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A los pocos días del incendio de infarto que hizo arder la catedral de Nôtre-Dame, la colegiala sueca Greta Thunberg apuntó su mirada hacia el parlamento del Reino Unido y regañó a sus miembros por la tímida respuesta que ofrecían ante el cambio climático: “Quiero que sintáis pánico”, les ordenó con serenidad la inocente niña de 16 años a los adultos de la sala. “Para evitar la catástrofe del clima hará falta que pensemos como en una catedral. Tenemos que sentar los cimientos aunque no sepamos exactamente cómo construir el techo”. Para aquellos que no pillen la referencia, la primera piedra de Nôtre-Dame se colocó en 1163, aunque la magnífica estructura gótica no se completó hasta 1345, lo que supuso una obra de fe intergeneracional, de propósito compartido y, sin lugar a dudas, de obediencia, puesto que al fin y al cabo no hay que olvidar que estamos hablando de la Edad Media.
La imprecisa propuesta para un nuevo pacto verde supone pulsar el botón de pánico, al estilo estadounidense, pero no coloca precisamente ninguna primera piedra. Lo que equivale a decir que pasa por alto algunos asuntos espinosos relacionados con la utilización del suelo, que por lo general se reservan para los Estados y municipios, que son lo que habitualmente se enfrentan a los sacrosantos derechos patrimoniales privados. Sin embargo, las decisiones que tomemos acerca de nuestro suelo son fundamentales para cualquier futuro que queramos construir, ya sea con bajas emisiones de carbono o con cualquier otra alternativa. Siempre ha sido así. Solo hay que preguntarle a los pueblos indígenas precolombinos, a los esclavistas y a su propiedad humana, a los “colonos”, a los barones del ferrocarril y a los arquitectos de las políticas de suburbanización y desinversión urbana de posguerra; y también tener en cuenta que el apabullante desarrollo suburbano ha engullido más de 12 millones de hectáreas de tierra agrícola (campos de cultivo, superficies forestales, dehesas y pastos) solo entre 1992 y 2012, según un informe que publicó en 2018 la Fundación Estadounidense de Tierras Cultivables (AFT, por sus siglas en inglés). Eso abarca un área casi tan grande como el estado de Nueva York, y más de un tercio de esa transformación (4,5 millones de hectáreas), se produjo en tierras agrícolas de primera calidad que estaban bendecidas con el suelo más fértil del mundo. Eso abarca un área más o menos del tamaño del valle central de California. Proteger esas tierras, y hacerlo de manera equitativa, es esencial no solo para nuestro abastecimiento futuro de alimentos, sino también para mitigar y adaptarnos al cambio climático.
Algunas personas han advertido también el punto débil de la utilización del suelo en el nuevo pacto verde, pero se han centrado casi por completo en la utilización del suelo urbano y en las prácticas que promovieron los movimientos Nuevo Urbanismo y Crecimiento Inteligente de la década de 1990, cuyo objetivo era aumentar la densidad urbana, la utilización mixta compacta, el desarrollo orientado al tránsito y la transitabilidad como antídotos frente la emisión de gases de efecto invernadero y la expansión suburbana centrada en el coche. Claramente, estas medidas urbanistas son importantes para ofrecer una alternativa a la expansión descontrolada, y están bastante bien fundamentadas en vista de nuestro recién descubierto amor por las ciudades. Pero, en cierto modo, lo contrario (proteger de la urbanización a las tierras cultivables) ha ido desapareciendo del debate público en los últimos años, víctima, quizá, de la fractura que existe entre la urbe y el campo, que también es responsable de los resultados en las últimas elecciones presidenciales. Y lo mismo ha sucedido con el sintagma expansión descontrolada, esa cosa presente entre nosotros, que se encuentra más allá de los centros comerciales vacíos y decrépitos, y lejos del ajetreo de la metrópolis.
Hablar de “expansión descontrolada” se había vuelto mala publicidad. Era mejor, en ese sentido, eliminar la “expansión descontrolada” de nuestro vocabulario político, centrarse en lo “positivo”, y promover “ciudades resilientes”
Como me dijeron en más de una ocasión cuando se publicó en 2012 mi libro Pequeño, arenoso y verde: La promesa estadounidense de las ciudades industriales pequeñas en un mundo con bajas emisiones de carbono, [Small, Gritty, and Green: The Promise of America’s Smaller Industrial Cities in a Low-Carbon World], “expansión descontrolada” se había vuelto una “palabra fea” entre los fundadores de organizaciones sin ánimo de lucro y los legisladores. En cuanto las políticas de crecimiento inteligente adquirieron relevancia, la “expansión descontrolada” comenzó a considerarse un término “polarizador”, palabra clave para decir que juzgaba de manera “negativa” a los habitantes suburbanos, sobre todo tras la victoria parlamentaria del Tea Party en 2010 que tanto asustó a los liberales que se preocupan por la sostenibilidad. Y no fue solo la gente ‘antiAgenda21’, ebria de conspiraciones, a la que corrían el riesgo de contrariar, también estaban los miles de compradores de primera vivienda con sueldos moderados, muchos de ellos negros y latinos, que fueron los beneficiarios de las inestables hipotecas de alto riesgo y de otros instrumentos financieros que fomentaron océanos de expansión descontrolada hasta que en 2007 se hundió el mercado inmobiliario, y se puso en marcha la Gran Recesión. Hablar de “expansión descontrolada” se había vuelto mala publicidad. Era mejor, en ese sentido, eliminar la “expansión descontrolada” de nuestro vocabulario político, centrarse en lo “positivo”, y promover “ciudades resilientes” y “comunidades saludables” (que son los sintagmas de repuesto que utilizó el Sierra Club durante su campaña de 2005 contra la expansión descontrolada).
