Discurso
Exordio teórico-musical contra la ultraderecha
Si pensaba que la musicología no puede ayudarnos a comprender y detener a la ultraderecha es que todavía no ha leído este artículo
Carlos García de la Vega 26/11/2020
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La musicología como ciencia encargada del estudio de la música se dividía en el origen de la disciplina en dos ramas: la histórica y la sistemática. La primera trataba la música como devenir en el tiempo; la segunda aspiraba a fijar reglas más o menos perdurables a través del análisis musical. Con la llegada de la postmodernidad y todas sus posibilidades, se escindió una tercera, la etnomusicología, que aportó metodologías de otras ciencias como la antropología. Aislar formas de saber de una manera tan radical en una misma disciplina conduce a cierta atrofia del conocimiento. Solo los musicólogos que son capaces de combinar perspectivas y métodos epistemológicos de las tres ramas ofrecen aportaciones profundas e incisivas.
La única manera de sortear el miedo, el asco y el rechazo que me provoca el auge de la ultraderecha y sus voceros ha sido observarla etnográficamente. Aplicar este método a las personalidades, a los movimientos sociales –e incluso a mí mismo cuando no me entiendo–; tratarlo y mirarlo todo como el que está estudiando el comportamiento de un grupo humano cuyas reglas desconoce contribuye a escapar de la pereza intelectual que supone responder a sus provocaciones.
La única manera de sortear el miedo, el asco y el rechazo que me provoca el auge de la ultraderecha y sus voceros ha sido observarla etnográficamente
Allá por mayo, durante la desescalada, era muy optimista. Durante el confinamiento algunos lo fuimos en legítima defensa de nuestra salud mental. Estaba convencido de que la creatividad de balcón nos estaba salvando de estallidos negacionistas como los que ya se veían en Estados Unidos y Alemania. Nada más lejos de la realidad. Enseguida llegaron las manifestaciones de Nuñez de Balboa en Madrid y esta defensa rampante de no se sabe qué cosa que esa gente confunde con la libertad. No fui capaz de anticipar la neurosis postraumática que todos estamos sufriendo, incluso los que no se han visto afectados sanitaria o económicamente. Este corte radical en nuestra forma de entender la sociabilidad ha disparado exponencialmente los comportamientos neurasténicos. Todo el supuesto buen rollo de los balcones se ha transformado en una caterva de ciudadanos crispados, a la gresca y, sobre todo, ensimismados en un individualismo irracional y aterrador. Adolescentes adoctrinados en TikTok, toreros y taurinos que ejercen la violencia callejera, antivacunas y antimascarillas, cafres de Falange haciendo imaginarias en Galapagar… Aunque para mí lo más inquietante ha sido la reaparición de una inusitada violencia verbal y a veces física contra los colectivos en los márgenes: mujeres, personas inmigrantes, personas racializadas, personas trans, y resto del colectivo LGBTIQ+, y ahora los ciudadanos de los barrios obreros.
A la primera conclusión que llegué observando etnográficamente el comportamiento de los ultraderechistas de varios países fue que, sin excepción, repetían consignas muy similares. Todos parecían enarbolar un discurso prefabricado. Es poco probable que fuese coincidencia, mucho menos sabiendo que salían del supuesto ingenio de gente tan indigente intelectualmente como Trump, Bolsonaro, Johnson, Abascal, etc. Está claro que las estrategias son comunes y, aunque seguramente no consensuadas, beben de la misma forma de articular las ideas.
Siempre he odiado el análisis musical porque me daba la sensación de que destripaba la gallina de los huevos de oro inagotable que es el disfrute estético de la música. No tenía ningún sentido desmembrar algo tan maravilloso para convertirlo en una yuxtaposición de elementos constructivos. Sin embargo, durante mi paso por la universidad tuve que analizar muchísimas partituras de todos los estilos y de todas las épocas, desde hexacordos de la antigua Grecia a fragmentos de piezas serialistas. Curiosamente, y contra todo pronóstico, ese conocimiento que consideraba yermo y que tenía anquilosado en el cuarto de atrás ha servido para entender racionalmente cómo funciona discursivamente la extrema derecha y por qué está ganando tantos adeptos.
