Marina Garcés / Profesora y filósofa
“Toda educación es política, pero no todos sus problemas pueden resolverse desde la política institucional”
Esther Peñas 17/01/2021
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Quebrar esa inercia viciosa de que los alumnos son receptáculos mudos y extáticos en los que depositar una amalgama de saberes (en apariencia) aislados e incomunicados. Reivindicar, en su lugar, la dialéctica sin privilegios ni servidumbres en la que cuantos estén en el aula (y un aula no tiene por qué ser un habitáculo cerrado) establezcan relaciones simbióticas que permitan un aprender juntos. Un educar como sustrato de la convivencia capaz de descubrir formas de vida posibles. Esta es la propuesta que desarrolla la filósofa y profesora Marina Garcés (Barcelona, 1973) en su último ensayo, Escuela de aprendices (Galaxia Gutenberg).
De eso va la vida, en buena medida, ¿de ejercer un eterno discipulado, un eterno aprendizaje?
Me parece que en todo el libro no utilizo ni una sola vez la palabra discípulo. No me interesan las relaciones verticales, sino aquellas en las que la desigualdad de saberes, edades o posiciones puede convertirse en la condición para la igualdad y la reciprocidad. Por eso pongo en el centro de mi reflexión a los aprendices y sus relaciones con los otros y con el mundo. Por supuesto, el aprendiz también es una figura histórica que ha estado subyugada a relaciones de poder y degradada respecto a otras figuras, como el estudiante. Pero la cuestión, para mí, es cómo podemos reapropiarnos de nuestros aprendizajes a partir de la pregunta ¿cómo queremos ser educados?
La impulsada por Celaá es la octava ley de educación en España. Aunque todo es política, ¿es solo política la vertiente que puede recuperar la educación?
Para mí toda educación es política, pero no todos los problemas de la educación se pueden resolver desde la política institucional. Hay una línea filosófica que pretende separar radicalmente la educación de la política y acusar a toda posición que politice la educación como sospechosa de “adoctrinamiento”. Pero no hay educación “técnica” que no implique una visión del mundo y de la sociedad. Por eso la escuela es una institución social y uno de los pilares de la vida colectiva. Por lo tanto, no hay que tener miedo a afirmar que la educación es política. Pero entonces, ¿qué es la política? ¿Qué es la política más allá de la acción legislativa y de gobierno, más allá de los partidos y de sus ideologías? Estas son cuestiones que hay que responder entre todos.
¿Es posible enmendar después las fallas o lagunas educativas que uno haya tenido?
Hay cosas que no tienen solución. La primera es haber nacido. Todo nacimiento es el resultado de una imposición a partir de la cual hay que ir tejiendo una existencia, a menudo contra obstáculos materiales, afectivos o culturales enormes. En ese camino, siempre hay lagunas y heridas. Lo importante no es resolverlo todo, sino tener maneras de acoger estas lagunas y heridas y convertirlas en vacíos que nos permitan descubrir, desplazarnos, respirar, ir al encuentro de lo extraño. Vivimos en una dictadura del tiempo de las oportunidades que nos obliga a estar calculando qué hemos perdido a cada paso de nuestras vidas. Las crisis, ya sean personales o colectivas, son vividas como una pérdida de currículum, de horas de clase, de ocasiones... Con esta mirada, lo que realmente se pierde es la singularidad de una experiencia a partir de la cual podríamos estar aprendiendo mucho de lo que nos ocurre, de sus causas y de cómo abrir caminos que nos permitan vivir de otra manera.
¿Hay “miedo a saber”, como apunta uno de sus alumnos?
Conocer no es construir una mirada que domine el mundo (o cualquiera de sus dimensiones) sino desarrollar un arte de la hospitalidad hacia lo extraño
Hay miedo a saber y a no saber. Por un lado, el saber nos transforma y nos compromete. Desde la información más concreta hasta el paradigma de conocimiento más completo, no hay saber que no afecte nuestra relación con el mundo y con los otros. La conforma y la deforma. No hay saberes impunes. Por otro lado, el no-saber nos asusta. Identificamos la ignorancia con debilidad, confusión, engaño, inferioridad, barbarie o vergüenza. Sin embargo, un conocimiento consciente, capaz de hacernos pensar por nosotros mismos, es aquel que nos hace percibir, precisamente, los límites entre lo que sabemos y lo que no sabemos. Nos permite descubrir esa frontera y convertirla en umbral a partir del cual ir más allá, explorar o incluso revisar lo que creíamos dominar.