La resolución del nuevo pacto verde, aunque no menciona la utilización del suelo urbano, no calla por completo sobre la agricultura. Hace un llamamiento a “trabajar de forma colaborativa con los agricultores y los ganaderos de Estados Unidos para eliminar la contaminación y las emisiones de gases de efecto invernadero del sector agrícola tanto como lo permita la tecnología”. El acento se pone sobre “apoyar la agricultura familiar”, “invertir en prácticas agrícolas sostenibles y una utilización del suelo [es decir, cultivos] que incremente la salud del suelo” y sobre “desarrollar un sistema alimentario más sostenible que garantice el acceso universal a alimentos saludables”. Sin embargo, no se menciona una sola palabra sobre la protección de las tierras rurales, esas mismas tierras que las “comunidades saludables” garantizan y que el nuevo pacto verde pretende cultivar.
La apropiación de tierras que se viene
Como es lógico, el galopante desarrollo urbanístico no solo se está produciendo en Estados Unidos. Un estudio del Instituto de Recursos Mundiales publicado en 2019 da la señal de alarma sobre las ciudades de los países en vías de desarrollo que están creciendo tanto hacia arriba como hacia fuera, en particular las ubicadas en el sur global, donde las poblaciones urbanas se están multiplicando rápidamente, y donde una generalizada especulación del suelo y unas débiles estructuras de gobierno hacen que la gestión del crecimiento sea incluso más difícil. No obstante, una gran parte del estudio se centra en unos resultados desiguales: “Los impactos medioambientales negativos que resultan de una expansión urbanística no controlada están muy extendidos”, advierte el estudio. “Una expansión urbana en crecimiento consume tierras cultivables fértiles y agua, lo que afecta a la producción alimentaria, a los hábitats y a la biodiversidad… La pérdida de tierras cultivables por la expansión urbana indiscriminada multiplica la urgencia de forma exponencial a medida que crece la población mundial y se intensifican los efectos del cambio climático”.
Lo que omite el estudio es que estas condiciones (la miseria de vivir en economías informales empobrecidas, con escasez de agua y alimentos, desertificación, inundaciones y aumento del nivel del mar) ya están causando migraciones por motivos climáticos. La degradación de la tierra cultivable en México y Centroamérica, por ejemplo, ha contribuido al desplazamiento de familias hacia el norte en búsqueda de sustitutos. Sin embargo, la ONU y otros organismos internacionales no han actualizado la Convención sobre los Refugiados de 1951 para incluir el clima entre los factores que ayudan a obtener el reconocimiento formal de la condición de refugiado, ni han realizado esfuerzos significativos para planificar el reasentamiento ordenado de decenas de millones de migrantes cuyas tierras natales se volverán inhóspitas a causa de la disrupción climática. Como bien dijo un prudente informe de 2018 del Parlamento Europeo: “Hasta ahora, la respuesta nacional e internacional a este desafío ha sido más bien escasa”.
la ONU y otros organismos internacionales no han actualizado la Convención sobre los Refugiados de 1951 para incluir el clima entre los factores que ayudan a obtener el reconocimiento formal de la condición de refugiado
Por mucho que los expertos intenten hacer modelos para prever dónde se detendrán estos refugiados y cuántos vendrán, la revista del MIT, Technology Review, concluye que no pasan de ser “conjeturas razonadas”. Ninguna sorpresa a la vista. No obstante, podemos estar medianamente seguros de algunas cosas (con o sin modelación de datos excesivamente valorada): los migrantes climáticos se verán atraídos por los climas más fríos y las fuentes de agua y comida, es decir, por el norte, incluido Estados Unidos. Y dentro de Estados Unidos, todo el sur se volverá más caliente y experimentará “fenómenos meteorológicos” más imprevisibles. Asimismo, unos niveles del mar en ascenso, sobre todo a lo largo del litoral este, pasando por Virginia y llegando hasta Florida y el delta del Mississippi, provocarán migraciones de la costa hacia el interior. Cuánto avanzarán hacia el interior y en qué escala de tiempo es discutible, pero la mayoría de las conjeturas razonadas consideran que los principales destinos futuros se aglutinarán en torno al noroeste pacífico, Nueva Inglaterra y los estados junto a los Grandes Lagos, ya que contienen un 20 % del agua dulce del mundo y poseen un suelo excepcionalmente fértil. Con millones de inmigrantes, climáticos o no, dirigiéndose hacia esos lugares, lo esperable es que se desate una apropiación especulativa de tierras, a menos que un nuevo pacto verde convierta la protección de tierras cultivables en una prioridad.