Entre los siglos XVI y XVII, la forma de organizar jerárquicamente los sonidos pasó de estar basada en modos a estarlo en tonalidades. Los modos eran derivaciones sofisticadas, pero aún arcaicas, provenientes del canto gregoriano. Las tonalidades surgieron como una especie de manifestación musical que anticipaba la cosmovisión de la Ilustración: un artefacto que perfeccionaba esos modos con precisión matemática y cuya piedra angular consistió en introducir mínimas correcciones en la afinación de las notas de la escala para que todo cuadrase circularmente. Es imposible, como oyentes de nuestro tiempo, que no percibamos la tonalidad como un espacio seguro, de satisfacción musical. Gran parte de la música clásica de repertorio está basada en el sistema tonal, así como el pop y el rock. Cuando los compositores han recurrido a la modalidad desde un entorno tonal ha sido para sazonar sus piezas con un toque orientalista, adanista, folclorique, evocador. Si nos aburre la seguridad y la previsibilidad, si nos decepciona el presente, echamos la vista atrás a un tiempo recreado como idílico, y por lo tanto ficticio. En términos de cultura política, la modalidad es la sociedad estamental y el asentamiento progresivo de la tonalidad –puesto que obviamente no se hizo de un plumazo– es la Ilustración y la consolidación gradual de las democracias parlamentarias: una convención ficticia que nos da sensación de seguridad.
En el periodo de la historia de la música en el que la modalidad se estaba transformando en tonalidad, cuando la maraña textual de la polifonía hacía difícil la comprensión de los textos, los compositores y teóricos pensaron que era muy necesario establecer una serie de reglas que reforzaran el valor semántico del mismo. Recurrieron a los principios de la retórica y la dialéctica grecorromana, cogiendo lo que les interesó de Aristóteles, Cicerón o Quintiliano y recodificaron una serie de figuras del discurso retórico para adaptarlo a la palabra puesta en música. Su objetivo principal era, y aquí reaparece la tribu internacional de los ultraderechistas, darle al lenguaje escrito o hablado una organización efectista y, por lo tanto, conferirle poder de seducción, de identificación e, incluso, de conmoción del oyente. El único fin del orador era alterar las reacciones emocionales de quien le escuchaba. Manipularlo.
En este momento sociopolítico que vivíamos ya antes de la pandemia, la dialéctica de la democracia parlamentaria estaba resultando ineficaz por el maltrato que de ella hace el neoliberalismo más abrasivo y una clase política internacional postrada a sus pies. Quizá esta deriva se explique por el hecho de que, todavía dentro del ámbito de la tonalidad, su evolución consistió en la sacralización del individualismo, encarnada por los grandes compositores-mito a partir del pobre Beethoven. Durante todo el siglo XIX, estos compositores estrella se dedicaron a tensionar el sistema sin romperlo, otro ejemplo perfecto de lo que significa el neoliberalismo y su desprecio a los valores comunitarios. La siguiente vuelta de tuerca dialéctica fue de los planteamientos del pensamiento postmoderno, cuya inoperancia discursiva –por fragmentaria y ensimismada– era tan elitista como manifiesta. Siguiendo con la analogía entre sistemas de organización de los sonidos, esta nueva forma de articular el discurso entroncaba con el galimatías de la ruptura tonal que supuso la dodecafonía y el serialismo en las primeras décadas del siglo XX. Fenómenos muy interesantes teóricamente, pero incapaces de articular en torno a sí a grandes aficionados por su complejidad y, por supuesto, poco susceptibles de provocar la más mínima emoción en el oyente. En este contexto es donde los mensajes politextuales, a veces incluso contradictorios, pero estructurados de forma eficazmente manipuladora de la extrema derecha han encontrado su audiencia. Estamos volviendo a la modalidad, y sin ser eso necesariamente nocivo en términos musicales, en términos sociopolíticos y periodísticos se nos está haciendo el oído a una cantinela que parecía que estaba más que superada.
