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Lectura

El Evangelio según María Magdalena

Tres primeros capítulos del libro escrito por la periodista sobre la discípula de Jesús de Nazaret

Cristina Fallarás 25/01/2021

<p>María Magdalena como la Melancolía, pintada entre 1622 y 1625, por Artemisia Gentileschi.</p>

María Magdalena como la Melancolía, pintada entre 1622 y 1625, por Artemisia Gentileschi.

Museo Soumaya de la Ciudad de México

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A mi hermana Anica

Esta y no otra es mi carne. Esta y no otra es mi sangre. Este y no otro es mi aliento.
Este y no otro es mi cuerpo. Yo. Esto soy y no otra cosa.
Soy la que nombra. Verbo soy, palabra. Ante mí me arrodillo, ante mi cuerpo soberano, cauce de narración.
Y nombro.
Y me nombro.
Este y no otro es mi nombre: María. María la Magdalena.

Cerca de diez años ya en esta ciudad y ni siquiera he asu­mido el territorio. Sería más correcto admitir que el te­rritorio, la actividad enloquecida de Éfeso, no me ha asumido a mí. No tiene a estas alturas demasiada importancia. Al fin me dispongo a dejar por escrito todo lo vi­vido. Todo lo que permita el tiempo que me queda. No será tarea leve y ya soy vieja. No me siento una anciana, de la misma manera que nunca me sentí joven, pero los huesos, sobre todo en las largas madrugadas salobres de insomnio, arañan mis junturas tirando de mí hacia el fi­nal. Silencio, columnas mías, murmuro sin turbación en estos amaneceres.

Eso es, sin turbación.

Yo María, hija de Magdala, llamada la Magdalena, he llegado a esa edad en la que ya no temo el pudor que nunca tuve. Yo, María Magdalena, aún conservo sin merma la furia que me enfrentó y me enfrenta a la idio­tez, a la violencia y al hierro que imponen los hombres sobre los hombres y contra las mujeres.

Pero no escribiré desde la furia, porque así lo he de­cidido. Me he propuesto hacerlo como el ave que teje un nido, minuciosamente, con amor y hacia el futuro. El nido que yo no he de ocupar, sino quienes requieran abrigo.

Sí, soy vieja. Demasiado he vivido ya. No importa qué edad tengo. Sé que no tardaré en morir. No comprendo el empeño por contar los años, uno, catorce, treinta... De­ben contarse los sucesos, los tiempos de dolor y los tiem­pos de gloria, los tiempos de amor y los tiempos de vio­lencia, la belleza y la infamia contempladas.

La vida no es un recuento de fechas, sino memoria de emociones y acontecimientos, aprendizajes y claudica­ciones. ¿Qué conseguiría yo dejando un inventario de años tras años? En un año caben enteros futuro y pasado. He tenido la inmensa fortuna de conocer la luz que emana de los cuerpos y de la ciencia. Entre tanta iniqui­dad, tanta crueldad vana y mutilación contra la tierra, yo, María Magdalena, he conocido. Y en ese conoci­miento, aquello que soy permanecerá por los siglos.

Porque ningún conocimiento es fútil.

Mi decisión de dejar constancia aquí de lo visto, de los extraordinarios sucesos que me fueron regalados sin más mérito por mi parte que la presencia, es firme. Mu­cho más firme a medida que voy conociendo las voces y rebuznos empeñados en falsear lo sucedido, apropiarse de la realidad, de lo que aconteció, y modificarla hasta el tamaño de su propio cuerpo, recortar la realidad a su medida. Lamentablemente, eso también se llama memo­ria. Una memoria falseada de la que sacar rentas.

Me llegan escritos, leyendas, mentiras que solo bus­can ensuciar aquello que vivimos junto a aquel a quien hoy llaman «el maestro» los mismos que entonces lo re­pudiaron, lo traicionaron. Sacar provecho, eso quieren, enriquecerse, acumular poder, saciar su vanidad. O sen­cillamente salvarse ante sí mismos. No hay pecado en ello, sino miseria, ceguedad, estulticia, mezquindad. Su sed de idiotez no tiene límites.

Pero yo participé.

Yo conocí al Nazareno. Fui la única que jamás se sepa­ró de su lado. Jamás. No es vanidad. Es así y esto es lo que sucedió, es lo que soy y también nuestro mutuo recono­cimiento. Me siento a relatarlo todo para borrar tanta mentira y que se comprenda su verdadero final. Nada será narrado en vano.

