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El pasado 25 de noviembre saltó una de esas noticias que inmediatamente copan los titulares de medio mundo. Había fallecido Maradona. Desde ese mismo instante, miles y miles de personas se pegaron a la radio, la televisión o las redes sociales, ansiosos por conocer cualquier novedad, mientras los medios conectaban con los enviados a la puerta de la casa en la que Diego pasó sus últimos días. A lo largo de las horas siguientes, las cadenas de radio y televisión cubrieron cada uno de los detalles; los antiguos compañeros de la selección, de Argentinos Juniors, Boca, Barcelona o Nápoles eran requeridos por todos los medios para contar en directo sus impresiones y sus recuerdos más vivos con el Diego.
A esa misma hora, en un piso del barrio porteño de Caballito, en casa del entrenador que dirigió a la albiceleste en el más importante de sus triunfos, un enfermero apagó la televisión y desconectó la radio, exactamente como le había indicado la familia, igual que hizo cuando falleció el “Cacho” Malbernat o cuando se anunció la muerte del “Tata” Brown. Bilardo sufre el síndrome de Hakim-Adams y en su familia temen que no soporte la noticia de la muerte del Diego. “Se ha debido ir la señal del cable” se excusó el enfermero y encendió Netflix para que su paciente pudiera ver un capítulo de la serie de los narcos colombianos que tanto le gusta, esa en la que aparecen muchos de los personajes que conoció en sus años como entrenador del Deportivo Cali y de la selección colombiana.
Esa excusa había servido cuando se anunció la muerte de Brown o Malbernat, pero entonces la noticia tuvo un eco de uno, dos días a lo sumo. Ahora, con la muerte del Diego, no se iba a hablar de otra cosa durante semanas y no es fácil engañar a un viejo zorro como Bilardo, el protagonista de la famosa frase “los de colorado son nuestros, pisalo”, el que entrenaba la celebración de los goles para evitar que el rival los agarrara mal parados.
Jorge Bilardo, exfutbolista y hermano de Carlos Salvador, explicó a los medios que había hablado con Ruggeri para que fueran él y otros campeones del 86 quienes dieran la noticia al ex seleccionador. No ha trascendido si finalmente se ha dado o no ese encuentro, pero, haciendo un pequeño esfuerzo, podemos llegar a imaginar el contenido de la conversación.
El enfermero les haría pasar al salón, donde Bilardo les esperaría en el sofá, pegado a la pared, sin faltar a esa costumbre muy suya de sentarse en un lugar desde el que pueda controlar toda la sala. Sonreiría con la alegría de quien recibe la visita de sus hijos, con la satisfacción de ver que les ha ido bien, que le hicieron caso cuando les decía que a la selección no se va por dinero y que, si salían campeones del mundo, serían reconocidos durante el resto de sus vidas. “¿Vieron que tenía razón?” diría Carlos, orgulloso. “¡Y vos que no querías ir!” añadiría, dirigiéndose a Olarticoechea. En ese momento todos recordarían los meses anteriores al Mundial de México, cuando el “Vasco” prefería no ser convocado porque no se adaptaba al puesto de lateral. Bilardo le llamó justo cuando estaba a punto de salir con su familia para Saladillo. Le citó en un peaje de la autopista, salieron hasta una calle cercana y Bilardo le explicó, dibujando en una pared con un trozo de ladrillo, el esquema de juego de la selección y la labor que tenía que hacer el propio Olarticoechea. “¿Te imaginás si llega a pasar algún periodista y ve la táctica de la selección pintada en una pared?” recordaría el “Vasco”.
Una vez que se sentaran todos, seguirían recordando las anécdotas de aquellos días mágicos de México. Las cenas después de los partidos en el restaurante Mi viejo o las miles de cábalas de Bilardo, que obligaban a todo un ritual antes y después de cada partido. “Cábalas no, costumbres”, puntualizaría el “Narigón”. “Lo que quieras, pero yo tuve que invitaros siete veces sólo porque lo hice el primer día y ganamos el partido” le reprocharía Pumpido, entre las risas de sus compañeros.
Después de un rato de conversación, seguramente Bilardo preguntaría por el “Tata” Brown, el central que llegó al Mundial del 86 sin equipo, casi como un desconocido, pero con la confianza absoluta del entrenador. Bilardo lo había dirigido cuando salieron campeones de Argentina con Estudiantes y sabía que no le iba a fallar, que conocía perfectamente todos los movimientos que él esperaba de un líbero. Por eso no dudó cuando se confirmó que una giardia intestinal dejaba a Passarella fuera del Mundial. Simplemente se acercó al “Tata” y le dijo “¡mirá que jugás vos!”. Todos sabían del afecto del doctor por el “Tata” y nadie se atrevería a romper la tensión generada cuando preguntó por él. Finalmente, Ruggeri diría “Carlos, el Tata falleció” y todos callarían esperando la reacción de Bilardo. Este haría un gesto de conformidad. “¡Qué lástima! Igual que el pobre Cacho”, diría finalmente y todos se mirarían sorprendidos.
