STEVEN FORTI / HISTORIADOR
“Lo que dice Abascal es lo que Aznar pensaba, pero no decía en público”
Guillem Martínez 12/11/2020
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Patriotas Indignados: Sobre la nueva ultraderecha en la Postguerra Fría. Neofascismo, posfacismo y nazbols (Alianza Editorial, 2019) es un libro del curso anterior que ha tenido una vida y recepción útil y llamativa. Ha permitido leer desde la universalidad fenómenos culturales, políticos, electorales, en la ulterior América de Trump, en Sudamérica, en Rusia, su área y su antiguo bloque, en Europa –Francia, Reino Unido, Italia, España, Catalunya...–. Es un libro cuya aparición, como se suele decir, vino a güevo, en el momento justo. Propone la descripción de la nueva ultraderecha sin apelar a la palabra fascismo, con la que formalmente, en muchas ocasiones, tiene poco que ver, al punto de haber accesos que se refieren a sí mismos desde el comunismo, la izquierda y el anticapitalismo. Dibuja esa nueva derecha que, si bien es nacionalista, tiende a alejarse de los referentes, el lenguaje, las estéticas y las formas de los años treinta. Son nuevas ultraderechas, fruto de otros fenómenos y dinámicas. El libro no es un catálogo de partidos y movimientos, sino de tendencias, apuestas, decisiones y nexos que confirman algo nuevo, permeable en ocasiones a los formalismos de la democracia liberal pero, a la vez, sumamente iliberal. Plantea la historia de todo esto, su nacimiento en el Este, con el colapso de la civilización soviética, y su expansión por Europa en el siglo XXI. Aprovechando y conviviendo con el progresivo desastre democrático, se detiene en Italia, ese laboratorio europeo, y finaliza con la conceptualización del asunto, la descripción de ese postfacismo en el diseño de la democracia y el autoritarismo futuro y, en ocasiones, presente. Su éxito, su electricidad y su canalización nacionalista y populista. El libro es colectivo. Sus autores son Francisco Veiga (Madrid, 1958), catedrático de Historia Contemporánea en la UAB, especializado en el Este y en la Postguerra fría; Carlos González-Villa (Araure, Venezuela, 1986), profesor de relaciones internacionales, análisis de conflictos y estudios sobre seguridad en la Universidad Antonio de Nebrija, también estudioso del nuevo Este; Alfredo Sasso (Turín, 1983), investigador en las universidades de Rikeja, Graz y Budapest, especializado en nacionalismos balcánicos; Jelena Prokopljevíc (Belgrado, 1972), profesora de historia de la arquitectura en la ESARQ-UIC, especializada en la relación entre estética e ideología. Ramón Moles (Barcelona, 1962), profesor de derecho público y ciencias histórico-jurídicas en la UAB. Y Steven Forti (Trento, 1981), investigador en la Universidade Nova de Lisboa y profesor en la UAB, especializado en fascismo y transfuguismo político en los años 30. Con este último, una de las melenas afro más conocidas de Barcelona, DJ, poeta y, por todo ello, miembro de CTXT, en esta entrevista hablamos de este libro y, más y mejor, sobre la actualidad reciente a través de este libro.
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Me ha sorprendido el árbol genealógico del posfascismo. Su origen en el Este europeo, y no, como viene siendo común observar, en los USA, emisor desde los setenta de elementos raros y sumamente novedosos. Otra sorpresa es la ausencia de nexo obvio con los fascismos anteriores. Sobre lo primero, ¿cómo llega a influenciar tanto esa nueva ultraderecha en los USA? Sobre lo segundo, ¿están tan alejados los posfacismos de sus abuelitos?
Lo primero: son procesos en cierto sentido paralelos y, en algunos casos, independientes. Tanto lo que pasa en Europa como lo de Estados Unidos se inserta en una época marcada por el fin de la Guerra Fría, la hegemonía neoliberal y la paulatina crisis de las democracias liberales. Las influencias, pues, son recíprocas. Por un lado, lo que pasa en el Este llega a Europa occidental, sobre todo tras la ampliación de la UE en 2004. Por el otro, en Estados Unidos se dan procesos propios, hijos de las transformaciones de la sociedad americana. Todo esto se junta hace una década. No es que antes no existiese, los gérmenes estaban ahí, pero estalla tras la crisis de 2008-2010. Y se mezcla a nivel global. No perdamos de vista el papel de grandes lobbies transnacionales, como el de las armas. O los integristas cristianos.