2

Partimos de Magdala en el año 62. Magdala, mi puerto, mi ciudad a orillas del mar de Galilea, mi casa, nuestra fuente de vida. Todavía vivían Simón Pedro y Pablo de Tarso y resultaba impensable la devastación de Jerusa­lén, la destrucción del Templo. Acompañada por Juan, persuadimos a María, la madre del Nazareno, de la nece­sidad de abandonar la región, conscientes de que su cuerpo se quebraba, su anatomía de gorrión. Partimos por tierra hasta Tiro y de allí navegamos hasta Éfeso. María falleció al poco de pisar esta región. Era ya apenas un suspiro. Fue un trayecto de piedra seca, sol, viento, días de lluvias crueles y aquella violencia turbia que ya hacía de la realidad un resoplar de hienas.

Treinta años después de la desaparición de su hijo, recién llegadas aquí, a Éfeso, me decidí a preguntárselo.

¡Treinta años! Mi silencio hasta ese momento no fue co­bardía, sino respeto. La veía desaparecer, postrada, tras aquel viaje evidentemente excesivo para ella. Bajo la piel traslúcida, su calavera era puras oquedades. Jamás he visto un empeño tan largo, tal empecinamiento de vida.

—¿No guardas rencor, María?

Me miró con ese gesto tan suyo, mezcla de cansancio y asombro.

—¿Crees que serviría para algo? ¿Debería yo tam­bién haberles entregado mi vida? No, no lo creo. Eso ha­bría supuesto el rencor, ofrecerme en sacrificio.

—Comprendo.

—Yo no comprendo, muchas veces no he compren­dido nada de lo que sucedía. Ni siquiera ahora.

—Pero hay paz en ti.

—Somos diferentes. —Su voz era un finísimo hilo tenso—. Esas cosas te parecen importantes, lo que hay o no hay en mí o en ti te parece importante.

—¿No lo es? —Mientras hacía la pregunta me di cuenta de que era un error, su forma de asumir, de some­ terse era un trapo viejo que yo había manoseado dema­ siadas veces. María siempre había cumplido su papel como madre, como parte de su tribu, sin cuestionarlo. En esto éramos radicalmente diferentes.

—Eso creo. No lo es, eso creo. Ha pasado la vida por mí, a través de mí, solo eso. En algunos momentos sí consideré que nuestros actos podían transformar lo que vendrá, las cosas que sucederán.

—Sabes que ese es mi empeño.

Nos conocíamos bien, todo había sido dicho ya.

—Sí. Quedan el dolor y las palabras. Mi dolor mar­chará conmigo. Ya, ya sé, las palabras permanecen. ¿Sa­bes tú por cuánto tiempo? ¿Puedes responder a esa pre­gunta? ¿Puede alguien?

Sentada aquí, sigo sin tener respuesta. Elijo las pala­bras, las voy ordenando. Ese acto encierra la esperanza de que permanezcan, de que no se trata de un esfuerzo inútil. No puedo pensar que lo sea. ¿De qué serviría en tal caso este empeño?

María había visto cómo torturaban a su hijo. Había permanecido ahí, no retiró la mirada en ningún momen­to. Ambas fuimos testigos de la extrema crueldad sobre su carne, pero yo no era su madre. Después de contem­ plar tanta bestialidad, tanto cuerpo roto, sigo sin saber qué siente una madre ante el cuerpo de su hijo en agonía. Tampoco ante la dicha. Yo no he gestado.

Durante todo el tiempo que pasó desde antes de la partida del Nazareno hasta la muerte de María hace al­gunos años, ya en Éfeso, permanecimos juntas. Pero el tiempo no significa nada. Tres años pueden durar más que treinta.

Quizás ella tenía razón al descartar la relevancia que todo lo ocurrido tiene en nuestras vidas. No son nues­ tras vidas, sino el testimonio de las vidas de otros. Sin embargo, ¿cómo podría yo hoy narrar todo lo vivido junto al Nazareno sin partir de mi propia experiencia? No podría. Sencillamente, no. Yo soy junto al otro, ante el otro, en el otro.

Ah, pero yo no he gestado.

