Slavoj Zizek / Filósofo
“La dignidad es la respuesta popular al cinismo abierto de los que están en el poder”
Constanza Michelson 26/10/2020
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El filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Zizek ha sido uno de los protagonistas del debate intelectual en un mundo enfrentado a grandes cambios. Referente para buena parte de la izquierda, a principios de año afirmó que el coronavirus sería “un golpe letal para el capitalismo” y una oportunidad para reinventar la sociedad (la respuesta antagónica del filósofo Byung Chul Han, quien dijo “Zizek se equivoca, nada de eso sucederá”). No sólo ha estado atento a la pandemia, sino también a los estallidos sociales alrededor del mundo, a los que entiende como “dolores de parto” de una sociedad ya agotada en sus propias contradicciones: “Nuestra vieja sociedad ya está muerta, simplemente hay quienes no lo saben”.
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En esta entrevista explica por qué las crisis sociales de hoy tienen resonancias globales. Además, reflexiona sobre el problema de la violencia, el pensamiento y la política del siglo XXI.
En distintas partes del mundo han ocurrido estallidos sociales, se han dicho muchas cosas al respecto, pero hay algo muy concreto y que coincide en varios de ellos, y es que la palabra que surge espontáneamente es “dignidad”. ¿Cómo lee eso?
Creo que este punto es crucial. A pesar de la pobreza, el hambre y la violencia, a pesar de la explotación económica, las protestas que estallan ahora en Chile, Turquía, Bielorrusia o Francia, evocan regularmente la dignidad. Recuerdo haber hablado con mis amigos en Estambul que me dijeron que, también allí, su lema principal era la dignidad: incluso más que la libertad política y las cuestiones económicas, no podían soportar cómo el régimen de Erdogan los humillaba tratándolos como idiotas. Creo que la dignidad es la respuesta popular al cinismo abierto de los que están en el poder. Como señaló Peter Sloterdijk hace casi medio siglo, la fórmula de la ideología actual no es “no saben lo que están haciendo” sino: “saben lo que están haciendo, y no obstante, lo siguen haciendo”.
Ha dicho que la crisis chilena tiene relevancia universal…
Chile se encuentra en una situación específica, pero creo que esta misma especificidad hace que sea más universal que otras: marca el paso de un tipo a otro de protesta. Luchar contra la dictadura de Pinochet era la lucha por la democracia contra un régimen abiertamente autoritario; ahora se cuestionan los límites mismos de la democracia liberal capitalista.
¿Se cuestiona la forma de la democracia de las sociedades liberales?
Nadie se toma en serio la democracia o la justicia, todos somos conscientes de su corrupción, pero las practicamos, porque suponemos que funcionan aunque no creemos en ellas
Las protestas que están sacudiendo al mundo en los últimos años oscilan claramente entre dos tipos. Por un lado, tenemos las protestas de recuperación, que cuentan con el apoyo de los medios liberales occidentales: Hong Kong, Bielorrusia. Por otro lado, tenemos protestas mucho más preocupantes que reaccionan a los límites del proyecto liberal-democrático en sí: “chalecos amarillos”, Black Lives Matter, Extinction Rebellion en el propio Occidente desarrollado. La relación entre los dos se asemeja a la conocida paradoja de Aquiles y la tortuga. En una carrera, Aquiles le permite a la tortuga una ventaja, y cada vez que Aquiles llega a algún lugar donde ha estado la tortuga, todavía le queda algo de distancia antes de que pueda alcanzarla. Pero si dejamos que Aquiles corra 200 metros, y en la misma unidad de tiempo, la tortuga cubrirá sólo 4 metros, ésta será dejada muy atrás por Aquiles. Entonces, la conclusión que se impone es: Aquiles nunca puede alcanzar a la tortuga, pero puede pasarla fácilmente. Ahora reemplacemos a Aquiles por “fuerzas del levantamiento democrático”, y la tortuga por el ideal del “capitalismo liberal-democrático”: pronto nos damos cuenta de que la mayoría de los países no pueden acercarse demasiado a este ideal, y que su fracaso para alcanzarlo expresa debilidades del propio sistema capitalista global. Todo lo que estos países pueden hacer es la arriesgada maniobra de ir más allá de este sistema, que, por supuesto, conlleva sus propios peligros. Además, nos vemos obligados a darnos cuenta de que, mientras los manifestantes a favor de la democracia se esfuerzan por ponerse al día con el Occidente liberal-capitalista, hay signos claros de que, en la economía y la política, el propio Occidente desarrollado está entrando en un poscapitalismo, una era posliberal, por supuesto, distópica.
¿Es decir, le parece que la crisis tiene que ver con que las democracias liberales se han topado con su propia contradicción?
Yanis Varoufakis señaló una señal clave de lo que vendrá: la reacción de las bolsas de valores. Cuando se anunció la mayor recesión en Reino Unido y Estados Unidos, el mercado de valores registró un récord. Aunque parte de esto puede explicarse por hechos simples (la mayoría de los máximos del mercado de valores pertenecen a unas pocas empresas que prosperan ahora, desde Google hasta Tesla), lo que vemos es una disociación entre la circulación y especulación financiera con la producción y las ganancias. La verdadera elección es entonces: ¿en qué tipo de poscapitalismo nos encontraremos?
Precisamente Arendt escribe, a propósito de las protestas estudiantiles de principio de los 70, que los estallidos violentos son los dolores de parto de una sociedad que ya se encontraba en transición.
La violencia directa es por regla general una reacción a la amenaza de un cambio. Cuando un sistema está en crisis, comienza a romper sus propias reglas
Arendt dice esto en su polémica contra Mao, quien dijo que “el poder surge del cañón de un arma”. Arendt califica esto como una convicción “completamente no marxista” y afirma que, para Marx, los estallidos violentos son como “los dolores de parto que preceden, pero por supuesto que no causan, el nacimiento orgánico del evento”. Básicamente estoy de acuerdo con ella, pero agregaría dos cosas. Primero, recuerda la clásica escena de dibujos animados de un gato que simplemente continúa caminando por el borde del precipicio, ignorando que ya no tiene tierra bajo sus pies; se cae solo cuando mira hacia abajo y se da cuenta de que está colgando en el abismo. Nuestra vieja sociedad ya está muerta, simplemente no lo saben y tenemos que recordárselo, hacer que miren hacia abajo y vean el abismo bajo sus pies, pero ¿cómo? No creo que sea posible hacer ver, a los que están en el poder, que “ya están muertos”: en nuestro universo cínico, en cierto sentido ya lo saben, pero siguen como de costumbre. Así es cómo funciona la ideología en nuestra era cínica: no tenemos que creer en ella. Nadie se toma en serio la democracia o la justicia, todos somos conscientes de su corrupción, pero la practicamos, demostramos nuestra fe en ellas, porque suponemos que funcionan aunque no creemos en ellas. Lo que esto significa en nuestro caso es que nunca se producirá un traspaso del poder “democrático” plenamente pacífico sin los “dolores de parto” de la violencia: siempre habrá momentos de tensión en los que se suspendan las reglas del diálogo democrático y los cambios.
La violencia en las protestas es justamente lo que genera un problema para la izquierda, que tiene un pie en la calle y otro en la política institucional. No logran tomar posición.
Por lo que entiendo de la situación, creo que en este momento el foco debería estar en el “Apruebo”, que es un procedimiento institucional de votación. El objetivo no es asustar a la “mayoría silenciosa”, sino conseguir que el mayor número posible de ellos esté de nuestro lado. La violencia de nuestro lado debe ser estrictamente reactiva (autodefensa) para que se vea que claramente es el otro lado el que está perdiendo los nervios y actúa con violencia. Hay que evitar que surja el cliché de que hay extremistas violentos en ambos lados. Los que están en el poder provocaron la crisis y la inestabilidad, mientras que “Apruebo” está a favor de la paz y la estabilidad ciudadana. La violencia que preferiría es la violencia pasiva de abstenerse y boicotear, de NO hacer cosas donde se espera que uno haga algo. Como escribí al final de mi libro sobre la violencia, a veces lo más auténticamente violento es no hacer nada.
¿Hay algo que cambiarías, casi diez años después, de su libro Sobre la violencia?
Tal vez solo cambiaría algunos pequeños acentos. Insistiría más en la diferencia entre una violencia física o mental necesaria para reproducir el sistema y una “violencia” dirigida contra el sistema pero que puede respetar plenamente todas nuestras libertades y reglas democráticas. En este sentido, por loco que parezca, Gandhi era más violento que Hitler. Hitler no “tenía las pelotas” para cambiar las cosas. Todas sus acciones fueron fundamentalmente reacciones: actuó para que nada cambiara realmente; actuó para evitar la amenaza comunista. Su objetivo de eliminar a los judíos fue, en última instancia, un acto de desplazamiento en el que evitó al enemigo real: el núcleo de las propias relaciones sociales capitalistas. Gandhi, en cambio, hizo un movimiento que se esforzó efectivamente por interrumpir el funcionamiento básico del estado colonial británico respetando todas las reglas democráticas. La violencia directa es, por lo tanto, por regla general una reacción a la amenaza de un cambio. Cuando un sistema está en crisis, comienza a romper sus propias reglas.
