EDITORIAL
La epifanía de los brujos (y las ratas)
7/01/2021
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El asalto al Congreso de los Estados Unidos de América del 6 de enero de 2021, como punto final del mitin de Donald Trump a escasos metros del Capitolio, no es solo un acto de rabia o indignación de sus seguidores más exaltados, sino un intento deliberado, violento (y chapucero) de alterar por la fuerza un acto constitucional y de bloquear la ratificación del resultado electoral, es decir, de bloquear el curso de la democracia.
Viendo las imágenes, cuesta creer que fuera un acto espontáneo y no planificado. Como declararon a las cámaras de televisión algunos de los asaltantes, su objetivo era permitir que el presidente pudiera declarar la “ley marcial”, ordenar la “detención de todos los conspiradores” (esto es, de los representantes y senadores de los dos partidos, de las autoridades administrativas y de los jueces que habían avalado los resultados electorales) y “retener el poder que le pertenecía legítimamente”.
Traducido a lenguaje no trumpista: iniciar una suerte de golpe o una insurrección que frenara el nombramiento de Biden y permitiera a Trump mantenerse en la Casa Blanca e instaurar un Gobierno de facto. Jamás había ocurrido nada semejante en Estados Unidos, la primera democracia moderna y la que instauró por primera vez las instituciones representativas y los valores democráticos que hoy se extienden por medio planeta. La imagen del actor Jake Angeli, alias Q-Shaman, alias El Lobo de Yellowstone, un conocido trumpista, erigido en un matón descerebrado, ataviado como un búfalo con pieles y cuernos usurpando la silla del presidente del Senado, es decir, la del vicepresidente de la República, el cargo que ocuparan por primera vez nada más y nada menos que John Adams y Thomas Jefferson, ha sido un golpe terrible para la imagen de la primera potencia democrática del mundo.
En su comparecencia, un Joe Biden visiblemente indignado y preocupado afirmó que la democracia estadounidense se hallaba “ante una amenaza sin precedentes”, atenazada por una insurrección y un caos que “bordeaba la sedición”. Pero hay que decirlo sin rodeos: pese a su aspecto bufo y esperpéntico, los hechos ocurridos en el Capitolio constituyen sin lugar a dudas una sedición en toda regla, un levantamiento violento (5 muertos, decenas de heridos) cuyo objetivo era la subversión del voto popular, del ejercicio de la autoridad y del orden constitucionales. Y Trump, su obvio inspirador, sea directa o indirectamente, es en estos momentos un peligro objetivo para la democracia estadounidense y para el mundo.
¿Qué pasará ahora? Parece que no hay tiempo de iniciar un impeachment, pero tal vez sí de que Mike Pence active la Enmienda 25 y de que el Gobierno destituya al presidente por incapacidad manifiesta de éste para ejercer adecuadamente las responsabilidades de su cargo. Pence asumiría así en funciones la presidencia hasta que, el 20 de enero, Biden, ya certificado por las Cámaras como presidente electo, tome posesión y ocupe la Casa Blanca. Entre otros muchos desastres que se deben evitar, Trump podría utilizar su prerrogativa presidencial del indulto para dar una amnistía general a todos los sediciosos del asalto al Capitolio y a sí mismo.
Por otra parte, la respuesta pasiva y tolerante de la policía, con un dispositivo de seguridad claramente insuficiente a pesar de las previsiones de altercados, contrasta con su comportamiento frente a protestas antirracistas o en favor de los derechos humanos. Llama la atención cómo actos de pequeña delincuencia son respondidos a balazos por la policía, mientras esta se muestra permisiva ante la toma del Capitolio. Que hay racismo y doble rasero en las actuaciones policiales de Estados Unidos no es algo que vayamos a descubrir ahora. Existen pocas sociedades en el mundo donde la distancia entre la belleza de sus principios fundadores (“we, the people”, “all created equal”, “consent by the governed”) y la realidad en términos de la desigualdad económica y, sobre todo, política, sea mayor. Pero esperamos que en los próximos días puedan investigarse los hechos en profundidad y depurarse, en su caso, la posible responsabilidad de aquellos encargados de diseñar el dispositivo de seguridad del Congreso.