Estamos volviendo a la modalidad, y sin ser eso necesariamente nocivo en términos musicales, en términos sociopolíticos se nos está haciendo el oído a una cantinela que parecía más que superada
Lo más preocupante es que ciertos colectivos, que en principio no tendrían por qué dejarse llevar por este discurso tóxico-estructurado, han dado un doble salto mortal con tirabuzón y, para no quedarse atrás –por puro arrebato autoral romántico– en la relevancia social han pensado –cual genio de la foto de Colón– que introducir en la agenda de sus reivindicaciones pinceladas ultraderechistas es lo que toca con los tiempos que vivimos. Me estoy refiriendo al engendro dialéctico que supone el feminismo transexcluyente o el vergonzante movimiento LGB.
El ascenso meteórico de Podemos en España hace unos años seguramente tuvo que ver con una primera estrategia basada en una retórica adanista, bien estructurada y muy manipuladora. De hecho, parece que el trasvase de votos entre Podemos y Vox no es anecdótico. Que quede claro que no los equiparo, Vox es un partido que atenta desde su programa electoral contra los derechos humanos, mientras que Unidas Podemos jamás lo ha hecho y esa diferencia es la que hace imposible cualquier comparación. El problema de UP es que no ha sabido hacer la transición de la modalidad a la tonalidad. Han llegado al Gobierno, pero su discurso es errático y han perdido mucho fuelle electoral. No han logrado hacerse mayores y estables, ilustrados y reconfortantes. La debilidad de Podemos en su paso a la tonalidad nos hace tener un punto de esperanza respecto a Vox. Sabemos perfectamente que no van a ser capaces de mantener el discurso fuera de la modalidad, y que se irán deshilachando como un tejido de mala urdimbre porque sus cuadros, a diferencia de los de UP, son un erial intelectual.
Pero, si empleamos la imaginación histórica, hay otro motivo de esperanza. Muchas veces solo hace falta conocer bien el pasado para decidir cómo actuar en el presente. Muchas figuras retórico-musicales que se codificaron en el último Renacimiento fueron recicladas en el paso al primer Barroco, el de la monodia (una sola voz y, por lo tanto, un solo texto) acompañada por un bajo continuo. Un puñado de compositores y –por una vez en la historia– compositoras brillantes las agruparon desde un nuevo marco epistemológico de nombre precioso: la teoría de los afectos. El propósito ya no era manipular, sino emocionar. Se trataba de identificar todos los tipos de pasiones humanas, incluso las de carácter negativo, y ser capaz de traducirlas poniéndolas en música mediante convenciones estilísticas. Cuando uno se da cuenta de que cualquier pasión es susceptible de analizar, aislar, codificar y emular musicalmente, se da cuenta de que contra la barbarie intelectual de la extrema derecha lo único que hay que hacer es no reaccionar a su calculada provocación. De lo que se trata es de recurrir a la teoría de los afectos para confinar esas malas pasiones que pretenden provocarnos y responder, al menos ante una misma, con serenidad y raciocinio. En definitiva, no comprarles la retórica tóxica. Solo desde una epistemología del afecto, del respeto y de la escucha a los demás se puede vencer al discurso de la extrema derecha, y si no que se lo digan a Albert Rivera, que ahora solo canta flamenquito.
La musicología como ciencia encargada del estudio de la música se dividía en el origen de la disciplina en dos ramas: la histórica y la sistemática. La primera trataba la música como devenir en el tiempo; la segunda aspiraba a fijar reglas más o menos perdurables a través del análisis musical. Con la llegada de...
Autor >
Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí