Con la música a otra parte
Un repaso histórico a las relaciones entre sonido y tecnología: la música portátil
Carlos García de la Vega 23/10/2019
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Joven con auriculares.
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Siempre ha habido música portátil, tanto en el entorno rural como en el entorno urbano, tanto con fines religiosos como laicos. La historia de la música, tan empecinada en recordar sus mitos fundacionales de una manera reiterativa, señala la competición musical entre Apolo y Marsias con la lira y el aulós (una especie de oboe doble) como metáfora de la oposición entre lo apolíneo y lo dionisiaco, entre la música que sirve a la palabra y la música instrumental. Como si siempre fuese necesaria una dialéctica de contraposición para entender el mundo y sus fenómenos. Desde el enfoque de este artículo el dios y el sátiro representaban lo mismo: el músico portátil. Con un pífano y un tamboril se puede montar una fiesta musical en cualquier parte. Donde haya una guitarra o un laúd hay asegurado un recital. Pero en realidad no me refería a música portátil, sino a instrumentos portátiles, que el músico podía llevar a cualquier parte. Uno solo tenía que tener la suerte de encontrarse con un músico pertrechado con su instrumento para encontrarse con la música en un sitio inesperado.
También han existido históricamente las grandes formaciones que son capaces de tocar y marchar al mismo tiempo. Las harmonie alemanas del siglo XVIII, por ejemplo, fueron un precedente. Un ejemplo brillante de banda creada ad hoc para una composición lo constituye la que estrenó las suites de la Watermusic de Handel en una barcaza recorriendo el Támesis, en 1717. O las bandas que todavía perviven en la actualidad en el levante español, en las cofradías de Semana Santa y en los regimientos militares, que encuentran sus raíces en la banda sinfónica del siglo XIX. Todas estas formaciones de interpretación callejera, siempre de entornos urbanos, tienen la característica fundamental de estar principalmente formadas por instrumentos de viento, cuya emisión de decibelios los hacen mucho más aptos para el cielo abierto, para la falta de acústica arquitectónica y para sortear el ruido propio de la ciudad. Estas formaciones, que más que portátiles son semovientes, si utilizamos la terminología de los bienes del derecho romano, y aunque son capaces de andar tocando y de tocar caminando, solían tener un punto de llegada y reunión en el que acabar sus recitales al aire libre. En este sentido, no se puede dejar de observar la importancia capital, en un país como España que no consolidó apenas durante el XIX la formación de orquestas, que las bandas tuvieron en todo el territorio. A través de arreglos para sus instrumentos, las clases más populares conocieron los grandes éxitos sinfónicos y operísticos del momento los domingos y festivos en alamedas, paseos y quioscos de música. Y aunque hoy los melómanos más refinados lo denostan, el papel de la banda en la recepción de la música canónica del XIX en España es vital e imprescindible.
Con la llegada del siglo XX y la aparición de la primera tecnología, dos fenómenos contemporáneos hicieron que la música pudiera llegar directamente a los hogares de la población, sin necesidad de tener que salir a escuchar. Por una parte, la radio y por otra, el gramófono. Estos dos inventos democratizaron el acceso a la música y pusieron en un brete salarial a los músicos, que vieron mermada la asistencia de público a cafés y teatros. Había, sin embargo, una diferencia fundamental entre ambos medios. La radio era un ente externo el que decidía por uno qué música emitir, y por lo tanto qué música uno iba a escuchar. Con el gramófono cada cual seleccionaba en cada momento qué disco de los que tuviera en su colección podía resultar apropiado para el momento que uno estaba viviendo, sin depender de la voluntad ajena.
Estos dos inventos democratizaron el acceso a la música y pusieron en un brete salarial a los músicos, que vieron mermada la asistencia de público a cafés y teatros
En 1979 la marca Sony comercializó un artefacto que hizo que para cualquier usuario la música, cualquier música, fuese por fin completamente portátil. Aunque siempre hubo controversia entre los ingenieros japoneses de Sony y el inventor brasileño afincado en Alemania Andreas Pavel sobre la patente, lo cierto es que el lanzamiento de la multinacional fue un éxito y convirtió al walkman en parte de la iconografía de los años ochenta. Se trataba de un reproductor stereo que reproducía música en soporte de cinta magnetofónica. La música llegaba allá donde tú estuvieras siempre que te quedaran pilas y hubieses cogido una cinta. Es cierto que sus auriculares, demasiado grandes, unidos por una diadema de acero inoxidable y enfundados en una almohadilla negra, eran bastante incómodos para las orejas, y la calidad del sonido bastante cuestionable. Pero eso, en aquel momento, no nos importaba. Teníamos por primera vez autonomía para llevarnos la música a otra parte y que nos acompañara en la cotidianidad fuera de casa.