Sobre lo segundo: es evidente que hay elementos de continuidad –pensemos en el ultranacionalismo, la mitificación de un pasado presentado como una Arcadia feliz, la búsqueda de un enemigo, etc.–, pero el mundo ha cambiado –mucho y muy rápidamente–, y las ultraderechas también. Se mueven como pez en el agua en las grietas de nuestras sociedades multiculturales y juegan para convertir esas grietas en fracturas, yendo más allá de los clásicos clivajes izquierda-derecha. Las ultraderechas han entendido que se debe dar la batalla cultural –ahí es clave la figura de Alain de Benoist y la reflexión que hace desde los setenta–, y que se debe abandonar la lógica autoguetizante: dejar la esvástica, el saludo romano y la cabeza rapada, y ponerse una americana y una camisa blanca. Dejar de hablar del racismo biológico y pasar a conceptos más digeribles en la Europa posterior a Auschwitz, como etnopluralismo y diferencialismo. Poner en un cajón los eslóganes que huelen a azufre y hablar el lenguaje popular, defender el supuesto “sentido común”. Ojo, neofascistas y neonazis sigue habiendo, pero siguen siendo ultraminoritarios. Lo demás, es decir Trump, Salvini, Le Pen, Orbán, etc., es una nueva ultraderecha, una extrema derecha 2.0.
Si la izquierda piensa que la victoria de Trump en 2016 se debe solo a las ayudas de Putin, cae en la misma lógica del complot que tanto le gusta a la extrema derecha
Se ha dicho que Trump es un político satélite de Putin. ¿Eso es así, en su contundencia?
Creo que se ha especulado demasiado con ese tema y se han perdido de vista las cuestiones de fondo. A Putin todo lo que pueda poner en jaque al sistema occidental le viene como anillo al dedo, así que es indudable que ha actuado y sigue actuando para favorecer los elementos que produzcan el caos en las democracias liberales. Y, obviamente, para mejorar la situación de Rusia, económica y geopolíticamente, desde las sanciones tras lo de Crimea hasta el papel que pueda jugar en su área de influencia. De ahí la guerra híbrida de Gerasimov, el esfuerzo en la desinformación y la financiación a diversas formaciones políticas, no solo de ultraderecha. Pero, atención, si la izquierda piensa que la victoria de Trump en 2016 se debe solo a las ayudas –directas o indirectas– de Putin, cae en la misma lógica del complot que tanto le gusta a la extrema derecha. Pasó algo similar cuando Bannon aterrizó en Europa: parecía que el auge de la nueva ultraderecha dependía de si tenía el apoyo de “sloppy Steve”. En 2017 el Frente Nacional llegó a la segunda vuelta en las presidenciales francesas y en 2018 Salvini se convirtió en ministro del Interior: no hacía falta la ayuda de Bannon. Trump ganó hace cuatro años porque la sociedad americana está polarizada y fracturada, y porque Trump ha sabido cabalgar la frustración y la rabia de una parte de la población. Las recientes elecciones lo han demostrado. No intentemos buscar responsables de puertas afuera: los monstruos los tenemos dentro.
¿La derrota de Trump supondrá una desaceleración del fenómeno en Europa?
Aunque Estados Unidos es un imperio en crisis de identidad, lo que pasa en Washington sigue marcando las dinámicas globales. Lo vimos claramente en 2008 con la victoria de Obama, y ocho años más tarde con Trump. Fíjate en las adaptaciones nacionales de los lemas de sus campañas: Yes, We Can y Make America Great Again. No tener a Trump en la Casa Blanca rebaja las expectativas del trumpismo europeo, no cabe duda. Muchos tendrán que resituarse: veremos movimientos interesantes, empezando por Boris Johnson. Dicho esto, habrá trumpismo para rato, a un lado y al otro del charco. Porque las sociedades están muy polarizadas y los consensos son muy difíciles de lograr. O directamente imposibles, me temo. El trumpismo, entendido en un sentido amplio, no ha nacido de la nada: es hijo de los problemas no resueltos de nuestras sociedades. Y esos problemas siguen ahí. Hay quien dice que, con la pandemia, la ciudadanía pide solvencia y no populismo: sinceramente, no lo tengo tan claro. A ver qué pasa en unos meses cuando aumente el desempleo y cierren muchas empresas.
