. Lo único que se podía ver...
Autora >
Emily Harnett (The Baffler)
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