Es mucho lo que está en juego sobre todo para las metrópolis posindustriales más pequeñas que no aprovecharon la prosperidad que aportó el capital financiero mundial y la economía de la tecnología. Las “ciudades legado”, que son las que tradicionalmente han albergado estos lugares, han perdido casi la mitad de sus poblaciones (y más) a causa de la desindustrialización y de lo que un informe de la Brookings Institution publicado en 2003 denominó “expansión descontrolada sin crecimiento”: una expansión de promociones comerciales y residenciales hacia fuera sin que exista un crecimiento de población que lo acompañe. El principal autor, Rolf Pendall, se concentró en la “paradoja del norte”, junto a la autopista New York State Thruway, donde la expansión se había sin duda descontrolado, aunque también es cierto que los procesos que describe son igualmente aplicables al cinturón industrial del medio oeste. Comparemos, por ejemplo, la ciudad de Houston, ubicada en el cinturón del sol, donde la huella urbana ha conservado un ritmo parejo al de su desmesurado crecimiento poblacional, con la ciudad de Búfalo, donde la misma población de 1950 ahora ocupa una geografía tres veces su anterior tamaño. Al igual que Búfalo, la mayoría de estas ciudades del noreste, medioatlántico y medio oeste estaban situadas a lo largo del cauce de ríos y en tierras agrícolas de primera calidad, que fueron esenciales tanto para el primigenio desarrollo industrial y comercial como lo son ahora para nuestras probabilidades con respecto al cambio climático. La expansión de baja densidad en estos lugares engulle tierras cultivables vitales e irremplazables, aunque también es fiscalmente imprudente, porque responsabiliza al Estado y a los contribuyentes locales de la construcción de infraestructuras (alcantarillado y electrificación, escuelas, carreteras y servicios de emergencia) para servir a los nuevos desarrollos inmobiliarios. Además, diezma la base impositiva de la ciudad, que ya está bastante exprimida por la pérdida de población y trabajos en favor de la frontera “exourbana”.
Solo en los Estados Unidos, donde la agricultura de productos básicos es la reina, puede pasar que esos elementos esenciales para la vida queden relegados a un estatus técnico de “cultivos especiales”
Los datos del Inventario de recursos naturales del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA, por sus siglas en inglés), en los que se basaba principalmente el informe de 2018 de la AFT, ha sido desde entonces actualizado hasta 2015 y ahora sugiere que la pérdida de tierras cultivables se ha visto en cierto modo mitigada; esto sirve para proporcionar a los defensores de la protección de tierras un pequeño motivo de alegría. Pero no hay muchas razones para deducir que las tendencias de los otros datos remitirán: los condados metropolitanos son los que han sufrido mayores pérdidas en el cultivo de frutas y verduras, además de avicultura y lácteos. Solo en los Estados Unidos, donde la agricultura de productos básicos es la reina, puede pasar que esos elementos esenciales para la vida queden relegados a un estatus técnico de “cultivos especiales”, como los denomina el USDA. Además, un informe de 2017 que publicó la Comisión de Planificación Regional del Distrito Capital (Nueva York) demostró que mientras que la población conjunta de Albany, Troy y Schenectady había disminuido en un 0,7 % desde 2010, la periferia de la región había crecido un 1,5 %, y que las nuevas unidades multifamiliares (un enfoque en materia de vivienda que defiende el crecimiento inteligente compacto) también estaban en ascenso en la periferia. Asimismo, algunas pruebas aisladas sugieren que la expansión industrial, que desde hace tiempo es la punta de lanza de la urbanización, sigue siendo una preocupación. Como afirmé en estas mismas páginas hace varios años, el estado de Nueva York había subvencionado con orgullo un “megaproyecto” para construir una fábrica de microchips que se ubicaría en tierras cultivables de primera calidad entre Búfalo y Rochester, que eran 1,5 veces más grandes que Central Park; algo muy similar sucedió con el más conocido proyecto de Foxconn, situado entre Racine y Milwaukee. Pero al final desaparecieron las granjas y los dos proyectos siguen sin ver cómo se lleva a cabo la construcción prometida o se generan las enormes cifras de empleo industrial.
Tierra, ¡fuera de aquí!
