Rosalía, tonadillera
Le pedimos a nuestro crítico musical un abordaje musicológico del fenómeno y del problema de la ‘apropiación cultural’
Carlos García de la Vega 15/02/2019
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Por fin empiezo este artículo, cinco meses después de habérselo ofrecido a Gonzalo Torné, la tarde que se ha publicado el quinto vídeo de El mal querer. Lleva dos horas colgado y ahora mismo, a las 20:20 del 22 de enero de 2019, cuenta 18.360 reproducciones. Casi cuatrocientas personas lo han visto durante cada minuto de estas dos horas. Estoy contento de haber dejado pasar estos meses, porque ir asistiendo en directo al fenómeno Rosalía, implacablemente consistente, me está resultando fascinante.
Por más que ahora la ópera sea algo elitista y prohibitivo de precio, fue el único y verdadero Netflix del siglo XIX, al que la gente iba a entretenerse, a sentir, a pasar el rato
En 2012, cuando vi Searching for Sugar Man y al final del documental descubríamos que Rodríguez seguía vivo, llevando una vida modesta en Estados Unidos, me invadió una extraña agitación. No era emocional, sino musicológica. Era comparable a pensar que un estudioso de Mozart, consagrado al análisis de su obra y al estudio de su vida, descubriera que podría todavía confrontarlo, entrevistarle, saber si sus elucubraciones históricas eran o no eran acertadas y sensatas. Desde entonces entiendo la disciplina a escala humana. No quiero pensar en la historia de la música como un listado de monumentos, sino más bien como un catálogo de emociones. Por más que ahora la ópera sea algo elitista y prohibitivo de precio, fue el único y verdadero Netflix del siglo XIX, al que la gente iba a entretenerse, a sentir, a pasar el rato. Saber y conectar esas dos realidades es lo que da sentido el estudio de las obras del pasado. Hay que darse cuenta de que la recepción posterior es solo una parte de la realidad de una creación, y hay que tener en cuenta que la música urbana que ha resistido el paso del tiempo y de la historia casi siempre tuvo una primera vida de éxito y relevancia, es decir, de impacto sobre la vida de las personas.
En este tiempo de incubación del texto sucedió algo maravilloso: un youtuber analista se dedicó a destripar El mal querer con algunas obviedades, algunos aciertos, y bastantes argumentos un poco traídos por los pelos. Cómo no sería la cosa que la propia Rosalía se vio en la necesidad de grabar más de media hora de stories de Instagram como reacción a ese vídeo. Rosalía, a pesar de la fuerza de su personaje en el escenario, es una persona educada y hasta dulce. Empezó agradeciendo el vídeo al youtuber para a continuación desmontar o matizar el ochenta por ciento de las cosas que afirmaba, explicando lo que ella creía que era verdaderamente relevante del proceso de concepción, creación y composición de los temas. Para mí fue divertidísimo porque siempre he odiado a los analistas musicales por fútiles, y porque me da la sensación de que, si los compositores levantaran la cabeza y leyeran lo que muchos han escrito sobre sus obras, a más de uno se le quedaría la cara del youtuber. A pesar de que Rosalía le hacía una enmienda a la totalidad, fue tan amable con él que no tuvo más remedio que anunciar en su Instagram que ella había fijado en su perfil las stories de reacción al vídeo. Al margen de mi íntima satisfacción, aquellas explicaciones fueron sumamente interesantes, además de entrar a desmontar muchos bulos que habían circulado durante la agobiante campaña de marketing del disco. Ella misma nos explicó que la maqueta la había hecho pagada de su bolsillo, y que sola junto a El Guincho (Pablo Díaz-Reixa Díaz) la habían pergeñado mucho antes de que se interesara por ella la multinacional que lo había editado. Rosalía no era el producto precocinado de una discográfica que muchos querían ver, sino el fruto de una personalidad arrolladora y extremadamente intuitiva, de una mente paciente, a pesar de ser millennial, y propietaria de una determinación creativa poco vista en los últimos años.