Es pronto para valorar con rigor el alcance de los acontecimientos del 6 de enero. Por un lado, constituyen un ejemplo dramático del nivel de degradación alcanzado dentro de uno de los dos principales partidos en el sistema. Más de cien congresistas y senadores republicanos (!) continuaron con la farsa del fraude electoral, con la esperanza de heredar o mantener la base electoral trumpista, después del asalto. Esto, junto al hecho de que millones de votantes del GOP sean más trumpistas que republicanos, debe preocupar a cualquiera. Sobre todo, porque Trump tiene todavía margen para hacer mucho daño.
Los próximos días van a ser largos y tensos, aunque Trump haya dicho que garantizará un traspaso pacífico de poderes. Si lo que pretendía era instigar un golpe de Estado a beneficio propio, la estrategia ha salido como muchas de sus inversiones: se ha quedado solo, incluso sin sus cuentas de Facebook e Instagram. El legado que deja, sin embargo, será muy difícil de gestionar. La sociedad norteamericana está profundamente fracturada, más que nunca antes en su historia, por lo menos desde la Guerra Civil, y hay un sector muy activo, fuertemente radicalizado e ideologizado, que vive en una especie de burbuja informativa, en un mundo paralelo. La probabilidad de que se produzcan enfrentamientos violentos o ataques terroristas no es despreciable en absoluto.
A su vez, no lo olvidemos, Estados Unidos es el país más afectado del mundo por la pandemia; ya han fallecido 370.000 personas directamente por el virus, y vive una crisis económica que ya ha dejado desprotegidos a millones de ciudadanos, especialmente, como siempre, en los sectores más desfavorecidos y vulnerables de la sociedad. Biden va a tomar el timón de un barco en llamas y a la deriva, una nave que en caso de hundirse tiene la capacidad de arrastrar al fondo del mar al resto de barcos de la flota democrática. Pero es difícil interpretar los hechos sólo como un momento de quiebra de un sistema camino del abismo.
El 6 de enero también se produjo la epifanía de los brujos y las ratas. Los discursos de Pence, McConnell y Graham muestran que las élites republicanas que abrazaron a quien les derrotó en las primarias y toleraron y alentaron a un demagogo populista con tendencias autocráticas hasta antes de ayer han redescubierto los sólidos principios constitucionales de los padres fundadores. El líder que movilizaba a las bases como nadie se ha convertido en un problema al alentar una insurrección violenta y una quiebra del sistema. Cuando quedan dos semanas para la transición, no deja de crecer el número de “valientes”, en la Casa Blanca, en el Congreso, en el Senado, que han redescubierto unos mínimos principios morales. Por las razones que fuesen, frenaron un desastre que ellos mismos contribuyeron a crear. Y en este sentido, quizá, la turba que pretendía secuestrar la democracia en América puede haber contribuido a vacunar a sus élites más conservadoras contra los riesgos de alentar y explotar ciertas formas de populismo. El probable giro de algunas élites republicanas tensionará el partido y, si termina por romperlo, el legado de Trump para la causa conservadora puede ser letal. Solo el tiempo dirá si hemos asistido a un golpe de estado de sainete, o a una operación muy bien calculada para mantener entre los fieles abducidos la sospecha de conjura del establishment, mantener la burbuja y preparar la formación de un partido populista, con vistas a próximas elecciones.
El asalto al Congreso de los Estados Unidos de América del 6 de enero de 2021, como punto final del mitin de Donald Trump a escasos metros del Capitolio, no es solo un acto de rabia o indignación de sus seguidores más exaltados, sino un intento deliberado, violento (y chapucero) de alterar por la fuerza un acto...
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