Del walkman pasaron al discman, para discos compactos, como su nombre indica. Tuve uno, pero realmente nunca funcionó bien: el lector láser no soportaba en realidad el movimiento, y como usuario lo viví como un fiasco. La música digital se popularizó con los formatos de compresión para ordenador personal, y quién de aquella época no se recuerda a sí mismo convirtiendo con el ordenador su colección de cds para grabarlos en los dispositivos de reproducción mp3. En este caso, Apple tomó la delantera con a la comercialización del iPod en 2001: un pequeño artilugio en el que cabía una cantidad nada desdeñable de música. Tenía una gran pega, el proceso de navegación entre las canciones almacenadas era muy farragoso.
toda la música que había conseguido reunir con mucho esfuerzo económico y que adornaba mi no tan modesta discoteca, estaba digitalizada y accesible mediante internet en esa plataforma
Allá por el verano de 2008, una colega que había sido directiva de una importante discográfica me envió una invitación a una plataforma que por aquel entonces se estrenaba. Se trataba de Spotify, todavía en pruebas y completamente gratuito. Un pequeño ramillete de búsquedas al azar puso de manifiesto lo que parecía imposible: toda la música que había conseguido reunir con mucho esfuerzo económico y que adornaba mi no tan modesta discoteca, estaba digitalizada y accesible mediante internet en esa plataforma. Toda mi música. La tecnología como fenómeno casi chamánico.
Por supuesto seguí asistiendo a conciertos, representaciones de ópera y con el tiempo empecé frecuentar clubs para bailar las nuevas sinfonías. Pero la música en directo y la música portátil son fenómenos estéticos radicalmente distintos, aunque concomitantes. Lo que me aporta la posibilidad de llevarme la música a cualquier parte es una sensación de autoafirmación que no me provoca ninguna otra herramienta tecnológica. Como si de una película de ciencia ficción se tratase, cuando me puedo aislar de los demás escuchando música me siento protegido, me siento más yo mismo porque soy yo el que está decidiendo qué suena. Como si me enfundara en un impermeable contra la realidad.
ser capaz de transportar la música hace que muy a menudo uno se vea a sí mismo como parte de una pieza audiovisual
No obstante, solo recientemente la experiencia ha resultado completamente satisfactoria. El primer factor ha sido la desaparición de los cables de los auriculares que tanto tiempo de vida hemos perdido en desenredar, y que coartaban de la manera más banal la libertad que transportar la música te daba. El segundo, la irrupción en nuestra vida de los teléfonos inteligentes, que se han convertido en alephs de decenas de utilidades más allá de las llamadas telefónicas. Si a la tecnología bluetooth unimos la de la cancelación del sonido, la sensación de aislamiento es absoluta y entre tu sistema auditivo y cerebro solo existe la música. La contrapartida es que el bluetooth no es infalible, y en ocasiones falla imperceptiblemente la transmisión. No hay glitch más sexy: esas décimas de segundo de descoordinación entre el aparato emisor y lo que llega a tus auriculares, que de alguna manera recuerda a cuando en los discos de vinilo saltaba la aguja, nos recuerdan cada cierto tiempo que seguimos siendo humanos e imperfectos.
En la era de lo audiovisual, el poder retórico de la música lo inunda todo. Por ello, ser capaz de transportar la música hace que muy a menudo uno se vea a sí mismo como parte de una pieza audiovisual en la que el movimiento, propio o provocado por un medio de transporte, se combinan con la mirada y la música que en ese momento está sonando. Se trata de encontrar belleza donde no la hay, –los buenos montadores saben que cualquier mala secuencia se puede arreglar con la banda sonora apropiada–, o, en el mejor de los casos, de añadir belleza a la belleza.
Por supuesto que hay inconvenientes a toda esta tecnología. La cancelación de sonido puede ser un factor de riesgo por no estar alerta ante un peligro externo inminente, ya que es cierto que es tan potente que te coloca fuera de la realidad casi por completo. La calidad de las compresiones digitales resta fidelidad al sonido que se escuchaba hace un par de generaciones. Aunque eso sería otro artículo: debemos contemplar que el fracaso de la plataforma Tidal, que pretendía destacarse por una calidad de sonido muy superior a la de Apple Music o Spotify, confirma que como especie tendemos a despreciar cada vez más la percepción gourmet. También es cierto que la exposición permanente de los tímpanos a la fuente de sonido directo en volumen alto puede derivar a la larga en deficiencias auditivas. Por no olvidar la inequidad para con los compositores: la cantidad que reciben por reproducción en estos servicios de streaming difícilmente les puede servir para vivir, y de alguna manera sus derechos autorales y fonográficos se han visto considerablemente mermados desde que éstas se han popularizado en detrimento de la venta de copias físicas de sus fonogramas. Como contrapeso, su repertorio tiene una potencial visibilidad y alcance universales que hasta ahora nunca alcanzaba la distribución tradicional.
Se trata de un tema complejo, con pros y contras, con aristas afiladas y juntas romas y suaves. Pero me sigue pareciendo cosa de brujería que una orquesta barroca, una cantante de jazz, un dj de house o una vieja gloria italiana puedan ligarse íntimamente a mi realidad de una manera tan inmediata, y que la tecnología me permita poner en un instante una banda sonora distinta a lo que me está tocando vivir o sentir. Porque por supuesto hablo de la música portátil como un ejercicio de absoluta intimidad. Aquellos seres de sobra generosos que comparten su música en lugares públicos deberían aprender que el decoro no solo existe para temas de naturaleza sexual o fisiológica, sino también para el gusto musical.
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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