La sabiduría popular, que abrazan los economistas urbanos Edward Glaeser, Richard Florida, Enrico Moretti y otros, deslumbrados como están por las ciudades globales “estrella” y por el avance inevitable de la innovación digital, sostiene desde hace ya tiempo que las expectativas de ciudades como Búfalo, Rochester y Racine son muy poco halagüeñas. Como consecuencia de la huida de fábricas, de la intensificación de la agricultura industrial y de la temida “fuga de cerebros” que succiona el “talento”, es poco probable que las “fuerzas del mercado” vayan a ser benevolentes con estos lugares en un futuro previsible, si es que alguna vez vuelven a serlo. Hace poco, Paul Krugman se sumó también a este colectivo mediante un editorial del New York Times en el que se preguntaba de manera insolente: “¿Para qué sirven, en la economía moderna, las ciudades pequeñas?”. Su respuesta era que la ubicación de estos lugares siempre fue en cierto modo arbitraria y que estaba relacionada con una base agraria que ya no necesitamos, gracias a la agricultura industrial y a la concentración de tierras. Con la llegada de la era del cambio climático, Krugman piensa que las cosas no van a cambiar, que las condiciones del mercado global seguirán imponiendo sus términos, que seguirán expandiéndose las megaciudades costeras amenazadas por el aumento del nivel del mar y las megagranjas industriales propiedad de empresas de capital inmobiliario y que seguirá produciéndose el éxodo de los denominados mejores y más brillantes. Ante todo, presupone que la tierra no importa. “La economía moderna”, sostiene Krugman, “se ha desentendido por completo de la tierra”, y como resultado “cualquier ciudad pequeña existe solo por una contingencia histórica que antes o después perderá su relevancia”. El paralelismo de este estúpido rechazo económico hacia las pequeñas ciudades y pueblos ya se ha propagado hacia la política durante la fase previa a las próximas elecciones de 2020. El Washington Post lo expresó del siguiente modo: “¿Deberían los demócratas molestarse por dirigirse a la parte rural de Estados Unidos?”.
Al ningunear comunidades y actividades productivas enteras, estas reflexiones no hacen sino reflejar la locura del pensamiento económico moderno. Al contrario que sus sucesores del siglo XX, los economistas políticos que proponían el liberalismo económico: Adam Smith, David Ricardo y John Stuart Mill, consideraban la tierra como un tercer factor en la producción, junto con el capital y el trabajo, pero con características distintas: era fijo e inmóvil, era escaso y no podía ser producido o reproducido. De acuerdo con esta línea de pensamiento, la tierra escapaba a las leyes de la oferta y la demanda, conducentes al monopolio, y por tanto era necesario que recibiera un trato diferente por parte del Estado, incluida una forma u otra de fiscalidad que garantizara que los ricos terratenientes, enriquecidos por un precio exagerado de la tierra, no impedían el desarrollo económico y la producción de productos agrícolas imprescindibles. En el siglo XX, este prudente análisis se esfumó. De hecho, la teoría neoclásica del capital incorporó el valor de la tierra en lo que el economista Josh Ryan-Collins describe como “un ‘fondo’ integrador de ‘capital puro’ que es homogéneo para todos los productos de la tierra, del trabajo y del capital”.
Que la tierra haya desaparecido de la teoría económica dominante podría explicar por qué los periodistas del New York Times y del Washington Post han recibido con tanta indiferencia la desintegración de las comunidades principales más pequeñas. Aunque también ayuda a explicar por qué está ausente del nuevo pacto verde, a pesar de su tono socialdemócrata y crítico con el capitalismo. Sin embargo, las comunidades rurales no pueden “desentenderse de la tierra” de manera tan displicente. Para ellos, la tierra es demasiado real, como lo es perderla. Y algunas personas con inclinaciones conservacionistas se están oponiendo.
Para Marohn la "expansión descontrolada" es un “experimento suburbano” sin precedentes, que lleva arrasando tanto el campo como la ciudad desde mediados del siglo XX
La loca economía del crecimiento
Chuck Marohn es una de esas personas que se muestra reacia a utilizar la palabra expansión descontrolada. Y no porque no exista o no sea motivo de preocupación, sino porque según él representa el “síntoma de un problema mucho más grande” que califica de “experimento suburbano” sin precedentes, que lleva arrasando tanto el campo como la ciudad desde mediados del siglo XX. En su papel de figura destacada del creciente movimiento Strong Towns, insiste en acudir a la compleja raíz de la expansión descontrolada y, como me comenta en una entrevista telefónica, “darle a la gente un espacio intelectual que le permita explorar cosas que los paradigmas dominantes no permiten” en todo el espectro político. Aunque tiene mucho en común con el movimiento Nuevo Urbanismo (más centrado en el diseño), afirma que Strong Towns formula una serie de preguntas completamente diferente, que se centra más en el “hábitat humano” que en el “entorno edificado”. “La forma y estética de la ‘expansión descontrolada no me provoca esa reacción visceral y caustica que os provoca a muchos de vosotros”, explica en un texto de 2016 que aparece en la página de Strong Towns. “Yo a esta conversación entré por la puerta de las finanzas”.
