GRAMÁTICA ROJIPARDA
Camarada Arensivia, presente
Está el submundo criptoizquierdista tan enredado en sus impotencias que ya dispara sin munición, da lo mismo que el objetivo sea el colectivo trans, Greta Thunberg o los miles de jóvenes que insistían en desobedecer la ley y no incorporarse a filas
Xandru Fernández 27/12/2020
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Ahora que ya es tarde, lamento no haber prestado la debida atención a las historias del servicio militar que me contaba mi padre. Más de una carrera literaria ha salido de ese anecdotario cuartelero, aunque ninguna de fuste, que yo sepa, si exceptuamos esa epopeya a cuatro tintas que fueron las Historias de la puta mili publicadas por Ivà en la revista El Jueves.
El único personaje fijo de las historias de Ivà era el sargento Arensivia, un completo inútil, atrabiliario y sentimental, que manejaba a la tropa como si estuviera hecha de niños o de ganado, fiel reflejo de cómo el ejército español trataba a los reclutas que ingresaban año tras año en sus filas. Supongo que en las historias de mi padre habría también Arensivias, pero, como he dicho, no las recuerdo, y yo no tengo experiencia de primera mano en cuarteles y sitios así: al igual que tantos otros de mi generación, mi relación con el servicio militar fue la del temor ante una amenaza que, finalmente, no se materializó. Pero para que no se materializara hicieron falta sacrificios. Muchos. Y muy variados.
No sé si en el siglo XX era costumbre aderezar las pitanzas navideñas con anécdotas de la mili. Tampoco en este caso puedo recurrir a la memoria de mi atípica familia. Sí sé, no obstante, que durante los años de la objeción de conciencia, primero, y de la insumisión al servicio militar, después, la Navidad era un período muy fértil para las campañas de protesta. Tanto es así que, si asocio estas fechas con un frío persistente y helador entre 1987 y 1992, es justamente a causa de la costumbre del movimiento antimilitarista de reunirse en locales subterráneos sin calefacción. Las Navidades de mi infancia eran más cálidas. Las posteriores, también. Pero esos seis años de mi vida están llenos de sabañones y la culpa la tiene la mili (o la oposición a).
A estas alturas de desorden civilizatorio, desde las cumbres pandémicas de 2020, se puede pensar que los que se negaban a pasar un año llevando uniforme y obedeciendo órdenes gratuitas de criminales en potencia eran unos niños mimados, egoístas e insolidarios. Está el submundo criptoizquierdista tan enredado en sus propias impotencias que ya dispara sin munición siquiera, da lo mismo que el objetivo sea un día el colectivo trans, al día siguiente Greta Thunberg y el tercero miles de jóvenes que, en aquellos años en que una decisión de ese calibre podía comportar no solo penas de prisión sino también torturas y vejaciones y un futuro laboral sombrío, insistían en desobedecer la ley y no incorporarse a filas. El entonces ministro de Justicia (por decir algo), Enrique Múgica, manifestaba parecidos sentimientos hacia los insumisos, sobre quienes prometió que caería todo el peso de la ley (y lo cumplió). Pocas veces se ha visto a un Estado europeo emplearse tan a fondo contra un colectivo tan bien informado, organizado y cargado de razones. Hay que remontarse unas cuantas décadas en la historia de Europa para encontrar algo similar. El PP de Aznar leyó bien la situación cuando optó por profesionalizar el servicio militar, una maniobra que, más que reforzar el individualismo de unos jóvenes egoístas e incapaces de pensar en colectivo (¿les suena?), como pregonaba un agónico PSOE, pretendía desactivar el movimiento más exitoso de resistencia contra el régimen del 78 cuando aún no se le llamaba así.
Hubo Navidades antimilitaristas antes de que uno tuviera conciencia de la mili ni de nada. Las de 1975, recién inaugurada la monarquía (aún no la democracia constitucional), vieron nacer la declaración de Can Serra, en la que un grupo de jóvenes de L’Hospitalet de Llobregat manifestaba su negativa a incorporarse a filas y su disposición a trocar ese presunto servicio por otro de carácter civil. No eran los primeros. Pepe Beunza llevaba cinco años entrando y saliendo de la cárcel por negarse a hacer la mili. De su magisterio y del de otros (Rafael Rodrigo, Gonzalo Arias, Jordi Agulló) surgirían organizaciones variopintas, entre ellas el MOC (Movimiento de Objeción de Conciencia), no violento, hegemónico a mediados de los años 80, cuando se aprobó la ley que regulaba ese derecho (también durante las fiestas navideñas, en 1984; se publicó en el BOE, deliberadamente o no, el Día de los Inocentes), a la que se opuso tenazmente. Las objeciones colectivas arreciaron a finales de la década, respaldadas por el MOC y Mili KK; en 1989 serían juzgados y condenados los primeros insumisos. Otro ministro de Justicia, Juan Alberto Belloch, también del PSOE, calificaría a la insumisión de “problema de Estado” en 1994 (y actualizaría el Código Penal en consecuencia).
Hay que tener la cabeza muy desordenada para creer que un movimiento capaz de poner patas arriba la maquinaria del Estado obedecía al capricho de una izquierda quejica
Sin ánimo de ofender, hay que tener la cabeza muy desordenada para creer que un movimiento capaz de poner patas arriba la maquinaria del Estado constitucional obedecía al capricho de una izquierda quejica y sobrealimentada, como ha sugerido estos días algún que otro mandarín de esos que apuntan y disparan pero sin moverse, no sea que el sudor. También en aquellos años había más de un compañero de la izquierda radical (sector ML: los ML, para los que no lo hayan vivido, eran comunistas que vivían la mitad del tiempo en una China imaginaria y la otra mitad añorando a Stalin, sin acabar de decantarse) que despreciaba a los insumisos y consideraba que un buen camarada debía aprovechar la mili y entrenarse a fondo para cuando llegara el momento de dar el paso. ¿El paso hacia dónde? Hacia la lucha armada, supuestamente, aunque nunca llegué a saberlo porque no hubo ningún paso. Como quiera que sea, si el ejército español sirviera para formar militantes revolucionarios, hace tiempo que estos se habrían manifestado de algún modo. Con una revolución, supongo. No parece que fuera el caso.
Conozco pocas personas más comprometidas y solidarias que José Manuel Chico, Pin, el primer insumiso asturiano juzgado y encarcelado. Desde la discreción, aún en estos tiempos sigue siendo un referente moral para quien quiera escucharlo. No puedo decir lo mismo de esos que sueñan causas imaginarias por las que se sacrifican en Twitter sin siquiera sospechar que, con su torpeza o su gazmoñería o las dos cosas, lo único que hacen es fabricar armamento retórico para que luego lo dispare, con éxito, la extrema derecha. Hemos llegado a leer que el posmodernismo (léase caballo de Troya del liberalismo contra la clase obrera organizada y triunfante) fue un invento de Ronald Reagan para destruir la izquierda. Quizá también el sargento Arensivia era el Che Guevara de mi generación y, en nuestra ignorancia egoísta y posmoderna, no supimos ver en él al líder revolucionario que necesitábamos. Ya estaremos atentos la próxima vez.
Ahora que ya es tarde, lamento no haber prestado la debida atención a las historias del servicio militar que me contaba mi padre. Más de una carrera literaria ha salido de ese anecdotario cuartelero, aunque ninguna de fuste, que yo sepa, si exceptuamos esa epopeya a cuatro tintas que fueron las...
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Xandru Fernández
Es profesor y escritor.
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