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Mirad, ahí está vuestro padre, dice mi madre. Es de noche. Su dedo apunta al otro lado de la ventanilla del coche. Nunca hemos ido a buscarle, así que es una novedad para mi hermana y para mí. ¿Dónde?, preguntamos. Nos resulta imposible saber quién de esos cinco, o seis, ya no sé, hombres de caras negras es nuestro padre. No es cuestión de elegir uno al tuntún. Estos hombres con la cara negra de carbón ya no existen en León. Las minas han cerrado. La última fue La Escondida, en la comarca de Laciana, en enero de este año. Una decena de mineros, apenas.
Estos hombres con la cara negra de carbón ya no existen en León. Las minas han cerrado. La última fue ‘La Escondida’, en la comarca de Laciana, en enero de este año
La cuesta que llevaba a los colegios de mi pueblo se congelaba en invierno. Mi hermana y yo teníamos que subirla con mucho tiento, pero varias veces me caí de morros. Ahora, muchos años después, recuerdo con qué precisión conocí entonces el hielo. A los niños de los pueblos cercanos los llevaban las fuscas. Se llamaba así a los autobuses de la empresa minera del valle de Gordón. Unas horas antes, las fuscas habían dejado a los mineros. Primero, los padres. Después, los hijos. Todo un entramado creado por y para la mina: los colegios, los economatos, el hospitalillo, las casas de la empresa, el cine, el campo de fútbol. En la cuenca gordonesa como en otras: la de Sabero y las del Bierzo y Laciana. Los dos colegios de mi pueblo, Santa Lucía, cerraron hace seis años. Cuando nací, en el último año de la década de los setenta, el municipio al que pertenece -diecisiete pueblos- superaba los 7.500 habitantes. Ahora son algunos más de 3.300. Si tengo que hablar de vacíos, empezaré por el que mejor conozco. Vendrá la despoblación y tendrá mis ojos, porque yo también me he ido.
La caída demográfica en la provincia leonesa no se debe sólo al cierre de las minas. León nunca fue una potencia industrial que digamos, y mejor ya no digamos otras cosas. Tengo incluso dudas de que algunos de sus empresarios sean tales. Digo, empresarios; digo, ser. Es decir, ectoplasma. Incluso así, ha habido minas y, con ellas, miles de empleos. También centrales térmicas: La Robla, Compostilla, Anllares. La última ya está cerrada; las dos primeras lo estarán el año que viene. Es el fin del carbón. Si en las cuencas mineras se estuvieran multiplicando las fábricas de palas eólicas y de paneles fotovoltaicos, sus habitantes y Greta Thunberg y yo estaríamos contentos, pero no es el caso. Ojalá todo, pero sigue creciendo la hierba en las parcelas del inmenso polígono berciano del Bayo, y en otros.
Una provincia entre la nostalgia histórica y lo fatal, entre el talento de muchos y el empuje de menos. Tierra de escritores y fábrica de emigrados a Madrid, como tantas. De lamentos, en cualquier caso, vamos sobrados. Y la queja, por sí sola, no ayuda al movimiento. La queja alza el índice para buscar a un culpable, pero no levanta el pie para tomar otra dirección.
Cambiar la perspectiva sirve para ver que en los más de mil cuatrocientos pueblos leoneses, que no es poca cosa, resisten una veintena de mujeres ‘ganaderas en red’, con cayado y mastín y mucha guasa para hacer videoclips; y helicicultores y queseros y enólogos que imaginan vinos excelentes y restaurantes que hacen tortillas guisadas para chuparse los dedos. También hippies de aquí y de otros países en Matavenero, y a mí eso me gusta. Un pueblo al que sólo se llega andando y que no tiene agua corriente ni más luz que la que producen generadores y placas solares.
Hay lutieres y rabelistas como mi amigo Mario González, el Jilguerín de Casares; y máquinas de imaginar como Morgane Jaudou y Marcos Rivas, creadores de la compañía circense internacional Maintomano en Carracedo de Compludo, catorce habitantes. Hay museos supermodernos en pueblos pequeñísimos como el de la Fundación Cerezales en Cerezales del Condado, menos de cien vecinos. Y periodistas que hacen diarios digitalrurales con artículos que se leen con tanto interés como los del New Yorker. Otros son expertos en Paisanología, como Fulgencio Fernández, afanoso buscador de historias de personas centenarias. Ful, que vive en Cármenes, trescientos cincuenta habitantes en todo el municipio, siempre dice con ironía que arreglar las carreteras de los pueblos sólo sirve para que la gente se vaya de ellos más rápido. Que viva el bache.
Será porque algunas de las mejores mentes de mi generación no han sido destruidas por la despoblación, sino que están pasando de ella. Gente que sueña. Y ya decía Unamuno, ahora de regreso aunque nunca se haya ido del todo, que los pueblos soñadores pueden volver a ser activos, pero para los que no hay redención es para los pueblos dormilones.
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Noemí Sabugal es periodista y escritora.
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Noemí Sabugal
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