De alguna manera ha resultado ser premonitorio y una especie de metáfora del hecho de que la puesta de largo de Vox haya sido en Andalucía
En todo este tiempo he tenido que leer tal cantidad de sandeces sobre apropiación cultural, acentos fingidos, discriminación contra el pueblo gitano, andalucismo de corte sionista –soy andaluz y jamás he sentido que fuésemos ciudadanos oprimidos, y mucho menos por Rosalía– y otro tipo de argumentos, que el fenómeno me ha ido interesando mucho más por motivos extramusicales. Todos estos ataques provenían de posiciones poco intelectuales y por lo tanto muy viscerales. Actitudes recalcitrantes, poco universales y esencialistas que me incomodaban profundamente. De alguna manera ha resultado ser premonitorio y una especie de metáfora del hecho de que la puesta de largo de Vox haya sido en Andalucía. Cuando la identidad se defiende con mal humor y desde la emotividad más rancia, suele haber gente que lo enarbola de manera inicua y que está dispuesta a hacerlo saber. Necesitaba escribir este artículo para poder mirar a Rosalía con perspectiva histórica y musicológica, desde otro punto de vista que no fuera el de la supuesta renovadora del flamenco y andaluza impostora.
En la segunda mitad del siglo XVIII en España surge un género de entremés musicalizado, para diferenciarse del sainete solo declamado que se interpretaba en los entreactos de las obras de teatro y que tomó el nombre de tonadilla escénica. Fue un género breve, una rara avis, en parte por lo denostado que estuvo por los reformistas neoclásicos del teatro, a los que les parecía un género bajo y garbancero, en parte por el decaimiento que tuvo con todos los vaivenes de la Guerra de la Independencia. El género consistía en una pequeña trama en torno a una canción que heredaba todavía las formas musicales del Barroco español autóctono (fandango, seguidilla, tirana…) y cuya protagonista era siempre una mujer, que en muchas ocasiones se acompañaba a sí misma con un instrumento musical. Temas y situaciones de extracción popular, imaginario español relativo al majismo y formas musicales propias eran los ingredientes que consagraron dos mitos. Por una parte, el de la tonadillera: protagonista absoluta sardónica, pícara y poderosa. Por otro, para el imaginario centroeuropeo, el mito fraguado con mecanismos casi orientalistas –en terminología de Edward Said– de lo español como significado de lo exótico, de lo impredecible y sobre todo de lo atrayente. El embelesamiento que producía lo español fue instalándose cada vez más en la lista de placeres culpables de los europeos, y del mismo modo que el de Don Juan, que nació de Tirso de Molina, y que se convirtió en una verdadera sensación en el siglo XVIII en toda Europa, el mito de la española se popularizó a través de la danza La cachucha que interpretaba en París, en el ballet Le Diable Boiteux de Coralli, la bailarina austriaca Fanny. Esa ciudad, como caladero de genios y vivero de genialidades en las artes escénicas durante todo el siglo XIX, acogió, en su huida de la invasión napoleónica, al tenor, compositor y empresario Manuel García. Fue él el encargado de importar el sabor musical de España a los salones y teatros parisinos. También fue el padre de dos de las grandes divas de la ópera del momento: María Malibrán y Pauline Viardot. Que Rossini escogiera temas tan españoles no es casual, sino el reflejo de su amistad con García, y el síntoma de un gusto estético por lo español en alza que continuarían Verdi y Bizet, entre otros.
Mientras, en España, esta tipología autóctona servía para luchar, en la esfera de la representatividad, con las corrientes artísticas italianas del siglo XVIII y francesas de gran parte del XIX que pugnaban por imponerse. En parte por eso eran tan populares, y las intérpretes de las tonadillas verdaderas estrellas de la época. Más adelante, llegó el género de la zarzuela tal y como lo entendemos ahora. En una primera etapa eran obras casi calcadas de piezas parisinas traducidas que se montaron en el Teatro del Circo de la actual Plaza del Rey, y que hicieron millonarios a sus primeros promotores/compositores: Barbieri, Gaztambide, Olona, Inzenga y Oudrid. Sin embargo, el género, ya en la nueva sede del teatro actual, fue evolucionando hasta volver, de nuevo al final de un siglo, a las piezas de corta duración. Si uno se percata, lo breve es lo que de verdad gusta al pueblo de Madrid. A esta subespecie del género se le conoció como “género chico”, ya que eran sainetes líricos de duración menor a una hora, y de los que se podían hacer varios pases entre la tarde y la noche, para gusto de los empresarios que no dejaban de recaudar. Es en esta segunda etapa de la zarzuela del XIX en la que regresa con toda su fuerza el imaginario español emergiendo de entre lo extranjero. Y contra el que reaccionaron furiosamente, de nuevo, las élites intelectuales de principios de siglo XX, que consideraban todo lo que tuviese aire español un atraso. Solo hubo una excepción a este rechazo frontal a lo que ya estaba claro que era un símbolo de identidad nacional. entre los vanguardistas. Manuel de Falla supo perfectamente negociar entre ser un renovador y a la vez usar el folclore e iconografía españoles, principalmente a través de sus composiciones para los Ballets Rusos de Diaghilev.