El neoliberalismo, esa obviedad, ese animal de compañía en la socialdemocracia europea, parece ser la fisura, kilométrica, planetaria, por la que penetran esos movimientos en la sociedad y en la política. Su discurso tiene que ver con la crueldad y el autoritarismo del ulterior capitalismo, ante el que se presenta como una suerte de defensa. ¿Esos movimientos tienen, por tanto, fisura y penetración para rato? ¿Hay o puede haber una respuesta económica y política a ellos en la UE?
Se ha debatido mucho si el avance de la ultraderecha se debe a razones económicas o culturales/identitarias. Es un falso debate: estas causas no son excluyentes. Al contrario, se yuxtaponen. Dicho esto, está claro que el proceso de globalización neoliberal y las políticas austeritarias le han facilitado el camino a la extrema derecha. Nuestras sociedades están deshilachadas, la desigualdad ha aumentado, la desconfianza hacia las instituciones está a niveles nunca vistos… Respecto a hace una década, sin embargo, ha habido decisiones importantes, como el acuerdo europeo del pasado mes de julio. Aunque no podemos quedarnos en los estériles triunfalismos, ha sido una decisión histórica: emisión de una deuda común europea, suspensión de la regla de gasto, planes de ayudas al empleo, impulso del gasto público, etc. Sin ese acuerdo estaríamos abocados a un futuro muy negro. Ahora bien, es solo el primer paso. Hay mucho camino por recorrer. Y queda por ver también si todos los discursos que hemos escuchado en los últimos meses se mantienen o se derriten como nieve al sol. ¿Nos hemos olvidado de lo que se afirmaba con contundencia tras lo de Lehman Brothers en 2008? Sarkozy propuso refundar el capitalismo. Luego sabemos lo que pasó. Espero que la socialdemocracia, o lo que queda de ella, haya aprendido la lección y no caiga en los mismos errores. Esta vez no habrá vuelta atrás.
Italia ha sido un laboratorio de las nuevas ultraderechas porque fue el único país occidental que sufrió en sus carnes el final de la Guerra Fría
El libro dibuja un paulatino calado de esas ideas en Italia desde los noventa y Berlusconi hasta su formulación por la Lega. ¿En España también se ha vivido esa penetración paulatina?
Los contextos son distintos. Italia ha sido un verdadero laboratorio de las nuevas ultraderechas también porque fue el único país occidental que sufrió en sus carnes el final de la Guerra Fría: se derrumbó el sistema de la Primera República, desaparecieron los grandes partidos tradicionales, entraron en escena fenómenos populistas que adelantaron los tiempos, como Berlusconi. Por otro lado, en los noventa el fascismo era algo ya bastante lejano en la memoria colectiva de los italianos. Por último, y comparada con España, en Italia siempre ha habido más relaciones con el Este de Europa. Las guerras de la ex Yugoslavia estaban al lado. Esas influencias llegaron antes a Italia. Aquí lo que ha habido es el aznarismo, la reformulación de unas derechas que se insertaron claramente en el proyecto de nuevo orden mundial estadounidense: se miraba sin disimulo a los halcones de la administración Bush. Claro que se jugó con una serie de patrones que todas las derechas a grandes rasgos hicieron suyos a partir del 11-S de 2001, pero, como en todos los sitios, se tuvieron que adaptar al contexto nacional, política y culturalmente. Aquí está el tema de ETA, por ejemplo. O el integrismo católico con el tema del aborto, la ‘familia tradicional’ o el matrimonio homosexual ya en tiempos de Zapatero. No afirmo nada nuevo si digo que Vox es un aznarismo 3.0: lo que dice Abascal es lo que Aznar pensaba, pero no decía en público. No es casualidad que detrás de Vox esté una persona como Rafael Bardají.
¿Qué y quiénes son los posfascismos en España? ¿Están ya formulados? ¿En un partido? ¿En varios? ¿Esos partidos se autoidentifican como tales? ¿El electorado los identifica como tales?
