TRUMPISMO
Lo sorprendente
La pregunta clave no es tanto por qué ha sucedido ese asalto al Capitolio, sino por qué los líderes republicanos han tardado tanto en repudiar la farsa que ha puesto al país contra las cuerdas
Azahara Palomeque 7/01/2021
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Una horda de manifestantes ultraderechistas, algunos de ellos pertenecientes a milicias armadas, ha invadido el Capitolio de Estados Unidos interrumpiendo la certificación de votos destinada a confirmar al presidente electo. Podría parecer ciencia ficción si no fuese porque el guion cumple al dedillo la lógica interna de cuatro años atroces. Como los animales que son capaces de predecir un huracán horas antes de que suceda, durante estos últimos meses muchos hemos desarrollado un olfato especial que nos ha permitido vislumbrar un horizonte cercano de violencia en torno a la confirmación de Biden y, si no fuese por lo extremo de los sucesos, probablemente también el día de su inauguración. Las imágenes que han sacudido al mundo y corroborado la decadencia de una democracia con grandes fallas antidemocráticas –invasiones a otros países, criminalización sistemática de la población negra– pillaban a algunos por sorpresa. “¡Un golpe!” –clamaban, como si Trump no hubiese avisado de sus intenciones. “¡Sedición!” –gritaban otros, como si fuese la primera vez que la turbamulta armada asaltara un edificio oficial, como ya ocurrió el pasado mes de mayo en el Capitolio de Michigan, a cuya gobernadora pretendían secuestrar.
Sin querer caer en el cinismo, lo que verdaderamente sorprende era esperar algo distinto. Ante la indignación de muchos analistas políticos, del propio Biden –quien pedía al presidente que saliera en televisión condenando los hechos–, mi reacción, como la de tantos que hemos visto de cerca la brutalidad policial y el despliegue militar correspondiente cuando las protestas pro Black Lives Matter inundaron las calles, ha sido, si acaso, de estupefacción comedida, puesto que sólo faltaba en la concatenación lógica de su mandato un final así de apoteósico, casi cinematográfico, incluyendo muestras de violencia. No nos confundamos, bajo la espectacularidad barbárica de lo que en toda regla constituye una afrenta al aparato constitucional estadounidense hay vidas que sufren, que se agotan o agonizan, como las de los cuatro fallecidos de que se tiene noticia. No por ser relativamente esperado este asalto, no tanto al edificio, sino al acto institucional donde horas más tarde se ratificaba la presidencia de Biden, es menos dañino o destructivo para unos procedimientos electorales seguros, cuya única corrupción ocurre legalmente –como las restricciones vigentes del voto impuestas por el Tribunal Supremo en 2013–. Sin embargo, poco estupor puede causar esto a quien haya seguido el ritmo de los acontecimientos desde hace meses.
Trump lleva meses avivando el incendio, sus seguidores se han organizado en redes sociales, por ello la alcaldesa de Washington mandó llamar a la Guardia Nacional
Trump ha estado negando la aceptación de un resultado desfavorable en las elecciones desde, al menos, el verano pasado. Lo confirmó en debates y múltiples declaraciones, en las que también azuzó a sus seguidores a seguir el rumbo insurrecto que ahora ha llegado al seno mismo del Congreso. Durante las manifestaciones por el asesinato de George Floyd en la capital del país, amenazó con sacar el Ejército a las calles, y muchas fueron sofocadas con las fuerzas paramilitares que conforman la policía, a base de golpes y gases lacrimógenos que, recordemos, están prohibidos como arma de guerra. De su administración salieron iniciativas como la Operación Legend, consistente en la gestión de una fuerza policial a la carta para invadir ciudades contra las autoridades locales y valiéndose de estrategias como arrestos arbitrarios con agentes y vehículos sin identificar: fue el caso de Portland. Sus decretazos han producido nuevas condenas de hasta 10 años de prisión por pintar o destrozar monumentos, separaciones de familias inmigrantes, o nuevos métodos de ejecución para condenados a muerte. Ha amnistiado a criminales de guerra, sorteado un impeachment legítimo, utilizado la Casa Blanca para propósitos electorales y, como recientemente se descubrió, intimidado a representantes de la ciudadanía para alterar el recuento de votos en las últimas elecciones.