Marohn afirma que su intención con Strong Towns no era crear un “gran paraguas”, ni tampoco una organización, aunque en el último año su página web haya recibido 1,4 millones de visitas únicas, sino que más bien inició este proyecto en 2008 como un blog mientras trabajaba como ingeniero civil y planificador. Al haber crecido en una granja de 32 hectáreas en Brainerd, Minnesota, Marohn, de 46 años, se pasó años construyendo y redactando permisos para vías de acceso, calles cerradas y otros elementos para el desarrollo suburbano, y cada vez le horrorizaba más la insensatez fiscal y la estrechez de miras de las autoridades municipales. Marohn, que comenzó a escribir tras la crisis inmobiliaria y la Gran Recesión que le siguió, concluye que el experimento suburbano es una “gran estafa piramidal” según la cual las ciudades y los pueblos avalan la construcción de infraestructuras, que salen baratas por los subsidios estatales y federales que reciben, para dar servicio al nuevo desarrollo inmobiliario, pero luego se les hace responsables de un mantenimiento a largo plazo que una recaudación tributaria futura no puede mantener. Más tarde, se les persuade para que avalen otra construcción subsidiada y utilicen ese ingreso para cubrir las obligaciones de deuda existentes y los costes de mantenimiento de los antiguos y los nuevos. Después de unos tres o cuatro ciclos como este, el alcantarillado o la carretera tienen que ser sustituidos, a un precio desorbitado que cubra tanto la deuda existente como la sustitución. Aunque si esto suena demasiado abstracto, he aquí un caso real:
En la década de 1960, una ciudad pequeña recibió una ayuda del gobierno federal para construir un sistema de alcantarillado como parte de un programa de inversión en la comunidad. En la década de 1980, la ciudad recibió ayudas adicionales para reparar el sistema. En la actualidad, el sistema necesita ser completamente sustituido, y el coste es de 3,3 millones de dólares. Esto supone aproximadamente unos 27.000 dólares por familia, que también es el ingreso familiar promedio. Si no recibe una ayuda pública considerable, esta ciudad no podrá mantener sus infraestructuras básicas. La ciudad, prácticamente, está bajo la tutela del Estado.
El experimento suburbano tiene otras dos características que son fundamentales para la intervención de Strong Towns en esta espiral de muerte fiscal: el nuevo crecimiento tiene lugar a gran escala y la construcción se completa en un estado finalizado, sin que haya ningún crecimiento adicional previsto en la zona. (Como demuestra Christopher Leinberger en La opción del urbanismo [The Option of Urbanism], estos son los “productos inmobiliarios estándar” que prefiere la industria financiera privada de la que dependen los promotores, y que explican en gran medida por qué todos los desarrollos suburbanos son iguales en todas partes). Lejos de ser desorganizado, como implica el término expansión descontrolada, se trata de construcciones superordenadas gracias a la configuración vertical que busca la eficiencia de escala y un alto rendimiento de la inversión.
Al contrario de lo que sucede con el “patrón urbanizador tradicional”, sostiene Marohn, el experimento suburbano no es ni eficaz ni prudente, y además ha dado lugar a una cultura que mitifica el sueño americano de vivienda propia unifamiliar. Asimismo, carece de la falta de prejuicios y la humildad (una palabra que Marohn utiliza bastante) que hace falta en el debate ciudadano. Marohn, rememorando el urbanismo tradicional que existió durante miles de años antes de que se probara este “experimento” suburbano que dura 60 años y que ha resultado ser deficiente, instruye a los seguidores de su blog acerca de cómo funcionaba. Las ciudades y pueblos se expandían cuando hacía falta cubrir las necesidades derivadas del crecimiento de la población y el desarrollo económico, primero con un desarrollo de baja densidad, y luego se iban ampliando paulatinamente. La verdadera medida del valor, sostiene Marohn, es la productividad, porque refleja el auténtico valor del suelo en un proceso “caótico” de adaptación continua y paulatina, que se basa en circuitos comerciales de retroalimentación que solo los actores económicos locales son capaces de suministrar.
Es desde esta perspectiva, que podría denominarse conservadurismo fiscal comunitario, que Marohn y otros miembros de Strong Towns critican el nuevo pacto verde. “Se centra en los objetivos principales”, explica Marohn, “pero no aborda el descabellado sistema económico subyacente”. Al ignorar la utilización del suelo en la transición hacia una economía con bajas emisiones de carbono, el nuevo pacto verde sugiere que existe un compromiso con la política monetaria actual: añadir más liquidez al sistema y asumir mayores deudas para continuar buscando el crecimiento a costa de la estabilidad, y eso terminará teniendo un efecto negativo sobre los esfuerzos locales que pretenden obtener un valor productivo del suelo (tanto agrícola como urbano).