Difícilmente esos partidos se identifican como posfascistas o ultraderechistas. Ni aquí ni en Lima. Juegan con confundir las cosas. Afirman a menudo que izquierda y derecha son categorías superadas. Reivindican, a veces, también figuras de la izquierda del pasado. Dicen defender el sentido común. Fíjate en el lema que utilizó Salvini para las europeas de 2019: “Hacia una Europa del sentido común”. Te lo dice todo. Así que no puede extrañarnos que muchos electores no los identifiquen como ultraderechistas. En España, todo es muy líquido aún. Hay de todo, para entendernos. Por un lado, hay una formación, Vox, que se enmarca claramente en esta nueva ultraderecha global. Por otro lado, hay sectores ultraminoritarios que trabajan en la transformación del neofascismo, como Hogar Social Madrid o Bastión Frontal, mirando a las experiencias de CasaPound en Italia o a los identitarios franceses. Y luego hay un magma de más difícil categorización. En primer lugar, el PP que, más allá de la respuesta de Casado a Abascal en el Congreso, está viviendo un paulatino proceso de ultraderechización, como les pasó a los tories británicos que se ukipizaron, se ultraderechizaron. Sería lo que Eatwell y Goodwin llaman un “nacionalpopulismo ligero”. En segundo lugar, hay todo un entramado formado por asociaciones y lobbies, como Hazte Oír. Y en tercer lugar, está el caso de JxCAT, una amalgama nacionalpopulista que en Europa miran con recelo: no es casualidad que el único que se sacó una foto con Puigdemont en el Europarlamento fuese Nigel Farage.
El procés ha sido la declinación catalana de la ola populista global. Bebe de un mismo clima cultural y se inscribe en la misma fase histórica
Otra sorpresa del libro es la precocidad con la que identifica como postfascistas o ultraderechistas algunas dinámicas del procesismo en Catalunya, país que aparece en diversas ocasiones en el texto. ¿Cuáles son? ¿Están en retroceso? ¿Pueden quedar como endémicas?
Lo más probable es que hayan venido para quedarse. Lo que está claro es que el procés ha sido la declinación catalana de la ola populista global. Bebe de un mismo clima cultural y se inscribe en la misma fase histórica. Dentro del independentismo hay de todo, también sectores ultraderechistas, trumpianos, aunque rechacen esta etiqueta. Basta con fijarse en dinámicas muy presentes en esta última década como la sentimentalización de la política, la victimización, el rechazo de la legitimidad de los adversarios políticos, la concepción monista y antipluralista del pueblo, la ausencia de límites a la soberanía popular… Es lo que se define como “mayoritarismo extremo”. Y esto se junta con una renovada obsesión por la soberanía y un marcado repliegue identitario. Con un elemento novedoso: la presencia de entidades no elegidas, como el famoso “estado mayor” o “sanedrín” del procés. Son organismos que no responden ante nadie. El fantasmagórico Consell de la República va en la misma línea. Si lo miras bien, no falta nada en el procés: fíjate en la utilización de la posverdad y los bulos –el mito del “Espanya ens roba” se parece mucho a lo del brexit y el dinero “robado” por la UE al Reino Unido–, la reivindicación constante de la democracia directa o los referéndums –es lo que defendía Le Pen en su programa de 2017–, o lo que Hofstadter llamaba el “estilo paranoico de la política” –con difusión de teorías del complot, como lo de que el 17-A fue un atentado del Estado–. Incluso no faltan expresiones supremacistas y xenófobas hacia lo español. ¿Te parece normal que la expresidenta del Parlamento, Núria de Gispert, le diga a la líder de la oposición que debe marcharse de Cataluña? ¿O que un expresidente de la Generalitat, Artur Mas, o el presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona, Joan Canadell, hablen del ADN catalán? Si lo suelta Trump o Salvini, todo el mundo les dice que son unos “fachas”. Aquí en cambio parece normal.
Y otra sorpresa del libro, el dibujo del rojipardismo, la confusión de esos elementos posfascistas con elementos y autodefiniciones izquierdistas radicales, presente ya en algunos Estados. En España ha habido intentos de comunión entre el proyecto nacional y el social, con conexión implícita de izquierdas y ultraderecha, poco exitosos hasta ahora, diría. ¿Cómo ve el tema? ¿Puede cambiar en un futuro, con la intensificación de la crisis?
Antes te dije que en estos tiempos todo es muy líquido. Me corrijo: es gaseoso. Es imposible hacer previsiones. Aún estamos en el ojo del huracán de la crisis del coronavirus. Debemos esperar unos meses para ver qué pasará realmente. ¿Cuántos despidos habrá? ¿Cuántas empresas deberán cerrar? ¿Y establecimientos? Se habla del 20-30%. ¡Esto puede ser peor que lo de 1929! ¿Cuánto tardarán en llegar las ayudas europeas? ¿Cómo se gestionarán? ¿Llegarán a la población? Estas son las cuestiones claves. Las opciones rojipardas, de todos modos, tienen futuro si la crisis golpea duro. Hasta ahora en España les ha costado arraigarse por dos razones. Primero, porque el background cultural y político de los dirigentes de Vox es el aznarismo, así que no son muy creíbles cuando hablan de clases trabajadoras. Aunque ojo con lo del sindicato que ha creado Vox. Segundo, porque la izquierda parece mayoritariamente vacunada de esas derivas. Fueron cuatro gatos los que intentaron seguir los pasos de Aufstehen, o miraron con interés a un cantamañanas como Diego Fusaro. Dicho esto, al loro, porque todo puede cambiar muy rápidamente.