3

Fueron mis propiedades y no mis virtudes las que me permitieron contemplar los acontecimientos de entonces. Mi padre me dejó en herencia su industria conserve­ra, la educación propia de un hombre, y al Gigante. Si alguna vez añoró un hijo varón, nunca lo supe. Mi madre murió al parirme, así que, conociendo su jovial pragma­tismo, no creo que le diera más vueltas. También heredé, imagino que para bien, su empeño en recordar que descendíamos de la dinastía de los asmoneos, cuya reina Sa­lomé Alejandra no solo fue la última en ocupar un trono independiente para los judíos, sino la única mujer que logró reinar. «Nosotros venimos de reyes, mi princesa», repetía mientras me acariciaba la cabeza tumbados sobre la piedra fresca y pulida del patio en verano, aprendien­do a dibujar el firmamento.

—Tuvimos una reina. Hay que conocer las cosas del mundo y de los hombres para tener una reina. Luego llegó Roma a colocar a esta panda de ignorantes que solo sirven a la muerte, a la destrucción, para saciar unos instintos menores que los de los puercos. —No recuer­do cuántas, cuantísimas veces le oí repetir estas pala­bras—. Pero nosotros, asmoneos, tuvimos la última y única reina de los judíos, Salomé Alejandra. Eso no nos lo perdonarán ni los unos ni los otros. Ni los judíos ni los romanos.

No creo que dijera todo aquello para justificar mi educación, tan impropia de una hembra en nuestra socie­dad que merecía castigo, sino por añoranza. La nostalgia de lo que no se conoció puede infectarse de melancolía o tornarse subversión. La nuestra era una subversión do­méstica y jocosa que incluía mi educación en la ciencia y en la industria.

Dos son ahora mis sensaciones más presentes de aquellos días de infancia: la felicidad y la muerte. En un mundo pequeño, como lo son todos a esa edad, se mez­clan la dicha y la sangre cuando son lo único que aprieta. Si Antipas honró la sangrienta herencia de su padre, He­rodes el Grande, poniendo la cabeza del profeta sobre una bandeja, su hermano Arquelao consiguió, aunque parezca mentira, superar la masacre de los inocentes de su progenitor. Preferiría haber borrado de mi memoria hasta la última huella del paso de Arquelao por esta tierra. Sin embargo, en él está el germen del asesinato de mi padre, de él parte mi dolor más ácido, mi desampa­ro, la rabia y el deseo de venganza que fueron mi ali­ mento durante tantos años, y por eso también mi fortaleza.

Fui rabia, rabia sorda.

Me vestí de venganza y la cubrí de carmesí. Entonces paseé mi disfraz.

No tenía aún yo pechos cuando Roma decidió reti­rarle todo el poder a Herodes Arquelao, el poder de reinar sobre Judea. Era tal su violencia, su sed de des­cuartizamiento, su capacidad para sembrar pánico a cu­chillo, que incluso Roma comprendió que resultaba in­soportable. Pero la muerte lega muerte. La mano exterminadora se multiplica en millares de asesinos como millares fueron aquellos a los que él mandó ma­tar. Los dos Herodes, Antipas y Arquelao, eran herma­nos por parte de un padre enloquecido, el asesino de los inocentes. Antipas, rey de Galilea, nuestra tierra. Ar­quelao, rey de Judea. Reyezuelos ambos sin más poder que el que Roma permitía a sus fatuas existencias ali­mentadas de excesos, sangre, perversión. Conciencia de inferioridad.

Yo los maldigo.

No tenía aún yo pechos cuando un día aparecieron las doctoras con tal agitación que el tremolar del aire en la casa me despertó. Soñaba con el vuelo de los peces blancos que a veces preceden a las pesadillas. El miedo siempre se impone y turba el ambiente. La noche era cla­ra en el patio hasta el punto de que una podía distinguir el haz brillante y el envés mate de las hojas de los olivos. Ana y algunas otras doctoras acudían a nuestra casa con frecuencia a sacarme de los almacenes y ocuparse de mi instrucción sin mediar acuerdo evidente. En otras ocasiones llegaban acompañadas de alguna muchacha, o de varias, y se encerraban durante horas en uno de los pequeños edificios de la casa, el que se levantaba a la iz­quierda del patio, con jofainas y fascinantes instrumen­tos afilados.