Los grandes promotores que construyen proyectos a gran escala hasta un estado finalizado, según Marohn, sienten especial predilección por las tierras cultivables mejores y más llanas
Por muy persuasivo que sea el argumento de Strong Towns para que se detenga la urbanización del suelo, podría no ser suficiente para proteger a las tierras cultivables cuando se produzca la futura migración climática hacia lugares como Minnesota (según unas simples conjeturas razonadas, otra vez). Marohn sostiene que hay espacio de sobra para albergar el crecimiento de la población sin superar la huella urbana suburbana, sobre todo en las menguantes ciudades del cinturón industrial en las que la expansión descontrolada careció de todo control, siempre y cuando el desarrollo tierra adentro se limite con unas rígidas ordenanzas de planificación urbana. Y también cuando los precios de las tierras cultivables no se inflen artificialmente por los subsidios que reciben los proyectos de urbanización cercanos, los propietarios de tierras serán menos propensos a vender. “Si no hubiéramos intervenido con el rescate de 2008”, me explica Marohn, “las tierras cultivables no habrían sido engullidas después de la recuperación”. No obstante, Marohn afirma que ha podido encontrar puntos de coincidencia con “gente de conservación del suelo” que está de acuerdo con su análisis, pero que defiende que “en el mundo real”, detener la destrucción de las tierras cultivables requiere esfuerzos heroicos y salvaguardas, en lo que supone una excepción a la regla de la disciplina de mercado, puesto que una vez que la tierra ha sido pavimentada (y destruida) nunca más puede volver a ser tierra cultivable. Proteger las tierras cultivables mediante fundaciones y servidumbres de conservación, que sirven para reducir los costes de los agricultores si su tierra sigue siendo agrícola, sería un subsidio que merecería la pena defender y ampliar. Pero Marohn no quiere entrar en eso: “En comparación con la gente del ‘mundo real’”, reconoce, “yo soy un idealista”.
Sacando las horcas
Los agricultores, los ganaderos y sus defensores, e incluso el Congreso de Estados Unidos, sí están entrando en eso, y la mayoría no se ruboriza ante el término expansión descontrolada. El canal de pago RFD-TV, cuya audiencia son el público rural y sus intereses, capturó bien cuál era el ánimo reinante en mayo, y emitió lo que publicitó como un “documental sobre la expansión urbana” llamado Losing Ground, el primero en más de 10 años, y el primero en contar la historia desde la perspectiva exclusiva de los agricultores y ganaderos. El documental, que fue producido por Angus Media dentro de un ciclo de largometrajes sobre los ganaderos de reses Angus, y que estuvo totalmente financiado por la Asociación Estadounidense de Ganado Angus, da sobrados argumentos a favor de proteger las tierras cultivables. Como se explica en el vídeo, cuando la tierra está en vías de ser urbanizada, “tienes que pagar el precio de promotor por ella… Pagas por un valor que no estás recibiendo” de los bienes que produce la tierra. Esto promueve la jubilación de los agricultores y les incentiva para que vendan, pero también dificulta que los jóvenes agricultores sustituyan por vocación a los que envejecen, cuya edad media es de 60 años. Los grandes promotores que construyen proyectos a gran escala hasta un estado finalizado, según la descripción de Marohn, sienten especial predilección por las tierras cultivables mejores y más llanas, porque los gastos de nivelación son mínimos.
La película, que mantiene un tono triste y melancólico a lo largo de todo su metraje, también explora las consecuencias del declive del empleo agrícola en Estados Unidos, que ha pasado del 16 % en 1945 a solo un 1 % hoy en día. “Las granjas necesitan tener otras granjas alrededor”, explica alguien en el vídeo; granjas que puedan estimular la demanda y abastecer las tiendas y las operaciones de procesamiento. Si no existen estas pequeñas empresas complementarias y descentralizadas, los precios de los insumos suben, y baja la sensación de “camaradería” local. Y como hay tan poca gente en tareas de agricultura y ganadería, y se encuentra lejos de las aglomeraciones urbanas, explica, la falta de conocimiento conduce a la “creación de estereotipos”. Pues así es. Solo hay que preguntarles a los estrategas del partido demócrata que, en palabras del Washington Post, ni quieren “molestarse en dirigirse a la parte rural de Estados Unidos”. O navegar por la página web del canal RFD-TV e intentar no alucinar con cosas como “guerreros del maíz” y “fiebre del tractor clásico”. O intentar no considerarlos a todos unos racistas y misóginos cuando te topas con uno de los nuevos programas culinarios de Paula Deen, o con la “iglesia cowboy”. Sea como sea, ¿cómo podríamos fiarnos para combatir el cambio climático de los grandes productores de ganado y de los productores de productos básicos que están bañados en petróleo?
Sin embargo, podría deberse en parte a la presión de estos sectores que la Ley Agrícola de 2018, que se aprobó en diciembre con un poco frecuente apoyo bipartidista, aumentó la financiación del principal vehículo de protección de las tierras cultivables federales, el Programa de Servidumbre de Conservación Agrícola. Y en mayo, el comité del Senado sobre agricultura, nutrición y silvicultura celebró su primera audiencia sobre el “cambio climático y el sector agrícola” desde 2009. En la audiencia, la protección de las tierras agrícolas quedó en un segundo plano por detrás de la “agricultura de precisión” mejorada con tecnología, porque esta última proporciona créditos de carbono por las emisiones que capturan los campos y los bosques, por la salud del suelo y por la investigación y patentes sobre recogida que desarrollan las corporaciones privadas que inflan precios. También se produjo un indignado rechazo ante la afirmación de que la industria vacuna contribuye excesivamente a las emisiones de gas de efecto invernadero. Sin embargo, la tensión latente giraba en torno a si estas medidas, ninguna de las cuales eran incompatibles con la protección de las tierras cultivables, debería seguir siendo “voluntaria” o “exigida por el gobierno”. Como observó la miembro de rango del comité, la demócrata Debbie Stabenow: “ningún agricultor quiere que les digan como cultivar su tierra”. Pero por lógica, “mantener a los agricultores en la tierra” también es algo importante, y es una de las principales misiones de la Fundación Estadounidense de Tierras Cultivables, que ha pasado de su conocida campaña Sin granjas no hay comida a una agresiva nueva iniciativa: Agricultores en lucha contra el cambio climático.
