REPORTAJE
“¡Hasta el McDonald’s ha cerrado!”
La localidad tinerfeña de Los Cristianos agoniza en plena temporada alta por falta de turistas
Israel Merino 27/01/2021
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Los tiempos pasados siempre fueron mejores, claro. Cómo no nos vamos a acordar, con la de cientos de fotografías en blanco y negro que tenemos, de aquellos años veinte americanos, cuando la sociedad estadounidense empezaba a tener poder adquisitivo (bueno, más bien, oportunidades para endeudarse) y los trabajadores viajaban en familia hasta la playa a lucir bañadores blancos con rayas azul marino (o al revés). En aquel momento, el turismo interior empezó a ponerse de moda en Estados Unidos. Ir a dominguear a la playa y fumar cigarrillos eran dos grandes símbolos de bienestar. Las norias y los puestos de algodón de azúcar en los muelles forman ya parte de la cultura popular.
Pero llegó el Crack del 29 y con él la Gran Depresión, y luego la Segunda Guerra Mundial, y, cuando esta acabó, el inicio de la lucha cultural contra la URSS y la Guerra Fría, además de otros hechos históricos que todos conocemos. Así que, al final, la imagen popular de las norias y los bañadores de rayas se fue al carajo. El turismo ya no importaba. Había otras prioridades, como no morirse de hambre.
Algo parecido está pasando ahora mismo en España, uno de los países con mayor dependencia económica del turismo. Durante los años ochenta y principios de los noventa del siglo XX, nuestros gobernantes se dejaron llevar por los cantos de sirena que venían de Europa, y, atraídos por el ideario de las norias –aunque aquí somos más de jarras de sangría–, empezaron a desindustrializar el país hasta dejarnos con un PIB encadenado al turismo de sol y playa (más del 12 por ciento del Producto Interior Bruto depende de que más de ochenta millones de turistas vengan a nuestras costas a convertirse en cangrejos gigantes).
Pero esta época dorada, según parece, ha terminado de explotar, pues en el año 2020, con la salida al terreno de juego de la covid-19, España recibió 34 millones de turistas, un 65 por ciento menos que en el año anterior. Si lo traducimos en cifras, esto supone una pérdida económica de 88.000 millones de euros. El 6,6 por ciento del PIB.
Aunque la situación es dramática, para muchos lo es todavía más. ¿Qué pasa con las zonas de nuestro país que dependen, casi en su totalidad, de la llegada masiva de turistas extranjeros? Un desastre absoluto.
Los Cristianos, una pequeña urbe costera perteneciente al municipio de Arona, al sudoeste de Tenerife, es una localidad turística, frecuentada normalmente por alemanes e ingleses, que se ha convertido en una auténtica ciudad fantasma.
Pasear por sus calles en enero de 2021, en plena –teóricamente– temporada alta, te despierta una sensación de fracaso difícilmente descriptible.
Restaurantes cerrados, locales que se traspasan, camareros que no llegan a fin de mes y trabajadores que lloran frente a tiendas de souvenirs en liquidación por cierre son parte de la extraña naturaleza que ha ido ganándole terreno a la civilización en Los Cristianos. El ambiente que se respira es de tristeza y ruina. En pleno futuro, se añora el pasado.
Cuando entras en el paseo marítimo de la ciudad, en la avenida Juan Alfonso Batista (es un colonizador el que da nombre a esta calle, irónicamente), te empiezas a dar cuenta de por qué la decadencia ha llegado a sus calles: entre casas de lujo construidas en primerísima línea de playa, a tan solo unos metros de donde rompen las olas del Atlántico, te encuentras con un banco alemán encargado de gestionar el dinero de los turistas que antes llegaban hasta la costa. Y ese es el problema. Que antes llegaban, pero ahora no. Ya no sirven de nada los anuncios en inglés, alemán o ruso, ni ese intento de convertir la zona en una colonia.
Todos los huevos se han puesto en una cesta que creíamos segura, pero ahora que se ha roto, nos lamentamos. El turismo, en su momento, desplazó a la población autóctona de la isla hacia otras zonas y ahora se les echa de menos.