El flamenco se convirtió en emblema nacional de forma oficial por parte del aparato del régimen, institucionalizando algo que hasta entonces había pertenecido al ámbito de lo privado empresarial y artísticamente
Ya con el franquismo, la única figura que defendió la música accesible para el público fue el represaliado Julio Gómez, recuperando el género de la tonadilla escénica con títulos como El pelele. Sin embargo, recuperando el legado de los teatros de Madrid del siglo XVIII y XIX, y pasando por los cafés cantante y las salas de variedades del XX, nace un nuevo género que recoge de forma popular y accesible, y sin aparato dramático, todo lo anterior: el cuplé, la cupletista y, con el paso de los años, la copla. En un ejercicio histórico circular, de aquellas piezas basadas en una sola canción como fueron las primeras tonadillas, nos encontramos con el paso del tiempo una vuelta a la canción como unidad de medida de una manifestación artística. Figuras como Raquel Meller y Concha Piquer fueron referentes de la Segunda República y tuvieron carreras artísticas internacionales de increíble reconocimiento. Meller era de Tarazona; Piquer, de Valencia. Ninguna de ellas fue nunca criticada por sintetizar en sus espectáculos y hacer suyo el imaginario español, aflamencado, de aire andaluz. Y sin embargo fueron embajadoras internacionales de toda esa herencia durante toda su carrera. El flamenco se convirtió en emblema nacional de forma oficial por parte del aparato del régimen, institucionalizando algo que hasta entonces había pertenecido al ámbito de lo privado empresarial y artísticamente. La figura de la cantante de copla sufrió el mismo espaldarazo de la oficialidad: el dictador apoyaba y promocionaba a aquellas que no le ponían demasiada mala cara. Según Carmen Martín Gaite en El cuarto de atrás (1978): “En el mundo de anestesia de la posguerra, entre aquella compota de sones y palabras –manejados al alimón por los letristas de boleros y las camaradas de la Sección Femenina– para mecer noviazgos abocados a un matrimonio sin problemas, para apuntalar creencias y hacer brotar sonrisas, irrumpía a veces, inesperadamente, un viento sombrío en la voz de Conchita Piquer, en las historias que contaba. Historias de chicas que no se parecían en nada a las que conocíamos, que nunca iban a gustar las dulzuras del hogar apacible con que nos hacían soñar a las señoritas, gente marginada, a la deriva, desprotegida por la ley”. Artistas como Imperio Argentina o Juana Reina triunfaron en aquellos años, tanto en el cine como en los escenarios. Con la llegada de la democracia, y tirando de este mismo hilo histórico surgieron dos fenómenos inclasificables y todo terreno: Lola Flores y Rocío Jurado, que cada una a su manera recogieron, ampliaron y personalizaron el testigo que las primeras tonadilleras del Teatro del Príncipe les tendían. La primera murió en 1995; la segunda, en 2006.
Las heridas llegaron con Malamente, y mientras muchísima gente caía rendida a sus pies, especialmente una legión de fans adolescentes, otros muchos se ofendían
Los que han querido denostar a Rosalía por pretender ser la renovadora del flamenco –”el flamenco no necesita renovación, el flamenco se renueva solo” (sic)– han errado el análisis. Aunque no deja de ser significativo que no se amotinaran contra ella cuando hizo un disco de flamenco más que ortodoxo (Los Ángeles, 2017) con el que estuvo girando casi dos años por toda España. Las heridas llegaron con Malamente, y mientras muchísima gente caía rendida a sus pies, especialmente una legión de fans adolescentes, otros muchos se ofendían con argumentos que antes he mencionado. Pero tengo la sensación de que Rosalía, a pesar de haber demostrado que puede ser una cantaora (imperfecta y sui generis), no tenía ese objetivo. A su manera millennial, con su estética tumblr, con sus uñas de gel y su colaboración con lo más selecto de los creadores emergentes en todas las disciplinas artísticas nacionales e internacionales, no ha hecho otra cosa que finalizar el interregno que comenzó el día que murió Rocío Jurado.