El clima agresivo de incertidumbre política, miedo e inseguridad construido a base de violar los derechos más básicos o contorsionar la ley hasta lo intolerable ya apuntaba a un desmembramiento de los pilares del Estado y a la eliminación de la pátina democrática con que, a menudo, se recubren los abusos más profundos. Si otros gobiernos hicieron lo propio en terreno extranjero, como el de George W. Bush con la creación de Guantánamo, la visibilidad con que Trump ejerce la violencia en las lindes caseras, su autoritarismo petulante y ruptura con todas las convenciones políticas le ha costado la aversión de los suyos, precisamente porque ha traspasado la barrera del imaginario democrático. En otras palabras, le ha fallado el contenido, pero también las formas; si, por una parte, era imposible negar su derrota en las urnas después de que multitud de tribunales la ratificaran, el punto de inflexión en el rechazo dentro de su partido ha sido ese acto, menor en cuanto al grado de violencia si lo comparamos con otras aberraciones, pero crucial en lo simbólico: el Capitolio, la reunión donde se procedía a una formalidad más del proceso electoral, pero que representa al conjunto de la ciudadanía.
Lo han abandonado hasta sus grandes prosélitos: el senador por Carolina del Sur Lindsey Graham, el vicepresidente Mike Pence, el líder de la mayoría del senado Mitch McConnell, quienes le prestaban su apoyo hasta hace muy poco. Se suman estos al grupo de disidentes que ya existían –su Fiscal General, William Barr; los jueces republicanos que desestimaron sus demandas; el mismo George W. Bush– y al personal de la Casa Blanca que ha anunciado su dimisión. La pregunta clave no es tanto por qué ha sucedido ese asalto al Capitolio, sino por qué los líderes republicanos han tardado tanto en repudiar la farsa que ha puesto al país contra las cuerdas. Quizá la respuesta se encuentre en el gran apoyo que ha recibido Trump –75 millones de votantes– o en el hecho de que ha sabido monopolizar el partido, a pesar de presentarse como un outsider. También en el miedo de los republicanos a desmarcarse del líder y que eso supusiera una derrota en las elecciones senatoriales de Georgia. Al final, no solo han perdido el Senado, también la credibilidad y la legitimidad nacional a los ojos del mundo.
Con el fascismo no se juega, no se pacta, no se adoptan posiciones equidistantes: es demasiado peligroso
No, no me ha sorprendido ver el Capitolio en estado de sitio. Trump llevaba meses avivando el incendio, sus seguidores más coléricos han estado organizándose para la ocasión en redes sociales, la alcaldesa de Washington previó el ataque y mandó llamar a la Guardia Nacional horas antes de que empezara la protesta. Las señales apuntaban al drama porque éste venía mostrándose en monstruosas erupciones desde hace años. La progresión coherente de los acontecimientos conducía a esto, lo imparable cuando no se detiene a tiempo. Con el fascismo no se juega, no se pacta, no se adoptan posiciones equidistantes: es demasiado peligroso. Sólo cabe esperar que los republicanos hayan visto, por fin, las orejas al lobo y acaben desmarcándose para siempre de Trump, que su carrera política esté agotada de cara a las próximas elecciones, que con él se debilite el trumpismo hasta el punto de pasar a la historia como otro episodio más de la cruenta trayectoria estadounidense. Eso sí sería sorprendente.
Una horda de manifestantes ultraderechistas, algunos de ellos pertenecientes a milicias armadas, ha invadido el Capitolio de Estados Unidos interrumpiendo la certificación de votos destinada a confirmar al presidente electo. Podría parecer ciencia ficción si no fuese porque el guion cumple al dedillo la lógica...
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Azahara Palomeque
Es escritora, periodista y poeta. Exiliada de la crisis, ha vivido en Lisboa, São Paulo, y Austin, TX. Es doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton. Para Ctxt, disecciona la actualidad yanqui desde Philadelphia. Su voz es la del desarraigo y la protesta.
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