Jesús, uno de los pocos nativos de Los Cristianos que quedan por la zona, me cuenta: “Ahora mismo debería ser temporada alta, pero no lo es. Es una pena ver las calles de una ciudad tan bonita completamente desiertas. Las pocas personas que ves en la playa”, sigue relatando mientras la señala con el codo, “son residentes de Tenerife o extranjeros que, por algún motivo, tienen su NIE (Número de Identificación de Extranjeros) en la isla. No sabes la pena que me da ver esto. El problema es que quienes vivimos aquí tampoco podemos salir para así mover el dinero, porque como vivíamos del turismo, muchos estamos en ERTE o en la calle, directamente”.
Y pena da, desde luego. Los Cristianos, ahora mismo, es un gigantesco cadáver adornado que, anclado en la costa, simboliza la decadencia de un sistema que ha terminado de quebrarse. Ha tenido que venir un virus a demostrarnos que esto no funciona y que quizá nos equivocamos de modelo.
Seguir caminando por el paseo marítimo te retuerce las tripas, pues no hay vida. Apenas quedan niños que correteen detrás de las palomas. Apenas hay gente riéndose en los bancos de la avenida. Apenas hay turistas que disfruten, en las terrazas de la zona, de jarras rebosantes de La Dorada, la cerveza de la isla. Apenas hay castillos de arena en pie.
Mor
La tristeza es, por otra parte, directamente proporcional a la precariedad. Los más tristes, como siempre, son los más pobres. Los que no tienen nada, pero, inútilmente, luchan por conseguir vivir. Como Mor.
Mor es un chico de origen senegalés que recorre de arriba abajo la playa intentando vender cualquier cosa: toallas, gafas de sol, bolsos de imitación. Su vida es pasear en busca de alguna moneda que consiga alegrarle el día.
Partió de Senegal hace tres años. Después de una larga travesía, consiguió llegar a la isla de Gran Canaria. Desde entonces, ha vagado como ha podido de albergue en albergue y de cartón en cartón hasta llegar a Los Cristianos. En su travesía por el Atlántico, perdió a uno de sus mejores amigos al volcar la pequeña embarcación en la que venían junto a otras setenta personas. No conoce otra vida que la del mantero, a pesar de hablar perfectamente su idioma materno, castellano, inglés y francés.
“Esto no me gusta. Es muy duro. Cuando vine, me esperaba otro tipo de vida […]. No, no he comido jamás en un restaurante, pero siempre los veo. A veces, cuando paseo por la playa trabajando, veo a la gente bebiendo y pasándoselo bien y me imagino como ellos. Pienso que, si trabajo muy duro, podré tener una casa propia y una familia con la que venir a comer a esos restaurantes, pero no lo consigo. Por muy duro que trabaje, me he dado cuenta de que no podré conseguirlo nunca. Odio la playa”.
“A veces pienso que en Senegal vivía mejor”, sigue contando. “Allí no me miraban mal porque no era raro. Aquí siempre seré uno de los de fuera […]. En Senegal está casi toda mi familia y mis amigos, así que aquí me siento muy solo. Solo me relaciono con otros manteros”.
“Llevo tres días sin vender nada. Mira”, dice mientras me enseña su billetera de imitación: “no hay nada, no tengo dinero. Si no hay turistas, no vendo, y si no vendo, no hay dinero […]. También he pensado en irme a Madrid, ya que tengo amigos en un barrio que se llama Villaverde que me han dicho que está muy bien, pero no puedo volar porque tampoco tengo los papeles arreglados. Estoy atrapado en esta isla”.
Aunque Mor seguirá paseándose de un lado a otro de la playa en busca de sus sueños, no los conseguirá sin ayuda. Para él, al igual que para muchas otras personas que están en su misma condición, no hay ni ERTE, ni paro, ni ayudas de ningún tipo.
Por muy trabajador que sea, por mucho que preste un servicio en una de las zonas más (ex)turísticas del país, los mismos que le compramos gafas de imitación seguiremos mirando para otro lado cuando nos pida ayuda.