¿Y en Catalunya? ¿Sucede? ¿Ha sucedido?
Sí. A su manera, obviamente. Con sus peculiaridades. Que una formación que se define de extrema izquierda apoye un gobierno de derechas con varios tics antidemocráticos preocupantes, como ha pasado con la CUP y el ejecutivo de Puigdemont, es algo parecido. Recuerda a experiencias de la Europa del Este de los años noventa. En ese momento en Occidente parecían cosas exóticas de los países post-soviéticos. Luego ya no tanto. Se me dirá que lo de la CUP no tiene nada que ver, que es algo parecido a la extrema izquierda de los años setenta, al tercermundismo o algo por el estilo. Pero no nos engañemos: Catalunya no es Palestina, ni la Burkina Faso de la descolonización. De fondo hay una cuestión: el rojipardismo es, en buena medida, un engaño. Es decir, los casos de nacional-bolchevismo que ha habido en la historia desde la República de Weimar hasta la actualidad son de formaciones de ultraderecha, que se dan una pátina social para parecer otra cosa. Son ultraderecha pura y dura. Piensa en el Partido Nacional Bolchevique de Limónov y Dugin. Ahora, en cambio, lo que vemos son mezclas extrañas, novedosas, hijas de los tiempos actuales, donde hay una notable confusión ideológica. Uno de los lemas de Arran es “un sol poble, la mateixa classe”. ¿No te suena a rojipardismo?
La cosa covid parece ser un referente para esos movimientos, que se presentan como la lucha por la libertad en pandemia. ¿Han jugado bien esos movimientos por aquí abajo?
Han copiado lo que han visto en otras latitudes, Estados Unidos y Brasil principalmente. Basta que mires a Vox y las protestas del barrio de Salamanca. El objetivo es el mismo en todos lados: polarizar y crispar para luego pescar en río revuelto. Salvini hizo lo mismo. Los negacionistas alemanes también. Aquí, sin embargo, se ha visto una mayor crudeza. Hablar de gobierno ilegítimo y asesino, por ejemplo. Giorgia Meloni, que es presidenta del grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos, del que es miembro Vox, no se atrevería en Italia. Y esto, por aquí abajo, se junta con un toque ‘latinoamericano’, muy presente en las derechas españolas. Ya sabes, el peligro chavista-bolivariano-comunista. Una verdadera obsesión por estos lares.
¿La cosa covid ha supuesto una oportunidad para ver el funcionamiento efectivo de esos movimientos, aplicados a la gestión?
Ha sido una oportunidad más. Por un lado, tenemos el caso de Trump y Bolsonaro: propaganda a rajatabla, posverdad a chorros, negación de la ciencia, culpabilización de los extranjeros y desinterés por los más necesitados. En síntesis, incapacidad para gestionar una emergencia, ideas eugenésicas como la de la “inmunidad de rebaño”, xenofobia y ultraliberalismo. Por otro lado, tenemos el caso húngaro: aprovechar la pandemia para dar un giro autoritario con el cierre sine die del Parlamento. Hungría es el primer régimen autoritario en el corazón de la Unión Europea.
Diría, hasta que usted me lo confirme, que esa nueva ultraderecha, española y catalana, apuesta por un 2021 negro. ¿Se le ocurren fórmulas para que sea menos negro democráticamente?
Que lleguen realmente las ayudas a quien las necesita. Que se refuerce el Estado del bienestar. Que se aplique un plan de recuperación serio para utilizar los fondos europeos. Que se trabaje en una reforma de calado del sistema económico español, demasiado dependiente del turismo y el ladrillo. Que se trabaje para recuperar la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Que los partidos políticos dejen de crispar y busquen consensos. Que los medios hagan realmente su trabajo, sin transformarse en un megáfono de los bulos de la ultraderecha. Que se condene el hate speech online. En síntesis, lo que viene a ser lo mismo: que nos toque a todos el Gordo de Navidad.
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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