¿Cómo saber que lo que uno hace con sus conocimientos está al servicio del bien (común)?
El bien común no puede ser visto desde fuera como algo con lo que no tuviéramos relación. Siempre se deriva de una percepción y de unas relaciones en las que participamos, en la medida en que no las vemos desde nuestro beneficio particular. Por lo tanto, es un valor que se desprende de una percepción compartida. Para mí, la clave del bien común en educación estaría en componer una mirada a partir de la alianza de los aprendices. Es decir, de articular esa sensibilidad capaz de entenderse a sí misma como una invitación. Conocer no es construir una mirada que domine el mundo (o cualquiera de sus dimensiones) sino desarrollar un arte de la hospitalidad hacia lo extraño. Quien más sabe es quien más se puede abrir a lo que le resulta extraño, inquietante, disonante. Por lo tanto, a lo que no sabe. Esta relación que hace extraño lo propio y propio le extraño sería, para mí, el bien común.
¿Es posible perfilar a día de hoy un imaginario compartido del futuro, de un futuro amable, en el sentido etimológico?
Imaginar un futuro amable y compartido es hoy lo más difícil. Cuando digo compartido no quiero decir para unos cuantos, sino expuesto y abierto a esos que, como decíamos ahora, nos son extraños. Cualquier imagen de futuro tiende a aparecer, hoy, como un bien escaso para pocos o como una amenaza para muchos. Aprender, para mí, es tener herramientas para leer un presente que nos permita abrir esos futuros. Lo contrario es una guerra de cerebros, de vidas y de cuerpos en disputa, que compiten por las migajas de futuro que nos está dejando el actual capitalismo de la devastación. Lo amable es lo estimable, lo deseable, lo que nos hace bien. Si el futuro es la sombra que proyecta nuestro presente, ¿qué es lo que hoy nos hace bien, no a cada cual, sino a unos con otros?
Entre otras cosas, saber pensar es saber dónde colocar tu atención. Me pregunto hasta qué punto esto es posible en un mundo en el que hasta nuestros sueños (por fortuna, de momento, de manera tangencial) están dirigidos por el capital.
La vieja idea de que la emancipación es poder pensar por uno o por una misma significa hoy también poder dirigir, concentrar, recoger o dejar descansar la atención
La colonización de la atención es uno de los frentes principales del capitalismo cognitivo y de su guerra de cerebros. Cuando el cerebro, que es un órgano caracterizado por la plasticidad, es reducido a un potencial de flexibilidad cuyo objetivo tiene que ser ampliar sus capacidades, la atención se convierte en un factor clave. El problema es que la capacidad de atención humana aún es limitada. Incluso en un régimen de 24/7, donde como dices incluso los sueños están dirigidos por el capital, existe el agotamiento, el fallo, la patología, el sufrimiento. La vieja idea de que la emancipación es poder pensar por uno o por una misma significa hoy también poder dirigir, concentrar, recoger o dejar descansar la atención. Atender es cuidar, también. Es acoger y recoger. Es poder responder. El fracking de la atención rompe todas estas capacidades y nos convierte en siervos, consumidores y yonquis del estímulo incansable, hasta que no podemos más.
¿Es posible que esa sensación generalizada de que el saber “no sirve para nada” tenga que ver con que nos capacitan (nos reparan para el mercado) pero no nos educan?
El saber no sirve de nada cuando no nos permite entrar en conversación con el mundo, es decir, interrogar lo que nos rodea, llevarle la contraria, recibir sus respuestas, crear otras... Actualmente, lo que aprendemos en la escuela ni siquiera sirve para participar de una cultura común ni para ejercer una profesión. Se adquieren capacidades vacías que, como mucho, tienen que servirnos para movernos en la incertidumbre, adaptándonos a ella y reinventándonos en función de sus cambios. Es el dictado de una servidumbre adaptativa, que desconecta nuestra capacidad de acción de sus consecuencias en el presente y en el futuro. Es una condena, aunque tenga sus versiones de éxito y, por supuesto, muchas de fracaso.
¿No tendríamos que alejarnos un poco del informe PISA, como si este fuera el oráculo de Delfos?