Ya conocía la noticia del fallecimiento de Malbernat, su compañero y capitán en aquel Estudiantes dirigido por Zubeldía, que empezó desafiando el orden establecido en el fútbol argentino, siguió imponiéndose a los grandes clubes de América y terminó desesperando al Manchester United de Charlton, Best y Law. “Estos boludos se creen que no me di cuenta la primera vez que me contaron que se había ido la conexión de la televisión. Que no sé qué, cada vez que se va la señal, es porque me esconden una mala noticia” diría después. Ruggeri, Pumpido, Giusti y los demás se mirarían sin saber qué decir, esperando que algún otro tomara la iniciativa. “¡No se te puede engañar a vos, eh! ¡Te las sabés todas!”, diría finalmente el “Cabezon” y Bilardo sonreiría con cara de pillo. “Esta vez la noticia debe ser brava, porque vinieron ustedes en grupo”, seguiría diciendo el “Narigón”.
Los jugadores tratarían de distraer la atención. Volverían a recordar México, los dos goles de cabeza de los alemanes que tanto enojaron a Bilardo, que le impidieron celebrar el triunfo final. “¡Lo entrenamos miles de veces! ¡No podían hacernos dos goles así!”, volvería a enfadarse su DT. “¿Me dicen de una vez la noticia que los trajo acá?”, diría finalmente y todos se callarían, porque todos sabrían que la relación entre Carlos y Diego pasó por momentos de cercanía y también de sonadas peleas, pero nadie querría contarle que ha fallecido el hijo que Bilardo nunca tuvo, el jugador al que fue a ver a Barcelona nada más asumir como seleccionador, para contarle que lo iba a hacer capitán. Porque Maradona no fue reconocido como el mejor jugador del mundo hasta México 86, pero Bilardo lo tenía muy claro desde varios años atrás. Con él a los mandos, el fútbol de la selección iba a girar alrededor de Diego. Quería que se sintiera importante y no tuvo problema en que todo un carácter como Passarella pudiera ofenderse por dejar de lucir el brazalete de capitán. “¿No será el Diego?” diría Carlos, rompiendo el silencio.
Nadie se atrevería a hablar e inmediatamente pasarían por la cabeza de todos las penurias que debieron pasar hasta levantar esa copa tan preciada. Las portadas incendiarias contra el seleccionador, de Clarín Deportivo, como suele especificar Bilardo, el gol en el último minuto de Gareca contra Perú, las precarias condiciones de la concentración en las instalaciones del América, las reuniones de los jugadores a grito pelado para limar asperezas y hacer grupo, la venganza contra los ingleses y, finalmente, el regreso a la Argentina, asomados al balcón de la Casa Rosada ante una Plaza de Mayo abarrotada. En medio de la emoción, algún jugador empezaría a cantar “poronponpon, poronponpon, es el equipo del Narigón” y todos le seguirían a coro.
Nadie daría ninguna explicación más, a esas alturas Carlos ya sabría cuál era la noticia que habían ido a darle. No se le engaña tan fácil a un viejo zorro; no desde luego a este, que se las sabe todas. “Diego es complicado”, diría finalmente Bilardo, incapaz de asimilar la noticia. “Siempre supe que había que cuidarlo y hacerlo sentir importante, pero igual me hizo pasar muchas noches en vela”. Durante un tiempo seguirían recordando al Diego, todas las historias que vivieron con él y que tantas veces han contado en reuniones familiares, a los amigos o a la prensa. “¡Y pensar que, poco antes del Mundial, todavía intentaron voltearme desde el gobierno de Alfonsín!”, diría Bilardo. Después, los jugadores se irían despidiendo de su entrenador entre abrazos, prometiéndole que la próxima vez no le traerían ninguna mala noticia. “Cuidate mucho, Carlos”, le diría Ruggeri. “¡Olvidate, Cabezón! ¡Yo no me voy hasta el último partido!”, contestaría Bilardo.
De vuelta en el salón, se sentaría en el sofá y recordaría la carta que le escribió su hija cuando se marchaba rumbo al Mundial de Italia. Esa carta que hablaba de una niña que había crecido sin un padre al lado y que el viejo doctor, ginecólogo para más señas, sólo le dejó leer al Diego. “Asegurate de que no te ocurra lo mismo a vos”, le dijo después. Bilardo se acomodaría en el sofá y enseguida entraría el enfermero a arroparlo. Carlos le miraría y diría: “¿Sabés quién es el entrenador con más títulos en el mundo?” El enfermero le miraría sorprendido y respondería “¡Qué se yo! ¿Guardiola? ¿Mourinho?”. “No” contestaría Bilardo, “ellos no tienen el título de médico”. Orgulloso, volvería a acomodarse y diría: “Anda, poneme la tele que creo que ya volvió la señal del cable”.
El pasado 25 de noviembre saltó una de esas noticias que inmediatamente copan los titulares de medio mundo. Había fallecido Maradona. Desde ese mismo instante, miles y miles de personas se pegaron a la radio, la televisión o las redes sociales, ansiosos por conocer cualquier novedad, mientras los medios...
Autor >
Xabier Rodríguez
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