Tardé tiempo en conocer su intervención en mi naci­miento. De ahí venía el apego de mi padre hacia ellas, su apadrinamiento. Cuando mi madre empezó a romperse en dolores fatales durante el parto, un grupo de ellas acu­dió en su auxilio y atendieron su agonía y mi vida. Aún me conmueve el reconocimiento de mi padre hacia las mujeres, quizás un homenaje a su dinastía. Ana era la menor y él se hizo cargo de que siguiera con su magiste­rio. Las parteras eran maestras, su manejo de las plantas evitó el tormento de mi madre y me dieron vida. Mi pa­dre no lo olvidó jamás y decidió ceder un espacio en nuestra casa para ellas, que habitualmente trabajaban de forma clandestina y en hogares que no contaban con lo básico para la vida.

Cuando llegaron aquel día a casa, Ana era ya la jefa de las maestras a las que dábamos cobijo.

—Vuelven a estar en marcha, señor.

Siempre le llamaban señor, pese a que la confianza entre ellos de puertas adentro era larga y evidente. Mi padre creyó que se referían a las huestes de Herodes Ar­quelao, que desde Jerusalén llevaban años segando vidas, incluso dentro de nuestras fronteras galileas. Matando por el abyecto gozo de matar. Ahora me parece que aquellas sangrías escondían algún tipo de sexualidad perversa. Quién sabe.

—No señor, son los fanáticos, los zelotes.

—No hay zelotes en Galilea.

La de mi padre no fue una negación, sino otra cosa, un golpe de vértigo. Tras los últimos asesinatos per­petrados por los gobernadores romanos, habían sur­gido aquí y allá de nuevo grupos de exaltados violen­tos en lucha por el territorio. «Su» territorio bien valía sangre.

En ese momento él, que parecía no haberse percata­do de mi presencia, se volvió a mirarme. Nosotros, nuestro comercio era con Roma. No olvido la honda dureza de su gesto. No eran los ojos de mi padre sino los de un hombre. Entonces, por primera vez, me di cuen­ta de que mi padre era eso, un hombre. Un hombre como los pescadores que se acercaban a diario con sus canas­tos al almacén de conservas. Un hombre como los que hundían sus manos requemadas en la sal gruesa, como los que diestramente extraían las tripas de los peces pe­queños y de los peces grandes, y en algunas ocasiones, cada vez con más frecuencia, me miraban de reojo ya sin sonreír.

—Se dice que Octavio Augusto ha retirado definiti­vamente su confianza a Herodes Arquelao, que ya no es rey de Judea, que todas las provincias serán gobernadas a partir de ahora por Roma.

—¿Quién lo dice?

El silencio se llenó de aleteos y una bandada de go­rriones se echó a la noche lechosa. Nunca había tenido la sensación de contemplar una conversación de adultos. Mi vida transcurría zascandileando entre hombres y mujeres que trabajaban, manejaban los alimentos, char­laban, discutían, operaban o dejaban pasar el tiempo, una vida sin más niños que los que se acercaban a curio­sear en el pescado, a pedir algo, o ayudaban a los hom­bres en las barcas. Pero de pronto me expulsaban. Nadie me apartó y sin embargo sus palabras, sus gestos, me empujaron hasta el lugar donde la inocencia aún se en­canta en los olivos y sus frutos.

—Señor, es así. Hemos sido alertadas. No hay duda.

—El apremio en sus palabras asustaba por la falta de cos­tumbre—. Esta casa sirve al Imperio.

—Llamaré para que organicen vuestra estancia. Aho­ra no estáis seguras.

—El problema no somos nosotras.

La joven Ana me miró sin hacer ningún movimiento. No me señaló con la cabeza ni con la intención. Me miró, no lo olvido, alzada en vilo por ese mirar que no era mi­rada sino una gasa de futuro, el rasgado de un sudario, una promesa roma.

En ese preciso instante dejé de ser niña para siempre.

—El problema —repitió mientras mi padre se unía a su mirar y yo empezaba a aprender de la misma manera en la que el gusano teje su capullo— no somos nosotras.

A mi hermana Anica

Esta y no otra es mi carne. Esta y no otra es mi sangre. Este y no otro es mi aliento.
Este y no otro es mi cuerpo. Yo. Esto soy y no otra cosa.
Soy la que nombra....

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