Ninguna artista española de estos últimos trece años ha conseguido la repercusión mediática internacional que ha conseguido Rosalía con un proyecto personalísimo y casi artesanal. ¿Qué referentes de éxito internacional teníamos antes? ¿Malú, Amaia Montero, Ruth Lorenzo? Es muy difícil destripar el éxito, pero si lo español tal y como lo entendemos lleva desde el siglo XVIII triunfando fuera de España, por exótico y atractivo, no es difícil percibir a posteriori el por qué de su éxito abrumador en pleno siglo XXI. En cualquier caso, Rosalía no ha hecho una aproximación a las formas musicales y estéticas de lo español de manera obvia o repitiendo clichés. Ha sido capaz de diseccionar, fragmentar, seleccionar y volver a fusionar a su manera muchos aspectos de la música aflamencada, de la electrónica, de lo español, y de las últimas corrientes estéticas, y ha conseguido algo no solo brillante musicalmente, sino increíblemente atractivo desde el punto de vista visual. Su reinterpretación del imaginario español, para colocar al patriarcado en su sitio y presentarse, por fin, trescientos años después, como una mujer poderosa y al margen del dominio masculino, sin tretas retóricas y sin medias tintas a causa de la censura, y sobre todo, siendo voz y modelo de una generación de chicas adolescentes, es de una brillantez que asusta. De hecho, la explosión del quijotesco molino de viento en su último vídeo demuestra que no solo es capaz de manejar mitos folclóricos, sino que su capacidad de rodearse de equipos brillantes va más allá, porque saben jugar con tal cantidad de referencias cruzadas, cultas y populares, que les hace únicos en el panorama musical. Pero es que, además, en esta época en el que el reguetón, a pesar de muchos, es el sonido de nuestra época, ha conseguido hacer bailar al público mayoritario con ritmos provenientes del flamenco, pasados por la electrónica de El Guincho.
Rosalía no solo es capaz de manejar mitos folclóricos, sino que su capacidad de rodearse de equipos brillantes va más allá
Quiero hacer referencia a un excelente artículo de Mercedes Carbayo-Abengózar, profesora de la universidad irlandesa de Maynooth, de 2013, titulado “Dramatizando la construcción nacional desde el género y la música popular: la copla”, publicado en Anales de la literatura española contemporánea, vol. 38, núm. 3, pp. 509-533, donde afirma que “por lo tanto, veremos cómo las mujeres españolas que se dedicaron al mundo del espectáculo y en concreto a la música popular, negociaron su presencia en el mismo aunando con su puesta en escena elementos tanto de la tradición como de la modernidad, ayudando a construir una imagen de la nación española conveniente para cada momento. Sobre todo, ayudaron a crear una imagen que aún pervive en la conciencia colectiva, la de una nación que ha sabido llegar a la modernidad sin perder las tradiciones, lo que culturalmente la ha hecho parecer más rica que muchas de sus vecinas, aunque económicamente haya sido más pobre”. Hablaba de La Caramba, una de las primeras tonadilleras famosas del XVIII, y de Concha Piquer, aunque lo que dice es perfectamente aplicable a Rosalía.
En cualquier caso, como lo que me gusta es tirar del hilo de la historia que justo se está escribiendo, para tratar de encontrar trazos sutiles o poco invisibles, querría acabar este análisis contextual e histórico mencionando a dos figuras actuales importantes y muy relevantes, pero con menos visibilidad, sin las cuales creo que el efecto Rosalía no se hubiese fraguado tal y como lo conocemos. Por una parte, está la increíblemente maravillosa Silvia Pérez Cruz, que desde un gesto artístico mucho más de arte y ensayo, de delicadeza, de porcelana, ha sentado muchísimas de las bases de la deconstrucción-reconstrucción de lo popular que Rosalía ha utilizado en la composición de sus temas. La segunda es Bad Gyal, esa cantante con vocoder inclasificable, con referentes jamaicanos en vez de españoles, pero que a nivel musical e interpretativo es igual de apabullante. What a time to be alive!
[A las 20:56 del 28 de enero, seis días después del estreno y al terminar de escribir esta digresión, el vídeo de De aquí no sales tiene 2.194.761 visualizaciones.]
¡Hola! El proceso al Procès arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
Autor >
Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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