En El coraje de la desesperanza, decía que había que abrazar completamente la desesperanza. Esos días triunfaba Trump y aparecían en el mundo las derechas nacionalistas. Hoy, ¿tiene esperanza?
La epidemia acaba de concluir la digitalización de nuestras vidas: las estadísticas muestran que los adolescentes dedican mucho menos tiempo a explorar la sexualidad que a la web y las drogas
Sigo apegándome a esa fórmula de Agamben. Por “desesperanza” no me refiero a un tipo de pesimismo de “no hay salida”, solo me refiero a que no podemos imaginar un verdadero cambio dentro de las coordenadas básicas del orden existente, en el sentido de “radicalicemos nuestra democracia”. El camino hacia el verdadero cambio se abre solo cuando perdemos la esperanza en un cambio dentro del sistema. Si esto parece demasiado “radical”, recuerda que hoy, nuestro capitalismo ya se está transformando en algo nuevo, en un nuevo tipo de régimen opresivo.
¿Es esa “desesperanza” táctica lo que le llevó a afirmar en las elecciones pasadas en Estados Unidos que era menos malo que ganara Trump que Clinton? ¿Qué piensas sobre las próximas elecciones?
Mi argumento fue que Trump es peor que Hilary Clinton, y ese era mi punto: esperaba que, como reacción a su gobierno, la izquierda en los Estados Unidos se constituyera como una fuerza política independiente. Esto sí sucedió con el surgimiento de los llamados socialistas demócratas dentro del Partido Demócrata, pero creo que hoy, con la pandemia, lo que está en juego es simplemente nuestra supervivencia, por lo que aconsejo a mis amigos de Estados Unidos que voten por Biden. Paradójicamente, la tarea de la izquierda es ahora, como señaló Alexandria Ocasio-Cortez, salvar nuestra democracia “burguesa”, cuando el centro liberal es demasiado débil e indeciso para hacerlo. ¡Qué vergüenza! Ahora tenemos que pelear incluso sus batallas.
Ha sido muy crítico con la culturalización de la política, también con las militancias anti-representación. ¿Cómo piensa la política del siglo XXI?
El siglo XXI comenzó con los atentados del 11 de septiembre que marcan el fin de la visión de Fukuyama: ahora sabemos que el sueño de una expansión universal del capitalismo liberal-democrático ha terminado. Pero estoy dispuesto a dar un paso más aquí. Lo que hoy debería volverse problemático es precisamente un rasgo que Marx, Lenin y sus oponentes anarquistas tenían en común: destrozar los aparatos estatales existentes y reemplazarlos con algún tipo de autoorganización transparente de la sociedad que excluya la alienación y la re-presentación política. Por el contrario, pienso que hay que finalmente abandonar el mito de la inocencia perdida de la “Comuna de París”, como si los comunistas fueran comunistas antes del terror comunista “totalitario” del siglo XX, como si en la “Comuna” un sueño se hiciera realidad incluso si la gente efectivamente comiera ratas ¿Qué pasaría si, en contraste con la gran obsesión por superar la alienación de las instituciones estatales y lograr una sociedad auto-transparente, nuestra tarea hoy fuera, casi la opuesta? Es decir, promulgar una “buena alienación” ¿Qué pasa si necesitamos un conjunto de instituciones “alienadas”? Que, precisamente como “alienadas”, sustentan el espacio de nuestra libertad, de la misma manera que podemos pensar y hablar libremente solo a través del lenguaje, que no es sino una sustancia no transparente de nuestra vida mental.
Pero da la impresión de que la idea de que no somos transparentes a nosotros mismos es poco popular, más bien son tiempos de extrema confianza en la voluntad y el “yo”. Supongo que esa es la parte en que incorpora el psicoanálisis y a Hegel en sus análisis.