PISA es la OCDE. Pienso que no hace falta decir mucho más para entender de qué tipo de poder estamos hablando y cuáles son sus intereses. Y me sorprende que desde los poderes públicos, incluso muchas veces desde la propia profesión docente y desde la academia, se sigan aceptando acríticamente esos baremos, como si fuesen obvios, naturales o inevitables. ¿De verdad queremos guiarnos por estas agencias y organismos? ¿Quién construye su discurso, sus categorías y parámetros? Los docentes de cualquier tipo trabajamos con existencias muy complejas, con vidas pequeñas o ya adultas que se relacionan, que viven, que aman, que trabajan, que crean y que mueren a partir de lo que aprenden unas de otras. Es una materia demasiado sutil, compleja e importante como para someterla a la violencia del rendimiento, sus indicadores y sus resultados. Ya sé que es difícil cambiar el sistema educativo en su conjunto, pero si hay algo evidente por lo que podemos empezar es por impugnar y desertar de estos dictados.
¿Por qué se ha aceptado como natural el hecho de que quienes dispongan la educación sean políticos, gestores y economistas, en vez de maestros, filósofos, poetas?
La escuela tal como la conocemos es una institución política y social que forma parte de los pilares del Estado moderno y, actualmente, del Estado como parte promotora del capitalismo cognitivo global. Por lo tanto, ya desde su creación, el sistema educativo está ligado a la arquitectura legislativa del Estado, a la producción de valor y al reparto de posiciones dentro de la construcción de un pueblo que se reconoce, al mismo tiempo, en su identidad (cultural, política...) y en su desigualdad (de clase, de género, de raza...). La filosofía, la poesía, así como las demás artes y ciencias, pueden formar parte de los objetos que sirven para construir estas identidades y pasar a formar parte de la cultura oficial, pero difícilmente serán las bases desde las que se piense la educación misma. Por eso, lo que tenemos que intentar, por lo menos, es que no se conviertan en objetos dóciles sino en palancas de desviación y de cuestionamiento.
¿Cuándo una ignorancia se convierte en “sumisa y entable”?
La ignorancia es fuente de servidumbre de muchas maneras. La más antigua y conocida es la que convierte la ignorancia en un complejo o en una forma de vergüenza respecto a los que saben, o a los que saben lo que supuestamente hay que saber. Esta ha sido la vergüenza histórica de las clases populares, de quienes no han podido estudiar, de las mujeres, de las culturas y lenguas minoritarias, de los pueblos colonizados, etc. La otra forma en que hoy la ignorancia se convierte en servidumbre es la producción deliberada de confusión. Consumimos grandes cantidades de información, de referencias expertas sobre una infinidad de temas, de recetas y de consejos, de informes, de titulares, de mensajes... no sólo se nos indigestan por su cantidad, sino que muy deliberadamente están fabricados para sumirnos en la confusión y, finalmente, en la adhesión a aquellas informaciones o puntos de vista que nos faciliten o confirmen nuestra posición. Este conocimiento que no permite más que asentir ante lo que nos parece obvio, es para mí una forma de analfabetismo ilustrado.
“La educación es una invitación: la invitación a tomar el riesgo de aprender juntos (…)”. ¿Qué implica ese riesgo?
Aprender juntos es, sobre todo, aprender unos de otros. Unos con otros. Unos contra otros, si hace falta. Esto implica entender que los conocimientos no son packs de contenidos que podemos comprar según nuestros deseos o necesidades, sino que nos inscriben en relaciones de sentido, en relaciones afectivas y sociales, en modos de estar y de hacer, que tienen consecuencias sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Son consecuencias de muchos tipos (éticas, políticas, afectivas, estéticas, etc.) pero nunca nos dejan inmunes. Aprender unos de otros es implicar-se en la creación colectiva de sentido. Normalmente no es una labor armónica ni deseada de igual forma por todo el mundo. Está atravesada por desigualdades y relaciones y de poder, pero precisamente por ello es la condición para una disputa radical sobre cómo y quién está en condiciones de hacer o de deshacer el mundo por nosotros, o con nosotros.
Quebrar esa inercia viciosa de que los alumnos son receptáculos mudos y extáticos en los que depositar una amalgama de saberes (en apariencia) aislados e incomunicados. Reivindicar, en su lugar, la dialéctica sin privilegios ni servidumbres en la que cuantos estén en el aula (y un aula no tiene por qué ser un...
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