AFT, que se fundó en 1980 cuando el USDA publicó su primer Estudio Nacional de Tierras Cultivables, se ha estado dedicando a esto desde hace mucho tiempo. Poco después de su fundación, fue determinante a la hora de fusionar la protección de las tierras agrícolas con las organizaciones medioambientales en una coalición a favor de la conservación, lo que supuso un paso inaudito que enfatizó la importancia de las prácticas de “conservación” tanto de la tierra como del suelo (que se iniciaron durante la etapa del ministro de Agricultura Henry A. Wallace) para mejorar la calidad del aire y del agua y para incrementar el rendimiento de la producción de comida. Desde hace ya décadas, la AFT ha funcionado como una organización coordinadora para desarrollar políticas estatales, regionales y federales, que cuenta en su página web con un completo Centro de Información sobre Tierras Cultivables. También afirma ser la única fundación de tierras cultivables a escala nacional.
Pero no todo el mundo en la coalición por la conservación está contento con los compromisos de la Ley de Granjas. Por ejemplo, la Coalición Nacional de Agricultura Sostenible, considera “mixto” el resultado de la Ley de Granjas de 2018 porque no incluye aumentos en la financiación de la agricultura orgánica y no se opone a las CAFO (actividades de alimentación animal concentrada), que amenazan con hacer que el ganado y las aves no sean más que un elemento de una cadena de producción. También deja intacta la agricultura de productos básicos. Y lo más grave es que el presidente Donald Trump haya soltado otros 16.000 millones de dólares en ayudas para compensar a estos agricultores por las pérdidas económicas que han generado sus descabelladas y solitarias guerras comerciales, que por sí solos empequeñecen los 4.000 millones que destina la Ley de Granjas de 2018 al Programa de Servidumbre de Conservación Agrícola (para el que hicieron falta fondos de contrapartida) durante un período de 10 años. Solo imaginemos el volumen de “beneficios compartidos” que se podrían conseguir para mitigar el clima y adaptarnos si apenas una minúscula fracción de esa financiación se pusiera a disposición de la protección permanente de las tierras cultivables.
Para los urbanitas que saben más de los precios del billete de bus que del futuro de los cerdos: las servidumbres de conservación son el instrumento que más habitualmente se utiliza para proteger las tierras cultivables. En pocas palabras, se trata de acuerdos voluntarios (o donaciones de tierra) que suscriben los propietarios privados de tierras con otra entidad, por lo general con un fondo de tierras cultivables sin ánimo de lucro, pero también con algunos organismos gubernamentales, para que la propiedad siga siendo permanentemente de uso agrícola o empleada como hábitat silvestre, a cambio de deducciones fiscales y rebajas de impuestos. A lo largo de los años, estos mecanismos se han vuelto más flexibles y han permitido a los propietarios de las tierras que dediquen solo parte de su tierra a la servidumbre o a construir estructuras de trabajo en ella. Para poder optar, la tierra debe poseer un alto valor para la conservación como tierra fértil o hábitat boscoso, estar certificada y monitorizada por el fondo y permanecer en conservación a perpetuidad (transmitido a futuros agricultores para alquilar o comprar a un precio más barato que el “precio del promotor”, mediante el título de propiedad). Desde el punto de vista de los agricultores y ganaderos, ellos se sienten atraídos por las servidumbres de conservación porque son voluntarias y flexibles, porque ofrecen beneficios financieros y porque preparan a la próxima generación de agricultores. Desde 1990, la tierra que se encuentra en servidumbres estatales y locales pasó de 400.000 hectáreas a más de 6 millones.
“Yo no diría que los agricultores, en tanto que clase, estén más preocupados por la expansión descontrolada”, explica John Piotti en una entrevista telefónica, “pero cada vez están más cómodos con la protección permanente de sus tierras”. Cuando comenzó a trabajar en el campo hace 20 años con la Fundación de Tierras Cultivables de Maine, la mayoría de los agricultores consideraban estas medidas como “comunistas”, dice Piotti, cuyas opiniones aparecen documentadas en profundidad en Losing Ground. “Hoy en día hay menos reticencia y un mayor reconocimiento de las ventajas”.