Hago esto en un movimiento crítico contra el marxismo tradicional que también se basa en el progreso histórico general que conduciría al comunismo. Entonces los comunistas pueden así permitirse confiar en la Historia, actuar de acuerdo con sus leyes y saber lo que hacen. Pero creo que deberíamos darle la vuelta a la fórmula propuesta por Robert Brandom, el gran hegeliano liberal de hoy: “el espíritu de confianza”. ¿No es el rasgo más profundo de un verdadero enfoque hegeliano un espíritu de desconfianza? Es decir, el axioma básico de Hegel no es la premisa teleológica de que, por terrible que sea un evento, al final resultará ser un momento subordinado que contribuirá a la armonía general; su axioma es que no importa lo bien planificada y pensada que sea una idea o un proyecto, de alguna manera saldrá mal: la comunidad orgánica griega de una polis se convierte en una guerra fraterna, la fidelidad medieval basada en el honor se convierte en un halago vacío, el revolucionario luchar por la libertad universal se convierte en terror. El punto de Hegel no es que este mal giro de las cosas, podría haberse evitado, sino que tenemos que aceptar que no hay un camino directo hacia la libertad concreta, la “reconciliación” reside solo en el hecho de que nos resignamos a la amenaza permanente de destrucción que es una condición positiva de nuestra libertad.
Eso mismo se puede decir acerca de otros temas que se planifican. Por ejemplo, en el campo sexual: incluso cuando se intenta liberar, sigue siendo complicado.
La epidemia de la covid acaba de concluir el proceso de digitalización progresiva de nuestras vidas: las estadísticas muestran que los adolescentes de hoy dedican mucho menos tiempo a explorar la sexualidad que a explorar la web y las drogas. Incluso si se involucran en el sexo, ¿no es hacerlo en el ciberespacio (con toda la pornografía hardcore que se ofrece) mucho más fácil? Pero deberíamos dar un paso más aquí: ¿y si nunca hubiera habido un sexo completamente “real” sin un suplemento virtual o fantasioso? La masturbación se entiende normalmente como “hacértelo a ti mismo mientras imaginas a una pareja o parejas”, pero ¿y si el sexo es siempre, hasta cierto punto, masturbación con una pareja real? A esto agregaría la lección del psicoanálisis: algo está constitutivamente podrido en el estado de sexo, la sexualidad humana está en sí misma pervertida, expuesta a la mezcla de realidad y fantasía. Incluso cuando estoy solo con mi pareja, mi interacción (sexual) con él / ella está inextricablemente entrelazada con mis fantasías, es decir, utilizo la carne y el cuerpo de mi pareja como apoyo para realizar y representar mis fantasías. No podemos reducir esta brecha entre la realidad corporal de mi pareja y el universo de las fantasías a una distorsión abierta por el patriarcado y la dominación o explotación social; la brecha está aquí desde el principio. Es por esta misma razón que, como parte de la relación sexual, uno le pedirá al otro que siga hablando, generalmente narrando algo “sucio”, incluso cuando tenga en sus manos la “cosa en sí”.
¿Es feminista?
Sí lo soy. A lo que me opongo es solo a cierto tipo de teoría de género que ve la diferencia sexual como una construcción social impuesta por el orden patriarcal opresivo, sobre una sexualidad fluida previa. Más bien pienso la diferencia sexual desde Lacan, que no es binaria en el sentido de una oposición simbólica fija: es una diferencia “imposible”, una brecha traumática que diferentes identidades sexuales intentan ofuscar. Otro problema adicional que veo con el feminismo contemporáneo en los países occidentales desarrollados es que, como ha demostrado Nancy Fraser, la forma predominante del feminismo estadounidense fue básicamente cooptada por la política neoliberal: debería haber más mujeres en posiciones de poder, pero la estructura de poder en sí no debería cambiar; debemos ayudar a los pobres, pero debemos seguir siendo ricos; no se debe abusar de una posición de poder en una universidad para obtener favores sexuales de aquellos que están subordinados a nosotros, pero el poder que no se sexualiza está bien.
A propósito de la hegemonía que va tomando la racionalidad de la técnica, y que, como decía Heidegger, la ciencia no piensa en consecuencias, ¿qué exigencia tiene el pensamiento en el tiempo que nos toca?
Lo que se necesita es simplemente un pensamiento filosófico verdadero, un pensamiento que reflexione sobre los presupuestos e implicaciones de lo que estamos haciendo. Por ejemplo, Musk y otras figuras corporativas están anunciando la posibilidad de “Neuralink”, la conexión digital directa entre nuestras mentes que hará que el lenguaje sea obsoleto; la pregunta que debemos plantear aquí es cómo afectará este cambio en lo que significa “ser humano”. Tendremos que aprender a plantear cuestiones tan básicas. Creo que está llegando una nueva era de la filosofía.
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Esta entrevista se publicó originalmente en La Tercera.
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El filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Zizek ha sido uno de los protagonistas del debate intelectual en un mundo enfrentado a grandes cambios. Referente para buena parte de la izquierda, a principios de año afirmó que el coronavirus sería “un golpe letal para el capitalismo” y una oportunidad para reinventar...
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Constanza Michelson
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