Tampoco tiene la opción de trabajar en otra cosa que no sea el turismo, porque, en la isla, no la hay. De forma directa o indirecta, casi todo depende de la llegada masiva de peninsulares y extranjeros.
El polígono
El pequeño polígono industrial que hay cerca de Los Cristianos también depende del turismo: las fábricas de colchones de la zona viven de que los hoteles renueven los de sus habitaciones, los concesionarios de automóviles comen de que las empresas de alquiler de coches compren más vehículos para alquilárselos a los turistas, los restaurantes que hay en la autovía del Sur de Tenerife, muy cerca del aeropuerto Reina Sofía, también viven de que turistas, pilotos y azafatas se acerquen hasta allí para comer y tomar café. El globo que los hacía volar se ha pinchado y ahora, entre lamentaciones, se dan cuenta de que, con un 61,7 por ciento de paro juvenil en la isla, necesitan que vengan extranjeros. O que el sistema colonial cambie.
También en el paseo marítimo de Los Cristianos, en primerísima línea de playa, Chen, un pequeño hostelero de origen chino, se desespera. A las cuatro de la tarde, intenta atraer, octavillas en mano, a los escasos transeúntes de la zona a su local. Mientras, un guitarrista callejero toca una canción desesperada.
“Tengo a cuatro trabajadores en ERTE”, empieza a relatar entre risas amargas. “Como tal, no nos sale rentable abrir, pero no nos queda otra que aguantar. El alquiler me lo van a cobrar igual, así que no me queda otra que intentar sacar algo de dinero”.
“¡Hasta el McDonald’s ha cerrado!”, dice mientras mira el cadáver de la reconocida franquicia, que está al lado de su restaurante. “Si hasta ellos cierran, imagínate cómo estará la situación. También te digo que durante muchos años hemos vivido muy bien, el problema es que ningún hostelero se esperaba esto. Cuando empezó lo del virus, no nos imaginábamos que llegaríamos a enero de 2021 así”.
Nadie estaba preparado. Nadie se esperaba el fracaso. En el centro comercial de San Telmo, una galería comercial al aire libre, apenas hay un par de tiendas de souvenirs abiertas: pero no hay nadie.
En la puerta de una de ellas, una chica fuma con intensidad y resignación un cigarrillo para luego tirarlo y empezar a recoger los expositores que tiene en el exterior de su tienda. “He hecho 70 euros de caja”, dice. “Un día como hoy, en condiciones normales, podría haber hecho fleje más. Podría facturar, tranquilamente, hasta 400 euros”.
“Llevo un par de semanas pensando en echar definitivamente el cierre, el problema es que, cuando empecé en esta tienda gracias a un traspaso, deseché el resto de las opciones que tenía para ganarme la vida. Ahora mismo sobrevivo de mis ahorros y de los cartones de tabaco que vendo a algunos clientes que se acercan hasta aquí”.
A pesar de todo, la fuente que hay en el medio del centro comercial sigue funcionando. El susurro del agua cayendo por su estructura es el único sonido que se escucha.
Cuando el sol empieza a ponerse, ver el atardecer desde la playa de Las Vistas, una de las zonas con más hoteles de Los Cristianos, es un auténtico placer para el alma. El sol va cayendo lentamente, sumergiéndose en el Atlántico, mientras sientes la presencia del todopoderoso Teide a tu espalda.
Los últimos rayos de sol del día, ahora, caen sobre una ciudad muerta; sobre el gigantesco cadáver que ha dejado el turismo en aquella zona. Un cadáver repleto de hoteles de arquitectura poscolonial y en los que, tan faltos de dinero, solo se puede respirar un aire cargado de muerte, precariedad y soledad.
Bienvenidos a los felices años veinte. Aquí también hay norias y puestos de algodón de azúcar. También hay colonialismo y expediciones a África. El problema es que no queda nadie.
Los tiempos pasados siempre fueron mejores, claro. Cómo no nos vamos a acordar, con la de cientos de fotografías en blanco y negro que tenemos, de aquellos años veinte americanos, cuando la sociedad estadounidense empezaba a tener poder adquisitivo (bueno, más bien, oportunidades para endeudarse) y los...
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