Jugarse la granja
Pero la expansión descontrolada no es el único factor que incrementa el precio de las tierras cultivables y que erosiona los vínculos sociales que existen en la cultura rural: también son responsables las grandes explotaciones de productos básicos que gozan de amplios subsidios públicos que inflan los precios de las tierras y que cada vez más son propiedad de no-explotadores distantes (propietarios individuales, corporaciones y fondos de inversión inmobiliaria) que exigen unos beneficios cada vez mayores. Más de un 30 % de la tierra cultivable de EE.UU. pertenece a este tipo de modalidad de titularidad. Ese tipo de injerencias y precios inflados convierten el problema en una triple amenaza, y hacen que sea más urgente proteger la tierra para que haya una producción alimentaria cultivada por futuros agricultores. La Fundación de Tierras Sostenibles de Iowa, de escala estatal y fundada en 2015, ha protegido más de 161 hectáreas junto a Des Moines y la ciudad de Iowa hasta julio de 2018, una gran parte de las cuales estaba en camino de ser urbanizadas. No es más que una gota en el océano de este gran estado agroindustrial, pero es un comienzo, uno que el nuevo pacto verde podría desarrollar.
California, que ha perdido más de 400.000 hectáreas de tierra cultivable en las tres décadas anteriores a 2012, ha vinculado directamente los programas de protección de la tierra y el suelo con las políticas contra el cambio climático
Aunque la AFT estuvo en el pasado involucrada en la lucha contra el cambio climático (presionó en 2009 para que se aprobara la desafortunada ley del clima Waxman-Markey), su nueva iniciativa Granjeros en lucha contra el cambio climático, inaugurada en 2018, pone el foco en el trabajo que están realizando. Como primera organización agrícola que ha sido invitada a participar en la Alianza Estadounidense por el Clima (una asociación de 25 gobernadores comprometidos con cumplir los objetivos del Acuerdo de París a falta de un apoyo federal) la AFT remodeló completamente su página web y contrató a personal dedicado con experiencia en la salud del suelo para timonear la iniciativa. Si eso suena raro, es que no sabes mucho sobre el suelo: solo el suelo saludable, que ha sido cultivado mediante labranza de conservación, la plantación de cultivos de cobertura, cultivos y pastoreo rotativos, en lugar de utilizar herbicidas y petrofertilizantes, puede servir como depósito de carbono para la emisión de gases de efecto invernadero (la llamada agricultura regenerativa), y al mismo tiempo puede hacer que profundicen las raíces de las plantas que controlan la erosión y purifican el agua. Lo mismo sucede con las zonas boscosas que se encuentran en tierras cultivables o cerca de ellas. Piotti denomina esto los “beneficios compartidos” de la conservación de la tierra cultivable y expresa “miedo a que antes de que perdamos más tierras cultivables, perdamos más tierras con estos beneficios compartidos”, una tierra que es necesaria para las prácticas de rotación, y sin la cual los agricultores se verán obligados a incrementar su productividad con métodos artificiales. Mientras tanto, la AFT también presiona para emplazar placas solares que generen energía limpia y desarrollar una urbanización compacta en tierras con un valor del suelo marginal, y seguirá investigando la emisión agrícola de gases de efecto invernadero, que en la actualidad se encuentran en un 9 % del total de Estados Unidos. Como era de esperar, en un mundo en que todo se basa en los datos “inteligentes”, la AFT ha llamado a su agenda “clima inteligente”.
Si el nuevo pacto verde quiere tomarse en serio la conservación de las tierras cultivables, necesita sin duda tanto palos como zanahorias, tanto requisitos incentivados como multables, junto con una segmentación por zonas que mantenga la tierra cultivable en la producción alimentaria. Esto ya se hizo en el pasado. En 1980, el condado de Montgomery, Maryland, contiguo a Washington D.C., declaró casi un tercio de su suelo como reserva agrícola, lo que resultó una floreciente industria alimentaria que recibe una mención favorable en Losing Ground (que fue patrocinado, recordemos, por la Asociación Estadounidense de Ganado Angus). Hoy en día, otros estados han tomado la iniciativa. California, que ha perdido más de 400.000 hectáreas de tierra cultivable en las tres décadas anteriores a 2012, ha vinculado directamente los programas de protección de la tierra y el suelo con las políticas para luchar contra el cambio climático, y las ha financiado en parte con las ganancias que obtiene con su programa de comercio de derechos de emisión, que ascienden a 116 millones de dólares hasta la fecha. El estado de Nueva York también se ha mostrado firme y ha invertido 18 millones de dólares en su Programa de Protección de Tierras Cultivables y 4,5 millones de dólares en su Programa de Ayudas a la Agricultura Resistente al Clima, solo en su presupuesto para el año fiscal 2020.
Sea como sea que un nuevo pacto verde oriente las políticas en el ámbito estatal y municipal, la protección de las tierras cultivables tiene que ser fundamental (fundacional) en los objetivos a largo plazo y en las prioridades de financiación. Esto no solo es sensato, también es justo. “Ya esperamos mucho de los agricultores, desde alimentar al mundo hasta alimentarnos a nosotros con unos márgenes de beneficios peligrosamente escasos, y ahora les pedimos que salven al planeta”, explica el miembro de AFT, Piotti. “No les pidamos nada a los agricultores por lo que no vayamos a recompensarles”.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
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Autora >
Catherine Tumber (The Baffler)
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